La viga maestra es un elemento absolutamente “esencial” en cualquier edificio
Deseo detenerme en estas palabras con las que el Santo Padre ha señalado el nexo esencial entre la Misericordia y la vida de la Iglesia: “La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” (n. 10 de la Bula de convocación del Año Santo).
La viga maestra es un elemento absolutamente “esencial” en cualquier edificio, junto a otros elementos arquitectónicos, sin los cuales no tendría razón de ser.
Ante todo, presupone por sí misma la existencia de un edificio, y nos invita a considerar la Iglesia, que confesamos como Católica y Apostólica, y por tanto misionera y estructuralmente “en salida”, también en sus dimensiones de Unidad y de Santidad: aparece como la “Domus aurea”, la Casa de oro, el Edificio espiritual, en cuya construcción somos utilizados como piedras vivas (cfr. 1P 2, 5), y que tiene como único fundamento a Cristo mismo (cfr. 1Co 3, 11).
Podremos detenernos con atención en la estructura de la viga maestra en la medida en que estemos interesados en atravesar el umbral de este edificio y habitarlo como nuestra definitiva Casa. Este es el Templo destruido por los hombres y reconstruido al tercer día (Jn 2, 19), no hecho por manos de hombre. Se nos ha abierto en el Bautismo, por obra del Espíritu Santo. En esta Casa, la humana existencia alcanza y abraza su propio significado de manera integral, presentando en el altar aquella oblatio rationabilis, aquel culto espiritual, que ofrece, en unión con Cristo Señor, el sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cfr. Rm 12,1).
De esta “Domus aurea”, en este edificio espiritual e histórico que es la Iglesia, Cristo mismo es la Puerta, el Camino. En él, la vida está continuamente iluminada por la luz de “Cristo-Verdad”, que entra libremente y lo ilumina todo a través de la ininterrumpida enseñanza de los Apóstoles y de sus sucesores, en comunión con Pedro. En su interior, la Vida de Cristo es comunicada a la multitud de los hermanos, renacidos de la única fuente, el seno de la Santa Madre Iglesia. Ellos son habitantes de la Domus, pero también piedras vivas empleadas en la construcción del Edificio. Esta Vida se comunica de modo eminente en el banquete y en el sacrificio eucarístico-sacramental, prenda real del escatológico, que une a todos y los eleva a la presencia del Padre, en virtud de la única Cruz de Cristo.
Por consiguiente, es una la Iglesia que Cristo, Crucificado y Resucitado, ha generado y genera desde hace más de dos mil años; el lugar de la vida verdadera, nueva y eterna que hemos recibido, de la comunión salvífica con el Hijo de Dios hecho Hombre; comunión salvífica que representa la única y verdadera meta de toda la misión de la Iglesia.
Mirando a la realidad de la Iglesia en la perspectiva teológico-sacramental, consideremos la riqueza de la imagen utilizada por el Santo Padre en una triple perspectiva.
En primer lugar, la viga maestra se presenta como un elemento arquitectónico estructural, esencial para todo el edificio y cada una de sus partes. Con los límites propios de toda analogía, podemos afirmar que la misericordia es, y ha sido siempre, bien “visible” como viga maestra, en toda la historia de la Iglesia.
Abandonando la metáfora, no ha habido nunca una época en la cual la Iglesia no haya anunciado con convicción el Evangelio de la misericordia, desde el día de Pentecostés, cuando San Pedro, al salir del cenáculo, respondía a la muchedumbre que con el corazón traspasado preguntaba qué debía hacer: “Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos, y para los que están lejos, para cuantos llamare a sí el Señor Dios Nuestro” (Hch 2, 38-39).
Ahora bien, este anuncio de la divina misericordia, a diferencia de las vigas maestras de este mundo, decoradas para encontrar el gusto en el observador, no tiene necesidad de ornamentos, porque tiene en sí todo su esplendor. Como afirma el Apóstol: “Yo mismo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, este crucificado” (1Co 2,1-2).
Si es verdad que la Iglesia ha debido afrontar varias veces a lo largo de los siglos la perenne tentación del hombre de salvarse autónomamente, siempre ha respondido, defendido y reafirmado frente a todos la absoluta gratuidad de la Misericordia, la cual exige, ciertamente, un sincero arrepentimiento, pero sigue siendo infinitamente más grande que cualquier fealdad humana.
Así, la Iglesia, al donatismo del siglo IV, que quería la exclusión de los lapsi de la comunión, respondió con la readmisión de los hermanos arrepentidos y con la fundamental verdad doctrinal del ex opere operato. Al pelagianismo del siglo V, respondió con la profundización agustiniana de la doctrina de la Gracia. A la herejía cátaro-albigense de los siglos XII y XIII, respondió, en la predicación de las órdenes mendicantes, con la bondad y unidad de la creación, integralmente asumida y salvada por Cristo.
Al luteranismo del siglo XVI, respondió reafirmando la real eficacia de la justificación por la gracia, la verdad de los Sacramentos –de modo especial los de la Eucaristía y la Reconciliación y, por obvia consecuencia, el del Orden Sagrado– y la bondad y la suficiencia de la atrición para obtener el perdón de los pecados. Además, por extraordinaria bendición celeste, la Domus Aurea ha podido mostrar sus frutos más bellos en los santos laicos, religiosos, místicos, pastores y misioneros de aquel tiempo: piénsese sólo, por ejemplo, en san Felipe Neri, en san Ignacio de Loyola, en san Carlos Borromeo, en san Francisco de Sales, en san Camilo de Lelis, en Santa Teresa de de Jesús…, ¡y la relación podría convertirse en un diccionario!
Al legalismo y al rigorismo jansenistas, en los siglos XVII y XVIII la Iglesia respondió con la doctrina moral de la acción preventiva, simultánea y sucesiva de la Gracia, que tiene en san Alfonso María de Ligorio su campeón y en los santos pastores del novecientos, los frutos más preciosos. Al modernismo del siglo pasado, que pretendía elevarse a único real intérprete del hombre, respondió con los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II, que han reafirmado a Cristo-Dios como única real plenitud de todo hombre y a la Iglesia como realidad divina y humana al mismo tiempo, en sus irreductibles dimensiones sacramental, litúrgica y misionera.
A la dictadura del relativismo filosófico y religioso de la época contemporánea, la Iglesia responde reafirmando la unicidad salvífica universal de Cristo y Su Verdad cósmica, en la cual se inscriben la historia, la entera creación, la naturaleza y la dignidad del hombre y, finalmente, su irreductible libertad ante el ofrecimiento de la salvación.
Sería miope, por tanto, pretender anclar en la época más reciente de la Iglesia (quizá en los últimos cincuenta años) el anuncio del amor de Dios y de Su misericordia, contraponiéndolo quizá a fantasmagóricos largos siglos de “terror clerical”, en los que se habría hablado demasiado del Juicio de Dios y de los castigos del infierno. Ciertamente, hay que evitar siempre todo peligroso unilateralismo; además, para corregir eventuales exageraciones no se puede recurrir a otras exageraciones. Considero que una atención real también en la predicación a las prerrogativas divinas de la Omnipotencia y del Juicio no puede sino ayudar al anuncio de la Misericordia. Resulta mucho más interesante, en efecto, la elección libre de amor y de misericordia que Dios realiza en Su Omnipotencia, que la idea de un Dios “obligado” a ser misericordioso, sin elegirlo siempre, ante todo hombre, toda circunstancia, todo concreto pecado.
Individuada la viga maestra de la Misericordia como elemento arquitectónico bien visible en el edificio de la Iglesia, podemos analizar sus presupuestos y su función. Hablemos primero de los presupuestos, porque toda viga maestra, no es, a nivel arquitectónico, “de empuje” sino “de soporte”. Es un elemento horizontal, que sostiene una parte superior, pero descarga su peso sobre dos brazos verticales distribuyendo también el peso de las estructuras superiores. ¿Cuáles son los dos presupuestos, las dos “columnas portantes” del arquitrabe de la misericordia? ¿Cuáles son aquellos soportes sin los cuales no podría sostenerse? Puede que muchos se queden estupefactos, pero hemos de afirmar ante todo que, teológicamente hablando, la “misericordia” no es un atributo “originario” de Dios.
Me explico. Con san Juan Apóstol, debemos ante todo confesar que “Deus Caritas est – Dios es Amor”. Podemos y debemos afirmar que Dios, enviando a su Hijo hecho Hombre en Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, muerto y resucitado, nos ha hecho conocer que es, en Sí mismo, Amor: Amor de las Tres Personas. Tal Amor intratrinitario, sin embargo, no puede configurarse en Sí mismo como misericordia, porque no conoce “jerarquía ontológica” alguna entre las Tres Divinas Personas, que son iguales en la única y misma Naturaleza. ¡No sería en absoluto aceptable la idea de que el Padre hubiese de “tener misericordia” del Logos o del Espíritu Santo!
¿Cuándo, entonces, podemos comenzar a afirmar, con el Salmo, que “es eterna su misericordia”? (Sal 135). Cuando Dios crea.
Cuando Dios crea el cosmos espiritual y el material y, sobre todo, cuando crea al hombre, partícipe a la vez de uno y otro. Dios, que es comunión de Personas, en Sí mismo relación con Otro distinto de Sí, puede también crear, concebir algo que es “totalmente otro” de Sí. Creando a la persona humana inteligente y libre, ama fuera de Sí. Ama al hombre libre, y llama al hombre al amor. Este Amor de Dios, dirigido a nosotros y reconocido por nosotros, es, en un nivel que podríamos llamar creatural, la “misericordia”. Amor absolutamente gratuito por ser divinamente libre, que se posa sobre lo que es “mísero” porque dista infinitamente de la perfección divina.
La misericordia, por tanto, tiene como doble presupuesto la libertad divina que crea y la existencia misma del hombre creado. Por voluntad de Dios, es irrevocable, tanto que ni siquiera en la condenación eterna, que el hombre se auto-inflinge con su pecado y la impenitencia final, priva Dios a las almas condenadas del don misericordioso del ser y de la existencia. La Trinidad Santísima, Beata y Perfecta en Sí misma, ha querido ligar a Sí la existencia humana, para siempre, y nosotros, entonces, podremos verdaderamente cantar junto a los ángeles: ¡“eterna es su misericordia”!
La imagen que he adoptado presenta, en este punto, todos sus límites, porque la libertad increada y eterna de Dios y la libertad creada y temporal del hombre no pueden concebirse en modo igualitario, y no son ontológicamente coesenciales. La libertad divina es subsistente en sentido absoluto y no está necesitada de nada; la libertad del hombre, en cambio, es creada y depende esencialmente de la libertad divina, y resulta indispensable para el misterio de la misericordia solamente porque, creándola, Dios la quiere.
Pero hay un ulterior nivel de la misericordia, que no sólo hace existir al hombre, sino que entra en relación con el hombre creado. Éste, en efecto, aun estando hecho por Dios y para Dios, decide pecar, es decir, dirigir su libertad contra el Creador, manchándose de ese modo con una culpa infinitamente grave, de la que no podrá levantarse con sus pobres fuerzas.
He aquí entonces que, por Voluntad divina, se desarrolla, dentro del espacio de la creación, la nueva y grande iniciativa del Amor Eterno: “En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 26-27). Después de haberse formado el pueblo de Israel, después de haberle revelado la Ley y de haberle así mostrado su pecado, Dios se dirige a María para salvarnos.
Del encuentro entre la libertad divina increada y la libertad creada e inmaculada de María Santísima, que acoge el Anuncio del ángel, surge una nueva y definitiva misericordia: la Encarnación del Verbo. El Hijo del Eterno Padre toma nuestra carne en Ella y así se liga de modo nuevo e indisoluble a la naturaleza humana y, en el misterio de Su Encarnación, Muerte y resurrección, se convierte para siempre en “la” misericordia. En Cristo se abre definitivamente a nosotros la intimidad divina: se sacrifica a sí mismo sobre la Cruz por nuestro pecado, nos ofrece la salvación y nos hace personalmente partícipes de su misma vida.
Sobre la divina misericordia del Corazón divino-humano de Cristo se edifica la Iglesia, sacramento universal de salvación y ministra de la misericordia, en cuanto continuación, en el espacio y en el tiempo, de la presencia viva y de la obra salvífica de Cristo.
Luego, dentro de la vida de la Iglesia, por medio del ministerio apostólico, participe del único, eterno y sumo Sacerdocio de Cristo, la viga maestra de la misericordia, en un cierto sentido, se “prolonga” a medida que, por la gracia de la vocación, la libertad creada de un hombre responde al don de la llamada de Cristo y se ofrece a su servicio, en la fascinante aventura del Sacerdocio ministerial. Toda la Iglesia está entonces como “tejida” de esta misericordia, y sobre ella desarrolla toda su vida. El mismo ministerio petrino nace de la misericordia de Cristo, que después de la triple profesión de amor que había seguido a la triple traición, confía a Pedro su propia grey: “El suyo” –nos ha repetido san Juan Pablo II– “es un ministerio de misericordia nacido de un acto de misericordia de Cristo” (Ut Unum Sint, n. 93).
Nos queda delinear la función del arquitrabe. Sostenida por el misterio de la libertad divina y la respuesta de la libertad humana que acoge la salvación, la misericordia sostiene a su vez toda la vida de la Iglesia; se podría decir que está “en el principio” de la vida de la Iglesia, en un doble sentido.
Primariamente, la vida de la Iglesia se desarrolla por un acto siempre nuevo de la misericordia de Cristo que, a través del ministerio eclesial, consagra al bautizado y le comunica su misma vida. En segundo lugar, tal principio no consiste en un “inicio cronológico” que luego pueda dejarse atrás, sino en un “principio ontológico”: la vida de la Iglesia está sostenida y guiada por la gracia de Cristo, acogida en la escucha de la enseñanza Apostólica y en la oración, nutrida y perfeccionada por la Santísima Eucaristía, restaurada y fortalecida por la reconciliación sacramental.
Considerando precisamente la Reconciliación vemos cómo la misericordia puede “suceder” sacramentalmente sólo en el encuentro entre dos libertades coimplicadas: la divina y la humana. La libertad divina es dada, definitiva, irrevocable, y cada vez que un ministro está dispuesto a ofrecerla se hace sacramentalmente accesible. La libertad humana, en cambio, se expresa en el arrepentimiento, en el dolor del pecado cometido unido al propósito de no cometerlo más en el futuro, y en la acusación que abre el corazón del pecador a la verdad salvífica de Cristo. En el tiempo de esta peregrinación, la libertad humana conserva siempre el poder tremendum de acoger el misterio de la divina misericordia y dejarse renovar interiormente por ella, o de rechazarlo, mostrando así cómo la Omnipotencia misma de Dios ama por encima de todo precisamente nuestra libertad, hasta el punto de verter en ella todas las riquezas de Su Corazón apenas ella hace ademán de abrirse; y respeta la elección humana que trágicamente decidiese no dejarse amar o, lo que es lo mismo, no se decidiese de ningún modo. ¡Dios no hace nunca violencia a nadie!
La misericordia que obra en la Confesión sacramental no hará sino liberar y difundir la gracia del sacramento del Bautismo, primera fuente y perenne principio de la misericordia que edifica la Iglesia.
Considero que sólo este realismo integral en relación con la divina misericordia podrá suscitar y sostener la tan esperada nueva evangelización, anunciando sin miedos ni complejos la verdad de Cristo Salvador. Hoy es más necesario que nunca “provocar” la libertad del hombre, que se encontrará así, finalmente, ante al hecho más inaudito y grande de la historia: Dios hecho hombre, muerto y resucitado, que vive en medio de nosotros.
En esta obra de evangelización nos sostenga la Santísima Virgen María Inmaculada, ¡obra perfecta y reflejo purísimo de la divina misericordia ante praevisa merita! Que Ella nos enseñe la total y siempre nueva disponibilidad a la voluntad de Cristo; así aparecerá siempre más, a los ojos de nuestro corazón, la verdad que María Santísima contempla en la eternidad bienaventurada: ¡Dios, en la creación y en la redención, es misericordia, es todo misericordia, es sólo misericordia!
Cardenal Mauro Piacenza,en omnesmag.com
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