La libertad posmoderna
La libertad se dice de muchas maneras. De múltiples modos la dicen los diversos pensadores y, en el lenguaje corriente, cada uno empleamos esa palabra a nuestro aire. Es claro que ni todas las maneras de decir la libertad ni todos los estilos vitales de realizarla son igualmente afortunados. Unos tienen mayor profundidad y alcance que otros. Y no faltan los enfoques que son, sencillamente, inviables: porque delatan la incoherencia teórica o práctica de quienes utilizan el término «libertad» o intentan llevar una vida que merezca el calificativo de libre.
Leibniz decía que la libertad es uno de los dos laberintos de la filosofía. El otro resultaba ser la constitución de la materia continua, el laberintum continui. La libertad es un laberinto filosófico y vital porque, en su comprensión y ejercicio, entran en juego las dimensiones antropológicas más relevantes y muy especialmente la inteligencia, la voluntad y las emociones.
La libertad-de
El primer sentido de la libertad, el más simple y obvio, es el que se suele llamar libertad-de. Yo me siento libre cuando estoy exento de constricciones u obstáculos que me impiden llevar a cabo las acciones que deseo realizar. Es lo que los clásicos llamaban libertas a coactione, que por cierto no significa que seamos libres por coacción -como algún ignorante ideólogo atribuye a las oscuridades medievales- sino que estamos libres de coacción, esto es, que no actuamos por coacción alguna, por ninguna imposición que venga de fuera, sino que obramos por propia decisión, por un principio activo que se encuentra en nosotros mismos.
De ahí que a este tipo de libertad se la llame «libertad de decisión», «libertad de arbitrio» o, sencillamente, «libre arbitrio». Según ha señalado Millán-Puelles, se trata de una libertad innata de índole psicológica.
Innata porque todos nacemos con ella: nadie puede no ser libre o, dicho más paradójicamente, somos necesariamente libres. Estamos forzados a elegir. Lo cual no es pequeña carga, porque muchas veces desearía que otros -otras personas o el mismo curso de los acontecimientos- decidieran por mí, quedando así exonerado del peso de la responsabilidad que toda decisión seria lleva consigo. Pero el caso es que no, que cada día me toca el ejercicio de analizar las situaciones, deliberar acerca de las posibilidades de acción y hacer bascular sobre una de las opciones el peso de mi decisión que, al cabo, es el peso de mi propio yo, ya que la libertad tiene un carácter reflexivo: decidir es siempre decidirse (a diferencia del conocer, que no en todos los casos implica conocerse). Precisamente porque -en este supuesto- estoy libre de obstáculos o trabas, el origen de la decisión queda remitido a mí mismo, que en un determinado momento corto el curso de las deliberaciones y me comprometo con una de las posibilidades en presencia. Como los clásicos griegos, puedo decir: «tengo, no soy tenido».
La libertad-de presenta, además, una índole psicológica, porque en el desenlace de las deliberaciones intervienen los principales rendimientos psíquicos, entre los que no se suele prestar el debido interés a las emociones o pasiones. Recordemos que de ellos decían los clásicos que refuerzan la libertad cuando desencadenan a la razón verdadera y a la voluntad recta; mientras que la bloquean o impiden su ejercicio cuando son ellas mismas las que, de manera antecedente, disparan el dinamismo psicológico. En cualquier caso, y con los necesarios matices, cabe afirmar que la presencia de los sentimientos es signo de la autenticidad de la acción libre, porque las emociones dan fe de que el propio ser -desde sus más intimas pulsiones- está comprometido con su libertad, de un modo que no se registra en ningún otro comportamiento humano. Por ejemplo, si uno dice que quiere a una persona, pero que no alberga ninguna pasión respecto a ella, concluimos que sencillamente no la quiere; si, en cambio, sus sentimientos amorosos son manifiestos, no necesita insistir en su inclinación hacia ella.
Por todo lo dicho hasta ahora, esta acepción de la libertad -la libertad-de- parece teñida de individualismo. Al estar libre-de, soy «como Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como». Individualismo que, por cierto, se encontraba ausente en la versión históricamente originaria de la libertad-de, cuyo ejercicio en la polis griega era la característica distintiva de los ciudadanos, frente a los esclavos o los metecos. Para ser libre, resulta necesario ser miembro de una comunidad vital, en la que el agente se encuentra integrado y en la que, como dice Hannah Arendt, manifiesta su carencia de coacciones a través de los discursos en el ágora y de sus hazañas en el campo de batalla.
El sesgo más personal e íntimo de este primer sentido de la libertad viene aportado, sin duda, por la decisiva irrupción del cristianismo en la mentalidad occidental. No es que el cristiano se encuentre existencialmente aislado. Todo lo contrario: además de ser miembro de la ciudad profana, en la cual debe resplandecer por su ejemplar honradez, es habitante de la ciudad santa, de la Iglesia de Jesucristo, a cuyos restantes miembros les une un ligamen mucho más fuerte que el que conectaba a los componentes de la polis griega o de la civitas romana. Pero en el cristianismo se trata de una comunión interior, que apela a la conciencia de cada uno y que, por tanto, presenta una dimensión personal que apenas estaba presente en las versiones antiguas de la libertad.
La tensión entre ambos territorios humanos ha quedado expuesta con profundidad inigualada en la agustiniana Ciudad de Dios. Tensión que nunca deja de tener un cierto sentido dramático porque las exigencias de cada una de las dos comunidades aparecen a veces como difícilmente compatibles con las exigencias de la otra. Es, por ejemplo, el caso de la obligación cívica de ir a la guerra, de pagar impuestos abusivos, de obedecer a autoridades mezquinas o de soportar la arrogancia del poder; por otro lado, es el caso de la pobreza voluntaria, del rechazo de la corrupción generalizada y, en último término, del martirio por lealtad a la propia fe.
Mas sucede que esta libertad-de, penetrada de íntimo sentido personal, se convierte en auténtico individualismo cuando -en la modernidad incipiente- su inspiración clásica se ve fuertemente modulada por el estoicismo, que los renacentistas encontraron en la lectura de las obras del helenismo tardío y en la enseñanza moral predominante en los autores romanos. A primera vista, el estoicismo parece asemejarse a la ética cristiana, porque propugna la serenidad interior, la paciencia ante las dificultades y, sobre todo, la aceptación resignada de la propia muerte. Pero quizá no haya otro tipo de ética tan opuesta al cristianismo como la del estoicismo. Porque la esencia del cristianismo es la caridad, el amor a Dios y a las demás personas por Dios; mientras que el núcleo del estoicismo es la indiferencia, la ataraxia del que no siente ni padece por nada que esté fuera de su control, es decir, que caiga en el exterior de un individuo en sí mismo encastillado. Yo sólo soy -piensa el estoico- responsable de mis propios actos: lo que acontece por causas naturales, por azar o por voluntad de otros me trae, literalmente, sin cuidado.
La conexión del estoicismo con el moderno individualismo político ha sido destacada recientemente por Jesús Ballesteros y por Charles Taylor. El tipo de libertad que se encuentra en la base del individualismo político sigue siendo del carácter que primeramente estamos examinando, es decir, de la índole libertad-de. Pero, así como en su versión clásica y cristiana la libertad de decisión tenía un sentido claramente positivo, en cuanto encaminada a la perfección de la persona y al servicio de la comunidad, la libertad de indiferencia individualista es -en el sentido de Isaiah Berlin- una libertad negativa, exclusivamente consistente en estar libre de obstáculos externos para hacer lo que yo quiero.
El examen de esta libertad sin metafísica, reductiva y materialista, tal como se presenta por ejemplo en Thomas Hobbes, tiene la mayor importancia para nuestro tema, porque sigue siendo -hasta nuestros días- el patrón conceptual sobre el que se diseñan las diversas variantes de la libertad contemporánea y, muy especialmente, de la libertad en sentido posmoderno.
La libertad negativa debe su éxito teórico y su larga pervivencia histórica a la simplicidad conceptual que presenta y a su aparente conexión con la vivencia cotidiana de la libertad.
Por una parte, en lugar de los complicados esquemas escolásticos, donde el análisis psicológico de la decisión se componía de una larga serie alternada de actos de la inteligencia y del apetito racional o sensible, hasta llegar al último juicio práctico-práctico y a la ejecución de lo trabajosamente decidido, la concepción individualista del liberalismo moderno sólo exige un único y simple requisito: que no haya obstáculos externos. De lo demás, por así decirlo, ya me encargo yo, precisamente porque se postula que soy libre, que sé lo que quiero en cada caso y, por lo tanto, que -en ausencia de impedimentos exteriores- puedo hacer precisamente aquello que responde a mis apetencias inmediatas.
De otro lado, esta versión tan simple y obvia parece que se corresponde exactamente con mi vivencia diaria de la libertad. ¿Cuándo me siento libre? Cuando no hay ninguna dificultad externa a mí que me impida hacer lo que deseo, esto es, aquello que me gusta: lo que me da la gana. Y resulta, además, que nadie es mejor juez que yo para discernir aquello que me agrada y me conviene. El ejercicio de la libertad no admite jueces externos, porque nadie distinto de mí es capaz de saber lo que yo siento y, mucho menos, de sentir lo que ahora mismo deseo.
Según esta concepción de la libertad negativa, el gran obstáculo para el uso efectivo de mi libertad viene dado por el ejercicio que de su propia libertad hacen los demás hombres. Un resto de este convencimiento es la desgraciada máxima que se ha popularizado entre nosotros según esta forma: «Tu libertad termina donde comienza la de los demás». De manera espontánea, en el llamado «estado de naturaleza», cada uno barre para su propia casa, todos quieren el máximo de libertad a costa de la libertad ajena. Es la guerra de todos contra todos. Su única presunta superación es un artilugio conceptual que, desde Hobbes hasta Rawls, se viene llamando «contrato social». Para constituir un estado político ordenado y organizado, es preciso que todos y cada uno de los ciudadanos hayan transferido, de manera pactada, su libertad -o, al menos, parte de ella- al gobierno de la ciudad, el cual se encarga de impedir que alguien ejerza su arbitrio de manera abusiva, es decir, fuera del ámbito de su existencia individual, interfiriendo en espacios de libertad pertenecientes a individuos ajenos. Así pues, los ciudadanos cambian libertad por seguridad. Ceden al poder casi absoluto del Estado gran parte de la libertad posible, para asegurar ese remanente de libertad real que les queda: libertad reducida, ciertamente, pero libertad suya, que es lo que efectivamente le importa a un individuo moderno que quiere ante todo sobrevivir y ser autónomo.
Ahora bien, lo que pasa con esta libertad negativa es, no solamente que resulta del todo insuficiente para desplegar en su completa envergadura la libertad personal y social, con el evidente peligro de absolutismo político, sino que esta libertad negativa resulta realmente inviable.
No se puede vivir una libertad-de en sentido negativo y, por lo tanto, cerrado. Por la fundamental razón de que el ejercicio efectivo de mi libertad requiere su inserción en una comunidad de ciudadanos, en la que sea posible aprender a ser libres. Y aprender a ser libres es algo que sólo se puede lograr a base de enseñanzas y correcciones, de cumplimiento de las leyes, de participación en empeños comunes y, en definitiva, de adquisición del oficio de la ciudadanía. Si se acepta -aunque sólo sea a título de experimento conceptual- el estado de naturaleza, extrapolítico más que prepolítico, entonces es imposible dar el salto a una comunidad política, porque no habría apoyo alguno para realizar un pacto cuyos presupuestos -como señaló Durkheim- no pueden ser pactados.
La libertad-para
Tal es, por cierto, la gran diferencia entre la Revolución Francesa y la Revolución Americana. Por influencia intelectual de Rousseau y por la evidencia empírica de que la monarquía absoluta de Luis XVI y sus predecesores era radicalmente injusta, los revolucionarios franceses intentaron regresar a una condición extrapolítica, para poder construir sin presupuesto alguno un Estado racional, igualitario y justo. El resultado es bien conocido: en perfecta lógica con el planteamiento inicial, la Revolución devoró a sus propios hijos o, mejor, a sus propios padres. Cualquier autoridad política que se estableciera antes de alcanzar el orden de la igualdad y la justicia perfectas, sería una autoridad ilegítima; y quien la detentara -como es, paradigmáticamente, el caso de Robespierre- debería pasar cuanto antes por el trámite de la guillotina. El desenlace no podía ser otro que la liquidación final de la situación revolucionaria, llevada a cabo por Napoleón Bonaparte el 18 de Brumario.
Según ha destacado Hannah Arendt en su libro On Revolution, el planteamiento de la Revolución Americana es completamente diferente. Por de pronto, los Founding Fathers no aceptaron mentores ideológicos, fuera de los clásicos romanos, y -de entre los modernos- valoraron sobre todo (y muy significativamente) a Montesquieu. Los revolucionarios americanos no partieron de una presunta situación extrapolítica, sino que partieron de las comunidades coloniales que libremente constituyeron los pasajeros del Mayflower y otros emigrantes o exiliados. Éstos no buscaban cambiar radicalmente en el Nuevo Mundo los modelos políticos europeos. Pretendían solamente vivir en paz y prosperidad sobre la base del mutuo respeto a sus libertades religiosas y cívicas. Siguiendo su propia dinámica, la guerra colonial, iniciada con el rechazo de impuestos no aprobados por el pueblo (es decir, por la reivindicación de una libertad pre-moderna), acabó desembocando en una guerra revolucionaria, que desde el principio contó con las pequeñas comunidades ya establecidas, cuyos representantes elaboraron una Constitución que ha resistido el paso de más de dos siglos, y a la que sólo a última hora algunos sintieron la necesidad de añadir una declaración de derechos humanos. El principio federal permitió, por lo demás, incluir en el sencillo modelo inicial las nuevas tierras que la expansión territorial hacia el oeste y hacia el sur iba agregando a la pequeña Unión germinal.
Como Alexis de Tocqueville detectó admirablemente, la base de la democracia en América fue el fuerte sentido de pertenencia a una comunidad y el anhelo de participar en su autogobierno. Y éstas son precisamente manifestaciones -no las únicas ni quizá las más relevantes- de ese sentido de libertad, ya genuinamente moderno, que llamaremos aquí libertad-para.
Este segundo sentido de la libertad, la libertad para, es por excelencia lo que podemos calificar de libertad positiva. Las mujeres y los hombres de la modernidad no nos sentimos libres simplemente porque el Estado nos respete un minúsculo recinto de autonomía en el ámbito privado. Como en las repúblicas italianas renacentistas -estudiadas por Pocock- el ciudadano libre es el que se considera miembro de pleno derecho de una comunidad política a cuyo gobierno no se atribuye en modo alguno «el monopolio de la violencia»; expresión -por cierto- tan reciente como desafortunada, entre otras cosas porque la violencia no es capacidad legítima de nadie, ya que su sentido -si alguno tiene- es netamente extrapolítico, y cuya asimilación al poder político o social constituye una trágica confusión conceptual, en la que incurre con tanta frecuencia la ignorancia o la mala fe de algunos de nuestros políticos, al precio de legitimar indirectamente el terrorismo.
Según decía el pensador anglo-irlandés Edmund Burke, cuando los ciudadanos actúan concertadamente, su libertad es poder. Tal es el fundamento de la democracia: el convencimiento operativo de que la fuente del poder político no es otra que la libertad concertada de los ciudadanos. Libertad eficaz que, previamente, abarca la autónoma iniciativa en todos los demás ámbitos de la vida social, cultural y económica. De ahí que en el socialismo siempre se hayan registrado internos conflictos ideológicos entre sus proclamas democráticas y su tendencia al exclusivismo estatista.
Pero en «la idea europea de la libertad», como la llamó Hegel, en la moderna concepción de la libertad para o libertad positiva -que es, en buena medida, el actual concepto de libertad- hay un elemento más radical aún, de signo antropológico, desde el cual es posible descubrir las causas profundas por las que la libertad negativa es del todo inviable. Se trata de la exigencia de auto-realización. Es cierto que en Píndaro encontramos ya el mandato «llega a ser el que eres». Pero el sentido que tiene este antiguo imperativo de alcanzar la propia identidad presenta sólo un carácter comunitario: la sabiduría ancestral le ordena al hombre noble que se comporte como la moral heroica de la Grecia pre-clásica establecía, de manera que -en sus discursos y hazañas- estuviera a la altura de sus iguales y fuese uno más entre los de su categoría social. En cambio el ideal moderno de la auto-identificación me impulsa a ser yo mismo, único, auténtico, irrepetible, original. Para ello, no me basta seguir las llamadas genéricas de la moral establecida, sino que tengo que descubrir yo sólo aquello para lo que estoy llamado.
Y es precisamente en este momento cuando mejor se detectan, como ya anticipé, las insuficiencias de la libertad negativa. Porque desde la versión reductiva y no cognitivista de la libertad-de se da por supuesto que, una vez eliminados los obstáculos externos, sólo me resta seguir mis sentimientos, mis emociones, para realizarme plenamente.
Ahora bien, a poco que lo pensemos, todos podemos llegar a la conclusión de que las cosas no son así. Por de pronto, las emociones inmediatas -necesarias y positivas en principio- suelen ser superficiales y cambiantes, de manera que no es viable fundamentar sólo en ellas una trayectoria personal que abarque toda mi biografía y confiera a mi curso vital un carácter distintivo, exclusivamente mío.
Bien es cierto que, en el caso de algunas personas, hay emociones dominantes que determinan su carácter de por vida. Pero, así como esto abre posibilidades a la heroicidad y la grandeza de ánimo, el riesgo es también mayor. Porque tales sentimientos hegemónicos pueden ser engañosos y, de hecho, en algunas ocasiones lo son. No pocas veces prometen lo que no pueden dar. Si, por ejemplo, me dejo llevar permanentemente por el resentimiento o el afán de venganza -como puede ser el caso de un terrorista- entonces no me convierto en un héroe que reivindica la libertad patria sino en alguien que hace pagar a los dominadores por ofensas históricas reales o imaginadas; en realidad, me estoy autodestruyendo todos los días, hasta llegar a no ser nadie, hasta constituir nada más que un resorte o rueda de transmisión en la máquina de una violencia irracional y ciega. Quizá éste no es un caso frecuente, aunque nos resulte cercano tanto en el tiempo como en el espacio. Pero se pueden poner ejemplos más ordinarios y, por así decirlo, domésticos: son los casos del alcohólico, del drogadicto, del vanidoso patológico o del play-boy. Cada una de estas personas actúa con pasiones compulsivas que prácticamente le obligan a comportarse de una manera autodestructiva, a pesar de no tener ningún obstáculo externo para dejar de comportarse racionalmente; o quizá precisamente por no tenerlo, en una sociedad que muchas veces confunde la libertad con el permisivismo. En un nivel superficial, se puede decir que una persona de este tipo «hace lo que quiere»; pero eso que, aquí y ahora, quiere -impulsada por un placer o un dolor casi irresistibles- no es precisamente lo que ella misma «quisiera querer», según aquella reflexividad volitiva a la que antes aludíamos. Porque lo más significativo de estos casos de emotivismo desbocado es que en ellos se distorsiona la visión de la realidad, se pone como algo esencial aquello que -en el mejor de los supuestos- sólo es accidental, y cada vez resulta más difícil saber cómo son las cosas y quién soy yo. De manera que el individuo se ve paralizado por lo que Aristóteles llamaba akrasia, es decir, la intemperancia, la debilidad que proviene del descontrol del apetito sensitivo, de la falta de autodominio temporal.
En cualquier caso, hay siempre como un reducto invulnerable de la propia personalidad -al cual se llama a veces conciencia- que de cuando en cuando deja oír su tenue voz y nos advierte: «no es eso, no es eso». Al proceder de esta manera no estás desplegando tu propio ser: lo estás vaciando, lo estás hiriendo; no te estás ganando, te estás perdiendo. Pero lo que aquí nos interesa no es, en modo alguno, realizar una especie de radiografía de los vicios, ya esbozada por Hegel en su Fenomenología del espíritu, cuando hace ver que la dialéctica del placer conduce al sometimiento. Lo que nos interesa es subrayar, con Charles Taylor, que la conquista de la propia identidad y el despliegue de la auto-realización sólo se puede conseguir por medio de valoraciones fuertes, de strong evaluations. Para ser libre en sentido moderno, no basta con carecer de obstáculos externos. Es necesario también estar libre de obstáculos internos. Y para conseguir esto último y más decisivo, es preciso cultivar un fondo habitual de capacidades de evaluación estables y enérgicas, a las que se recurra en caso de conflictos éticos personales de los que nadie deja de tener experiencia.
Es más, en una sociedad tan compleja y variable como la nuestra, los horizontes o perspectivas vitales están siempre cambiando, de manera que continuamente aparecen conflictos nuevos. Según sucedía con una de las Gorgonas en la mitología griega, la única manera de librarse de su mirada fatal era estar cambiando continuamente de posición, como ha recordado Niklas Luhmann. Pongamos un ejemplo cercano: como profesor de filosofía, ¿he de dedicar mi mejor tiempo a la preparación de las clases y a la atención personal de mis alumnos, o he de consagrarme intensamente al estudio y a la investigación, precisamente para llegar con el tiempo a enseñar con mayor riqueza y fundamento? Otro conflicto más universal y difícilmente esquivable: ¿debo dedicar el mayor número de horas posibles a mi familia, a riesgo de quedarme atrás en mi exigente profesión, con el peligro incluso de perder mi trabajo, o debo volcarme de lleno en la actividad profesional, para mejorar también la situación económica y social de mi familia, aun a riesgo de llegar al borde del divorcio o de que mis hijos no aprueben una sola evaluación?
Para dirimir tales conflictos, se necesita una estructura de sólidas valoraciones fundamentales, sin la cual la prudencia en la decisión o en el consejo carece de base. Así las cosas, decir que lo que efectivamente todos hacemos es siempre seguir lo que nos gusta, resulta una tesis trivial y equívoca. Porque eso que llamamos «gusto» corresponde a una emoción inmediata, que sólo puede ser éticamente calibrada al trasluz de esas strong evaluations, las cuales poco tienen que ver con el gusto: en todo caso, el gusto -en su sentido más depurado y noble, entendido como satisfacción ética o paz existencial- es un resultado de tales valoraciones fuertes, pero en ningún caso serio constituye su causa. El emotivismo es -junto con el consecuencialismo- una de las fuentes de más crasos errores en la ética actual, como ha demostrado Elizabeth Anscombe en su imprescindible artículo «Modern Moral Philosophy».
Lo que comparece aquí, como en casi todas las discusiones filosóficas de cierto alcance, es el problema de las relaciones entre apariencia y realidad o, si se prefiere, entre el sueño y la vigilia. Tema que, según ya advirtió Platón, afecta especialísimamente a la distinción entre el bien y el mal. Leemos -en el libro VI de la República: «Es patente que respecto de las cosas justas y bellas, muchos se atienen a las apariencias y, aunque no sean justas ni bellas, actúan y las adquieren como si lo fueran; respecto de las cosas buenas, en cambio, nadie se conforma con poseer apariencias, sino que buscan las cosas reales y rechazan las que sólo parecen buenas». Efectivamente, una cosa que parece bella es como si lo fuera; sería raro escuchar algo así: «esta chica parece muy guapa, pero en realidad no lo es»; o «siempre se hace la inteligente, y por eso saca las mejores notas de la clase, pero en realidad es bastante tonta». Y una cosa semejante acontece con la justicia: lo importante de la sentencia del caso sobre la guerra sucia en España (el caso GAL), por ejemplo, no es tanto que haya sido realmente justa o no -porque eso, probablemente, nunca se sabrá- sino que parezca justa, que haya calmado la alarma social, que demostrara que nadie puede actuar fuera de la ley, que se hubiera podido reparar el daño que se le hizo en su día al pobre señor Marey; o lo contrario: que no se haya castigado con la cárcel a los políticos acusados de algo que hicieron -perdón, que no hicieron- por patriotismo y coraje cívico en la lucha antiterrorista. Con un desenlace o con otro -según las sensibilidades- nos hemos dado por satisfechos, entre otros motivos porque no nos cabía más remedio. Pero si vamos a comprar unas botas de montaña, lo que queremos es que sean realmente buenas y no sólo que lo parezcan. Por no hablar de cuestiones médicas, en las que poco nos importa qué doctoral celebridad y con qué sofisticados aparatos de exploración emite un diagnóstico y recomienda una terapia: únicamente nos conformamos con que el diagnóstico sea acertado y la terapia benéfica; que sólo lo parezca -o sea, que al remate no nos cure- lo consideramos más bien una incompetencia o un engaño, por más que la eminencia en cuestión haya publicado un artículo en la revista Nature, con riesgo de colocarnos, calmos y compuestos, en una caja de pino.
Así pues, y como sabíamos desde hace tiempo, hay una estrecha relación entre la libertad y la verdad, por una parte, y entre la verdad y el ser, por otra. De ahí que una teoría de la libertad no pueda estar hecha solamente de convenciones, de pactos, de usos culturales, de impresiones o de ilusiones. Si fuera así, como es el caso de la libertad negativa al estilo hobbesiano y del actual relativismo cultural y ético, entonces sencillamente no sería una teoría de la libertad, sino de otra cosa a la que hemos dado en llamar de la misma manera.
Ahora bien, la libertad-para -de la que venimos hablando el último rato- también puede salirse de su cauce y anegarlo todo. Se trata entonces de una concepción dogmática e ilimitada de la auto-realización personal o del progreso cívico. Ciertamente, yo tengo el deber moral y el compromiso civil de dar de mí lo mejor de que soy capaz. Pero nada ni nadie en el mundo me puede exigir que triunfe en la vida. Intentar ser una persona excepcional y única, además de constituir una ingenuidad, resulta un empeño realmente dañoso para quien se lo propone. Lo que está en mi mano es buscar la verdad allí donde se halle, trabajar esforzadamente, cultivar con paciencia y sin narcisismo las virtudes intelectuales y éticas, corregir mi conducta cuando compruebo que me he portado mal e incluso pedir perdón a quienes haya podido ofender o perjudicar. Y todo eso es algo que no se enseña, sino que se aprende; que es preciso conseguir por el método de ensayo y error; que debe madurar con el tiempo y con el esfuerzo personal. Pero lo que en cualquier caso está claro es que no responde al despliegue de un yo trascendental o dialéctico que, a fuerza de no existir, no deja huellas perceptibles de ese presunto avance necesario ni en la persona ni en la sociedad. Si algo ha quedado patente en el siglo pasado, es que las teorías del sujeto absoluto, del superhombre y del progreso indefinido no tienen fundamento alguno en la realidad.
Al perder su apoyo en la realidad personal y comunitaria, las tesis principales de la ideología moderna han entrado en crisis, arrastrando en su caída toda una concepción del mundo y del hombre que había dominado en Europa y América durante los últimos trescientos años. La visión titánica de la libertad se ha disuelto. Nos hemos percatado de que ese yo infalible y poderoso, lanzado a la conquista del mundo y de sí mismo, no era más que una fábula, uno más de esos grandes relatos de tipo mítico que -según los posmodernos- han dominado diversas épocas de la historia. Entramos ahora en una cultura de la sospecha. Cuando surge algo que parece verdadero o bueno, nos preguntamos enseguida si en realidad no será falso y malo; y, en concreto, excavando un poco con las técnicas de la arqueología del saber, descubrimos tal vez que lo que llamábamos «libertad» no es más que oculta libertad de poder, libido sublimada, ideología encubierta, olvido del ser o, simplemente, carencia de sentido.
Más claro está aún el aparente fracaso de la libertad-para en el aspecto del progreso social ininterrumpido que nos prometía la moderna ciencia y su correspondiente tecnología. Mirando hacia los cien años que hace poco dejamos atrás, nos inquieta que hayan sido los más sangrientos de la historia humana. Es probable que en el siglo XX -dado también el crecimiento demográfico- hayan muerto más personas por guerras, represiones, hambres, deportaciones, torturas y encarcelamientos que en todo el resto de la historia. El reciente Libro negro del comunismo -que tantos debates intelectuales suscitó, especialmente en Francia- nos habla de ochenta millones de muertos a cuenta de la utopía marxista, sin incluir en el cómputo los fallecidos en guerras o epidemias. Muchos de los ataques al medio ambiente parecen irreversibles. Y la distancia entre los países ricos y los países pobres se alarga cada día que pasa.
La posmodernidad
El proyecto moderno ha fracasado en sus ambiciosos planes de ilustración general, paz perpetua e igualdad económica. Algunos pensadores actuales, como Jürgen Habermas, consideran que esto ha acaecido precisamente porque el proyecto moderno es una tarea inacabada, por culpa de la reacción y del conservadurismo. Otros, en cambio, piensan que el racionalismo a ultranza está agotado y propugnan el decidido tránsito a otra época, a la que llaman «posmodernidad». Lyotard, por ejemplo, entiende que el hombre mismo, interpretado como un yo trascendental, como un sujeto libre de trabas y apto para cambiar el mundo, es una figura histórica reciente, que no cuenta más de tres siglos y que en rigor ya ha desaparecido o -como preferían decir Foucault y Althusser- ha muerto. El hombre posmoderno, en cambio, se considera un mero sí mismo, pasivamente capaz de sensaciones y emociones, «situado -según escribe Lyotard- en puntos por los que pasan mensajes de naturaleza diversa».
Lo importante en la cultura posmoderna, según el propio Lyotard, no es configurar moralmente al yo humano o planear el desarrollo social, sino el tener ideas, la invención imaginativa, la creatividad, el descubrimiento y los esquemas prospectivos; mientras que el saber queda caracterizado como la producción de lo desconocido.
El yo moderno se disuelve, se dispersa, se enreda en las infinitas posibilidades combinatorias que nos ofrecen los juegos informáticos. Y la realidad misma ya no es la vieja y cansada señora cuya amistad decían procurar los metafísicos. No hay más realidad que la secuencia vertiginosa de las representaciones televisivas o transmitidas por internet. Estamos en la sociedad como espectáculo, en la que finalmente parece haberse logrado el ideal sofístico de la identidad entre el ser y el parecer.
El sucedáneo posmoderno de la libertad es la superficialidad del pasar de una cosa a otra en tiempo cero, de saltar de representación en representación hasta una fantasía total, donde impera la lógica del doble. El único pensamiento libre es, como quiere Vattimo, el pensamiento débil: la penumbra de las incertidumbres, los intersticios entre una imagen y otra, la pérdida de peso ontológico, en una especie de anorexia cultural generalizada.
Lo importante es lo divertido, es decir, lo qué no tiene ningún camino previamente trazado, sino que se entretiene con las combinaciones y recombinaciones de una visión neobarroca -como dice Omar Calabrese- e irremediablemente ecléctica del mundo. Y, cuando comparece algún solemne producto cultural de otra época, lo que procede es entretenerse en su deconstrucción desde lo marginal a él, mostrando que su estructura aparentemente necesaria no es más que una casual ironía que se puede desmontar paso a paso y que podría ser completamente diferente. Lo que interesa no es la identidad sino precisamente la diferencia, aunque -en último término- ni siquiera haya diferencia entre la diferencia y la identidad, lo cual se muestra en los juegos eróticos que tienden a borrar la distinción entre el propio cuerpo y el de los demás, tras superar la clasificación binaria entre los sexos y sumirse en la informe dinámica de la transexualidad.
Pero este permanente baile de máscaras no agota lo que se puede llamar posmodernidad. Como han mostrado Robert Spaemann y Jesús Ballesteros, a esta débil y promiscua decadencia procede denominarla más bien «tardomodernidad», reservando el vocablo «posmodernidad» para la verdadera superación del proyecto moderno.
Aunque parezca inverosímil, este trance de la historia de la cultura nos ofrece la oportunidad única de alcanzar un sentido de la libertad que supere y englobe los dos que hasta ahora he venido considerando, es decir, la libertad-de y la libertad-para. Bien mirado, el happening tardomoderno no es más que la carcasa vacía de un profundo vacío interior, ése que ha dejado tras de sí la disolución del pretencioso yo ilustrado y el fracaso autoprogramado de la orgullosa transgresión nietzscheana. Se podría pensar que la cultura es hoy una fiesta, pero ¿hay algo más triste que una fiesta? El vértigo del viernes noche tiene algo de atracción abisal, de profunda y semiconsciente inclinación a lanzarse a la profundidad vacía. Todo lo cual delata la insatisfacción ante los subproductos de la sociedad de la abundancia y la emergencia de una tremenda melancolía, entendida como añoranza de lo que no se conoce.
Lo desconocido y definitivamente incitante es, justo, el tercer sentido de la libertad, al que podríamos llamar liberación de sí mismo. Nos ha costado sudor y sangre aprender que el yo humano no se puede amueblar como se decora el apartamento de un nuevo rico. Tampoco es muy sabio hacer con él experimentos psicológicos que acaban desembocando -como poco- en la cultura del prozac. El yo humano no es un recinto cerrado y agobiante: es un vector de proyección y de entrega. En cierto modo es un vacío, sí, pero un vacío que clama por su plenificación. Ahora bien, para que esta plenitud de la vida lograda comience a desarrollarse es necesario proceder, simultáneamente, al aligeramiento de uno mismo y a la apertura amorosa a los otros. Amor meus, pondus meus, decía Agustín: mi peso interior no son mis ocurrencias, experiencias o caprichos, de los que más bien he de liberarme; lo que me afirma en la vida y me aporta voluntad de aventura es mi amor personal, definitivo e irreversible.
Esta idea de la libertad como liberación de sí mismo procede de Schellíng y ha sido actualizada en nuestro tiempo por Fernando Inciarte. No se trata, en modo alguno, de un retorno a la estrategia estoica del desentendimiento de todo, presente, sin embargo, en la lúcida expresión «yo paso de todo» de la actual jerga juvenil. Tampoco está emparentado tal ideal con las técnicas orientales del yoga o la meditación trascendental, que conducen probablemente al vacío existencial y a la estolidez física. La libertad de sí mismo se enraiza en la más castiza tradición filosófica de signo socrático, según la cual ningún objeto de este mundo puede agotar nuestra capacidad de asomarnos al misterio de lo real. También la concepción platónica del Bien se encontraba más allá de toda posible representación formal. Y Aristóteles, además de señalar en el De Anima que el alma es en cierto modo todas las cosas, afirma en su Metafísica que el filósofo es amante de los mitos porque en el fondo de todo late lo maravilloso. En Aristóteles se encuentra además la concepción de Dios como acto puro, es decir, como ser libre de todo contenido determinante. Al no tener ninguna reificación, ninguna Sachheit, Dios es el no necesitado del que nosotros tenemos necesidad. No es, como quisieron los racionalistas, la omnitudo omnis realitatis, la totalidad de las cosas: es el mismo Ser subsistente y, por lo tanto, completamente libre, incluso de sí mismo. En la tarea de asimilarse a Dios, propuesta por Platón, el hombre ha de liberarse también de sí mismo, precisamente para hacerse capax Dei, capaz universi, según la formulación agustiniana.
El cultivo de las humanidades consiste en un proceso educativo, probado durante siglos, que conduce precisamente a la conciencia de que en el hombre se interpenetran una maravillosa llamada y una profunda debilidad. Es una educación de y para la libertad. Las dificultades que hoy día encuentra una educación humanística fueron señaladas por el entonces Cardenal Ratzinger con su habitual penetración: «En nuestro tiempo se ha venido imponiendo una visión de la enseñanza puramente informativa. Cualquier iniciativa en el sentido de educar sobre verdades concernientes a lo que es el ser humano, es mal mirada de antemano como atentado contra la libertad y la autodeterminación del individuo. Semejante actitud sería razonable si no hubiera verdades anteriores a nuestro propio existir; pero, si tal fuera el caso, carecería de sentido, y acabaría en el vacío, cualquier intento de autónoma realización del individuo. Lo cierto es lo contrario: que sí hay una verdad sobre lo que es el ser humano y que nuestro existir no es otra cosa que tender a realizar una idea eterna de verdad. Desde este presupuesto, difundir esa verdad, y dar ayuda para vivir conforme a ella, constituyen la clave para hacer que el hombre libre sea libre: que, librándose del absurdo y de la nada, decida sobre sí mismo plenamente».
Tal es la paradoja del ser humano: que sólo estando libre de sí mismo, de sus prejuicios y negativas experiencias, puede ganarse a sí mismo en una verdad que le acoge y le supera. A este empeño de liberación de sí mismo se oponen -como puede apreciarse claramente en el texto de Ratzinger- las concepciones insuficientes y parciales de la libertad-de y de la libertad-para. El intento de liberarse de una visión empequeñecida de sí mismo, se concibe frecuentemente como un atentado contra la libertad. Mientras que la propuesta de verdades para que el hombre sea libre, las únicas que hacen posible su plenitud y la recta ordenación de la libertad, comprometerían al parecer su autodeterminación.
En la medida en que la actual idea de educación se adhiere a esta presunta neutralidad valorativa, la formación en la libertad se aleja cada vez más, cual objetivo inalcanzable. Porque se produce una suerte de cortocircuito intelectual y ético que convierte el bello riesgo y la actual fatiga de conquistarse a sí propio en la mísera trivialidad de una emotividad enteca, que sólo se manifiesta en el instante fugaz de la espontaneidad inmediata y, por lo tanto, no cultivada: inculta.
El logro de la libertad emocional es el objetivo de toda educación personalizada. Porque, al fin y al cabo, es la pura verdad que el impulso interno que nos mueve en cada caso a actuar es el sentimiento de lo valioso y conveniente, de lo interesante y bello, de lo bueno y favorable. La libertad del hombre es deseo inteligente o inteligencia deseosa, según se lee en la Ética a Nicómaco. De ahí que al hombre bueno -bien educado- le parezca bueno lo que es bueno, y malo lo que es malo; mientras que al hombre malo -al inculto- le parezca bueno lo que es malo y malo lo que es bueno. Como dice Maclntyre -utilizando el título de una obra de Flaubert- «toda educación moral es educación sentimental». La formación del carácter -que sólo es posible en un horizonte de verdades sobre el hombre y en el contexto de una auténtica comunidad- conduce a que la persona sienta las cosas como realmente son, de suerte que sus sentimientos no sean apariencias esporádicas y superficiales, sino manifestación de hábitos bien arraigados, que proceden de una libertad conquistada y, a su vez, la manifiestan.
En cambio, la libertad disminuida, de la que antes hablábamos, surge de un error antropológico tan generalizado como fatal: la idea de que la libertad se desarrolla por su propio ejercicio espontáneo, sin atender a bienes, virtudes ni normas. Lo que entonces resulta es la veleidad, la libertad entendida como choice, como si se tratara de elegir productos superfluos o indigestos en las grandes superficies de cualquier hyper. Y tal veleidad produce individuos valorativamente castrados, que estragan su vida en los requerimientos inmediatos de la sociedad como mercado.
A nadie se le oculta que el logro de la libertad de sí mismo es una hazaña existencial de gran envergadura. De ahí que no se pueda alcanzar nunca contando exclusivamente con las propias fuerzas. Necesitamos la ayuda de los otros y del Otro, para lograr la pureza de corazón que, según Kierkegaard, consiste en «amar una sola cosa». Es esa agilidad interior que sorprendemos en las personas más valiosas e interesantes que hemos tenido oportunidad de conocer: mujeres y hombres que están centrados en una única finalidad, pero que, al mismo tiempo, permanecen atentos a todo cuantos los rodean; que no arrastran una carga de frustraciones y resentimientos, sino que viven a fondo, de manera no necesariamente pagana, el carpe diem, la libre intensidad de la hora presente. Al acercarse a la liberación de sí mismo, estas personas rescatan y reasumen las mejores potencialidades de la libertad-de y de la libertad-para. Porque quien no vive para sí está libre de trabas existenciales y dispuesto a lanzar su vida hacia el logro de metas que estén a la altura de la dignidad humana.
Para lograr esta apasionante liberación de uno mismo, hay que aprender a olvidar y aprender a recordar. Lo dijo Carlyle: «Un sabio recordar y un sabio olvidar: en eso consiste todo».
Alejandro Llano
Capítulo del libro de Alejandro Llano (2007) Cultura y Pasión. Universidad de Navarra EUNSA Ediciones. Barañaín. 1ª edición. 256 pp
Bibliografía
BURGGRAF, Jutta (2006) Libertad vivida con la fuerza de la fe. Editorial Rialp, Madrid, 2ª ed. 212 pp.
MILLAN PUELLES, Antonio (1995) El valor de la libertad. Editorial Rialp. Madrid. 304 pp.
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