La crisis sanitaria originada por el covid-19 va a implicar cambios en muchas instituciones, entre ellas en la universidad. ¿Qué lecciones pueden aprenderse de esta pandemia con el fin de que la investigación universitaria esté a la altura que le es exigible, si ocurriese otra emergencia similar?
Sin renunciar a la pasión por el descubrimiento de la verdad en todos los ámbitos del saber, deberá estar alentada por dos impulsos convergentes: la interdisciplinariedad −abierta a la transversalidad− y su carácter traslacional, transidos ambos de un profundo sentido ético que ponga en el centro al hombre, tanto en su dimensión personal como social.
«La consecución de la verdad es el objetivo de toda ciencia» y «Servir a la verdad: descubrirla y transmitirla es la vocación de la universidad» son afirmaciones de dos grandes académicos, John Henry Newman[1] y Juan Pablo II[2] respectivamente, que desentrañan la esencia del quehacer universitario: la docencia y la investigación. Y en este binomio la investigación tiene una evidente prioridad cronológica: no se puede enseñar si no se sabe, si no se ha aprehendido la verdad.
En la vida corriente el término investigar adopta acepciones análogas, cuando no, en algún caso, equívocas. Hay una inflación del uso de esta palabra, que aparece en contextos académicos, industriales, institucionales, políticos o en los medios de comunicación. Para delimitar los contornos de la investigación científica, que es la propia de la universidad, pasaré a contraponerla con otras tareas con las que puede confundirse o comparte cierta afinidad.
La investigación, según el Diccionario de la lengua española, es «la acción y el efecto de realizar actividades intelectuales y experimentales de modo sistemático, con el propósito de aumentar los conocimientos sobre una materia determinada». Se distingue así de la invención y de la creación artística.
Cabría decir que el inventor ingenia para realizar; el investigador se pregunta y pregunta para descubrir; y el artista imagina para crear. La invención procura dar una respuesta eficaz, a veces original, a una necesidad planteada. Eso la distingue en varios aspectos de la investigación. En la primera se conoce previamente la necesidad que resolver, termina cuando se alcanza el resultado previsto y funciona con el método de prueba y error. Por contra, la investigación científica persigue descubrir una verdad desconocida, nunca termina −porque siempre hay una concatenación de verdades− y su método, el científico, requiere establecer una secuencia clara y coherente de relaciones causales. En consecuencia, en el inventor priman en especial el ingenio, el oficio en su ámbito y el sentido práctico; mientras que al investigador se le exige inconformismo intelectual, sentido crítico y razonamiento riguroso.
Al relacionar invención e investigación, de ningún modo he pretendido descalificar a aquella frente a esta. Hay inventores, como Thomas Edison −a quien se debe, entre otros dispositivos, la lámpara incandescente y el fonógrafo−, que han pasado a la historia por la repercusión social y económica de sus logros, algunos de los cuales han dado origen a nuevos ámbitos de investigación.
En su valiosa obra Consideraciones sobre la investigación científica, el profesor José María Albareda hace esta certera apreciación: «La investigación no se propone iluminar un espacio o un pasado oscuro, sino más bien encender la luz para iluminar principios que, al ser generales, son actuales»[3].
Si comparamos la investigación con la creación artística, el contraste presenta otros matices. Ambas pretenden llegar a algo nuevo, no conocido previamente. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con el descubrimiento científico, la obra de arte no pre-existe en la realidad sino en la mente del creador y depende esencialmente de él; además, se justifica por sí misma sin que sea necesario proceso racional alguno que la patentice; y las aptitudes personales del artista −creatividad, sensibilidad ante la belleza, etcétera− son más innatas que cultivadas, sin que eso le exima de adquirir unas destrezas técnicas para plasmar su obra.
Reflexionar sobre investigación lleva a la debatida cuestión de contraponer la investigación básica frente a la aplicada. Aunque existen opiniones para todos los gustos, y sin pretender sentar cátedra, me aventuraré a dar la mía. Desde mi punto de vista, el dilema resulta bizantino: la verdadera investigación es en sí misma, de manera simultánea, básica y aplicada.
En términos generales, la dicotomía básica/aplicada responde a la inmediatez que tiene la investigación con su utilización práctica. Y me parece que este criterio, aunque razonable, es reduccionista por basarse en el mero utilitarismo pragmático. La historia ha demostrado que investigaciones que en una época fueron consideradas absolutamente básicas han dado origen, con el transcurso de los años, a espectaculares avances tecnológicos; como el estudio de los momentos magnéticos de los espines nucleares y su interacción en líquidos, cristales y moléculas, que, al poco tiempo de esclarecerse, permitió construir los aparatos diagnósticos de resonancia magnética.
De todas formas, aun cuando pareciera no tener carácter práctico alguno, toda investigación tiene una aplicabilidad intrínseca, pues entraña una mejor comprensión de la verdad que, al quedar iluminada con más intensidad, puede proyectar su claridad a otros ámbitos del saber. Contribuye, y esta es su utilidad más importante, al avance del conocimiento humano. A su vez, la investigación aplicada es también básica porque muestra con más claridad la evidencia interna de la verdad que encierra.
Está generalmente aceptado que en el umbral de toda investigación existe una elección personal que en muchos casos no puede someterse a reglas lógicas estrictas y que impulsa a explorar nuevos caminos: unas veces, pocas, con una radical originalidad; otras, la mayoría, con la novedad que entraña una inferencia inédita de saberes previos. Citaré dos casos.
El primero se refiere a la formulación de la ley de la gravitación universal, elaborada por Isaac Newton en 1687, en la que postuló la existencia de unas «fuerzas a distancia». Esta afirmación marcó una ruptura radical con la tradición secular aristotélica que solo admitía acciones mecánicas por contacto. Precisamente esta fractura ocasionó que, pese a su éxito, esta ley para predecir el movimiento planetario no fuera aceptada por la Royal Academy hasta bien entrado el siglo XVIII, gracias a la apasionada defensa que Roger Cotes hizo en el prólogo de la segunda edición de Principia Mathematica en 1717.
El otro caso tiene como protagonistas a W. F. Anderson, R. M. Blaese y K. Culver, que en 1990 realizaron la transferencia del gen de la adenosina deaminasa a linfocitos T de dos niños con inmunodeficiencia por déficit de esa enzima: dieron así nacimiento a la terapia génica, basada en la introducción de secuencias de genes en el interior de células para lograr un efecto curativo[4]. Como fácilmente puede entenderse, este avance procede de una acertada y novedosa simbiosis de unos conocimientos muy avanzados de biología molecular, microbiología y patología médica.
No obstante, en algunas ocasiones, la investigación nace de una casualidad o de un error. A este respecto, es paradigmático el caso de Alexander Fleming, descubridor de la penicilina, al observar en septiembre de 1922 que se producía una drástica disminución de la colonia bacteriana en un cultivo de estafilococos en el que habían caído unos mohos.
Para constatar que una investigación apreciable puede proceder de un error narraré ahora un suceso del que fui testigo durante mis años en la Escuela de Ingenieros de San Sebastián. A principios de los setenta, un profesor propuso iniciar un estudio para el que se encargaron al taller del departamento de Materiales de la Universidad de Sheffield probetas calibradas con diferentes porcentajes de cobalto. Este pedido se cursó mediante una carta en la que, por una equivocación mecanográfica, se deslizó inadvertido un pequeño lapsus ortográfico. Concretamente se sustituyó la letra o de Co, símbolo químico del cobalto, por una u, con lo que la aleación demandada pasó a ser hierro/cobre (Fe/Cu) en vez de hierro/cobalto (Fe/Co).
A todos nos extrañó el tiempo que tardaron en llegar las probetas y, aún más, la elevada factura que las acompañaba. Fabricar aleaciones de hierro con alto contenido de cobre supuso un verdadero reto tecnológico para nuestros colegas de Sheffield, que tuvieron que resolver un difícil problema de termodinámica del estado sólido.
Repuestos del consabido disgusto, y ya que no se podía despilfarrar un material tan costoso, se decidió modificar el planteamiento inicial para abordar la transformación martensítica en las aleaciones de hierro/cobre. En sí mismo, el tema era novedoso, y el trabajo desarrollado fue muy original, tanto que sus resultados dieron lugar a un buen número de papers en prestigiosas revistas internacionales −supongo que en aquellos momentos nuestros colegas pensarían que había en San Sebastián unos cuantos locos investigando sobre un tema inútil tecnológicamente−.
En los inicios de los años ochenta −ya había terminado por entonces esa investigación− una crisis económica obligó a una grave reestructuración drástica del sector metalúrgico. En estas circunstancias, el director de una acería situada en Goierri, que había logrado desenvolverse con éxito en un mercado europeo altamente competitivo, vino a nuestro departamento. Se había visto obligado a usar como materia prima la chatarra más barata del mercado, procedente del reciclado del automóvil y con elevados niveles de fracción de cobre.
Con el fin de producir un acero conformable y con unas determinadas propiedades mecánicas, había acudido a los más relevantes centros europeos de investigación. Y nos transmitió con asombro que todos le remitieron a nuestra Escuela de Ingenieros, como pioneros en las aleaciones de hierro/cobre. De resultas de esta entrevista se formalizó un contrato de gran envergadura que le permitió a esa empresa hacerse con una tecnología propia para la optimización estructural de aceros con alto contenido de cobre, que hoy día siguen fabricando.
Cuanto se ha afirmado hasta ahora podría aplicarse a un departamento fabril de I+D o a un laboratorio farmacéutico. Pero ¿qué aporta la investigación universitaria?
Por ser universitas scientiarum, la universidad debe ahondar en todas las áreas científicas que cultiva. Pero el solo fomento de los saberes no agota su dimensión investigadora, pues nació con la pretensión, que aún conserva, de dar una respuesta intelectual al mundo en que vivimos, y con la finalidad de dar unidad a la dispersión, para recuperar y reconstruir la unidad del cosmos. Por esta razón, la universidad ha de llevar a cabo la tarea de ordenar, armonizar y jerarquizar las verdades alcanzadas mediante un vivo, abierto e ininterrumpido diálogo interdisciplinar. Incluso me parece que debería dar un paso más: inquirir lo que tienen de común las verdades de las diferentes ciencias por el único hecho de ser verdad.
La investigación desarrollada en el seno de una universidad ha de tener, por tanto, dos características primordiales: la interdisciplinariedad en primer lugar; y, en segundo, que sea traslacional.
Nadie concibe en la actualidad que la investigación pueda ser realizada por una única persona, sino por un equipo generalmente integrado por científicos procedentes de distintas áreas complementarias. La tendencia de los centros más prestigiosos consiste en fomentar el trabajo conjunto de departamentos de saberes diversos que convergen en su interés por un problema. La fecundidad de ese contraste de saberes ha dado lugar a una fertilidad cruzada que ha desplegado horizontes nuevos en los que progresar; ha abierto nuevas áreas científicas y ha sido la causa de la revolución tecnológica que observamos −tan asombrosa que era impensable hace cincuenta años−, generadora de una nueva cultura y de un nuevo estilo de vida.
La crisis mundial suscitada por la pandemia reclama que se dé un paso más: que se amplíe la interdisciplinariedad hasta lograr una verdadera transversalidad, si el proyecto lo requiere. Esto entrañaría que la institución universitaria estuviera preparada para trabajar eficazmente con centros de investigación, equipos de I+D+i de empresas, observatorios independientes y organismos públicos y privados afectados.
Para justificar esta propuesta, basta con reparar en dos hechos: el papel insustituible que desempeñan los hospitales y los centros médicos de atención primaria al suministrar datos sobre cómo evolucionan los pacientes, cifras que resultan esenciales para orientar la investigación de vacunas y para validar posibles tratamientos. Y, también, la incertidumbre que se vislumbra en el futuro económico por no haber contado suficientemente con las organizaciones empresariales y laborales.
En las ciencias humanísticas y sociales la interdisciplinariedad ha de superar el individualismo y buscar formas de cooperación con equipos multidisciplinares. Ese modo de investigar entraña, posiblemente, la ruptura con la tradición secular de los modos de hacer de los grandes pensadores y juristas. Sin embargo, pienso que no hay ninguna razón para que el trabajo conjunto interdepartamental se presente como un obstáculo para la creatividad propia de un intelectual: es más, no abordar la investigación con esa metodología puede conllevar la pérdida de oportunidades de fortalecer el discurso intelectual.
A lo largo del confinamiento que hemos sufrido se ha constatado que la eficacia terapéutica no basta para superar la infección. Como la persona es una unidad psicosomática, es necesario paliar también en su ámbito más íntimo los efectos negativos originados por el covid-19. Y para cubrir este flanco se precisa contar con las humanidades, que deberían participar de la transversalidad a la que me acabo de referir. Tenemos la suerte de haber sido testigos privilegiados de la tarea tan humana y eficaz ejercida por el personal sanitario, sacerdotes, psicólogos, asistentes, voluntarios y cooperantes durante esta pandemia.
En el discurso pronunciado en una investidura de doctores honoris causa en la Universidad de Navarra en 1974, su fundador, san Josemaría Escrivá, señaló que «la Universidad no puede vivir de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres»[5]. Estas palabras recuerdan a la corporación académica que la alma mater no se justifica por la altura de su cometido sino por el servicio que presta a las personas con las que convive en cada época histórica.
Se ha de tender a que la investigación universitaria se traslade desde el ámbito académico al de la vida ordinaria, para lo que deberá encarar temas candentes que incidan en el bienestar social y económico de su entorno, colaborando con otras instituciones para sugerir propuestas cabales a los interrogantes planteados. Con esto no se pretende coartar la libertad de los profesores, sino tan solo manifestar que la investigación universitaria tiene que servir y, en la medida que sea posible, estar orientada hacia los problemas vigentes, sin descuidar la necesaria exploración en áreas que no tengan una utilidad práctica directa por su naturaleza o atemporalidad.
En el campo de las ciencias experimentales la dimensión traslacional no se reduce a la cesión del conocimiento −transferencia del know how−. Se trata, más bien, de involucrar en lo posible a departamentos universitarios con entidades productivas. Conseguirlo requiere formalizar foros y equipos estables de trabajo, donde profesores y profesionales colaboren sinérgicamente desde ámbitos industriales y académicos. En estos momentos asistimos al advenimiento de una nueva revolución industrial, denominada industria 4.0, cuya eclosión se augura para las próximas décadas, que no es ajena a este modo de proceder.
Si importante es la traslación de la investigación experimental, no lo es menos, en esta coyuntura histórica, la que concierne a las humanidades y ciencias sociales, por las repercusiones que estas disciplinas tienen en los comportamientos personales y las tendencias. En la modernidad líquida en que estamos inmersos es indispensable contar con referencias actualizadas y absolutas por las que guiarse, ya que, como ha observado Peter Berger, el relativismo cultural «puede degenerar en el fundamentalismo, pues el espíritu humano aborrece la incertidumbre en el que este le deja sumido»[6].
Para trasladar los resultados de la investigación humanística interdepartamental los descubrimientos deben aparecer publicados en monografías y en revistas del máximo rango en cada especialidad. Y, sancionados por la comunidad científica, debatirse en seminarios, foros y congresos nacionales e internacionales, además de divulgarse de modo atractivo en medios de comunicación de amplia difusión sociocultural.
Tras los espectaculares progresos de la medicina a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, ¿quién habría vaticinado hace un año que el virus SARS-CoV-2 iba a producir una pandemia que ha confinado a millones de ciudadanos y ha deteriorado gravemente la economía mundial? La ciencia no había contemplado esta contingencia y no ha sido capaz, todavía, de dar una respuesta adecuada.
Esta inesperada incidencia ha planteado un reto acuciante a la comunidad investigadora, especialmente del área biosanitaria. Para solventarla se van a destinar ingentes recursos económicos que −no hay razones para pensar lo contrario− van a producir relevantes avances de la ciencia médica y con ello se acentuarán las capacidades coactivas de los Gobiernos −ya no despreciables− y de los poderosos holdings que los están financiando.
Urge, por tanto, prestar especial importancia a la dimensión ética de la investigación, que debe estar siempre al servicio de la persona. No basta con la creación de comités éticos ad hoc: lo realmente eficaz es que los investigadores asuman vitalmente que su apasionante tarea es, respetando los límites naturales de los diversos seres, confeccionar poco a poco el puzle del universo en el que el hombre está destinado a vivir de acuerdo con su dignidad trascendente.
José María Bastero de Eleizalde, catedrático emérito y antiguo rector de la Universidad de Navarra.
Fuente: nuestrotiempo.unav.edu.
[1] Newman, J. H., Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria, Pamplona, Eunsa, 2011.
[2] Juan Pablo II, Discurso en la Universidad de Cracovia, 1987.
[3] Albareda, J. M.ª, Consideraciones sobre la investigación científica, Madrid, 1951, página 100.
[4] Anderson, W. F., Blease, R. M., Culver K., «The ADA Human Therapy Clinical Protocol: Points to Consider Response With Clinical Protocol», Human Gene Therapy. 1990 Fall 1, páginas 331-362.
[5] Escrivá de Balaguer, J., Discurso en la investidura de doctores honoris causa, 9.V.1974.
[6] Berger, P., Una gloria lejana, Barcelona, Herder, página 63.
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