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El ser mismo de la Iglesia solo puede ser comprendido desde la radicalidad de la vocación al amor que todo hombre puede descubrir como la razón de ser de su existencia, en cuanto nacido por amor y llamado a amar
“Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31). Estas palabras puestas por San Lucas en boca del Padre misericordioso y dirigidas al mayor de los hijos, el que siempre estuvo en casa, son, al mismo tiempo, la expresión más genuina de un encuentro personal, y la promesa de un futuro que en sus palabras se explicita. El hijo reconoce en esta exhortación el valor de la presencia del Padre en su vida, que hasta entonces no había descubierto, pues ponía la medida de su servicio solo en relación a sus deseos, por ignorar el amor paterno recibido. Con ello, descubre cuál era su auténtica herencia que no consistía en bienes perecederos como creyó antes el hijo menor, sino el bien inmenso que brota de saber vivir “para el padre”. Esta herencia es un elemento esencial a lo largo de la parábola y si pudiera parecer que queda oculta o juega un papel secundario, en realidad, su valor es tal que se la podría llamar con todo merecimiento la parábola de la “herencia maravillosa”.
Si la parábola empieza con el hijo menor que pide la herencia al Padre y la malgasta, su verdadero contenido se ha de interpretar a partir de las palabras del Padre que explican el significado de este hecho y con las cuales se cierra brillantemente el relato: “este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado” (Lc 15,32) y que son una invitación al hermano para que participe del afecto del Padre (cfr. Lc 15,24). La herencia no es una serie de cosas que uno pueda usar a su arbitrio: sino una vida que uno ha de llevar a plenitud. Se puede perder la vida de hijo, y uno aunque parezca vivo, estar muerto (cfr. Ap 3,1). Se pierde la herencia y “se muere” por vivir lejos del Padre[1].
La herencia de estos hijos nos manifiesta así el sentido de la vida del hombre. Ha de consistir en reconocerse como hijos, vivir agradecidos a quien nos ha dado, con la vida, un camino para encontrar la verdad de la propia existencia. Encontrar este tesoro es un paso decisivo para cualquier hombre en la búsqueda de su identidad.
1. Una herencia singular de Juan Pablo II
Nuestro Congreso apunta en definitiva a ser conscientes de haber recibido una herencia de Juan Pablo II. No es sino el reconocimiento gozoso del enorme carisma de paternidad que este Pontífice recibió de Dios. Se nos manifiesta también la necesidad de hacerla nuestra plenamente para que dé fruto toda esa vida que él sembró y por la que ayudó a tantos a aprender a vivir. Ahora la podemos comprender en una nueva situación que permite descubrir su sentido más pleno. El Instituto Juan Pablo II fue consciente de esto al organizar el gran Congreso Internacional del 11 al 13 de Mayo de 2006 Amare l’amore umano. L’eredità di Giovanni Paolo II sul matrimonio e la famiglia[2]. Entonces ya se destacó, a la luz de lo que significaba la reciente publicación de la encíclica Deus caritas est, la dirección decisiva que supuso para todo el magisterio de Juan Pablo II el número 10 de la encíclica Redemptor hominis en la que el Pontífice trazaba las líneas básicas de lo que era la vocación al amor[3].
Tal expresión, una novedad absoluta dentro del Magisterio Pontificio, tenía su precedente en los estudios de Karol Wotyla sobre el amor esponsal[4] y su continuidad inmediata en las Catequesis sobre el amor humano que hay que considerar como lo más original de su enseñanza. Ahora, a treinta años de esa primera llamada de atención y el conjunto admirable de lo que significan sus escritos como un legado de inmenso valor para la Iglesia, podemos releer sus palabras de un modo nuevo[5]. Si la tarea que se me encomienda en esta breve disertación tiene como centro la vocación al amor, creo que es precisamente la específica vocación personal de Karol Wojtyla la que permite comprender de un modo más pleno la categoría teológica antes mencionada. Con ello, quiero destacar una perspectiva particular que surge casi espontánea: la misión propia de Juan Pablo II en su vida, nos ha permitido comprender mejor la misión misma de la Iglesia en la actualidad.
La tarea que llevó a cabo en su existencia terrena Juan Pablo II se puede comparar en gran medida a la que realiza un labrador; no solo le ha correspondido sembrar según la imagen de la parábola evangélica (Mt 13,3-9. 18-23); sino también preparar la buena tierra. Su trabajo ha sido en gran medida roturar el campo, quitar los obstáculos formidables que existían para que pudiese germinar la semilla de la Palabra divina en nuestro mundo. Esto se comprende en la medida en que su Pontificado se realizó en un ambiente en el que reinaba una perniciosa ambigüedad respecto a lo esencialmente cristiano. Se extendía una especie de niebla que condujo a tantos cristianos a la pérdida del horizonte de la vocación divina en cuanto al sentido de la vida. Tantos fieles vivían todavía en la Iglesia, pero muy lejos de su corazón. De aquí esa desilusión que sentían muchos ante cualquier camino que se proponía y el hecho de elevar tantas quejas amargas ante lo que se consideraba un peso excesivo: ser cristiano.
Esto llevó a muchos a cuestionarse repetidamente el por qué seguían en la Iglesia o cuál era su papel en un mundo que se titulaba postcristiano. Ante tal situación la pregunta fundamental podría resumirse en la siguiente: “La Iglesia, ¿sigue siendo un lugar habitable?”[6]
Bien consciente era Juan Pablo II de esa situación cuando decidió comenzar su Pontificado con las vigorosas palabras “¡No tengáis miedo!”[7] Esto es lo que le llevó a gastar sus energías en poner los pilares firmes donde asentar esa casa habitable de la Iglesia de Dios que parecía haber perdido sus cimientos, al no saber encontrar algunos su fundamento en la roca firme de Cristo. Una vez que ha terminado su paso por este mundo, podemos hacer un primer balance en el cual las claves propositivas de su doctrina alcancen todo su relieve como directrices a seguir que prometen un fruto y una fecundidad mucho mayores.
Esta descripción de la situación de nuestro tiempo, aunque pueda parecer excesivamente pesimista, creo, en cambio, que nos permite comprender la importancia que tenía entonces, y que no ha perdido actualidad, la novedosa llamada a la “vocación al amor” que realiza en Redemptor hominis: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”[8]. Esto es, la podemos valorar no como una estrategia pastoral en aras de llamar la atención de las gentes, sino con una profunda dimensión eclesiológica, como una respuesta real e incisiva a la gran pregunta del Concilio Vaticano II que cautivó al joven obispo Wojtyla: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”[9].
Entonces, en el sentido que nos proponemos en este artículo, no podemos quedarnos en certificar la existencia de desarrollos posteriores sobre esta misma categoría de “vocación al amor” en el Magisterio de Juan Pablo II[10]. Detrás de esta afirmación, radicalmente humana, vibraba desde su principio la radicalidad de la vocación divina como la razón suprema del ser de la Iglesia. El motivo está claro, la misma clave de la parábola del hijo pródigo que ilumina estas reflexiones: “Todo lo mío es tuyo”. La identidad de cada hombre no se encuentra en un mundo de cosas lejano de un hogar, no se puede descubrir jamás desde la medida que le imponen sus deseos, sino que solo se descubre al recibir un amor que conforma la morada habitable que es la Iglesia[11].
Con esta percepción, el gran Papa Wojtyla apuntaba hacia una línea que desde el principio se denominó personalista, en consonancia con los estudios filosóficos que había desarrollado desde los años 50 y que en la encíclica Redemptor hominis quedaba enmarcado eclesiológicamente con la declaración de que “el hombre es el camino de la Iglesia”[12]. El ser mismo de la Iglesia solo puede ser comprendido desde la radicalidad de la vocación al amor que todo hombre puede descubrir como la razón de ser de su existencia, en cuanto nacido por amor y llamado a amar. Se trata de la vocación que el mismo Cristo ha llevado a plenitud, consiste en la verdad del hombre y solo se puede acceder a ella de modo experiencial. Así se enlaza con la sabiduría humana de todos los tiempos que, tal como inicia sus reflexiones en la encíclica Fides et ratio, puede resumirse en la exhortación de Delfos: “Conócete a ti mismo”[13].
Es así como cobra todo su sentido el hecho de que la referencia a la “vocación al amor” sea la puerta de acceso a la que denomina: “dimensión humana del misterio de la Redención”, y que, en su modo de presentación, tome las notas del amor como el modo específico de revelación para el hombre de los significados esenciales de la vida.
Como es lógico, y teológicamente necesario, en la misma encíclica se trata precedentemente de la “dimensión divina del misterio de la Redención” (n. 9), cuyo contenido, como no podía ser de otro modo, es el amor divino. El vínculo entre ambos números se apoya de modo teórico en la interpretación que hace de Gaudium et spes, n. 22: “Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación”[14].
Por eso, el amor, antes de ser una vocación humana, es un misterio divino origen de todo amor, al cual solo tenemos acceso desde el “misterio de Cristo”[15], “¡Él, el Redentor del hombre!”[16]. La centralidad que alcanza la Redención como centro del misterio de amor revelado al hombre, tiene en ese mismo texto una finalidad precisa: alcanzar “el misterio del Padre y su amor”[17]. Este hecho está unido en el pensamiento de Juan Pablo II de forma específica a la misericordia, pues el enunciado que une los números 9 y 10 de la encíclica es precisamente: “Esta revelación del amor es definida también misericordia, y tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo”[18].
Tal amor del Padre manifestado como misericordia, es el único capaz de vencer el pecado y la muerte[19], es un amor Redentor. Esta es la herencia del Padre que nos concede el Hijo. En torno a estos dos ejes “vocación del hombre” – “misterio de amor” se pueden comprender las claves de todo el riquísimo Magisterio del Siervo de Dios Juan Pablo II.
2. La teología del cuerpo. Unidad entre fe y vida
Uno de los aspectos que inicialmente no se vincularon de forma directa a la vocación al amor es la denominada Teología del cuerpo[20]. En cambio, su desarrollo cronológicamente inmediato a la Redemptor hominis y la importancia de la recepción de la misma en el ámbito teológico, nos indica que debe ser ahora una clave de lectura necesaria de la vocación al amor.
La asombrosa novedad que contenía esta enseñanza de Juan Pablo II, era la articulación de una antropología adecuada[21] desde la perspectiva de la concreción del cuerpo humano como experiencia primera de la cual sacar un marco espléndido de significados antropológicos que permitieran al hombre, como al hijo pródigo, “volver sobre sí mismo” (Lc 15,17).
La doble valencia del cuerpo como manifestación y ocultamiento, ligado tan de cerca de la experiencia humana de la intimidad[22], permitía, además, introducirse directamente en un modo cognoscitivo en el que la fe es necesaria para llegar a iluminar el misterio que el hombre representa para sí mismo.
En verdad, creo que para una integración adecuada de ambas categorías: “teología del cuerpo” y “vocación al amor”, hay que reconocer una primacía a esta última[23]; es decir, es necesario ver la teología del cuerpo a la luz que es el amor mismo, porque solo así se descubre la plenitud de su significado y el modo de vivirlo. La importancia indudable que tuvo la insistencia en una teología del cuerpo bien articulada consiste en que es un paso previo para una buena “teología del amor” que está todavía por hacer tal como en la actualidad nos lo muestra la insistencia sobre este punto de Benedicto XVI[24].
Somos todavía herederos de una cierta idea de amor que surge a partir de las disputas sobre el “amor puro” que olvida absolutamente el aspecto corporal de la experiencia primera de ser amados. Era, por tanto, del todo necesario afirmar y mostrar la importancia que tiene la corporeidad en la manifestación de la persona y la configuración de su interioridad en un ámbito de relaciones humanas llenas de significados para abrir el camino a una intelección adecuada del amor cristiano.
Por eso mismo, es bueno que ahora planteemos una cierta relectura de la misma “teología del cuerpo” de Juan Pablo II, desde esta perspectiva. Y uno de los aspectos primeros que se desprenden de ello es la adecuada analogía del amor que ha de iluminar la relación amor humano-plan divino que es el método fundamental de Juan Pablo II en sus Catequesis[25].
En esta obra nos hallamos ante una doble secuencia[26]: una experiencial que se puede describir así: soledad originaria, llamada a la comunión, confirmada por la desnudez originaria, y pudor tras el pecado; que corre pareja a otra teológica a modo de tríptico[27] que nos habla de una protohistoria, una situación caída del hombre, la “redención del corazón” y la tensión escatológica. Ambas secuencias están vistas desde la perspectiva del amor esponsal y se fundamentan muy directamente en el esquema narrativo del texto sagrado. En cambio, la experiencia básica del amor, desde su perspectiva analógica, plantea una nueva interpretación que da una fuerza mayor a la vocación al amor. Se trata de que la experiencia del amor humano nace siempre como una respuesta y que remite entonces a la primacía absoluta de un “amor originario” como fundamento necesario de cualquier amor.
La experiencia de la comunión, como es natural en un relato que nace desde la carencia subjetiva propia del capítulo segundo de Genesis[28], se sitúa en las Catequesis a modo de fin y de descubrimiento de una plenitud. En cambio, desde la visión del amor originario, debe colocarse también en un inicio como fundamento imprescindible de cualquier experiencia de amor humana y corporal. A ello apunta claramente la interpretación desde la vocación al amor tal como queda descrita en la exhortación apostólica Familiaris consortio: “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor.
Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y semejanza y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano”[29].
El texto deja clara la primacía que el significado comunional tiene en la vocación al amor, pues lo sitúa no solo en el puesto de fin, sino a modo de un don originario que configura la experiencia inicial del hombre y que, de este modo, ilumina el camino de lo que va a ser la historia de amor que el hombre ha de desarrollar para responder a su vocación[30].
La necesaria referencia a esta comunión como momento inicial conlleva entonces a tomar como principio de cualquier referencia a la vocación al amor el carácter filial con el que el amor aparece originariamente al hombre y que le hace vivir su propia corporeidad como un don amoroso. Creo que este es el contenido al que remite, en el fondo, la importancia que da Juan Pablo II a la soledad originaria[31], en su valor positivo de ser una “soledad habitada” por una presencia inicial, la del Padre.
La referencia del vínculo entre la imagen y la comunión que es central en las Catequesis[32] se abre por consiguiente a la posibilidad de una comunión inicial que en la conciencia humana aparece con un carácter filial. Con ello, no se niega en absoluto la radicalidad de la diferencia sexual en su significado antropológico, sino que se le da como es obvio una primera referencia filial y una trascendencia hacia el amor del Padre[33].
Creo que esta interpretación está confirmada por la estructura y redacción de la Carta a las familias del mismo Juan Pablo II. Para comprender tal estructura hay que destacar de qué forma el Papa la une estrechamente con la Redemptor hominis, pues comienza apoyando el mensaje de su Carta en la afirmación que el “hombre es el camino de la Iglesia”[34]. Una vez puesto este principio, comienza con una reflexión sobre la paternidad divina como fuente de comunión en la que encuentran apoyo los conceptos claves de lo que se denomina “teología del cuerpo”. Estas son sus palabras: “El cosmos, inmenso y diversificado, el mundo de todos los seres vivientes, está inscrito en la paternidad de Dios como su fuente (cfr. Ef 3,13-16). Está inscrito, naturalmente, según el criterio de la analogía, gracias al cual no es posible distinguir, ya desde el comienzo del libro del Génesis, la realidad de la paternidad y maternidad y, por consiguiente, también la realidad de la familia humana. Su clave interpretativa está en el principio de la «imagen» y «semejanza» de Dios, que el texto bíblico pone muy de relieve (cfr. Gen 1,26)”[35].
La clave de todo el documento es entonces la referencia paulina de Ef 3,13-16: “Doblo mis rodillas ante el Padre de quien toma nombre toda paternidad”[36]. De esta forma, introduce la cuestión del amor en una relación analógica entre el valor del amor a nivel cósmico y metafísico y la revelación del mismo en su significado personal. Une así de modo estrecho el concepto de amor, al descubrimiento de una comunión, y señala de forma incisiva la necesidad de que aquel sea recibido. Todo ello conduce a concluir que se caracteriza el concepto de amor de forma semejante al que antes me he referido como “amor originario”. Así se explica en la Carta a las familias: “Sin embargo, no hay verdadero amor sin la conciencia de que Dios «es Amor», y de que el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha llamado «por sí misma» a la existencia. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, solo puede «encontrar su plenitud» mediante la entrega sincera de sí mismo. Sin este concepto del hombre, de la persona y de la «comunión de personas» en la familia, no puede haber civilización del amor; recíprocamente, sin ella es imposible este concepto de persona y de comunión de personas”[37].
Con esta perspectiva, podemos comprender la vinculación esencial entre vocación y vida plena, porque la lógica del amor parte, no de una carencia, sino más bien de una plenitud recibida incipientemente y que reclama un crecimiento en la recepción del don[38].
La teología de la caridad apunta decisivamente en esta dirección, y la relación entre el έρως y el άγάπή que ha bosquejado Benedicto XVI en Deus caritas est ilumina con claridad el dinamismo interno de esta vocación al amor. El έρως, en la exposición de este Papa, queda vinculado al amor sexual, precisamente con el fin de destacar la corporeidad como un elemento imprescindible de la experiencia humana, del que se sirve Dios para manifestarse a sí mismo en Cristo[39]. El hecho de que el έρως no explique ni su origen ni su fin, conduce a ver la necesidad de que tenga siempre como referencia un amor originario y obliga precisamente a postular otro modo de amor que sea creador y que, al no poderse expresar como έρως, ha requerido para su intelección el descubrimiento de un término nuevo el άγάπή [40].
Vida en plenitud, a esto llama de forma insistente la auténtica experiencia de amor en el hombre. En palabras de Nédoncelle: “La esencia de toda relación del yo al tú es el amor, es decir, la voluntad de promoción mutua”[41]. En esta definición se reconoce el fundamento metafísico unido al vínculo inseparable entre persona y amor.
3. El amor en Karol Wojtyla iluminado por Juan Pablo II en el misterio trinitario
La relectura que hemos presentado a modo de hipótesis de la teología del cuerpo a la luz de la teología del amor, tiene entonces como centro el concepto de persona y como marco primero el principio que consagra Gaudium et spes, 24: “el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí mismo”. Porque es en esta dimensión donde se asienta la búsqueda de sí mismo que solo alcanza su fin en el don de sí.
La dimensión creatural en el que se funda la afirmación conciliar defiende el valor metafísico de la persona, al mismo tiempo que lo fija con unas características únicas que solo en una metafísica del amor se pueden discernir[42]. El amor concede así a la metafísica un nuevo modo de concebir la necesidad en el que la libertad personal está incluida desde un principio porque exige la implicación de la persona en su respuesta a la llamada amorosa. Esto es así hasta el punto que la existencia de cualquier persona solo se puede concebir como una elección de Dios[43]. Por consiguiente, el analogatum princeps de la elección en cuanto acción, no puede ser sino un acto de amor que acaba en una persona. Saberse elegido por amor en la propia concreción corporal es lo que introduce en el cuerpo el valor simbólico de una realidad que lo trasciende, pues en él se halla la traza de un Dios que “es Espíritu” (cfr. Jn 4,24).
La racionalidad que se desprende de esta primacía del amor es la de dar una prioridad a Dios como Amor originario en cuya dinámica se inscribe la relación de paternidad-filiación, por lo que, tal como nos lo enseña la revelación, esta relación se convierte en imprescindible para introducirse en el misterio de la Trinidad.
Por todo ello, la vocación al amor que encontramos expresada en Redemptor hominis y que cuenta como referente inmediato la teología del cuerpo de las Catequesis sobre el amor humano, halla un marco más amplio en la trilogía de las encíclicas trinitarias expuestas a modo de meditación profunda[44] del misterio de amor que es Dios mismo y en el que se encuentra cualquier significado real del amor para el hombre.
La referencia trinitaria con la que comenzó Juan Pablo II su Magisterio y que se debe a una libre elección suya[45], se ha de interpretar entonces en un intento de profundizar de qué forma la vocación al amor humano que tiene como fin la participación plena en el misterio trinitario, tiene como camino la revelación del misterio de la Redención en el ofrecimiento de sí mismo que realiza Cristo en su cuerpo. De esta forma, el don de su amor esponsal se convierte en el único modo como el hombre puede acceder a lo profundo del amor de Dios.
No podemos olvidar la centralidad cristológica que ofrece toda esta exposición que sigue, por tanto, la relevancia que adquiere nuestro modo de conocer al que se vincula la forma que Dios mismo ha tenido de revelarse[46]. Pero, según esta exposición, la misma esponsalidad de Cristo tiene como último referente mostrar la paternidad de Dios, esto es, la revelación plena de su filiación que cumple por medio de su específica vocación al amor humano.
En el fondo, este marco hermenéutico al que nos conduce el misterio de la Redención, nos muestra la necesidad que tiene todo hombre de revivir la historia del hijo pródigo[47]. La importancia radical de la filiación que es el origen y el fin de la vida cristiana, deja de ser percibida de forma espontánea por un hombre solitario y alienado, lejos del hogar divino. Esta es la dramática situación del hombre llamado a vivir la “redención del corazón”[48].
4. Don –vida –reciprocidad
Si hemos dado un giro al sistema narrativo de las Catequesis, ha sido para que emergiera el misterio que sostiene la dramaticidad de la escena del Génesis. Nos hallamos ante un Adán que se sabe esposo pero que no se reconoce suficientemente como hijo, y tal fractura se convierte en el principio de su debilidad[49]. Tal como lo describe San Ireneo, su estado es como el de un niño que debe madurar para comprender la verdad del plan de Dios[50], por eso le vence la tentación de “querer ser como Dios”, esto es, divinizarse de modo inmediato. Hemos de comprender el relato de este modo: la divinización en sí no es un mal, pues Dios mismo es el que quiere hacer divino al hombre por su vida en comunión con Él, pero se trasforma en el principio de todos los males cuando Adán quiere conseguirla inmediatamente y por sí mismo, fuera de la “vocación al amor” que Dios ha dispuesto sabiamente[51]. El olvido del amor como vocación, ocultado por la fascinación de una aparente manifestación “apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría” (Gn 3,6), nos revela, por tanto, la vulnerabilidad radical del amor humano que a veces puede parecer incapaz de construir una vida.
Para comprender la temporalidad en el amor es preciso entrar en su dinámica íntima que, en la experiencia humana, no se puede reducir a un instante[52]. En este punto, la corporeidad es una dimensión ineludible para captar bien la distensión temporal que exige a modo de una vocación[53]. Es precisa la maduración interior del amor: “se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia”[54].
La dinámica del don, unida a la del amor, no se agota en el instante, en cuanto pide el crecimiento progresivo de su recepción, se convierte así en fuente de una finalidad para la acción. De aquí nace su relación intrínseca con el sentido de la vida humana que el mismo hombre reconoce que le es dada, a modo de un don originario. La temporalidad del don para el hombre manifiesta entonces que el significado real de su vida solo puede descubrirse en la racionalidad interna de una historia. El aspecto de dramaticidad, de ejercicio de libertad, que esto comporta, se ha de comprender, entonces, desde una intelección profunda de la que denominaba Juan Pablo II “hermenéutica del don”[55] que nos abre a la consideración de la centralidad de la intención del donante, ya que es esta la que sostiene la intencionalidad interna de cualquier don. También incluye su peculiar valor personal, que conduce a descubrir que el sentido de la vida está unido al don de sí. Esta lógica del don es, por tanto, la luz interna de la vocación al amor en su radicación en la existencia humana. Por eso mismo, Juan Pablo II pudo decir: “se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse”[56]
Esta explicación, que es decisiva para la vocación al amor, nos confirma el aspecto paradigmático que tiene en ella el amor esponsal en cuanto exige el don de sí corporal[57]. Además, el valor del don queda refrendado por la exigencia interna de reciprocidad que se incluye en la dinámica de cualquier amor. Precisamente, es esta una característica que excluía de forma total la discusión sobre el “amor puro”. Este aspecto, que no aparecía expreso en la “teología del cuerpo” y que quedaba solo implícito en la “vocación al amor”, pasó a ser, desde la perspectiva del don de la vida, un elemento imprescindible hasta el punto de calificarlo Juan Pablo II como “ley de la reciprocidad” en la encíclica Evangelium vitae. Allí se refirió a ella de un modo solemne al destacar que procede de la lógica de la Alianza que Dios quiere realizar con el hombre. Estas son sus palabras: “El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro”[58].
La importancia de este hecho es máxima, porque le permitía delinear un modo específico de conexión con el plan divino, de modo que esta “ley” se ha de considerar, como un auténtico complemento a lo que nos había ofrecido en los ciclos de las Catequesis. En este sentido no podemos por menos que maravillarnos del horizonte teológico y, al mismo tiempo, existencial al que nos introduce la siguiente afirmación: “En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre”[59].
5. Afectividad y dimensión social
Entrar en la dinámica del amor nos conduce irremisiblemente a afrontar una adecuada consideración de su dinamismo afectivo. Sin duda, es aquí donde se realiza la radical unión dinámica entre el cuerpo y el espíritu[60], pues ha sido el racionalismo el que, al reducir el estudio de los afectos a aquellos simplemente sensitivos, excluía incluso la posibilidad de la existencia de un afecto espiritual que contuviera una verdad sobre el hombre.
Hay que recordar que esta interpretación niega de forma radical la existencia del conocimiento espiritual tal como lo han entendido los místicos de todos los tiempos. Contamos así con el ejemplo excelso de San Bernardo que, a partir de una identificación profunda de la dinámica del amor con el afecto, da una explicación iluminadora de la gracia y la redención en su hermoso libro De diligendo Deo[61].
En definitiva, desde un punto de vista antropológico, una teología del cuerpo que no cuente con un estudio profundo de la dinámica afectiva corre el riesgo de perder la dimensión de integración personal que incorporan los afectos y volcarse unilateralmente en la de trascendencia, si tomamos como marco la terminología personalista de Persona y acción[62].
Por desgracia, la proliferación de estudios filosóficos sobre la corporeidad no ha ido pareja con la profundidad en el conocimiento de los afectos y sus dinamismos propios. Es más, se observa una carencia notable de la comprensión de la dinámica afectiva en muchas de las propuestas teológicas más actuales, a pesar de la gran categoría de su contenido. Desde luego, dentro de los estudios del Instituto Juan Pablo II se ha tenido muy presente esta dimensión y se ha procurado ofrecer un camino de investigación al respecto[63].
A mi parecer, aunque hay que reconocer la importancia que el Papa Juan Pablo II ha concedido en sus escritos a la vida afectiva, la dinámica específica de los afectos ha sido uno de los aspectos que todavía están por desarrollar, ya que requiere ser aclarada en muchos puntos. Tal vez una de las causas de esta carencia sea el método que hizo suyo Karol Wojtyla y que aplicó de forma sistemática en Persona y acción, que estaba directamente centrado en la introspección dinámica y, por eso mismo, no es el mejor modo para acceder a toda la riqueza de la afectividad.
Un estudio adecuado de los afectos permite percibir en los mismos una polaridad interpersonal que es un fundamento esencial para toda la dinámica amorosa de la acción humana. La unión afectiva de la que nace el motus en el que consiste, según Santo Tomás, el acto humano, se ha de comprender por tanto a modo de la presencia del amado en el amante (presencia intencional, íntima y dinámica) y el movimiento del amante hacia el amado (intención extática propia del amor en cuanto movimiento apetitivo). Así se articula una rica dinámica en la que se puede descubrir una verdad específica con un valor personal relevante.
La vocación al amor de la que hemos hablado, queda ahora enmarcada en los niveles que proceden de esta dinámica afectiva básica y que se pueden describir así desde la centralidad del encuentro personal[64]: “Esta verdad revela entonces el fin propio de la acción, que se ha de comprender desde la unión del amante y del amado, la cual solo incoada en el afecto, desea realizarse en la acción[65]. El encuentro no es un fin, sino que marca una dirección que se debe realizar, el fin del encuentro es el establecimiento de una comunión en la que la presencia se hace recíproca en la mutua aceptación. Es, por ello, la unión más perfecta entre personas”[66].
Esta secuencia afectiva permite enmarcar el sentido propio del “don de sí” que habíamos visto, como nacido de un encuentro y en la dirección de constituir la comunión de personas. Por eso, la verdad personal del don de sí, remite a la presencia afectiva anterior y nos impide una incorrecta identificación de la esencia del amor a ser exclusivamente un don de sí.
Además, la distensión temporal pertenece de modo intrínseco a la dinámica afectiva y nos hace entender mejor la interrelación entre los distintos momentos amorosos que hemos apuntado. La centralidad del encuentro da unidad a la diversidad de las presencias afectivas anteriores y confirma el valor personal que estaba incoado en las mismas. El reconocimiento, en cuanto acto característico del encuentro personal[67], se funda por consiguiente en una presencia anterior en el afecto que reclama una confirmación consciente para poder ser llevada a término en la configuración de una auténtica comunión de personas. La nueva secuencia que nos aparece: presencia, encuentro, comunión, permite ahora, en la asunción real de la dimensión corpórea de la persona humana, una redefinición de la vocación al amor desde el punto de vista de la identidad personal en este sentido: “Este itinerario, ser hijo, para ser esposo y llegar a ser padre expresa el conjunto de las relaciones humanas básicas que establecen esos vínculos personales —no sólo de naturaleza— que enmarcan las acciones de los hombres”[68].
Esta visión es una aclaración de suma importancia por su vinculación directa con la familia y su extensión al resto de las relaciones humanas y comuniones personales[69]. En especial, con ella se evitan los reduccionismos fisicistas o sociológicos que se han volcado contra la familia, y permite inscribir esta, la relación entre generaciones y el don de sí del propio cuerpo, como el ámbito de desarrollo de las dimensiones claves de la identidad personal de cada hombre.
En esta perspectiva, la insistencia de la Sagrada Escritura en determinados términos de contenido afectivo como son: misericordia, amor, esperanza, ofensa, etc., cobra un relieve nuevo y se puede articular una interrelación entre ellos que nos abre un camino de profundización en el misterio de la Redención, precisamente hacia donde apuntan todos los esfuerzos teológicos de Juan Pablo II y traza, en definitiva, un camino fecundo de investigación teológica. En primer lugar, algún autor ha reclamado la necesidad de comprensión de la gracia desde la perspectiva afectiva[70], con ello se responde a la indicación de Santo Tomás que habla explícitamente del fundamento afectivo del acto de caridad, por el siguiente argumento: “el amor que está en el apetito intelectivo también se diferencia de la benevolencia. Pues incluye una cierta unión afectiva del amante al amado”[71].
Descubrimos en esta expresión tomista una terminología depurada sobre el afecto en la que se destaca que es una unión peculiar. Esta se sostiene por la polaridad que crea entre el amante y el amado que se ha de calificar como de “coactualidad” y que se caracteriza respecto a la caridad por medio de la expresión “mutua amatio”. Además, el Doctor Angélico deja muy claro que se trata aquí del “apetito intelectivo”, es decir, de un afecto realmente espiritual y no meramente sensitivo. Se indica de esta forma la realidad de la conocida “communicatio beatitudinis” que, en el Aquinate, es la esencia misma del acto de caridad[72] y que, por consiguiente, cuenta en tal “amor mutuo” un carácter afectivo en su mismo fundamento de gracia que lo sostiene.
Es más, la categoría de la presencia afectiva del amante y del amado es la clave misma que nuestro Doctor utiliza para hablar del Amor trinitario. Le sirve para explicar la procesión del Espíritu Santo, cuando dice: “que alguien ame algo procede de una cierta impresión, si podemos hablar así, de la cosa amada en el afecto del amante, según la cual el amado se dice que está en el amante, como lo entendido en el inteligente”[73].
Podemos, entonces, retomar la referencia a la Comunión trinitaria desde una nueva perspectiva. En este sentido, la expresión paulina que Juan Pablo II usa como referencia fundamental para sus encíclicas trinitarias: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros”[74], ilumina la vocación humana al amor al atribuir a Cristo el encuentro por gracia, al Padre el misterio del amor inicial que habita en el hombre como presencia y al Espíritu Santo, la Persona Don, que es en sí mismo un misterio de comunión y crea comunión en aquel en que es derramado.
El “estupor” nacido del encuentro con Cristo y al cual Juan Pablo II le da el nombre de “cristianismo”[75], se enmarca entonces en una presencia primera del Padre que lo alienta internamente y manifiesta su contenido y la realidad de una comunión dada por el Espíritu y todavía por construir plenamente. Es el camino de maduración, la temporalidad interna del amor, que queda así vivificada por las misiones divinas.
6. Repensar la Iglesia: el amor del Pastor. La respuesta filial al amor del Padre
Comenzamos señalando el valor eclesiológico de la vocación al amor como una llamada a comprender la misión de la Iglesia en nuestro mundo como un “enseñar a amar”. Por consiguiente, la Iglesia, animada por el amor divino, vive en un estado de misión permanente[76].En el fondo, tal misión no es sino la recepción real del amor del buen Pastor, que lo ofrece como Esposo a la Iglesia y, por él, se entrega como Hijo al Padre.
Es más, la razón profunda por la que el Hijo es Pastor se asienta en el amor del Padre: a Él le pertenecen las ovejas y a Él se las devuelve[77]. En este intercambio de amor paterno-filial se configura, entonces, la misión de Cristo: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre” (Jn 10,27-29).
La clave de comprensión de toda pastoral, de la misma misión de la Iglesia, es entonces la “vocación al amor” del mismo Cristo. Sus pasos están claros: nacido del Espíritu Santo por la misión de amor del Padre, es el auténtico Hermano Mayor que sabe que lo ha “recibido todo del Padre”, y puede exclamar “todo lo del Padre es mío”. Por eso mismo, ha de responder en su madurez con el don de sí. El contenido de su don es su misma vida humana que se convierte en el vínculo especial de amor expresada por la entrega de su propio cuerpo. En él habita un misterio de amor: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre” (Jn 10,17-18).
Ese cuerpo que entrega Cristo y que le había sido dado por el Padre es, al mismo tiempo, el que le une a sus ovejas, las que escuchan su voz. Son ellas las que, al recibirle como alimento, se hacen “un cuerpo con Él”, por lo que son concorpóreas con Cristo. Él, cumple como Hermano Mayor obediente la misión que le encarga el Padre: trae las ovejas a hombros (cfr. Lc 15,5), como hermanos perdidos, a la casa del Padre.
Al hablar de la herencia paterna en el marco de la parábola evangélica, podría parecer que no está presente una madre en la parábola, aunque el Padre muestra a la vez un amor paterno y materno[78]. No es un olvido, la unicidad del Padre es esencial en el relato para mostrar la realidad de un amor originario único y exclusivo, el de Dios, y una única fons y origo en la Trinidad, el Padre. No da lugar el texto de ningún modo a la existencia de una dualidad de principios ni respecto al mundo, ni a la filiación. Pero, en verdad, tal como ya insinúa la encíclica Dives in misericordia, es la misericordia el atributo femenino que se descubre en la narración, sin necesidad de nombrarlo[79].Es un modo de expresar dentro de la experiencia humana una excelencia que solo en Dios alcanza su plenitud. Así en la parábola, es la presencia misericordiosa que hace volver al hijo, primero “dentro de sí” y, luego, en camino hacia el Padre. Esta capacidad de “engendrar en la belleza”[80] es lo que nos hace reconocer la presencia callada de María “Madre de misericordia” y, en ella, un modo especial de unir el don de sí esponsal, con el paternal en una fecundidad nueva en su carne, la del Espíritu Santo. Por ello, descubrimos la vocación al amor en su dimensión eclesiológica: “también en esto la Iglesia reconoce la vía de su vida cotidiana, que es todo hombre”[81].
Hemos llegado aquí al núcleo más profundo que une la vocación al amor y el cuerpo humano, pues nos introduce en unas misteriosas “entrañas de misericordia de Dios”[82]. Si el Padre estaba presente en el hijo perdido por medio de la misericordia que tuvo con él, Cristo es el camino hacia el Padre, pues por Él el hombre recupera su filiación. Para ello es necesario un don de sí muy particular, el de la misericordia, que el hijo perdido recibirá plenamente en el abrazo del Padre. Cristo al devolverlo podrá decir orgulloso al Padre: “tu hijo que estaba muerto, ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (cfr. Lc 15,32).
Juan José Pérez-Soba Diez del Corral
Congreso RH. Roma, noviembre 2009
Notas
[1] Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Dives in misericordia, n. 5 d: “El patrimonio que aquel tal había recibido de su padre era un recurso de bienes materiales, pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad de hijo en la casa paterna.”
[2] Cuyas actas se han publicado como: L. MELINA –S. GRYGIEL (a cura di), Amare l’amore umano. L’eredità di Giovanni Paolo II sul Matrimonio e la Famiglia, Cantagalli, Siena 2007.
[3] Ibidem, 10: “Così egli aveva indicato il valore esistenziale dell’amore per l’essere umano, anzi la centralità dell’esperienza dell’amore per il destino della persona”.
[4] Recogidos en: K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008 y también ID., El don del amor. Escritos sobre la familia, Palabra, Madrid 2000.
[5] Un estudio centrado precisamente sobre este tema es: M.T. CID VÁZQUEZ, Persona, amor y vocación. Dar un nombre al amor o la luz del sí, Edicep, Valencia 2009, en el que se sistematiza con gran precisión el contenido de esta vocación peculiar.
[6] Cfr. el provocador artículo de: A. AUER, “Es la Iglesia, hoy en día, todavía ‘éticamente habitable’”, D. MIETH (ed.), La teología moral ¿en fuera de juego? Una respuesta a la encíclica “Veritatis splendor”, Herder, Barcelona 1995, 335-357.
[7] JUAN PABLO II, Homilía de inauguración del Pontificado (22.10.1978).
[8] JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 10. Interpreta esta cita como teológicamente central en la encíclica: G. MARENGO, “Amo perché amo, amo per amare”. L’evidenza e il compito, Cantagalli, Siena 2007, 22-23.
[9] Para la comprensión del Concilio que tiene Karol Wojtyla: cfr. ID., La renovación en sus fuentes. Sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 1982. Explica la frase en p. 27.
[10] Cfr. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 11; ID., Discurso en la X Jornada Mundial de la Juventud en Manila (14.I.1995); o también ID., Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona 1994, 132.
[11] Cfr. L. MELINA –P. ZANOR (a cura di), Quale dimora per l’agire? Dimensione ecclesiologiche della morale, PUL/Mursia, Roma 2000.
[12] Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 14: “este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnación y de la Redención.”
[13] Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Fides et ratio, n. 1.
[14] Citada inmediatamente antes: JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 8, de donde tomo la cursiva. También aparece en: ibidem, nn. 13 y 18, es decir, en los puntos clave de cambio de argumentación de la Encíclica.
[15] Es el título del n. 7 que abre todo el capítulo segundo titulado “El misterio de la Redención” (nn. 7-12).
[16] Las palabras con las que comienza la encíclica se repiten insistentemente en el texto: cfr. especialmente ibidem, nn. 7-10.
[17] Lo dice explícitamente en: ID., C. Enc. Dives in misericordia, n. 1: “El hombre y su vocación suprema se desvelan en Cristo mediante la revelación del misterio de su Padre y de su amor.”
[18] ID., C. Enc. Redemptor hominis, n. 9. Recordemos de qué forma se aplica esto en: ID., C. Enc. Dives in misericordia, n. 7 § 6: “Creer en el Hijo crucificado significa «ver al Padre», significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia.”
[19] Cfr. ID., C. Enc. Dives in misericordia, n. 8: “Amor más fuerte que la muerte, más fuerte que el pecado”. Es una referencia constante en su Magisterio: cfr. p.ej. ID., C. Enc. Redemptor hominis, n 9; ID., C. Enc. Dominum et vivificantem, n. 39.
[20] Para su comprensión de forma sintética, pero completa y profunda, es necesario referirse a: C.A. ANDERSON –J. GRANADOS, Called to Love: Approaching John Paul II’s Theology of the Body, Doubleday, New York 2009.
[21] Cfr. para el contenido de esta expresión: JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plano divino, Cat. 23,3 (2.IV.1980), Ediciones Cristiandad, Madrid 2000, 163-164.
[22] Cfr. H.U. VON BALTHASAR, “Latencia y acompañamiento de Dios”, en ID., Teodramática II: Las personas del drama: el hombre en Dios, Ediciones Encuentro, Madrid 1992, 249-261.
[23] Es la perspectiva que toman: C.A. ANDERSON –J. GRANADOS, Called to Love, cit., 1: “Man, the way of the Curch –Love, the way of man.”
[24] Aunque sea por un criterio meramente terminológico así lo asegura la repetición insistente en la caridad en sus documentos: C. Enc. Deus caritas est; Ex. Ap. Sacramentum caritatis; C. Enc. Caritas in veritate.
[25] Según la afirmación de: JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cat. 4 (26.IX.1979), l.c., 77, nota: “tenemos, por tanto, derecho a hablar de la relación entre la experiencia y la revelación, Más aún, tenemos el derecho de plantear el problema de su recíproca relación, aunque para muchos entre una y otra pase una línea de demarcación que es una línea de total antítesis y de radical antinomia. Esta línea debe ser sin duda trazada, a su parecer, entre la fe y la ciencia, entre la teología y la filosofía. Al formular ese punto de vista se toman en consideración más bien conceptos abstractos que no al hombre como sujeto vivo”; A. RODRÍGUEZ LUÑO, “«In mysterio Verbi incarnati mysterium hominis vere clarescit» (Gaudium et spes, n. 22). Riflessioni metodologiche sulla grande Catechesi del mercoledì di Giovanni Paolo II”, en Anthropotes 8 (1992) 11-25.
[26] Para su estructura hay que referirse al concienzudo estudio introductorio de: M. WALDSTEIN, a la edición: JOHN PAUL II, Man and Woman He created Them. A Theology of Body, Pauline Books and Media, Boston 2006.
[27] Es la que destaca en su valor: C. CAFFARRA, “Introduzione generale”, en GIOVANNI PAOLO II, Uomo e donna lo creò. Catechesi sull’amore umano, Città Nuova Editrice, Roma 31992, 19: “Si ha cosí come un «trittico»: il principio, la redenzione nel tempo, l’evento escatologico finale. La teologia del corpo è raffigurata da tutte e tre le tavole, considerate e viste sempre nel loro insieme, nel loro reciproco richiamarsi. A questo trittico corrispondono, precisamente, tre cicli di catechesi”. Estructura que ha sido confirmada en: JUAN PABLO II, Tríptico Romano, Fundación Universitaria San Antonio, Murcia 2003.
[28] Como lo explica: JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cat. 3 (19.IX.1979), l.c., 68-72.
[29] JUAN PABLO II, Ex. Ap. Familiaris Consortio, n. 11, §§1 y 2.
[30] Cfr. M.T. CID VÁZQUEZ, Persona, amor y vocación, cit., 168: “La verdad inicial de la libertad del hombre es el descubrimiento de un «esse» peculiar: el de ser hijo. (…) Por la recepción de ese amor originario tenemos la memoria de un gozo primero, de un hogar. Precisamente por su carácter originario, es un amor incondicional e irrevocable.”
[31] Cfr. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cat. 5 (10.X.1979), l.c., 78-82.
[32] Cfr. Ibidem, Cat. 9 (14.XI.1979), l.c., 97-101. Para el concepto de imagen de Dios: cfr. A. SCOLA –G. MARENGO –J. PRADES LÓPEZ, La persona umana. Antropologia Teologica, “AMATECA” vol. 15, Jaca Book, Milano 2000, 157-165.
[33] Cfr. G. RICHI, “Por amor del Padre. Sobre la gracia sacramental del matrimonio”, en G. MARENGO –B. OGNIBENI (a cura di), Dialoghi sul mistero nuziale. Studi offerti al Cardinale Angelo Scola, Lateran University Press, Roma 2003, 315-333. Así lo reconoce: A. SCOLA, “Il mistero nuziale. Originarietà e fecondità”, en Anthropotes 23/2 (2007) 70: “È importante, infine, notare che un certo primato va accordato alla fecundità. Ogni singolo, infatti, proprio in quanto figlio, dal concepimento e, in qualche modo, ancor prima, riceve dai genitori l’inafferrabile eppure misteriosamente noto mistero nuziale.”
[34] JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 14; citado en JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 1. Con el sentido obvio de que: ibidem, n. 2 § 1: “Entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante.”
[35] JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 6 § 1.
[36] Citado en ibidem, nn. 5 § 7; 6 § 1; 7 §§ 3. 7. 9; 15 § 15; 16 § 7; 23 §§ 1. 3. 6.
[37] Respecto al concepto de communio en este documento: cfr. J. GIL LLORCA, La communio personarum en la “Gratissimam sane” de Juan Pablo II. Elementos para una antropología de la familia, Siquem, Valencia 2000.
[38] Así lo ha destacado: L. MELINA, “Amore, desiderio e azione”, en L. MELINA –J. NORIEGA (a cura di), Domanda sul bene e domanda su Dio, PUL-Mursia, Roma 1999, 96-100.
[39] Cfr. BENEDICTO XVI, C. Enc. Deus caritas est, n. 3: “Los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano.”
[40] Sigo para este argumento la hermosa exposición de: A. PRIETO, “Eros e agape: l’unico dinamismo dell’amore”, en L. MELINA –C. ANDERSON (eds.), La via dell’amore. Riflessioni sull’enciclica Deus caritas est di Benedetto XVI, Rai-Pontificio Istituto GP2, Roma 2006, 171-182.
[41] M. NEDONCELLE, Personne humaine et nature. Étude logique et métaphysique, Aubier Montaigne, Paris 21963, 29.
[42] Cfr. F.D. WILHELMSEN, La Metafísica del amor, Rialp, Madrid 1964.
[43] Cfr. A. RUIZ RETEGUI, “Un Dios de elección”, en AA.VV., Cristo y el Dios de los cristianos. Hacia una comprensión actual de la teología. XVIII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra (Pamplona 9-11 de Abril de 1997), EUNSA, Pamplona 1998, 579-597.
[44] Así lo califica: JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 22.
[45] En esta dimensión insiste posteriormente el Papa con motivo de la preparación inmediata del gran jubileo del año 2000 con: JUAN PABLO II, C. Ap. Tertio millenio adveniente (10.XI.1994), e ID., C. Ap. Novo millenio ineunte (6.I.2001). Para su comprensión: cfr. R. FISICHELLA, “Impronta trinitaria delle encicliche di Giovanni Paolo II”, en G. BORGONOVO –A. CATTANEO (a cura di), Giovanni Paolo Teologo. Nel segno delle Encicliche, Mondadori, Milano 2003, 34-43; A. ARANDA (ed.), Trinidad y Salvación. Estudios sobre la trilogía trinitaria de Juan Pablo II, EUNSA, Pamplona 1990.
[46] Cfr. J. PRADES, “«De la Trinidad económica a la Trinidad inmanente». A propósito de un principio de renovación de la teología trinitaria”, en ID., Communicatio Christi. Reflexiones de Teología sistemática, Publicaciones de la Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid 2004, 15-73.
[47] Se refiere a ella como marco general de comprensión de la vida humana: JUAN PABLO II, C. Enc. Dives in misericordia, nn. 5-6; ID., Ex. Ap. Reconciliatio et poenitentia, nn. 5-6.
[48] A la que hace referencia el segundo ciclo de las Catequesis sobre el amor humano.
[49] Ya meditaba sobre este punto: K. WOJTYLA, “Meditaciones sobre la paternidad”, en ID., Poesías, BAC, Madrid 1982, 95: “¿Cómo podía yo llegar a Hijo? Yo no quería el ser. Ni quería aceptar el sufrimiento que nace del riesgo del amor. Ni pensaba estar a la altura exigida. Tenía yo la mirada muy fija sobre mí, sobre mi solo yo y mis posibilidades solas.”
[50] Cfr. SAN IRENEO, La demostración de la predicación evangélica, n. 12 (SC 406,106), en “Fuentes Patrísticas, 2”, Ciudad Nueva, Madrid 1992, 82: “el hombre era todavía niño y no tenía aún pleno uso de razón, de ahí que fuera fácil al seductor engañarle.”
[51] Cfr. ID., Adversus haereses, IV, 38,4 (SC 100,956): “Irrationabiles igitur omni modo qui non expectant tempus augmenti et suae naturae infirmitatem adscribunt Deo”.
[52] Así sucede con: J.-L. MARION, Le phénomène érotique, Grasset, Paris 2003; y J.D. CAUSSE, L’instant d’un geste. Le sujet, l’éthique et le don, Labor et fides, Genève 2004.
[53] Insiste en este punto como el fundamental de la relación mutua “vocación al amor” – “teología del cuerpo”: L. MELINA, “Il corpo nuziale e la sua vocazione all’amore nelle Catechesi di Giovanni Paolo II”, en ID., Imparare ad amare. Alla scuola di Giovanni Paolo II e di Benedetto XVI, Cantagalli, Siena 2009, 49-87, en especial 69-77.
[54] BENEDICTO XVI, C. Enc. Deus caritas est, n. 5. Cfr. J. NORIEGA, “La scintilla del sentimento e la totalità dell’amore”, en L. MELINA – C. ANDERSON (a cura di), La via dell’amore. Riflessioni sull’enciclica Deus caritas est di Benedetto XVI, RAI-Eri – Istituto Giovanni Paolo II, Roma 2006, 239-249.
[55] Según la expresión de: cfr. JUAN PABLO II, Hombre y Mujer lo creó, Cat. 13, 2, l.c., 117.
[56] JUAN PABLO II, C. Enc. Evangelium vitae, n. 49.
[57] Tal como lo afirma: BENEDICTO XVI, C. Enc. Deus caritas est, n. 2: “Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor.” Estudia este sentido paradigmático en su valor antropológico: A. SCOLA, Il mistero nuziale. 1. Uomo-Donna, PUL-Mursia, Roma 1998.
[58] JUAN PABLO II, C. Enc. Evangelium vitae, n. 76 §2.
[59] Ibidem.
[60] Cfr. J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “La verdad del amor: una luz para caminar. Experiencia, metafísica y fundamentación de la moral (parte II)”, en Revista Española de Teología 69 (2009) 85-86.
[61] Así lo expone: J. LECLERCQ, “Amore e conoscenza secondo san Bernardo di Chiaravalle”, en La Scuola Cattolica 120 (1992) 6-14.
[62] Cfr. K. WOJTYLA, Persona e atto, en ID., Metafisica della persona. Tutte le opere filosofiche e saggi integrativi, Bompiani – Libreria Editrice Vaticana, Milano –Città del Vaticano 2003. Donde la parte tercera (pp. 963-1067) se denomina “Trascendeza della persona nell’atto” y la parte cuarta (pp. 1069-1163): “L’integrazione della persona nell’atto”.
[63] Así se observa en la preocupación de Mons. Angelo Scola en este tema concreto: cfr. A. SCOLA, Identidad y diferencia. La relación hombre y mujer, Ed. Encuentro, Madrid 1989; ID., “L’affezione alla luce di alcuni articuli del De passionibus di San Tommaso. Una lettura di Summa Theologiae I-II, q. 22, aa. 1-3 e q. 26, aa. 1-2”, en ID., Il mistero nuziale. 1. Uomo-Donna, cit., 155-170.
[64] Cfr. L. MELINA, “L’amore: incontro con un avvenimento”, en L. MELINA – C. ANDERSON (a cura di), La via dell’amore, cit., 1-11.
[65] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentiles, l. 1, c. 91 (n. 760): “affectus amantis sit quodammodo unitus amato, tendit appetitus in perfectionem unionis, ut scilicet unio quae inchoata est in affectu, compleatur in actu”.
[66] J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “Presencia, encuentro y comunión”, en L. MELINA –J. NORIEGA –J.J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, Palabra, Madrid 2001, 359.
[67] Para un estudio: cfr. F. BOTTURI, “Il bene della relazione e i beni della persona”, en L. MELINA –J.J. PÉREZ-SOBA (a cura di), Il bene e la persona nell’agire, Lateran University Press, Roma 2002, 161-184.
[68] L. MELINA –J. NORIEGA –J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del amor. Fundamentos de la moral cristiana, Ediciones Palabra, Madrid 2007, 165. Esta perspectiva sirve para comprender toda la pastoral familiar como lo demuestra: R. ACOSTA PESO, La luz que guía toda la vida. La vocación al amor, hilo conductor de la pastoral familiar, Edice, Madrid 2007.
[69] Cfr. P. DONATI, Perché “la” famiglia? Le risposte della sociologia relazionale, Cantagalli, Siena 2008.
[70] Cfr. A. CAÑIZARES LLOVERA, “L’orizzonte teologico della morale cristiana”, en L. MELINA –J. NORIEGA (a cura di), “Camminare nella luce”. Prospettive della teologia morale a partire da Veritatis splendor, Lateran University Press, Roma 2004, 54-61.
[71] SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., II-II, q. 27, a. 2. Otros textos que destacan la unión afectiva: STh., II-II, q. 17, a. 6: “Caritas igitur facit hominem Deo inhaerere propter seipsum, mentem hominis uniens Deo per affectum amoris”; ibid., ad 3: “caritas proprie facit tendere in Deum uniendo affectum hominis Deo, ut scilicet homo non sibi vivat sed Deo”.
[72] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., II-II, q. 23, a. 1: “Amor autem super hac communicatione fundatus est caritas.”
[73] SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., I, q. 37, a. 1. Lo estudia: A. COMBES, “«Sicut cognitum in cognoscente et amatum in amante». Essai d’exégèse thomiste”, en AA.VV., Miscellanea Antonio Piolanti, I, Pontificia Universitas Lateranensis, Romae 1963, 111-137; J. PRADES, “Deus specialiter est in sanctis per gratiam”: el misterio de la inhabitación de la trinidad en los escritos de santo Tomás, Analecta Gregoriana, Roma 1993.
[74] Misal Romano, tomado de 2Co 13,13 y que interpreta así: JUAN PABLO II, C.Enc. Dominum et vivificantem, n. 2: “De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han inspirado las precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives in misericordia (…) De esta misma exhortación arranca ahora la presente Encíclica sobre el Espíritu Santo.”
[75] JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 10: “En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo.”
[76] JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 20: “La Iglesia in statu missionis, tal como nos ha revelado el Concilio Vaticano II.”
[77] Cfr. G. MOURUJÃO, “A Unidade de Jesus com Pai em Jo 10,30”, en Estudios Bíblicos 47 (1989) 47-64.
[78] Cfr. la reflexión de: S. GRYGIEL, “La dimensione pasquale della paternità e della figliolanza (Riflessione sull’opere poetica di Karol Wojtyla)”, en Anthropotes 12 (1996) 261-288.
[79] Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Dives in misericordia, n. 5 § 2: “la esencia de la misericordia divina, aunque la palabra «misericordia» no se encuentre allí, es expresada de manera particularmente límpida.” Habla del aspecto “femenino” de la misericordia en: ibidem, n. 4, nota 52.
[80] Según las palabras de: PLATÓN, El banquete, 206 E: “Τής γέⱱⱱήοέως καί τοϋ τόκοⱱ έν τω καλώ.”
[81] JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 22.
[82] Lc 1,78. Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Dominum et vivificantem, n. 39.
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Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
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