La Pontificia Academia para la Vida, de común acuerdo con el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, se ha sentido interpelada a intervenir con una reflexión sobre las lecciones que deben aprenderse de la tragedia de la pandemia, sus consecuencias para el presente y el futuro próximo de nuestras sociedades
Sumario: Una lección para aprender. La COVID-19 y los ancianos. La bendición de una larga vida. Un nuevo modelo de cuidado y asistencia para los ancianos más frágiles. Recalificar la residencia de ancianos en un “continuum” social-sanitario. Los ancianos y la fuerza de la fragilidad.
Ahora es el momento de “animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad”[1]. Así es como el Papa Francisco se expresó en su oración del 27 de marzo de 2020 en una plaza de San Pedro vacía después de recordarnos que: “Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables…”[2].
La Pontificia Academia para la Vida, de común acuerdo con el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, se ha sentido interpelada a intervenir con una reflexión sobre las lecciones que deben aprenderse de la tragedia de la pandemia, sus consecuencias para el presente y el futuro próximo de nuestras sociedades. En esta perspectiva se pueden leer también los documentos publicados por la Academia: “Pandemia y Fraternidad universal”[3] y “Humana Communitas[4] en la era de la pandemia. Consideraciones intempestivas sobre el renacimiento de la vida”[5].
La pandemia ha puesto de manifiesto una doble conciencia, por un lado, la interdependencia entre todos y por otro la presencia de fuertes desigualdades. Todos estamos a merced de la misma tormenta, pero en un cierto sentido, se puede decir, que remamos en barcos diferentes, los más frágiles se están hundiendo cada día. Es esencial repensar el modelo de desarrollo de todo el planeta. Todos los ámbitos están siendo desafiados: la política, la economía, la sociedad, las organizaciones religiosas, para lanzar un nuevo orden social que ponga en el centro el bien común de los pueblos. Ya no hay nada “privado” que no ponga en juego la forma “pública” de toda la comunidad. El amor por el “bien común” no es una fijación cristiana: su coyuntura concreta, ahora, se ha convertido en una cuestión de vida o muerte, para una convivencia a la altura de la dignidad de cada miembro de la comunidad. Sin embargo, para los creyentes, la fraternidad solidaria es una pasión evangélica: abre los horizontes a un origen más profundo y a un destino más elevado.
En este difícil contexto destaca la última Encíclica del Papa Francisco, Fratelli Tutti, que providencialmente traza el horizonte en el que situarse para delinear esa “proximidad” al mundo de los ancianos que hasta ahora ha sido a menudo “descartado” por la atención pública. Los ancianos, efectivamente, han estado entre los más afectados por la pandemia. El número de muertos entre las personas mayores de 65 años es impresionante. El Papa Francisco no deja de señalar esto: “Vimos lo que sucedió con las personas mayores en algunos lugares del mundo a causa del coronavirus. No tenían que morir así. Pero en realidad algo semejante ya había ocurrido a causa de olas de calor y en otras circunstancias: han sido cruelmente descartados. No advertimos que aislar a los ancianos y abandonarlos a cargo de otros sin un adecuado y cercano acompañamiento de la familia, mutila y empobrece a la misma familia. Además, termina privando a los jóvenes de ese necesario contacto con sus raíces y con una sabiduría que la juventud por sí sola no puede alcanzar”[6].
El documento que el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida publicó el 7 de abril de 2020, unas semanas después del comienzo del confinamiento en algunos países europeos, se centra en la difícil situación de los ancianos e identifica la soledad y el aislamiento como una de las principales razones por las que el virus está golpeando tan duramente a esta generación. En el texto se afirmaba que “una particular atención merecen aquellos que viven en las estructuras residenciales: escuchamos cada día noticias terribles sobre las condiciones en que se encuentran, y ya son miles de personas que han perdido la vida. La concentración en el mismo lugar de tantas personas frágiles y la dificultad de obtener los instrumentos de protección, han creado situaciones dificilísimas de gestionar no obstante la abnegación y, en algunos casos, el sacrificio del personal dedicado a su asistencia”[7].
Durante la primera oleada de la pandemia una proporción considerable de las muertes de COVID-19 ocurrieron en instituciones para ancianos, lugares que se suponía debían proteger a la “parte más frágil de la sociedad”, y en los que se han registrado muchísimas más muertes en comparación con el hogar y ambiente familiar. El jefe de la Oficina europea de la Organización Mundial de la Salud declaró que en primavera de 2020 la mitad de las muertes por coronavirus en la región se produjeron en residencias de ancianos: una “tragedia inimaginable”, comentó[8]. De los cálculos de los datos comparados se revela que la “familia”, en iguales condiciones, ha protegido mucho más a los ancianos.
La institucionalización de los ancianos, especialmente de los más vulnerables y solitarios, propuesta como única solución posible para atenderlos, en muchos contextos sociales revela una falta de atención y sensibilidad hacia los más débiles. Sería necesario, más bien, emplear medios y financiamientos para garantizar la mejor atención posible a quienes más la necesitan, en un ambiente más familiar. Este enfoque es una clara manifestación de lo que el Papa Francisco ha llamado la cultura del descarte9[9]. Los riesgos vinculados a la edad como la soledad, desorientación, perdida de la memoria, de la identidad y decadencia cognitiva, pueden manifestarse en estos contextos con mayor facilidad, mientras que la vocación de estas instituciones debería ser el acompañamiento familiar, social y espiritual del anciano en el pleno respeto de su dignidad, en un camino a menudo marcado por el sufrimiento.
Ya en los años en que fue Arzobispo de Buenos Aires, el Papa Francisco subrayaba que “la eliminación de los ancianos de la vida de la familia y de la sociedad representa la expresión de un proceso perverso en el que no existe ya la gratuidad, la generosidad, esa riqueza de sentimientos que hacen que la vida no sea sólo un dar y recibir, es decir, un mercado... Eliminar a los ancianos es una maldición que esta sociedad nuestra se inflige a menudo a sí misma”[10].
Por lo tanto, conviene más que nunca comenzar una reflexión cuidadosa, clarividente y honesta sobre cómo la sociedad contemporánea debería “acercarse” a la población de edad avanzada, especialmente allí donde sea más débil. Asímismo, lo que ha sucedido durante la pandemia de COVID-19 nos impide resolver la cuestión de la atención a los ancianos con la búsqueda de chivos expiatorios, de culpables individuales y, por otro lado, de levantar un coro en defensa de los excelentes resultados de los que evitaron el contagio en las residencias. Necesitamos una nueva visión, un nuevo paradigma que permita a la sociedad cuidar de los ancianos.
La exigencia de una nueva y seria reflexión, capaz de implicar a la sociedad en todos sus niveles, se impone al constatar los grandes cambios demográficos a los que todos asistimos.
Bajo el perfil estadístico-sociológico, los hombres y las mujeres tienen en general, hoy en día, una más larga esperanza de vida. Relacionada con este fenómeno se constata una drástica reducción de la mortalidad infantil. En muchos países del mundo, esto ha llevado a la coexistencia de hasta cuatro generaciones. Este hecho increíble, que tendría mucho que decirnos sobre la importancia de aprender a valorar las relaciones intergeneracionales, es sin duda alguna el fruto del progreso médico y científico, de una atención sanitaria más avanzada, de una atención más extendida, de una vida social más unida. El planeta está cambiando de cara, pero las sociedades −en todas sus estructuras− deben ser más conscientes de ello.
Esta gran transformación demográfica representa, efectivamente, un gran desafío cultural, antropológico y económico. Los datos nos dicen que la población anciana crece más rápidamente en las zonas urbanas que en las rurales, y que es precisamente en las ciudades donde están las mayores concentraciones de ancianos. El fenómeno indica, junto a otros factores, un impacto significativo, a saber, la diferencia en los riesgos de mortalidad, que tienden a ser menores en las zonas urbanas que en las rurales. Contrariamente a lo que podría sugerir una visión estereotipada, a nivel mundial las ciudades son lugares en los que, en promedio, la gente vive más. Los ancianos, por lo tanto, son numerosos, por ello es esencial hacer las ciudades habitables para ellos. Según datos de la Organización Mundial de la Salud, en 2050 en el mundo habrá dos mil millones de personas mayores de sesenta años, es decir, una de cada cinco será anciana[11]. Así pues, es esencial hacer que nuestras ciudades sean lugares inclusivos y acogedores para la vida de los ancianos y, en general, para la fragilidad en todas sus expresiones.
Como señaló el Papa Francisco, “la vejez corresponde hoy a diferentes estaciones de la vida: para muchos es la edad en que cesa el compromiso productivo, disminuye la fuerza y aparecen signos de enfermedad, necesidad de ayuda y aislamiento social; pero para muchos es el comienzo de un largo período de bienestar psicofísico y de liberación de las obligaciones laborales. En ambas situaciones, ¿cómo deberíamos vivir estos años? ¿Qué sentido hay que dar a esta fase de la vida, que para muchos puede ser larga?”[12] . En nuestra sociedad suele prevalecer la idea de la vejez como una edad infeliz, entendida solamente como la edad de los cuidados, de la necesidad y de los gastos para tratamientos médicos. Terencio Afro hace 2000 años hablaba de “senectus ipsa est morbus”, es decir, la vejez entendida como una enfermedad en sí misma. Sin embargo, en la Biblia la longevidad es considerada como una bendición. “Nos enfrenta a nuestra fragilidad, a la dependencia mutua, a nuestros lazos familiares y comunitarios, y sobre todo a nuestra filiación divina”. “La vejez, como remarcó el Papa Francisco, ¡no es una enfermedad, es un privilegio! La soledad puede ser una enfermedad, pero con la caridad, la cercanía y el consuelo espiritual podemos curarla”.
En cualquier caso, llegar a anciano es un don de Dios y un enorme recurso, un logro que hay que salvaguardar con cuidado, incluso cuando la enfermedad llega a discapacitar y surge la necesidad de una atención integrada y de alta calidad. Y es innegable que la pandemia ha reforzado en todos nosotros la conciencia de que la “riqueza de los años” es un tesoro que debe ser valorado y protegido[13].
En el plano cultural y en el plano de la conciencia civil y cristiana, es oportuno realizar un profundo replanteamiento de los modelos de asistencia para los ancianos.
Aprender a “honrar” a los ancianos es crucial para el futuro de nuestras sociedades y, en última instancia, para nuestro propio futuro. “Hay un mandamiento muy bello en las Tablas de la Ley, bello porque corresponde a la verdad, capaz de generar una profunda reflexión sobre el sentido de nuestras vidas: “honra a tu padre y a tu madre”. Honor en hebreo significa “peso”, valor; honrar significa reconocer el valor de una presencia: la de aquellos que nos han generado a la vida y a la fe. [...]. La realización de una vida plena y de sociedades más justas para las nuevas generaciones depende del reconocimiento de la presencia y de la riqueza que constituyen para nosotros los abuelos y los ancianos, en todos los contextos y lugares geográficos del mundo. Y este reconocimiento tiene su corolario en el respeto, que es tal si se expresa en la acogida, la asistencia y la mejora de sus cualidades”[14] y necesidades.
Entre estas últimas, existe sin duda el deber de crear las mejores condiciones para que los ancianos puedan vivir esta fase particular de la vida, en la medida de lo posible, en un ambiente familiar, con sus amistades habituales. ¿Quién no querría seguir viviendo en su propia casa, rodeado de sus seres queridos, incluso cuando se vuelve frágil? La familia, el hogar, el propio entorno representan la elección más natural para cualquiera.
Por supuesto, no todo puede seguir siendo igual que cuando se era más joven; a veces se necesitan soluciones que hagan realizable el cuidado en el domicilio. Hay situaciones en las que la propia casa ya no es suficiente o adecuada. En estos casos es necesario no dejarse llevar por una “cultura del descarte”, que puede manifestarse en la pereza y en la falta de creatividad para buscar soluciones eficaces cuando la vejez también significa falta de autonomía. Poner a la persona, con sus necesidades y derechos, en el centro de la atención es una expresión de progreso, civilización y auténtica conciencia cristiana.
La persona, por lo tanto, debe estar en el centro de este nuevo paradigma de asistencia y cuidado de los ancianos más frágiles. Cada anciano es diferente del otro, no se puede pasar por alto la singularidad de cada historia: su biografía, su entorno de vida, sus relaciones presentes y pasadas. Para identificar nuevas perspectivas de vivienda y cuidado es necesario partir de una cuidadosa consideración de la persona, de su historia y de sus necesidades. La aplicación de este principio implica una intervención organizada a diferentes niveles, que realiza un continuum asistencial entre el propio hogar y algunos servicios externos, sin cesuras traumáticas, no aptas a la fragilidad del envejecimiento.
En esta perspectiva, se debe prestar especial atención a los hogares, para que sean adaptados a las necesidades de los ancianos: la presencia de barreras arquitectónicas o la insuficiencia de las instalaciones higiénicas, la falta de calefacción, la escasez de espacio, deben tener soluciones concretas. Cuando uno se enferma o se debilita, cualquier cosa puede convertirse en un obstáculo insuperable. La atención domiciliaria ha de ser integrada, con la posibilidad de curas médicas a domicilio y una distribución adecuada de los servicios en todo el territorio. En otras palabras, es necesario y urgente activar un “hacerse cargo” de la persona mayor en el lugar donde se desarrolla su vida. Todo esto requiere un proceso de conversión social, civil, cultural y moral. Porque sólo así se puede responder adecuadamente a la demanda de proximidad de las personas mayores, especialmente las más débiles y expuestas.
Necesitamos aumentar el número de cuidadores, una profesión que ha estado presente en las sociedades occidentales durante años. Pero también hay otras profesiones que deben encuadrarse en marcos reglamentarios y así poder potenciar los talentos y apoyar a las familias. Todo esto puede permitir que los ancianos vivan esta fase de su existencia de una manera “familiar”.
Las nuevas tecnologías y los avances de la telemedicina y la inteligencia artificial pueden ser de gran ayuda: si se utilizan y distribuyen bien, pueden crear, en torno a la casa de los ancianos, un sistema integrado de asistencia y cuidados capaz de hacer posible la permanencia en la propia casa o en la de los miembros de la familia. Una alianza cuidadosa y creativa entre las familias, el sistema sociosanitario, los voluntarios y todos los actores implicados puede evitar que una persona mayor tenga que abandonar su hogar. Por lo tanto, no se trata sólo de abrir instalaciones con unas pocas camas, o de proporcionar un jardín o un animador para el tiempo libre. Lo que se necesita, más bien, es una personalización de la intervención social y sanitaria. Esto podría ser una respuesta concreta a la invitación de la Unión Europea a promover nuevos modelos de atención a los ancianos[15]. Dentro de este horizonte, la vida independiente, la vida asistida, el alojamiento conjunto y todas aquellas experiencias inspiradas en el concepto-valor de la asistencia mutua que permiten a la persona mantener una vida autónoma, deben promoverse con creatividad e inteligencia.
Estas experiencias permiten vivir en un alojamiento privado, disfrutando al mismo tiempo de las ventajas de la vida en comunidad, gracias a un edificio equipado, un sistema de gestión de la vida cotidiana totalmente compartido y ciertos servicios asegurados como por ejemplo la enfermera del barrio. Inspiradas en el barrio tradicional, dichas experiencias, permiten contrarrestar muchas de las dificultades de la ciudad contemporánea: la soledad, los problemas económicos, la falta de vínculos afectivos, la simple necesidad de ayuda. Estas son las razones fundamentales de su éxito y su amplia difusión en todo el mundo. Existen diferentes definiciones y tipos de residencias hoy en día: las intergeneracionales, es decir, las que prevén la coexistencia de núcleos con grupos de edad diferentes pero predefinidos; las que acogen sólo a personas mayores, pero con características particulares o las destinadas sólo a mujeres; las que reúnen a familias jóvenes con niños y solteros; las que prevén la integración de operadores externos para algunos servicios de atención, y muchas otras[16]. En algunos casos, también ha surgido la necesidad de ofrecer hospitalidad a personas ancianas anteriormente institucionalizadas que desean comenzar “una nueva vida” dejando el contexto que los ha acompañado durante años.
Estas fórmulas habitacionales y asistenciales requieren un profundo cambio de mentalidad y enfoque respecto a la persona anciana frágil, que sin embargo es todavía capaz de dar y compartir: una alianza entre generaciones que puede abrirse paso con fuerza en el tiempo de la debilidad.
A la luz de estas premisas, las residencias de ancianos deberían recalificarse en un continuum sociosanitario, es decir, ofrecer algunos de sus servicios directamente en los hogares de los ancianos: hospitalización a domicilio, atención a la persona individualmente con respuestas de atención moduladas en función de las necesidades personales a baja o alta intensidad, donde la atención sociosanitaria integrada y la domiciliación sigan siendo el eje de un nuevo y moderno paradigma. Con ocasión del Día Mundial contra el Maltrato de los Ancianos, en 2020, el Papa Francisco destacó: “La pandemia de Covid-19 ha puesto de manifiesto que nuestras sociedades no están lo suficientemente organizadas para dar cabida a los ancianos, con el justo respeto de su dignidad y fragilidad. Donde no hay cuidado para los ancianos, no hay futuro para los jóvenes”[17]. Los datos que la Organización Mundial de la Salud publica todos los años con ocasión del mismo día se hacen tristemente eco de las palabras del Papa en relación con la presencia de abusos que, en contextos institucionalizados, se producen con mayor frecuencia[18].
Todo esto hace aún más evidente la necesidad de apoyar a las familias que, sobre todo si están compuestas por pocos hijos y nietos, no pueden llevar solas, en un hogar, la responsabilidad, a veces fatigosa, de atender una enfermedad exigente, que cuesta energía y dinero. Es necesario reinventar una red más amplia de solidaridad, no necesaria y exclusivamente basada en lazos de sangre, sino articulada según la pertenencia, la amistad, el sentimiento común, la generosidad recíproca para responder a las necesidades de los demás. De hecho, el declive de las relaciones sociales afecta especialmente a los ancianos: con el avance de la edad y la aparición de la fragilidad física y cognitiva, a menudo carecen de figuras de referencia, personas en las que se pueda confiar para hacer frente a los problemas de su vida. Algunas encuestas históricas de gran envergadura, realizadas por ejemplo en los Estados Unidos, revelan que entre 1985 y 2004 las redes de amistad y apoyo se redujeron drásticamente: en 1985 las personas podían contar con unas tres personas de confianza, en 2004 esta cifra se reduce a una. La pérdida afecta más a los amigos que a los familiares. Este fenómeno representa un motor de gran importancia para determinar esa explosión de la demanda sanitaria, que hoy en día no encuentra respuestas sociales adecuadas y que no debe definirse como impropia, ya que la degeneración de la propia red de relaciones sociales es en sí misma un hecho capaz de deteriorar las condiciones de salud física y mental.
Por esta razón es importante invertir la tendencia mediante planes cuidadosos que promuevan, tanto en la esfera civil como en la eclesial, la atención y el cuidado para que no se deje solos a los que envejecen.
En muchos países, en los últimos decenios, las residencias de ancianos han sido la respuesta a una demanda creciente de un mundo en transformación, aunque muchas personas de edad sigan viviendo en sus propios hogares y pidan que se las apoye y sostenga en esta elección fundamental. En muchas ciudades existían, hace años, “lugares” y estructuras bien conocidas por la imaginación colectiva, donde los ancianos estaban destinados a pasar los últimos años de su vida, por elección o porque se veían obligados por sus condiciones personales. A lo largo de los años, las residencias de ancianos se han multiplicado, tanto en número como en tipo y capacidad residencial. Incluso la Iglesia Católica, a través de las diócesis y algunos institutos religiosos, ha ofrecido y sigue ofreciendo su contribución en la gestión de muchos hogares que albergan y asisten a las personas ancianas. La presencia de personal religioso es un factor de indudable valor para las instituciones antiguas y respetadas, que durante mucho tiempo han sido una solución concreta a un problema social tan complejo como el envejecimiento. Hay ejemplos muy hermosos, que muestran de hecho cómo es posible humanizar la asistencia a las personas ancianas más frágiles: ejemplos de caridad cristiana, obras piadosas e instituciones de larga data, que no escatiman esfuerzos ni energías, incluso en medio de situaciones económicas difíciles y casi inmanejables.
Las familias, por su parte, suelen recurrir a la solución de la hospitalización en estructuras públicas y privadas por necesidad, con la esperanza de ofrecer a sus seres queridos una atención de calidad. Y es innegable que, si antes las familias numerosas podían organizarse para cuidar de sus parientes ancianos dentro de sus propios hogares, hoy en día la estructura modificada de los núcleos familiares – “más estrechos”, con un número medio reducido de miembros, y “más anchas”, con tres o más generaciones dentro de ellos- y los complejos requisitos de trabajo que mantienen a los adultos lejos de sus hogares, hacen que el cuidado de sus ancianos sea un desafío completamente nuevo. Por lo tanto, en algunos contextos sociales pobres, la solución institucional puede ser una respuesta concreta a la falta de un hogar propio. Y si algunos ancianos deciden de forma autónoma trasladarse a residencias para encontrar compañía una vez que se les deja solos, otros lo hacen porque la cultura dominante les empuja a sentirse como una carga y una molestia para sus hijos o familiares.
En la mayoría de estas estructuras, la dignidad y el respeto de los ancianos han sido siempre las piedras angulares de la labor de asistencia, haciendo que los episodios de maltrato y violación de los derechos humanos hagan aún más ruido, debido al contraste, cuando han salido a la luz. En este sentido, los sistemas sociosanitarios y asistenciales, tanto públicos como privados, han invertido considerables recursos económicos para el cuidado de la tercera y cuarta edad, integrando dentro de ellos las residencias de ancianos.
Sin embargo, a lo largo de los años, las reglamentaciones han impuesto una reducción del tamaño de las grandes estructuras residenciales, sustituyéndolas por módulos más pequeños que son más funcionales para las necesidades de los huéspedes. Es cierto que el entorno de las casas de reposo parece estar estructurado más como un hospital que como una casa, sin embargo, sin el elemento más específico: es decir, el hecho de que uno entra en un hospital con la esperanza de salir de él una vez que ha sido curado. Este es un factor que ahora está causando un malestar generalizado en la conciencia colectiva, tanto a nivel médico como cultural. Por eso es importante preservar un tejido humano y un ambiente de atención y acogida donde todos puedan cuidar, servir y encontrar. Como nos recuerda el Papa Francisco, “El anciano no es un enemigo. El anciano somos nosotros: dentro de poco, dentro de mucho, inevitablemente de todos modos, incluso si no lo pensamos. Y si no aprendemos a tratar bien a los ancianos, así nos tratarán a nosotros”[19].
En este horizonte, las diócesis, las parroquias y todas las comunidades eclesiales están también invitadas a reflexionar más atentamente sobre el gran mundo de los ancianos. En los últimos decenios los pontífices han intervenido varias veces para solicitar el sentido de la responsabilidad y una atención pastoral de los ancianos.
Su presencia es un gran recurso. Basta pensar en el papel decisivo que han desempeñado en la preservación y transmisión de la fe a los jóvenes de países bajo regímenes ateos y autoritarios. Y cuántos abuelos continúan transmitiendo la fe a sus nietos. “En las sociedades secularizadas de muchos países, señaló el Papa Francisco, las generaciones actuales de padres no tienen, en su mayoría, esa formación cristiana y esa fe viva, que en cambio los abuelos pueden transmitir a sus nietos. Son el eslabón indispensable para educar a los niños y jóvenes en la fe. Debemos acostumbrarnos a incluirlos en nuestros horizontes pastorales y a considerarlos, de forma no episódica, como uno de los componentes vitales de nuestras comunidades. No sólo son personas a las que estamos llamados a ayudar y proteger para salvaguardar sus vidas, sino que pueden ser actores de una pastoral evangelizadora, testigos privilegiados del amor fiel de Dios”[20]
Está claro que los ancianos, por su parte, deben buscar vivir la vejez con sabiduría: “Estos años de nuestra recta final contienen un don y una misión: una verdadera vocación del Señor”[21]. Por esta razón “la pastoral de los ancianos, como toda pastoral, debe insertarse en la nueva estación misionera inaugurada por el Papa Francisco con Evangelii Gaudium. Esto significa: anunciar la presencia de Cristo [también] a las personas ancianas. La evangelización debe apuntar al crecimiento espiritual de cada edad, ya que el llamado a la santidad es para todos, incluyendo a los abuelos. No todas las personas ancianas han encontrado ya a Cristo, y aunque se haya producido un encuentro, es indispensable ayudarles a redescubrir el sentido de su propio Bautismo, en una etapa especial de su vida, [...]: para redescubrir el asombro ante el misterio del amor de Dios y la eternidad; [...] para descubrir su relación con el Dios del amor misericordioso; para pedir a los ancianos que forman parte de nuestras comunidades que sean actores de la nueva evangelización para transmitir ellos mismos el Evangelio. Están llamados a ser misioneros”[22], como cualquier otra edad de la vida.
En este sentido “la Iglesia [puede convertirse] en un lugar donde las generaciones están llamadas a compartir el designio de amor de Dios, en una relación de intercambio mutuo de los dones del Espíritu Santo. Este intercambio intergeneracional nos obliga a cambiar nuestra mirada hacia las personas mayores, para aprender a mirar el futuro junto a ellos. [...] El Señor puede y quiere escribir con ellas nuevas páginas, páginas de santidad, de servicio, de oración”[23].
Los jóvenes y los ancianos, de hecho, al unirse, pueden introducir en el tejido social esa nueva linfa de humanismo que haría que la sociedad estuviese más unida. Varias veces el Papa Francisco ha instado a los jóvenes a ayudar a sus abuelos. El 26 de julio de 2020, en plena pandemia, dirigiéndose a los jóvenes dijo: “Quisiera invitar a los jóvenes a hacer un gesto de ternura hacia los ancianos, especialmente los más solitarios, en las casas y residencias, aquellos que no han visto a sus seres queridos durante tantos meses. ¡Queridos jóvenes, cada uno de estos ancianos es vuestro abuelo! ¡No los dejéis solos! Usar la imaginación del amor, hacer llamadas telefónicas, videollamadas, enviar mensajes, escucharlos [...]. Enviadles un abrazo”. Y en 2012 Benedicto XVI tuvo la ocasión de decir: “No puede haber un verdadero crecimiento humano y una verdadera educación sin un contacto fecundo con los ancianos, porque su propia existencia es como un libro abierto en el que las generaciones más jóvenes pueden encontrar indicaciones valiosas para el camino de su vida”.
La vejez también recuerda el sentido del destino final de la existencia humana. En 1999, Juan Pablo II escribió a los ancianos: “Hay una necesidad urgente de recuperar la perspectiva correcta desde la que considerar la vida en su conjunto. Y la perspectiva correcta es la eternidad, de la cual la vida es una preparación significativa en cada fase. La vejez también tiene un papel que desempeñar en este proceso de maduración progresiva del ser humano en su camino hacia la eternidad. Si la vida es un peregrinaje hacia el misterio de Dios, la vejez es el momento en que más naturalmente miramos al umbral de este misterio”[24]. El hombre que envejece no se acerca al final, sino al misterio de la eternidad; para comprenderlo, necesita acercarse a Dios y vivir en relación con Él. Cuidar la espiritualidad de los ancianos, su necesidad de intimidad con Cristo y de compartir su fe, es una tarea de caridad en la Iglesia.
El testimonio que pueden dar las personas mayores a través de su fragilidad es también muy hermoso. Se puede leer como un “magisterio”, una enseñanza de vida. Esto se expresa en el encuentro de Jesús resucitado con Pedro a orillas del lago Tiberíades. Dirigiéndose al Apóstol, dice: “Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde no quieras” (Jn 21, 18). Estas palabras parecen resumir toda la enseñanza sobre la persona que se debilita en la vejez: “extender las manos” para ser ayudado. Los ancianos nos recuerdan la debilidad radical de todo ser humano, incluso cuando están sanos; nos recuerdan la necesidad de ser amados y apoyados. En la vejez, habiendo derrotado toda autosuficiencia, uno se convierte en un mendigo de ayuda. “Cuando soy débil, es entonces cuando soy fuerte” (2 Cor 12,10), escribe el apóstol Pablo. En la debilidad es Dios mismo quien primero extiende su mano al hombre.
La vejez también debe ser entendida en este horizonte espiritual: es la edad particularmente propicia al abandono en Dios. A medida que el cuerpo se debilita, la vitalidad psíquica, la memoria y la mente disminuyen, la dependencia de la persona humana a Dios se hace cada vez más evidente. Por supuesto, hay quienes pueden sentir la vejez como una condena, pero también quienes pueden sentirla como una oportunidad para restablecer la relación con Dios. Habiendo sido despojados de la utilería, la fe se convierte en la virtud fundamental, vivida no sólo como una adhesión a las verdades reveladas, sino como la certeza del amor de Dios que no abandona.
La debilidad de los ancianos es también provocativa: invita a los más jóvenes a aceptar la dependencia de los demás como un modo de abordar la vida. Sólo una cultura juvenilista hace que el término “anciano” sea despectivo. Una sociedad que sabe aceptar la debilidad de los ancianos es capaz de ofrecer a todos esperanza para el futuro. Quitar el derecho a la vida a los más frágiles significa robar la esperanza, especialmente a los jóvenes. Es por eso que descartar a los ancianos — incluso en el lenguaje — es un problema serio para todos. Implica un mensaje claro de exclusión, que está en la base de esa falta de acogida: de la persona concebida a la persona con discapacidades, del emigrante a la persona que vive en la calle. La vida no se acepta si es demasiado débil y necesita cuidados, no es amada en su cambio, no es aceptada en su fragilidad. Y desgraciadamente no se trata de una posibilidad remota, sino de algo que sucede con frecuencia allí donde el abandono, como repite el Papa, se convierte en una forma de eutanasia oculta[25] y propone un mensaje que pone en peligro a toda la sociedad. La peligrosa actitud, que manifiesta claramente que lo opuesto a la debilidad no es la fuerza, sino la hybris, como los griegos la llamaban: la presunción que no conoce límites, muy extendida en nuestras sociedades, genera gigantes de pies de arcilla. La presunción, el orgullo, la arrogancia, el desprecio por los débiles caracterizan a los que se creen fuertes. Una actitud estigmatizada en las Escrituras: la debilidad de Dios es más fuerte que la de los hombres (1 Cor 1,25). Y lo que es débil para el mundo, Dios lo ha elegido para confundir a los poderosos (1 Cor 1,27). El cristianismo no sólo no rechaza ni esconde la debilidad del hombre, desde la concepción hasta el umbral de la muerte, sino que le da honor, sentido e incluso fuerza. No se puede decir con superficialidad que a medida que uno envejece se mejora automáticamente: los defectos y asperezas ya presentes en la edad adulta pueden hacerse más pronunciados y el encuentro con la propia vejez y sus debilidades puede representar un momento de incomodidad interior, de cierre hacia los demás o de rechazo de la fragilidad.
Pero los cristianos −sobre todo− deben hacerse preguntas con la inteligencia del amor para identificar nuevas perspectivas y formas de responder al desafío no sólo del envejecimiento sino también de la debilidad en la vejez. Pues es innegable que la enfermedad y la pérdida de autonomía que puede producirse crean problemas y una demanda legítima de ayuda.
Hay un pasaje del Evangelio que destaca particularmente el valor y el sorprendente potencial de la edad anciana. Es el episodio de la Presentación del Señor en el Templo, una ocasión que en la tradición cristiana oriental se llama “Fiesta del Encuentro”. En tal ocasión dos ancianos, Simeón y Ana, se encuentran con el Niño Jesús: frágiles ancianos lo revelan al mundo como la luz de los gentiles y hablan de él a los que esperaban el cumplimiento de las promesas divinas (cf. Lc 2,32.38). Simeón toma a Jesús en sus brazos: el Niño y el anciano, como si simbolizaran el principio y el fin de la existencia terrenal, se sostienen mutuamente: de hecho, como proclaman algunos himnos litúrgicos, “el anciano llevaba al Niño, pero era el Niño quien sostenía al anciano”. La esperanza surge así del encuentro entre dos personas frágiles, un Niño y un anciano, para recordarnos, en estos tiempos nuestros que exaltan la cultura del rendimiento y la fuerza, que el Señor ama revelar la grandeza en la pequeñez y la fuerza en la ternura. El episodio, como el Santo Padre ha subrayado repetidamente, también marca el encuentro entre los jóvenes, representados por María y José que llevan al Niño al Templo, y los ancianos, Simeón y Ana, que los acogen e instruyen. En el encuentro, sin embargo, los papeles se invierten: el texto bíblico muestra, a través de repeticiones recurrentes, cómo los jóvenes buscan la adhesión fiel a la tradición, respetando las prescripciones de “la Ley del Señor” (cf. vv. 22-24, 27), mientras que los ancianos revelan la novedad del Espíritu (cf. vv. 25-27), profetizando el futuro.
Esto tiene lugar en el marco fructífero del encuentro abierto y acogedor de los jóvenes y los ancianos. Dicho encuentro permite el cumplimiento de una antigua promesa: “Este episodio cumple la profecía de Joel: 'Vuestros ancianos tendrán sueños, vuestros jóvenes tendrán visiones'” (Joel 3, 1). En este encuentro los jóvenes ven su misión y los ancianos realizan sus sueños”[26]. El futuro −parece decirnos esta profecía− abre posibilidades sorprendentes si se cultiva junto a los otros. Es solamente gracias a los ancianos que los jóvenes pueden redescubrir sus raíces, y sólo gracias a los jóvenes que los ancianos recuperan la capacidad de soñar. El Papa Francisco ha subrayado repetidamente la necesidad de esto, tanto para la Iglesia como para la sociedad, proponiendo animar audazmente a los abuelos a soñar: no sólo para reavivar la esperanza en ellos, sino también para dar a las generaciones más jóvenes la linfa vital que brota de los sueños de los ancianos, vehículos insustituibles de la memoria para dirigir sabiamente el futuro. Por eso, privar a los ancianos de su “papel profético”, dejándolos de lado por razones meramente productivas, provoca un empobrecimiento incalculable, una pérdida imperdonable de sabiduría y humanidad. Al descartar a los ancianos, cortamos las raíces que permiten a la sociedad crecer hacia arriba y no ser aplastada por las necesidades momentáneas del presente.
El paradigma que pretendemos proponer no es una utopía abstracta o una reivindicación ingenua, sino que puede alimentar y nutrir nuevas y más sabias políticas de salud pública y propuestas originales de un sistema de bienestar más adecuado a la vejez. Más eficaz, así como más humano. Esto es exigido por una ética del bien común y por el principio de respeto a la dignidad de cada individuo, sin distinción de ningún tipo, ni siquiera por la edad. Toda la sociedad civil, la Iglesia y las diversas tradiciones religiosas, el mundo de la cultura, de la escuela, del voluntariado, de las artes escénicas, de la economía y de las comunicaciones sociales deben sentir la responsabilidad de sugerir y apoyar −en el marco de esta revolución copernicana− nuevas e incisivas medidas que permitan acompañar y cuidar a los ancianos en contextos familiares, en sus propias casas y, en todo caso, en entornos domésticos que se asemejen más a los hogares que a los hospitales. Este es un cambio cultural que debe ser implementado. La Pontificia Academia para la Vida se preocupará de señalar este camino como el más auténtico para dar testimonio de la profunda verdad del ser humano: imagen y semejanza de Dios, mendigo y maestro de amor.
+ Vincenzo Paglia
Presidente
Mons. Renzo Pegoraro
Canciller
Ciudad del Vaticano, 2 de febrero de 2021
Fuente: vatican.va
[1] Francisco, Momento extraordinario de oración en tiempo de pandemia, 27 de marzo de 2020.
[4] Nota del 22 julio 2020. Humana Communitas es el título de la Carta que el Papa Francisco envió a la Pontificia Academia para la Vida el 6 de enero de 2019, con motivo del 25 aniversario de su institución.
[5] Sobre este punto, ver también el documento del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida del 7 de abril de 2020, En la soledad el coronavirus mata más, 7 de abril de 2020.
[6] Francisco, Carta Encíclica Fratelli tutti. Sobre la fraternidad y la amistad social, 2020, 19.
[7] Dicasterio para los Laicos, Familia y Vida, En la soledad el coronavirus mata más, 7 de abril de 2020.
[8] 23 abril 2020 Associated Press
[9] Francisco, Audiencia general, 5 junio 2013.
[10] J.M. Bergoglio, Solo el amor nos puede salvar, LEV, Ciudad del Vaticano 2013, p.83.
[11] World Health Organization (2011). Global Health and Aging.
[12] Francisco, Discurso a los participantes del I Congreso internacional de pastoral de los ancianos sobre el tema “La riqueza de los años”, 31 enero 2020.
[13] COMECE-FAFCE, The elderly and the future of Europe. Intergenerational solidarity and cares in times of demographic change, December 3, 2020.
[14] Dicasterio para los Laicos la Familia y la Vida, conclusiones del primer Congreso Internacional de pastoral de la tercera edad “La riqueza de los años”, 30 de enero de 2020.
[15] 2012 fue un año dedicado por las instituciones internacionales a la vejez: la Unión Europea lo proclamó “Año europeo del envejecimiento activo y la solidaridad entre las generaciones”, mientras que la Organización Mundial de la Salud dedicó el Día Mundial de la Salud de 2012 al tema “Envejecimiento y salud: la buena salud añade vida a los años”.
[16] Para una panorámica cfr. C. Durret, Senior Cohousing, A Community approach to Indipendent Living – The Handbook, 2019, Gabriola Island BC, Canadá
[17] Francisco, Tweet del 15 junio 2020.
[18] https://www.who.int/news-room/fact-sheets/detail/elder-abuse
[19] Francisco, Audiencia General, 4 marzo 2015.
[20] Francisco, Discurso a los participantes del Primer Congreso Internacional de Pastoral de la Tercera Edad "La Riqueza de los Años", 31 de enero 2020.
[21] Francisco, Audiencia General, 11 marzo 2015.
[22] Dicasterio para los Laicos la Familia y la Vida, conclusiones del primer Congreso Internacional de pastoral de la tercera edad “La riqueza de los años”, 30 de enero de 2020.
[23] Francisco, Discurso a los participantes del Primer Congreso Internacional de Pastoral de la Tercera Edad "La Riqueza de los Años", 31 de enero 2020.
[24] Juan Pablo II, Carta a los ancianos, 1999.
[25] Cfr. Encuentro del Papa con los ancianos, 28 septiembre 2014.
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