“Hay una conversión para cada estación de la vida. Lo importante es que cada uno de nosotros descubra la adecuada para él en este momento”
La primera conversión es la que resuena al principio de la predicación de Jesús y que se resume en las palabras: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15), parágrafo a partir del cual explicó lo que significa la palabra conversión:
Convertíos y creed no significan dos cosas diferentes y sucesivas, sino la misma acción fundamental: ¡Convertíos, es decir, creed! Prima conversio fit per fidem, dice santo Tomás de Aquino: La primera conversión es creer. Todo esto requiere una verdadera conversión, un cambio profundo en la forma de concebir nuestras relaciones con Dios. Exige pasar de la idea de un Dios que pide, que manda, que amenaza, a la idea de un Dios que viene con las manos llenas para dársenos del todo. Es la conversión de la ley a la `gracia´, que era tan querida para san Pablo
“Si no os convertís y no os hacéis como niños...”
Tras referirse al segundo pasaje en el que, en el Evangelio, se vuelve a hablar de la conversión y en el que entre otras cosas se lee: “En verdad os digo: si no os convertís y nos hacéis como en niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18,1-4).
También para nosotros hacernos niños significa volver al momento en que descubrimos que fuimos llamados, en el momento de la ordenación sacerdotal, de la profesión religiosa, o del primer verdadero encuentro personal con Jesús. Cuando dijimos: ¡Sólo Dios basta! y creímos en ello.
“No eres ni frío ni caliente”
En el tercer contexto en el que tiene lugar la invitación a la conversión, es el que lo dan las siete cartas a las Iglesias del Apocalipsis, que están dirigidas a personas y comunidades que, como nosotros, han vivido durante mucho tiempo la vida cristiana y, más aún, ejercen en ellas un papel de liderazgo. De estas siete cartas del Apocalipsis, la que sobre todo debería hacernos reflexionar es la carta a la Iglesia de Laodicea, cuyo tono duro dice: “Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente... Porque eres tibio, no eres ni frío ni caliente, te voy a vomitar de mi boca... Sé celoso y conviértete” (Ap 3, 15s).
Se trata de la conversión de la mediocridad y de la tibieza. En la historia de la santidad cristiana el ejemplo más famoso de la primera conversión, del pecado a la gracia, es san Agustín.
Además el ejemplo más instructivo de la segunda conversión, de la tibieza al fervor, es santa Teresa de Jesús, que dijo de sí misma algo exagerado y dictado por la delicadeza de su conciencia, que puede servirnos a todos para un examen de conciencia:
“De pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión, a meterme tanto en muy grandes ocasiones y andar tan estragada mi alma en muchas vanidades […]. Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios, tan enemigo uno de otro, como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales”
Después de destacar que según el Nuevo Testamento hay una circularidad y una simultaneidad, de modo que, si es cierto que la mortificación es necesaria para alcanzar el fervor del Espíritu, también es cierto que el fervor del Espíritu es necesario para llegar a practicar la mortificación. San Ambrosio, cantor por excelencia, entre los Padres latinos, de la sobria ebriedad del Espíritu, fue quien dijo:
“También hay otra ebriedad que está operando a través de la lluvia penetrante del Espíritu Santo. Así, en los Hechos de los Apóstoles, los que hablaban en diferentes idiomas se aparecieron a los oyentes como si estuvieran llenos de vino”
El bautismo en el Espíritu ha demostrado ser un medio sencillo y poderoso para renovar la vida de millones de creyentes en casi todas las Iglesias cristianas”. Y concluyo invitando a pedir a la Madre de Dios que nos obtenga la gracia que obtuvo del Hijo en Caná de Galilea. Por su oración, en aquella ocasión, el agua se convirtió en vino. Pidamos que a través de su intercesión el agua de nuestra tibieza se convierta en el vino de un fervor renovado. El vino que en Pentecostés provocó en los Apóstoles la sobria ebriedad del Espíritu y los hizo fervientes en el Espíritu.