El compromiso de esta filósofa norteamericana con la promoción del desarrollo humano constituye una respuesta realista al derrumbe de los valores morales.
No se puede decir que exista oposición entre los intereses más tempranos de Martha Nussbaum (Nueva York, 1947), de índole filosófica, y los últimos, de naturaleza social, sino una clara continuidad, como si la preocupación por la vida buena que mostraba en el ensayo que la catapultó a la fama, La fragilidad del bien, no pudiera separarse de la obsesión por mejorar las condiciones de vida de quienes la rodean.
De ahí que, como buena aristotélica, la ética no solo sea para esta pensadora americana indisociable de la política, sino que no pueda imaginarse directriz moral más alta que la que nos conmina a no desprendernos nunca de la suerte del prójimo.
Es indudable que esta certeza la convierte en una especie de timonel moral en un mundo que atraviesa borrascas y tempestades y en el que escasean los filósofos con propuestas constructivas y capaces, por tanto, de capear el temporal. Su compromiso con la justicia social y su implicación en la promoción del desarrollo humano constituyen, en este sentido, una respuesta realista al derrumbe de los valores morales y, sobre todo, un revulsivo que trata de restablecer la solidaridad desgastada por la corrosión individualista.
Como intelectual, ha sido pionera a la hora de detectar injusticias, así como a la de idear soluciones para paliarlas
Nussbaum está considerada una académica seria y reputada, pero se ha resistido siempre a encerrarse en su torre de marfil. Como intelectual, ha sido pionera a la hora de detectar injusticias, así como a la de idear soluciones para paliarlas. Antes del MeToo y del Black Lives Matter, ya hablaba de que había llegado la hora de desbancar jerarquías y privilegios. De raza inconformista, Nussbaum, a diferencia de los estoicos, está convencida de que el hombre es un ser vulnerable, necesitado de auxilio, y de que no somos inmunes frente a los avatares de la fortuna. De ahí nace sin duda su interés por la igualdad, los derechos humanos y la democracia.
Resulta muy interesante su alianza con el economista Amartya Sen y su teoría sobre las capacidades humanas, porque le permite poner el dedo sobre la llaga al descubrir que el desarrollo no depende solo de la tendencia alcista de los índices macroeconómicos, sino de cambios efectivos que posibilitan el ejercicio real de la libertad.
Junto a la faceta más activista de Nussbaum, que la ha llevado a abanderar todas las luchas contra la discriminación, pero también se ha situado casi siempre, en el bando de la corrección política, es de destacar la defensa que ha hecho de la formación humanística. Sin fines de lucro condensa una importante lección al revelar que la salud democrática de un pueblo depende en gran parte de la educación de sus ciudadanos y que esta nunca puede ser sustituida por los beneficios económicos o los avances de la ciencia. Se trata de una idea que entronca directamente tanto con otra de sus pasiones -la literatura- como con su propia metodología, ya que ha mostrado con sus libros que las obras clásicas enseñan más sobre el ser humano, su dignidad y sus emociones que exhaustivos y milimétricos análisis sociológicos.
Hay, por último, otra aportación de esta profesora de la universidad de Chicago que merece la pena destacar: su defensa del universalismo. Sin negar las diferencias de cultura, ni las idiosincrasias regionales, cree que la dignidad humana y la igualdad son valores irrenunciables y que superan fronteras.
Es la conclusión a la que llega en su último ensayo,La tradición cosmopolita, en el que, de nuevo, se adelanta a combatir una amenaza que la irrupción del populismo solo apuntaba, pero que ahora, en medio de la pandemia, se ha convertido en un peligro real: el retroceso de la globalización y el robustecimiento de los bordes geográficos. El auténtico cosmopolitismo, sostiene Nussbaum, es el que descubre que todos somos iguales. Un aviso para navegantes que no podemos permitirnos pasar por alto.