Pretendemos ofrecer algunas ideas útiles tanto para la reflexión personal como para la formación que se imparte a personas que tienen ya cierto interés por la vida de oración
La oración es una actividad que involucra todas las facultades de la persona: inteligencia, voluntad, imaginación, sentimientos... También los afectos tienen un papel importante en la vida de oración pero, ¿cómo integrarlos armónicamente en nuestro diálogo con el Señor, para dirigirnos a Él con todas nuestras potencias?
Ofrecemos un artículo con algunas reflexiones útiles para preparar clases y charlas de vida cristiana sobre este tema.
1. La oración involucra a la persona entera
2. Círculos concéntricos del siquismo humano
3. Los afectos en la tradición orante de la Iglesia
4. La imprescindible personalización
5. El encuentro con Jesús de Nazaret
a) Mirada
b) Rostro
c) Corazón
6. Recogimiento interior
La oración involucra a la persona entera, sin ignorar ni disminuir ninguna de sus facultades o potencias: “el que ora es todo el hombre” (CEC, n. 2562). En este guion consideraremos algunas ideas sobre la oración resaltando uno de esos “componentes naturales del siquismo humano” (Ib): las pasiones, o emociones, sentimientos, afectos[1]. Pretendemos ofrecer algunas ideas útiles tanto para la reflexión personal como para la formación que se imparte a personas que tienen ya cierto interés por la vida de oración. Se acude a las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica y varios santos y doctores de la Iglesia, aunque sin pretender realizar una presentación sistemática o un estudio teológico.
Las pasiones son numerosas, pero “la más fundamental es el amor que la atracción del bien despierta” (CEC 1765). Por supuesto, el amor no es solo pasión, sino también acto o, mejor dicho, relación: una relación que llega al don de sí. En cualquier caso, hablar de afectos, sentimientos, pasiones o emociones en la oración será fundamentalmente hablar de amor. Prescindir de los afectos impediría que la totalidad de la persona fuera la que orara, pues nuestro ser –a la vez corpóreo y espiritual– tiene asegurado en ellos el puente que une ambos órdenes: “las pasiones… constituyen el lugar de paso y aseguran el vínculo entre la vida sensible y la vida del espíritu” (CEC, n. 1764).
Además, si al orar se prescindiera de los afectos, se podría correr el riesgo de plantear la relación con Dios de una manera desencarnada o de limitarla al mero cumplimiento de ciertos deberes. Faltaría la pasión del amor, que da a la oración encanto, alegría, embeleso. La vida espiritual aparecería entonces como una entrega lastrada.
Un amor meramente racional (la pura voluntad) no busca a Dios con amor afectivo, que incluye la ilusión, el gozo, la paz, el contento. Habitualmente, orar no debería resultar algo oneroso o agobiante, sino un quehacer grato, animante, deseado. Esto no quiere decir que se confunda el valor de la oración con los sentimientos que se experimentan: en la vida de oración hay también momentos en los que parecen faltar los afectos y los grandes maestros de espiritualidad han hablado de las purgaciones pasivas que el Señor permite en la vida de los santos. Sin embargo, lo que se quiere subrayar es que si la oración es de toda la persona, entonces en ella se integran los afectos con la inteligencia y la voluntad.
A lo largo de la Sagrada Escritura se puede descubrir cómo la oración involucra la dimensión afectiva de quien se dirige al Señor. A manera de ejemplo, se puede señalar cómo la oración de Moisés se presenta como un encuentro personal, entre dos amigos: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo» (Ex 33,11); el júbilo del Rey David al orar mientras conduce el Arca a Jerusalén (cfr. 2 S 6,14-23); de manera especial, la oración de los Salmos: «Descansa solo en Dios, alma mía, porque él es mi esperanza (…) Pueblo suyo, confiad en él, desahogad ante él vuestro corazón: Dios es nuestro refugio» (Sal 62,6.9), «mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua» (Sal 63,2), «mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3), etc.; la plenitud de la oración de Cristo, que se llena de gozo antes de una oración de agradecimiento: «se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra…» (Lc 10,21), no esconde su pesar al dirigirse al Padre antes de la Pasión: «En medio de su angustia, oraba con más intensidad» (Lc 22,44), etc.
Lo que venimos diciendo puede corroborarse en los siguientes textos:
“El principio del amor es doble, pues se puede amar tanto por el sentimiento cuanto por el dictado de la razón. Por el sentimiento, cuando el hombre no sabe vivir sin aquello que ama. Por el dictado de la razón, cuando ama lo que el entendimiento le dice... Y nosotros debemos amar a Dios de los dos modos, también sentimentalmente”[2].
“En realidad, eros y agapé −amor ascendente y amor descendente− nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general (…). Él [Dios] ama, y este amor suyo puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante, es también totalmente agapé”[3].
“…en esto han de traducirse nuestros ratos de oración mental. Una conversación de enamorados, en la que no puede haber lugar para la desgana o para las distracciones. Un coloquio que se aguarda con impaciencia… que se desarrolla con delicadezas de alma enamorada”[4].
Antes de seguir adelante, intentemos visualizar el lugar que los afectos ocupan en la estructura del siquismo humano.
Si nos estuviera permitido dibujar la estructura del siquismo humano −tarea por demás imposible, pues lo espiritual es irrepresentable−, trazaríamos círculos concéntricos. En el más externo aparecerían los cinco sentidos –vista, oído, tacto, olfato y gusto–, con los que se puede y se debe orar. Orar con los sentidos podría dar lugar a un amplio desarrollo: es lo que acontece, por ejemplo, con el incienso en una ceremonia litúrgica, con la sinfonía de colores de la vidriera de una catedral, con la música sagrada, con el beso a un crucifijo, etc., pero no nos detendremos por ahora en ello.
En el siguiente círculo concéntrico encontraríamos los apetitos sensitivos o emociones, cuyo empleo en la oración será parte del tema que nos ocupe en este guion. Luego aparecerían los sentidos internos, fundamentalmente la memoria y la imaginación, con toda una gama riquísima de sentimientos asociados, que son grandes aliados para la vida de oración, como se aludirá en estas páginas. Después, las facultades puramente espirituales: la inteligencia, que nos permite reflexionar sobre lo divino y lo humano, y la voluntad que, impulsada por la gracia, nos llevará al cumplimiento del querer de Dios: las decisiones, los propósitos. También lo espiritual de la persona se expresa en una suerte de afectos, más profundos y radicales, que retoman los anteriores.
Pero no termina ahí el mapa de nuestro siquismo. El círculo más interior es un misterio, el misterio de la persona, lo que realmente es y lo que en la Biblia se denomina, más de mil veces, corazón[5]. En realidad, toda oración, desde la más sencilla hasta la más sublime, debe proceder de ahí, de ese centro profundo, porque ahí está Dios: “Es el corazón el que ora. Si este está alejado de Dios, la expresión de la oración es vana” (CEC 2562).
Los afectos nos permiten acceder al corazón pues, como dijimos, son el puente entre la vida sensible y la vida del espíritu. Al estar situados “entre dos mundos”, el material y el espiritual, el punto de arranque será necesariamente el primero, pues Dios lleva al hombre al modo del hombre y el conocimiento empieza por el sentido. Para la oración afectiva será preciso, pues, partir de realidades sensibles. ¿Y cuál es esa realidad sensible principal que nos permite introducirnos en la vida del espíritu?
La respuesta es inmediata: Jesús de Nazaret: “Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo”[6]. Santo Tomás de Aquino lo explica diciendo que “debido a la debilidad de la mente humana, y del mismo modo que necesita ser conducida al conocimiento de las cosas divinas, así también necesita ser llevada al amor, como de la mano, por medio de algunas cosas sensibles que nos sean fácilmente conocidas, y entre ellas la principal es la Humanidad de Cristo, según lo que se dice en el Prefacio de Navidad: ‘Para que conociendo a Dios visiblemente seamos por Él arrebatados al amor de las cosas invisibles’”[7].
Como de la mano somos conducidos del amor humano al divino, sencillamente porque el Señor nos ha regalado el maravilloso instrumento de su Humanidad y a nosotros, que somos humanos, nos resultará fácil el acceso, desde ahí, a lo divino: “es gran cosa mientras vivimos y somos humanos, traerle humano”, exclama santa Teresa[8], y nos confía su propia experiencia: “comenzóme mucho mayor amor y confianza de este Señor en viéndole... veía que, aunque era Dios, que era hombre... y así, en todo se puede tratar y hablar con Vos como quisiéramos”[9].
La Humanidad Santísima de Cristo es la vía de acceso para la oración afectiva porque en Él, verdadero Dios y verdadero hombre, nos ha sido dado llegar a la unión de intimidad divina partiendo de algo tan familiar como cualquiera de quienes amamos: Jesús es uno de nosotros. De ahí que entre tantos motivos de agradecimiento al Señor por haber tomado nuestra carne no debamos olvidar este: haciéndose hombre nos ha simplificado notablemente nuestra referencia a lo divino.
Los maestros de espiritualidad han enseñado siempre la inseparabilidad entre la oración y los afectos. Una luminosa frase de san Juan Pablo II resume lo dicho por todos los grandes orantes. Define la oración como “verdadero y propio diálogo de amor”[10]. Un breve repaso de la historia lo confirma:
“La oración depende del amor” (PSEUDO-MACARIO, Homiliae 40, 1).
“La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él” (SAN AGUSTÍN, quaest. 64, 4).
“Por oración entiendo, no la que es solamente con la boca, sino la que surge del fondo del corazón (…). Por eso dice el salmista: Desde lo hondo grito a ti, Señor (Salmo 129, 1)” (SAN JUAN CRISÓSTOMO s. IV, Homilía sobre la incomprensibilidad de Dios, 5.)
“…no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (SANTA TERESA DE ÁVILA, Vida, 8, 2).
“...no está en pensar mucho, sino en amar mucho... no todas las personas son hábiles para pensar, mas todas lo son para amar” (SANTA TERESA DE ÁVILA, Vida 5, 2).
“Oración es subir el alma sobre sí y sobre todo lo criado, y juntarse con Dios y engolfarse en aquel piélago de infinita suavidad y amor” (FRAY LUIS DE GRANADA, Libro de la oración y la meditación).
“El demonio teme que se alcance por la oración un cierto grado de amor a Dios, porque sabe que cuando el alma llega a este grado ya no puede pertenecerle, o que si tiene la desgracia de alejarse de Dios, el recuerdo de la felicidad que ha probado en este amor le devolverá fácilmente a su deber” (SANTO CURA DE ARS, Proceso del Ordinario, 415)
“Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría” (SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Manuscritos autobiográficos C 25ro).
“Dios se acerca al alma de manera particular, conocida solamente por Dios y el alma. Nadie se da cuenta de esta unión misteriosa, es el amor que preside en esta unión y solamente el amor realiza todo. Jesús se da al alma de manera suave, dulce y en su profundidad está la serenidad” (SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, n. 622)
“Tu inteligencia está torpe, inactiva: haces esfuerzos inútiles para coordinar las ideas en la presencia del Señor: ¡un verdadero atontamiento! No te esfuerces, ni te preocupes. -Óyeme bien: es la hora del corazón” (SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 103).
“¡Dios mío, enséñame a amar! - ¡Dios mío, enséñame a orar!” (SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 66).
“Siempre he entendido la oración del cristiano como una conversación amorosa con Jesús, que no debe interrumpirse ni aun en los momentos en los que físicamente estamos alejados del Sagrario, porque toda nuestra vida está hecha de coplas de amor humano a lo divino..., y amar podemos siempre” (SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 435).
“La oración no es problema de hablar o de sentir, sino de amar” (SAN JOSEMARÍA, Surco, n. 464).
El amor no puede darse sino entre personas concretas. No es posible estar enamorado de un código o de una abstracción. Por eso la oración, incluyendo su dimensión afectiva, se apoya en la fe en un Dios que es Persona: “la oración cristiana está siempre determinada por la estructura de la fe cristiana, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura. Por eso se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios (…) un éxodo del yo del hombre hacia el Tú de Dios. La oración cristiana es siempre auténticamente personal”[11].
Al ser un diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios, un éxodo del yo hacia el Tú de Dios, la oración resulta, pues, profundamente personalista –encuentro de personas que existen, que viven, que son ellas mismas, que se miran, se hablan, se oyen–, y comporta siempre un éxtasis, un salir de uno mismo sin el cual el amor no se desarrolla. Aquí puede fracasar, y de hecho fracasa, la oración de muchos cristianos que han perdido el contacto con la Persona de Cristo. Quizá elucubran al orar, quizá razonan aspectos de la lucha ascética o mantienen monólogos que les aclaran ideas; quizá sus ratos de oración les sirven para organizar la jornada o sacar propósitos… pero, ¿encuentro personal?
Los afectos en la oración han de manifestarse entre personas concretas, no en torno a proyectos o realizaciones. Se trata de lograr la confianza y la seguridad de una Presencia amorosa[12]. Esta realidad permanece aún, como decimos, oculta para muchos. Pero aunque a veces lo logremos, siempre nos quedará algo por descubrir, al menos en toda su experiencia. Podríamos no conocer a Jesús así como conocemos a nuestros íntimos más íntimos. Podríamos conocer a la Persona de Jesús –aunque suene paradójico– impersonalmente.
Cada persona es una realidad singular. Y lo es, máximamente, Jesús de Nazaret. A diferencia de toda otra realidad, la persona −divina, angélica o humana− solo puede conocerse en persona, es decir, estableciendo con ella una relación directa, de modo que esa persona −en este caso, la Persona de Jesús− no sea ya un anónimo genérico sino un Tú específico.
Sería ilusorio suponer que este guion ofrezca la clave para que el lector lo logre. La vivencia que manifiesta Pablo en la carta a los filipenses[13] −o cualquier otro hombre o mujer espiritual a lo largo de la historia− es una gracia muy especial. Porque la gracia del contacto personal, ininterrumpido, transformante, con el Dios hecho hombre, es un don singular del Espíritu Santo. La experiencia del Apóstol –y de cualquiera que haya saboreado dicho conocimiento personal– es un gran regalo del Cielo. Pero no se nos concederá si no lo intentamos seriamente.
Camino privilegiado de la oración afectiva es el trato de amor con Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Para lograrlo, intenta traerlo con la fe y el amor del pasado histórico (hombre que vivió en Palestina en fecha remota), para encontrarlo vivo y actuante en nuestro momento presente. O bien, bajarlo del cielo donde está a la derecha del Padre, a este instante nuestro que es el suyo, oyendo su respiración y el palpitar de su pecho.
Jesús Nazareno, el hijo de José, el rabbí Jeshua bar-Joseph. Los que lo vieron advertían que sus ojos eran de un color muy preciso, y que su voz poseía un timbre muy personal. Sus contemporáneos −especialmente los que se abrían a su mensaje y a su Persona− conocían muy bien las expresiones que adquiría su rostro ante situaciones determinadas y, quienes lo amaban aún más, como su Madre, sintonizaban perfectamente con el contenido de su corazón.
Los afectos, como dijimos, conectan el mundo sensible con el espiritual. De ahí que no podamos prescindir de lo material en la oración afectiva. Hemos de lograr, sirviéndonos de todas nuestras demás facultades, la realización del Rostro de Cristo, así como también percibir el sentido profundo de su mirada cuando nos mira –me mira–, descubriendo además el sentir de su corazón cuando lo vemos oculto en el Sagrario o lo acompañamos, orando, en cualquiera de los momentos de su vida…, o lo traemos, orando, a compartir nuestra situación presente[14].
a) Mirada
Captar la mirada que Jesús dirige al que ora supone una gran ayuda para la oración afectiva: “Oración, que se expresa frecuentemente en una mirada: mirarle y sentirse mirado”[15]. No conocemos a nadie si evadimos sistemáticamente su mirada. Y al revés: si cruzamos nuestra mirada con la de Jesús descubriremos un Amor siempre aguardando: “Si le miras, te bastará contemplar cómo te ama…”[16]. “¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! Porque nos invade la certeza de que Él nos mira…”[17]. “El Maestro pasa, una y otra vez, muy cerca de nosotros. Nos mira...[18] San Juan Pablo II decía a los jóvenes: “¡Deseo que experimentéis la verdad de que Cristo os mira con amor!... Deseo a cada uno y a cada una que vosotros descubráis esta mirada de Cristo y que la experimentéis hasta el fondo…”[19].
Llegados a este punto podríamos pensar que cuanto hacemos en este modo de orar no son sino ejercicios imaginativos. Y sería verdad: eso son. Pero antes dijimos también que “el que ora es todo el hombre” (CEC, n. 2562). Dios cuenta con nuestras facultades y potencias para comunicarse con nosotros. En este caso, procuramos dirigir la mirada a Jesús y dejarnos mirar por Él apoyándonos en nuestra imaginación, informada por las virtudes infusas y los dones. Toda nuestra mente –por tanto, también la imaginación, la memoria, y las demás facultades– está inspirada por el Espíritu Santo. Emplear la imaginación en la oración, por tanto, es un medio para llegar a la unión con el Señor, para unirse a su voluntad. No se trata de hacer elaboraciones imaginativas complicadas o con una fuerte carga emotiva −en ocasiones, quienes están comenzando la vida de oración podrían caer en este equívoco−, sino simplemente de intentar contemplar a Jesús de Nazaret tal y como nos lo propone el Evangelio.
La mirada de Jesús es una mirada sutil, que se percibe tan solo en el claroscuro de la fe y se logra en el recogimiento y la quietud silenciosa. Entonces esa mirada nos dirá más que mil palabras. En los grandes espirituales llega a ser tan nítida que, al decir de Teresa, ellos con la sola mirada descubren la voluntad divina: “Como acá si dos personas se quieren mucho y tienen buen entendimiento, aun sin señas parece que entienden con solo mirarse; esto debe ser aquí que, sin ver nosotros, como de en hito en hito se miran estos dos amantes”[20]. La comunicación perfecta es propia del amor, y el amor hace tan inmediato el conocimiento que ni siquiera se precisa la expresión verbal[21]. De modo que en la oración afectiva muchas veces no será necesaria la pregunta: ¿qué tema llevo a mi oración? En realidad vamos fundamentalmente a estar con Él, porque eso es lo importante, y si algo sale de allí, bienvenido. El tema de nuestra oración será, habitualmente, Él: si hay otros, podrían ser aquellos que más nos conduzcan a su amor.
b) Rostro
Quien hace oración afectiva pasa casi insensiblemente de la mirada al rostro. Es como lograr que se complete el cuadro, porque el rostro dice más que la mirada: la integra. Explican los sabios que Dios no quiso dejar en el Evangelio dato alguno sobre la fisonomía de nuestro Redentor para que así Él fuera realizado en la personal formulación de cada corazón que lo buscara[22]. De ahí que esta labor sea más difícil que la de captar la mirada, porque el rostro completa la personificación de Jesús de acuerdo a nuestra semejanza con Él, de acuerdo a nuestra respuesta, a la docilidad que presentemos al Espíritu-Modelador. “Si quieres salvarte −enseña santo Tomás− mira el rostro de tu Cristo”[23].
La fisonomía divina de Jesús, aquella fisonomía íntima que los ángeles anhelaban contemplar, que nadie comprende y cuyos rasgos se adivinan a través de su Rostro humano cuando apareció en la tierra, es la misma fisonomía del Padre, así como su Corazón de carne deja traslucir para nosotros el insondable Amor divino. Al fin, toda nuestra eternidad consistirá tan solo en la visión intuitiva y sin mediación de Dios cara a cara; y esa cara del Padre la tenemos realizada ahora y por toda la eternidad en el Rostro de Jesús: “La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo”[24].
Cada varón y cada mujer porta su propio rostro. La huella de los individuos en sus rostros facilita el conocimiento: el rostro es el espejo del alma. Sabemos algo de los otros cuando accedemos a sus expresiones corporales (miradas, gestos, sonrisas, llanto…), pero mucho más cuando somos capaces de identificar interioridad y rostro en la singularidad de su existencia como sujetos. El rostro facilita el mutuo conocimiento, la relación personal, la implicación recíproca, el diálogo respetuoso; en definitiva, el descubrimiento de lo que los demás en realidad son. El rostro viene a ser algo así como la llave de acceso al corazón. Por eso Dios quiso tener un rostro, un rostro humano. Jesús es el rostro del Padre: “Dios hizo brillar su luz en nuestros corazones para que resplandezca el conocimiento de Dios en la faz de Jesucristo”[25].
Podemos en ocasiones estar lejos de la verdad en la oración, pues en lugar de volvernos hacia Dios nos dirigimos a algo que imaginamos ser Dios. Debemos esforzarnos por buscar el verdadero Rostro de Jesús, para que nuestra relación con Él se verifique: de otra manera aguardaremos en vano el dulce sobresalto[26]. Muy a menudo, nuestra percepción de Jesús se limita a un estereotipo (o a varios) que hemos elaborado en nuestros contactos, en nuestras lecturas, y aun en nuestras experiencias personales. No es que resulten despreciables, porque esos moldes hacen referencia a verdades dogmáticas, a escenas de su vida o a representaciones artísticas de la pintura, la escultura o la cinematografía. No son inadecuadas pero sí incompletas: el Verbo de Dios encarnado no se encierra en fórmulas fijas o en representaciones estáticas. Él es único para cada uno, y es único e irrepetible en cada oración y en cada circunstancia de nuestra existencia. La oración personal supera clichés y descubre la riqueza infinita del Otro que se nos hace presente con la variabilidad de un Amor siempre nuevo. Si queremos encontrar a Jesús tal como Él es, debemos ir con nuestras armas abatidas, en actitud de fe viva, con sosiego y libertad de corazón, dispuestos a un encuentro de dos personas que deben ser en verdad ellas mismas. “Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. −Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios... −Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡Él!”[27].
c) Corazón
En la oración afectiva −que es amor reconcentrado− no hay presencias que dificulten, ni mediaciones que recorten la comunicación: el flujo es limpiamente personal. El Señor resucitado está, actúa en lo más hondo del corazón, y está comunicando, a través de modos solo por Él previstos. De nosotros espera lo que podemos darle: la apertura de nuestro corazón que le haga posible unirlo al Suyo.
La oración afectiva no es mero sentimiento, aunque puede y debe incluirlo. Es bueno pulsar algunas fibras sensibles cuando oramos, para que se encienda la chispa entre el mundo sensible y el suprasensible. Podremos, por ejemplo, ayudarnos con las canciones limpias de amor humano (o las litúrgicas que nos ayuden más), así como con imágenes sagradas, especialmente las de Jesús crucificado o de la Santísima Virgen. O con las palabras de Jesús en el Santo Evangelio, escuchadas no en general, sino personalizadas: de Él a mí, de mí a Él; o con los apuntes de las luces que en otros momentos hallamos en nuestras notas personales.
Siendo tan fundamental el papel de los afectos en la oración, diremos, sin embargo, que el “verdadero y propio diálogo de amor” no se queda en la esfera de los apetitos sensitivos, sino que llega al corazón (de acuerdo al modo de entender corazón antes apuntado). La característica del amor verdadero es la unio affectus, tal como explica santo Tomás: el amor “lleva consigo la unión afectiva del amante y del amado, de modo que el amante juzga al amado como unido a él o como perteneciéndole, por lo que se mueve hacia él”[28]. Se distingue de la mera benevolencia, por la que podemos hacer un bien a otro (querer un bien para él), pero eso no significa sin más que lo amemos con la unión afectiva. “La benevolencia es un simple acto de la voluntad por la que deseamos un bien para otro, sin presuponer la mencionada unión afectiva (unione affectus) con él. Por tanto el amor, acto de la caridad, encierra la benevolencia pero añadiendo, en cuanto amor, unión afectiva (amor addit unionem affectus)”[29].
De manera que la oración afectiva no necesariamente se circunscribe al encuentro con la mirada, el rostro, las llagas, las palabras del Señor, sino que busca su Yo más íntimo, porque queremos unirnos a Él ahí, tener ahí su mismo sentir; lograr, en palabras del Catecismo, “el conocimiento interno del Señor para más amarle y seguirle” (CEC, n. 2715). Lo que buscamos es la con-cordia, la unión del corazones, la unio affectus.
Buscamos, pues, que el Corazón de Jesús y el nuestro latan con un mismo sentir, de modo que pueda irse dando un proceso unificador, “porque el que ama ya no posee su corazón, pues lo ha dado al Amado”[30]. Al final, el amor no es sino tener en el propio corazón todo y solo lo que tiene el corazón del Otro: el amor es unio affectus: “El amor es, en efecto, fuerza unitiva; y la paz es la unión de los corazones y de las voluntades”[31].
En los encuentros −y buscando la unio affectus, la unión de corazones−, consideremos que hay modos y modos de estar. Se puede estar físicamente cerca de alguien sin conectar con esa persona, por ejemplo, cuando nada nos liga al desconocido que viaja a nuestro lado en el autobús. Podemos incluso convivir mucho tiempo con otro, y hasta permanentemente, pero ese otro nos es indiferente. A tales personas les falta lo verdaderamente importante para estar realmente cerca: la unio affectus, la unión interior, la identidad de sentimientos y pensamientos, en una palabra, la identidad de mundos: “Y vale la pena amar al Señor. Vosotros habréis experimentado, como yo, que la persona enamorada se entrega segura, con una sintonía maravillosa, en la que los corazones laten en un mismo querer”[32].
El mejor ejemplo de la unión amorosa lo encontramos en el estar de María al pie de la Cruz; el Corazón de su Hijo y el suyo laten en un mismo querer. Si nos detenemos a contemplar lo que sucedía entre el Corazón de Ella y el de su Hijo, si captamos en el entrecruzarse de aquellas miradas el intenso flujo de amor silencioso, de unión de afecto, entenderemos algo mejor lo que supone realmente estar, lo que puede ser una intensísima oración sin palabras audibles[33].
Claro está que la unión de corazones entre María y Jesús no la aprendemos solo en el momento cumbre de la Pasión, ya que se dio siempre y se sigue dando ahora. Cómo sentiría Ella −pongamos por caso− al estrechar entre sus brazos al Niño, fundir su afecto íntimo con el afecto de Él. Adivinaría luego, instante tras instante, el motivo y la intensidad de sus acciones, dilatadas sus pupilas por la fe y el amor. Momentos de oración que, con nuestro ejercicio y las disposiciones interiores, seremos también nosotros capaces de experimentar: “¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre…”[34].
En la contemplación de la Humanidad de Cristo y en la unión con su corazón no es extraño que el Señor nos asocie también al misterio de su pasión, y que esa unión con su cruz se manifieste −como en su Humanidad− también afectivamente. Son esos periodos, como nos enseñó san Josemaría, que aparecen en la vida, y que se suelen describir con expresiones como aridez, sequedad, oscuridad interior. O bien como tentaciones en la intimidad de la persona. En la vida de los santos se presentan y la teología espiritual los designa con términos duros pero elocuentes, como la “noche”. Es el momento de unirse al corazón de Cristo en el Getsemaní, en la cruz y descubrir ahí, con la luz de la fe, un grado de unión con Dios especialmente intenso. “Imaginamos que el Señor, además, no nos escucha, que andamos engañados, que sólo se oye el monólogo de nuestra voz. Como sin apoyo sobre la tierra y abandonados del cielo, nos encontramos. Sin embargo, es verdadero y práctico nuestro horror al pecado, aunque sea venial. Con la tozudez de la Cananea, nos postramos rendidamente como ella, que le adoró, implorando: Señor, socórreme (Mt 25,25). Desaparecerá la oscuridad, superada por la luz del Amor. (…) Con la claridad de Dios en el entendimiento, que parece inactivo, nos resulta indudable que, si el Creador cuida de todos -incluso de sus enemigos, ¡cuánto más cuidará de sus amigos! Nos convencemos de que no hay mal, ni contradicción, que no vengan para bien: así se asientan con más firmeza, en nuestro espíritu, la alegría y la paz, que ningún motivo humano podrá arrancarnos, porque estas visitaciones siempre nos dejan algo suyo, algo divino. Alabaremos al Señor Dios Nuestro, que ha efectuado en nosotros obras admirables (Cfr. Job 5,9), y comprenderemos que hemos sido creados con capacidad para poseer un infinito tesoro (cfr. Sab 7,14)”[35].
“(Dios) esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser de tu alma (...) Quedando escondido con Él te sentirás como escondido (...) y le amarás y gozarás en escondido y te deleitarás con Él escondido” (SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, B, 1, 6).
La oración afectiva exige ámbitos de recogimiento y silencio interior: “Hay que saber estar en silencio, crear espacios de soledad o, mejor, de encuentro reservado a una intimidad con el Señor”[36]. “El recogimiento es el secreto de la vida de oración... La dificultad de la oración está en saber recogerse. Logrado esto, se ha logrado todo”[37]. “Del recogimiento depende todo. Ninguna fatiga empleada en esta tarea resulta inútil. Y aunque todo el tiempo destinado a la oración transcurriese buscándolo, sería bien empleado, porque en sustancia el recogimiento es ya oración. Más aún, en los días de inquietud, de enfermedad o de gran cansancio, puede ser bueno alguna vez contentarse con esa oración de recogimiento”[38].
La importancia del recogimiento interior para la comunicación de intimidad con Dios se nos volverá patente si comprendemos esta verdad fundamental: Dios no está tanto fuera cuanto dentro de cada uno, y es ahí, dentro de nuestro yo, donde debemos lograr la identidad de quereres, la unio affectus. Si no conseguimos esos encuentros y esas uniones en nuestro ámbito interior, jamás lo lograremos en el entorno que nos circunda. Fue la experiencia de san Agustín: “¡Tarde te amé, oh hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Yo te buscaba fuera y Tú estabas dentro de mí. Y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre esas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo...”[39]
El alma se recoge cuando, juntando todas sus potencias, entra en sí misma para encontrar al Señor allí. Debemos vigilar con celoso cuidado para que nunca abandonemos voluntariamente el control de nuestras facultades interiores, pues en tal caso perderíamos la conexión de nuestro corazón con el divino. Cuando, por ejemplo, permitimos que nuestra imaginación vague sin rumbo (o con un rumbo que nos daña), se produce en nuestra alma una dispersión de fuerzas que la incapacitan para entregarse, como debe, al solo ejercicio del amor. Este es el fin del recogimiento: unificar las fuerzas dispersas y perdidas en un vano despilfarro... para reconcentrarlas en Jesús, Huésped que habita en el interior de nuestras almas[40].
Como es claro, en todo el itinerario de la vida de oración, el gran protagonista es el Espíritu Santo. Es Él quien nos une a Cristo. Es Él quien nos introduce en la intimidad del amor de Dios y nos hace descubrir y vivir, de modo misterioso e inefable, la realidad de su amor infinito y de nuestra filiación divina. Por eso, el alma cristiana acudirá siempre al Espíritu Santo para que mueva nuestros corazones, como le pide la Iglesia en la preciosa secuencia de la Misa de Pentecostés.
Restablecida en la posesión de sí misma y en la unidad, puede entonces nuestra alma conversar amorosamente con su Huésped, que no cesa de invitarnos a las secretas comunicaciones. Pero estas solo serán posibles en el sosiego, en la atención exclusiva, en el recogimiento interior: “la verdadera oración −enseña san Josemaría−, la que absorbe a todo el individuo, no la favorece tanto la soledad del desierto como el recogimiento interior”[41].
Quien ora así descubre que el Amor divino está inclinado sobre él y, sintiéndose amado, ama. Ama con más intensidad cuanto más amado se sabe, y entonces da al Señor cuanto es y cuanto puede. El Señor responde con dones mayores, y todo resulta como un animado torneo de amor. Dijimos que en él no hay necesidad de pronunciar discursos, a veces ni siquiera palabras. La insuficiencia del lenguaje es corolario de la naturaleza del misterio de Dios, de la incapacidad del hombre para comprenderlo y del lenguaje humano para expresarlo. Por eso los espirituales precisan del símbolo y la comparación. Ellos piden prestadas las expresiones que menos mal lo hagan entender. San Josemaría hablaba de “estar borracho”, “loco de amor”, “besar las llagas”, “oír los latidos de su corazón”, “abrazar”, “hambre de ver a Jesús”, “meterse en la llaga del costado”, “amor arrebatador”, “hacer comedia ante Dios”, “deseo disparatado”, “sed de Dios”, “buscar sus lágrimas, su sonrisa, su rostro”...
Cuando el Espíritu Santo actúa intensamente con sus dones −y encuentra nuestra decidida colaboración−, los elementos de nuestro psiquismo se integran en el fondo de nuestro interior, donde Dios habita. Se crea así un espacio vital sagrado del que brota la felicidad, preludio de la contemplación eterna. La persona se entrega a Dios de una manera unificada, incluyendo aquellos elementos que con frecuencia parecen perder su órbita: las pasiones. Tal unificación vendría a ser como un eco remoto de la naturaleza íntegra que una vez tuvimos, perdida como consecuencia del pecado original. La orientación de todos los estratos de nuestro psiquismo hacia Dios –siempre bajo la acción soberanamente libre del Espíritu santificador–, proporciona ese principio integrador que trae consigo la paz profunda. Y al revés: “Cuando el mirar a Dios no es determinante, todo lo demás pierde su orientación”[42]
Ricardo Sada
Fuente: madurezpsicologica.com.
[1] Cabe diferenciar entre emociones, sentimientos y pasiones, pero dada la multitud de aspectos comunes entre ellas, aquí no las distinguiremos.
[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Super Ev. S. Matth., lect. 22, 4.
[3] BENEDICTO XVI, Enc. Deus est caritas, n. 7.
[4] BEATO ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta pastoral, 1-XI-1987 en Cartas de familia, I, 331 (AGP, biblioteca).
[5] “El corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito (según la expresión semítica o bíblica: donde yo "me adentro"). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; solo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza” (CEC, 2563).
[6] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 299.
[7] Suma teológica, II-II, q.82, a.3, ad 2.
[8] Vida 22, 9.
[9] Id, 37, 6.
[10] Carta Novo millenio ineunte, n. 32. El contexto es muy elocuente: “Nosotros, que tenemos la gracia de creer en Cristo, revelador del Padre y Salvador del mundo, debemos enseñar a qué grado de interiorización nos puede llevar la relación con él. La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: « El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él » (Jn 14,21)”.
[11] Carta Orationis formas, de la S. C. de la Doctrina de la fe, 15-X-1989. También sería válido hablar de oración en el sentido inverso: el Tú de Dios hacia el yo del hombre.
[12] Resulta llamativo que el Catecismo enseñe que no solo es la parte humana de Jesús la que nos desea, sino que ese deseo procede de las profundidades de Dios:“Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea” (CEC, 2560).
[13] “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo” (Filipenses 3, 8).
[14] Lo que decimos aquí de la Persona de Jesús es perfectamente aplicable, mutatis mutandis, a María Santísima.
[15] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta, 29-IX-1957.
[16] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 875.
[17] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 67.
[18] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Via Crucis, 8ª estación, n. 4.
[19] SAN JUAN PABLO II, Carta a los jóvenes y a las jóvenes en el año internacional de la juventud, n. 7.
[20] SANTA TERESA DE JESÚS, Vida 27, 10. Otros textos análogos de la santa: “No os pido ahora que penséis en Él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más que le miréis”. “Él, mirándome está. Los que oran están viendo que los mira”. La Santa une en una sola frase la actitud de Dios y del hombre: “Mire que le mira”.
[21] “La obediencia del corazón a Dios que llama es esencial a la oración, las palabras tienen un valor relativo” (CEC, 2570).
[22] “…vultum tuum, Domine, requiram! Muchas veces, cuando hago la oración solo, la hago a gritos, aunque sea oración mental. ¡Tengo hambre de conocer el rostro de Jesucristo!” (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, en Crónica 1975, p. 764 (AGP, biblioteca)).
[23] Comentario a la Ep. a los Hebreos 12, 2.
[24] SAN JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, n. 2.
[25] 2 Corintios 4, 6.
[26] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 296.
[27] SAN JOSEMARÍA ESCRIÁ, Camino, n. 212.
[28] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, II-II, 27, 2.
[29] Ib.
[30] SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico B, 9, 2.
[31] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica II-II, q. 29, a. 3 ad 3.
[32] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 220.
[33] La oración afectiva encuentra en la Pasión de Cristo, un manantial inagotable (SAN JOSEMARÍA, Via Crucis, Prólogo). Bastaría pensar, por ejemplo, en la conmoción que puede suponernos la contemplación de las Llagas de Cristo, que con tanta intensidad vivió san Josemaría según queda relatado en PEDRO RODRÍGUEZ, Camino, edición crítico-histórica, p. 459.
[34] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 95. San Juan Pablo II invita a lograr en el Rosario la unión con Jesús a través del corazón de María: “Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor” (Carta Rosaium Virginis Mariae, n. 12).
[35] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, nn. 304-305.
[36] SAN JUAN PABLO II, Homilía, 20-VIII-1980.
[37] JUAN BAUTISTA TORELLÓ, en el Prólogo de La vida en Dios, por un Cartujo, Rialp, Madrid 1956.
[38] ROMANO GUARDINI, Introduzione alla preghiera, Brescia 1948, p. 23.
[39] SAN AGUSTÍN, Confesiones, 10.
[40] Como inseparable compañera de la soledad de recogimiento está la soledad de ataduras, es decir, la libertad del corazón: “La sabiduría que conduce al conocimiento y, por tanto, al amor de Dios, florece en un corazón limpio” (SAN JUAN PABLO II, Homilía, 14-II-1980).
[41] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 469.
[42] BENEDICTO XVI, Audiencia general, 26 de septiembre de 2012.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |