La razón de esta inquina contra la familia se debe a que supone un resguardo del individuo y sus relaciones más próximas frente a la intromisión del Estado
La idea de la guerra de sexos tomada como parangón de la lucha de clases debe remontarse al menos a la obra de Friedrich Engels El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), que desarrolla algunas ideas marxistas sobre la aplicación del materialismo dialéctico a la sexualidad. A partir de las investigaciones sobre el parentesco del antropólogo evolucionista Lewis Henry Morgan, Engels propuso que en las etapas primitivas las relaciones sexuales y la organización familiar habrían sido grupales, de tipo incestuoso y polígamo. Ante la indeterminación sobre quién fuera el padre de las criaturas nacidas de las féminas del grupo se habría establecido una suerte de organización proto-comunista y de parentesco matrilineal.
El patriarcado, con sus tabúes sobre el incesto y la poligamia, habría sido, según esta teoría, el correlato organizativo y cultural a la aparición de la propiedad privada, donde las mujeres habrían pasado a ser parte de otras propiedades como la tierra, el ganado, los hijos o los esclavos. De este modo los marxistas enlazaban esta interpretación de las relaciones de poder y las estructuras económicas con la sexualidad y la revolución: el fin, violento, revolucionario, de la forma capitalista de producción, basada en la propiedad privada, y de reproducción, basada en la familia monogámica, traería la liberación de los sujetos oprimidos: la clase proletaria y la mujer.
Ante el desarrollo económico de las clases trabajadoras y la implosión del socialismo real soviético en los años noventa, el Socialismo del siglo XXI ha tenido que dejar de lado la retórica de la lucha de clases. Pero no ha abandonado la retórica de lucha entre sexos y contraria a la familia que ya encontramos en K. Marx, F. Engels, A. Bebel, L. Trotsky, V. Lenin, A. Kollontái, entre otros teóricos y activistas comunistas. En realidad, esta preocupación del socialismo por el llamado “problema sexual y el amor libre” proviene del socialismo utópico y ya está en la base de la idea de los falansterios de Fourier. Todas estas obras tienen en común afirmar que la mujer obrera sufriría una doble opresión de clase, social y sexual.
La revolución socialista vendría, supuestamente, a liberar a las mujeres de esta doble opresión transfiriendo al Estado o sociedad las tareas domésticas, de cuidados, crianza y educación de la prole y cuidados de los enfermos y ancianos de la familia. Naturalmente esto pasaba por una colectivización de la planificación familiar y de la sustitución de los progenitores por el Estado totalitario, la colectividad o el partido, quienes se encargarían de las tareas que hasta entonces habían sido desarrolladas en el seno familiar, generalmente por mujeres.
No podemos detenernos aquí sobre las consecuencias de esta agresión a la familia y a la propia naturaleza y salud de las mujeres bajo los regímenes comunistas en la forma de toda una serie de violencias, abusos sexuales, prostitución, abortos usados como principal método anticonceptivo, políticas de control de natalidad forzadas y de selección genética, etc. Cualquiera que lea el libro de Nicolás Márquez y Agustín Laje (2016, pp. 55-75) puede dar un repaso rápido a cómo la política sexual del socialismo real supuso un serio intento de destrucción de la institución familiar.
La razón de esta inquina contra la familia se debe a que supone un resguardo del individuo y sus relaciones más próximas frente a la intromisión del Estado. El totalitarismo no puede tolerar el amplio grado de autonomía frente a la esfera política de esa institución que educa a los hijos, reproduce tradiciones, mantiene patrimonio, creencias y valores al margen de todo dirigismo político. Se trata del verdadero núcleo de la sociedad civil independiente, aquello que el socialismo trata de anular en todo lugar donde intenta establecer su política de control, constructivista, dirigista y de ingeniería social.
Sin embargo, como bien señala Ludwig von Mises (1922, pp. 95-113), el principio despótico de dominio del hombre sobre la mujer, fruto de la asimetría de fuerza física entre sexos, tal y como se ve reflejado en el derecho de la Antigüedad y de la Edad Media, entra en crisis con la aparición del amor cortés, que bien conocemos por la aparición de la lírica cortesana medieval: el amor en conflicto con el matrimonio.
El desarrollo del interés por proteger jurídicamente la fortuna de la mujer, de la dote familiar y de la herencia de sus hijos llevó lógicamente a la monogamia y a una progresiva concepción contractual del matrimonio. Sólo mediante el desarrollo de esta nueva idea las mujeres pudieron empezar la evolución de su individualidad e ir alcanzando la igualación jurídica con los varones y, eventualmente, hasta el derecho al divorcio con ciertas garantías para el sustento propio y de los hijos del matrimonio ya en el siglo XX.
El matrimonio por amor solo es posible bajo esta concepción contractual, donde existe libertad por las partes contratantes de asumir este compromiso de fidelidad recíproca, cuidado mutuo y de la eventual prole. Nada ha hecho más por la eliminación de la prostitución, de la promiscuidad o del sexo fuera del matrimonio que el matrimonio contractual de la sociedad burguesa capitalista. Y, a falta de datos, me atrevería a afirmar que esto también es válido para el matrimonio homosexual recientemente aprobado en varios Estados.
Del mismo modo que la burguesía consiguió gracias a la movilización de capitales (propiedad, libre comercio) desplazar a la sociedad estamental del Antiguo Régimen, el matrimonio contractual consiguió desplazar el matrimonio despótico y dotar progresivamente a las mujeres de las condiciones materiales, educativas y médicas para su efectiva emancipación en la sociedad burguesa liberal. El derecho al sufragio activo y pasivo, a ocupar cualquier cargo público, son producto de la misma sociedad capitalista liberal y de esta lógica de igualdad jurídica, libertades civiles y Estado de derecho, propia de las sociedades abiertas.
El desarrollo del capitalismo permitió la aparición del método científico, las sucesivas revoluciones industriales y tecnológicas, avances que han ido relegando la importancia primera de la asimetría de fuerza física entre sexos. Gracias a esta evolución las mujeres pueden realizar en igualdad de condiciones prácticamente cualquier trabajo que desempeñe un hombre, puesto que son hoy día el conocimiento y la información, no la fuerza, los mayores factores productivos.
Pensemos tan solo en los avances de la higiene, de la medicina, de la alimentación de producción industrial, en los electrodomésticos, en los métodos anticonceptivos y en los productos para lidiar con los inconvenientes de la menstruación para entender el gran aporte del capitalismo, y no del socialismo como se preveía, a la emancipación de la mujer de su naturaleza fisiológica y en la equiparación jurídica, laboral y social entre sexos.
Si consultamos el capítulo 3 del Reporte Anual del Cato Institute, podemos observar que con la globalización capitalista la paridad legal entre sexos solo ha ido aumentando en el mundo desde 1970, sobre todo en los países donde la desigualdad era más pronunciada. Los países que se encuentran el cuarto superior de la lista con mayor libertad económica son los que tienen, de media, los índices más altos de igualdad sexual en el Índice de Disparidad de Género. Y esta igualdad decae conforme la libertad económica decae.
El anticapitalismo solo trata de retroceder al principio despótico en el plano de la sexualidad, sustituyendo la autoridad del macho patriarcal por la del Estado, más o menos paternalista o despótico. Nada empodera más a una señora que el control efectivo de la propiedad privada, de su cuerpo y posesiones. Feminismo anticapitalista es, por tanto, un oxímoron, un concepto para azuzar el conflicto entre sexos, la causa de la subversión cultural y política de la izquierda, jamás para la verdadera emancipación de las mujeres. El verdadero feminismo, por tanto, solo se ha dado y puede darse en la sociedad capitalista.
Manuel Pulido Mendoza, en disidentia.com
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