Por qué camino el hombre logra llegar a ser plenamente sí mismo, alcanzando con ello la felicidad. Mi intención con este escrito es apenas esbozar esta cautivadora cuestión
Los dioses de la mitología griega se diferenciaban de los hombres en que eran felices. Un día, recrea Hernández-Pacheco, los dioses se reunieron en el Olimpo y decidieron esconder la felicidad para que el hombre nunca la pudiera encontrar. Entonces, Eolo, el dios del viento, recomendó esconder la felicidad en el pico más alto del mundo; pero los demás dioses pensaron que no era un buen sitio, porque el hombre acabaría por encontrarla allí. Después, Poseidón, el dios del mar, sugirió esconder la felicidad en la fosa más profunda del océano. Tampoco convenció a los otros dioses: el hombre también podría llegar a ese lugar. En aquel momento, Zeus, el padre de los dioses, propuso lo siguiente: “Escondamos la felicidad en lo más íntimo del hombre. Allí nunca la buscarán”.
No deja de ser una amena fábula, pero expresa una verdad. Es en nuestro interior, en nuestro corazón, donde habita nuestra felicidad. Quizás por eso es tan difícil de encontrar. Sin embargo, no todos los mitos son mera imaginación. Basta pensar en Platón quien en los diálogos Gorgias o La República, a través de ellos, nos habla de la transcendencia. En este último, aludiendo al famoso mito de Er. Pero a la vez, como se ha puesto de relieve, en el mundo antiguo, los fenómenos naturales eran considerados como poderes divinos que decidían el destino de los hombres. Aún hay quien piensa que este está escrito en las estrellas. Sin embargo, la astrología llegó a su fin con la adoración de los Magos: no es la estrella la que determina el destino del Niño, sino el Niño quien guía a la estrella, ha escrito de modo penetrante Ratzinger. El destino está en nuestras manos. Como escribe Shakespeare en Julio César: “La culpa, querido Bruto, no es de las estrellas, sino nuestra”. El mérito tampoco.
Quisiera con estas líneas adentrarme en esa apasionante tarea de la búsqueda de la felicidad con algunas reflexiones. Pienso que hay diversas perspectivas, modos distintos de aproximarnos a ella, pero resulta fácil de aseverar que el resultado dependerá, en mayor medida, de la visión del hombre que defendamos y de cuál consideremos que es su plenitud. Es decir, por qué camino el hombre logra llegar a ser plenamente sí mismo, alcanzando con ello la felicidad. Mi intención con este escrito es apenas esbozar esta cautivadora cuestión.
Mucho se ha escrito sobre la felicidad sin llegar por eso a agotar el tema. Entre otros, Agustín de Hipona experimentó con viveza la angustia de la búsqueda de la felicidad. El 13 de noviembre del 386, con ocasión de su 32 cumpleaños, pensó obsequiar a quienes con él participaban de la tranquilidad de Casicíaco, una quinta vecina a Milán, mientras se preparaba para su bautismo, con el regalo más grande que un amigo puede ofrecer a otro: enseñarle donde está la felicidad. Aún, aquellos diálogos, densas tertulias, se prolongaron dos días más. El contenido dará lugar a la primera obra del escritor africano: De beata vita (Sobre la vida feliz). Al acabar, los participantes están entusiasmados y uno de ellos exclama conmovido: ¡Ojalá nos obsequiaras de esta manera todos los días! Su vida ha sido el gran regalo del que nos ha hecho partícipes. Es, podemos decir, su gran creación.
Agustín parte de una verdad íntima que da la fe: el hombre es la “única creatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma”. No somos seres arrojados a la tierra, condenados a una vida sin sentido. Lo ha sabido decir de modo conciso y claro Ratzinger en el primer día como Pastor de Roma: “No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”. Eso hace que veamos nuestra vida como tarea, como encargo originario. Así lo expone Zubiri: no es que la vida tenga misión, sino que es misión. Por eso también cada uno somos únicos, irrepetibles.
Michael Ende tiene un cuento: la Escuela de Magia, en la que el profesor les dice a los alumnos que todos podemos hacer magia, aunque pocos lo consiguen, porque para hacer magia hacen falta sobre todo dos cosas: vivir tu propia historia, no añorar o envidiar la de los otros, y para eso, descubrir nuestros verdaderos deseos. Si eso hacemos, nuestra vida se llena de magia, viene a decir, de encanto. Se convierte en una obra de arte, añadimos nosotros.
No hay dos personas iguales y cada uno jugamos en el mundo un papel insustituible. Ser nosotros mismos. No será una cuestión de meras apariencias, opiniones, gustos o maneras de hacer las cosas. Cada uno ha de recorrer su propio camino. No estamos troquelados por un mismo patrón. Dios no se repite. Es algo muy hondo en el alma. Lo ha sabido exponer Thomas Merton, como lo recuerda M. Márquez.
Muchos poetas −escribe Merton− no son poetas por la misma razón por la que muchos religiosos no son santos: jamás logran ser ellos mismos. (…) Nunca se convierten en el hombre o el artista que exigen las circunstancias de su vida individual. Malgastan sus años en vanos esfuerzos por ser otro poeta, otro santo. (…) Agotan su espíritu y su cuerpo en un inútil esfuerzo por tener las experiencias de otro o escribir los poemas o poseer la santidad de otro.
Puede haber −prosigue− un intenso egoísmo en el hecho de seguir a todos los demás. La gente tiene prisa por engrandecerse a sí misma imitando lo que es popular... y es demasiado perezosa para pensar en algo mejor. Desean un éxito rápido y tienen tal prisa por lograrlo, que no les queda tiempo para ser fieles a sí mismos.
Un obstáculo más nos sale al paso: el de quien no reconoce nada como definitivo, nada permanece, todo huye, y sólo admite como propia medida “el propio yo y sus antojos”. Es el triunfo del individualismo insolidario, que, tarde o temprano, cierra el paso a la felicidad. Está descrito magistralmente por Tolstoi en su novela Ana Karenina. “En cuanto a Vronski, a pesar de la realización de sus más caros deseos, no se sentía totalmente feliz. Eterno error de los que creen hallar la felicidad en el cumplimiento de todos sus antojos. No poseía más que algunas partículas de aquella inmensa felicidad soñada por él”.
Quien se deja atrapar por esta manera de vivir, continuamente mira a los lados, se compara con los otros, se considera siempre insatisfecho, subsumido en la envidia. Otro clásico, Manzoni, lo dibuja en las últimas páginas de Los novios: “El hombre, mientras permanece en el mundo, es un enfermo que, metido en una cama con más o menos incomodidad, ve alrededor de sí otras camas muy aseadas por fuera, muy lisas, y al parecer muy bien mullidas, y se figura que ha de ser muy feliz quien las ocupe. Pero si llega a cambiar, apenas echado en cualquiera de ellas, empieza a sentir en un lado una paja que le punza, en otra una dureza que le mortifica, y pronto se halla, poco más o menos, como en la cama primera. Y esta es la razón (...) de por qué debemos antes pensar en hacer el bien, que es el modo de llegar a estar mejor”.
Encontramos en la Escritura una senda segura para no perdernos. Pablo de Tarso es figura prominente. En el transcurso de su Tercer Viaje (52-57 d. C.), que narran los Hechos, Pablo se encuentra en la ciudad de Mileto, donde había nacido el famoso filósofo Tales de Mileto. Mileto era una ciudad situada en el Asia Menor (hoy Turquía), en la zona costera de Jonia, al sur de la famosa ciudad de Éfeso. Desde Mileto, Pablo manda llamar a los responsables de las comunidades cristianas de Éfeso y les confiesa que a él le esperan días terribles, pero que no teme perder la vida por la misión que el Señor le encomendó. También les dice que es muy probable que ellos no vuelvan a verlo. Pensando en su ausencia física, pide a los presbíteros que se cuiden y cuiden de los demás que le han sido confiados. Y en seguida les suplica ser generosos, es decir, a no ser tacaños o avaros con sus vidas, ya que “hay más felicidad en dar que en recibir”, les dice, acudiendo a una tradición oral que se remonta al Maestro.
La inclinación a dar está radicada en lo más hondo del corazón humano. No sólo la de compartir algo nuestro, sino de darse. Gabriel Marcel lo desarrolla en su obra Être et avoir para recordarnos que nuestra civilización se ha centrado en la multiplicación de cosas de las que el hombre puede servirse, en el “tener más”, olvidando “el ser más”. El ser queda relegado y sustituido por la carrera del tener, empobreciendo nuestra libertad. Viene bien en este sentido las palabras de despedida de Juan Pablo II en tierras españolas: El drama de la cultura actual es la falta de interioridad, la ausencia de contemplación. Sin interioridad la cultura carece de entrañas, es como un cuerpo que no ha encontrado todavía su alma. ¿De qué es capaz la humanidad sin interioridad?
Como enseña el Concilio, el hombre sólo se realiza con el don de sí, y para eso ha de poseerse.
Aún hemos de dar un paso más. Lo introduciré con la deliciosa manera con la que Posteguillo ha narrado el origen de una novela. Era el verano de 1816. Mary Shelley y su esposo, el también escritor Percy Bysshe Shelley, acudieron a Suiza, a una hermosa casa en las montañas que su amigo lord Byron tenía en aquel lugar. Allí disfrutaban todos los invitados de un maravilloso verano alpino henchido de bosques, valles y senderos por los que a menudo caminaban para ejercitarse, al tiempo que así admiraban los espectaculares paisajes de aquel territorio. Pero un día, en uno de esos frecuentes cambios meteorológicos propios de las zonas montañosas, las nubes taparon el sol y las lluvias interrumpieron sus excursiones. Y no sólo por una jornada o dos, sino que la lluvia pareció encontrarse cómoda entre aquellas laderas verdes y decidió instalarse por un largo período.
Mary nos describe, en su diario personal, cómo lord Byron, uno de esos interminables días de tormenta veraniega, sin posibilidad de poder salir a la montaña o realizar cualquier otra actividad en el exterior de la casa, se levantó y lanzó un gran reto, un reto literario: que cada uno de nosotros escriba un relato, una historia de terror. Pero, al finalizar la estancia, solo Mary ha sido capaz de terminar esa historia, que llevará por título Frankenstein: el Prometeo moderno.
Será por el contrario una profesora de Ética, A. Cortina, quien sacará una enseñanza del relato para esta época del posthumanismo. Sin duda la criatura de Frankenstein es un hombre distinto de los conocidos, más perfecto en algunas de sus capacidades, pero, precisamente por eso, no puede encontrar a ningún semejante, nadie puede reconocerle como un igual en humanidad. Y el hilo conductor de la novela es la búsqueda desesperada de un igual en quien poder reconocerse, a quien poder estimar y de quien recibir estima. Al final del relato el monstruo maldice a su creador por haberle creado con un gran anhelo de felicidad y sin los medios para satisfacerlo: le ha dado grandes capacidades, pero no la posibilidad de encontrar a un igual con el que compartir vida y destino. No hay derecho a crear a un ser sin ofrecerle a la vez los medios para ser feliz.
Ese era en realidad el mensaje de Mary Shelley: que los miembros y los órganos de un ser humano, incluido el cerebro, pueden ser muy perfectos, pluscuamperfectos, pero nada garantiza que su vida sea una vida buena si no puede contar con otros entre los que saberse reconocido y estimado. "El ángel rebelde −dirá el monstruo de Frankenstein− se convirtió en un monstruo diablo, pero hasta ese enemigo de Dios y de los hombres cuenta en su desolación con amigos y compañeros. Yo estoy solo".
Juan Pablo II nos decía al respecto en su primera carta programática: El hombre no puede vivir sin el amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente.
No podemos olvidar que el Creador ha querido que los hombres todos constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. Una tarea urgente en estos momentos de la historia En una meditación sobre el don de donarse que escribió Juan Pablo II en 1994, pero se publicaría en el año 2006, nos confiaba una experiencia personal.
“Dios te dio a mí”. Como es manifiesto, esas palabras que escuché en mi juventud no son simplemente una observación al margen. Dios efectivamente nos da personas: nos da hermanos y hermanas en nuestra humanidad, comenzando por nuestros padres. Luego, en la medida que crecemos, Él va colocando más y más gente nueva en el camino de nuestra vida. De algún modo cada una de esas personas es un don para nosotros, y de cada una podemos decir: “Dios te dio a mí”. Tener conciencia de esto se convierte en un enriquecimiento para ambos. Nos hallaríamos en grave peligro si fuéramos incapaces de reconocer la riqueza de cada persona humana. Nuestra humanidad correría peligro si nos encerráramos solamente en nuestro yo particular, rechazando el amplio horizonte que se va abriendo a los ojos de nuestras almas en la medida que transcurren los años.
Pienso que todo esto ya lo entrevió Agustín cuando en presencia de su madre y de los amigos reflexionaba en voz alta, en el aniversario de su nacimiento, sobre la felicidad. Su corazón ya deseaba a Dios mientras ensanchaba sus fronteras viendo en los demás un don.
Eduardo Peláez
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