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Un aspecto fundamental de nuestra existencia es la convicción de que Dios busca nuestra cercanía. El Antiguo Testamento nos muestra cómo el Señor insiste en ayudar a los hombres, a pesar de su falta de correspondencia. Con la Encarnación, el Verbo se hace "Dios con nosotros". Cumplida su misión terrena, Jesús sube a los Cielos, dejándonos la promesa de su segunda venida. La fe en la Parusía, así como la seguridad de que Cristo nos espera en el Cielo, llena a los cristianos de esperanza, y les impulsa a vivir sus días buscando la santidad aquí y ahora, con la certeza del triunfo final de Dios.
En el Símbolo Apostólico confesamos que Jesucristo, el divino Hijo encarnado, muerto, resucitado y glorificado a la derecha del Padre, ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Expresamos de este modo un aspecto crucial de nuestra existencia como cristianos: la convicción de que Dios es un Dios cercano y que busca nuestra cercanía. Es el misterio y la maravilla de un Dios que, por Amor, quiere la comunión con sus criaturas.
Las expectativas del antiguo testamento
Ya en el Antiguo Testamento encontramos la revelación —paradójica— de un Dios trascendente que, sin embargo, desea acompañarnos; deseo divino que brilla soberano en la historia de la salvación, a pesar de que los hombres —desde los albores de su historia— muchas veces se muestran vacilantes y con frecuencia eligen distanciarse de su Creador: «¿dónde estás?»[1], pregunta Dios a Adán tras el pecado original.
Con un amor fiel, Dios insiste en auxiliar a la humanidad caída. Como parte de su proyecto salvífico, constituye un pueblo que sea como germen de la humanidad recuperada. Este pueblo queda estrechamente vinculado a Él por la Alianza: es su pueblo, y Él su Dios[2]. La característica que distingue a Israel es precisamente la proximidad del Señor: «¿qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos, como lo está el Señor, nuestro Dios, cuantas veces le invocamos?»[3].
La situación privilegiada de Israel no siempre lleva a que sus miembros sean fieles al Dios de la Alianza. Una y otra vez caen en el pecado: faltas de fe y de obediencia, idolatría, inmoralidad... Los profetas, hombres inspirados, procuran hacer recapacitar al pueblo. Predican un día futuro de retribución: «¡ay de los que anhelan el día del Señor! ¿Qué será el día del Señor para vosotros? Será tinieblas y no luz»[4]. El acoso de las naciones vecinas sirve también como un recordatorio providencial del juicio divino. Paulatinamente crece la expectación del pueblo de ser rescatado de su mediocre e insatisfactoria historia de desamores, cuando llegue el “día del Señor”. Al principio la esperanza de salvación aparece formulada en términos más bien terrenos: la longevidad de vida y una descendencia abundante, la victoria sobre los enemigos o el restablecimiento de la nación después del exilio en Babilonia.
Sin embargo, gracias a la palabra de los profetas, se aprecia cada vez mejor el verdadero alcance del amor y poder divinos: Dios es capaz de otorgar toda suerte de bienes y de traer la liberación de todos los males, no tanto los físicos, sino sobre todo los morales. El día del Señor concederá a los hombres la santidad y la comunión definitiva con Él. «Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo»[5]; «os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis mandatos»[6].
Una figura misteriosa aparece en los vaticinios sobre el último día: el Mesías o Ungido de Dios. Según diversas profecías, será el responsable de inaugurar el definitivo Reino de los Cielos sobre la humanidad y el mundo. Vendrá del linaje de David[7], nacerá de una virgen[8], y —según la visión de Daniel— llegará sobre las nubes, como hijo del hombre, para recibir del Anciano la soberanía universal y eterna[9].
La esperanza cristiana
El decurso de la historia continúa hasta la «plenitud de los tiempos»[10], cuando el mismo Hijo de Dios se encarna para dar cumplimiento a las expectativas y promesas del Antiguo Testamento. El Verbo divino hecho carne realiza de manera sorprendente el título que le atribuye Isaías: «Emmanuel», Dios con nosotros[11]. ¡Dios con nosotros! ¡Ya acabó la espera, ya llegó el día de salvación! La encarnación —primera venida del Hijo de Dios a la tierra— es un hito único en la historia del acercamiento de Dios a los hombres.
Que Dios realmente «se ha puesto al lado de su criatura»[12] lo demuestra Jesús con palabras, hechos, y con su propia persona. «Yo os digo que hay aquí algo mayor que el Templo»[13]. «Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios»[14]. «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy»[15]. Jesús porta consigo los elementos de purificación y santificación, para acercar a los hombres al misterio de un Amor que quiere nuestra salvación. Pero obra según la ley de la humildad, desconcertando e incluso escandalizando a algunos: ¿por qué prescinde de la grandeza exterior? ¿por qué no ejerce su poder para aplastar a sus enemigos? Jesús se deja contradecir y perseguir, hasta ser apresado, condenado, y colgado ignominiosamente de una cruz. ¿Dónde están su potencia divina, su victoria, su Reino?
La lógica divina es diversa de la humana. La vida terrena de Cristo recorre un sendero humilde que, también según las profecías, ha de pasar por la cruz antes de llegar a la victoria. De hecho, según los pronunciamientos del Señor, Él se manifestará en toda su gloria y dominio sólo al final de los tiempos: «veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo»[16].
Cumplida su misión terrenal, Jesús sube a los cielos, dejando una profunda nostalgia en el corazón de los suyos, como sello distintivo del espíritu cristiano. «Hombres de Galilea», preguntan los ángeles, «¿qué hacéis mirando al cielo?»; y añaden: «este mismo Jesús, que de entre vosotros ha sido elevado al cielo, vendrá de igual manera a como le habéis visto subir al cielo»[17].
Consolados por tal promesa, los cristianos emplean la palabra griega parusía —que literalmente significa presencia o venida— para expresar su fe en el retorno del Señor. También hablan con ilusión de “aquel día”, o —con su mirada puesta en la Persona del Verbo que se hizo carne, víctima, y vencedor del pecado para rescatar a la humanidad— del «día del Señor» o del «día de Jesucristo»[18]; saben que en el Cielo está ya la Humanidad Santísima de Jesucristo glorificada como primicia de nuestra gloria, cuando Cristo «transformará nuestro cuerpo de bajeza en cuerpo glorioso como el suyo»[19], y que Él les espera allí: una espera esperanzada porque, desde su ingreso en el cielo, Jesucristo de algún modo hace ya presente la finalidad de la historia y la transformación del hombre y del universo. «Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2,18). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está decidida de una manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo” (Lumen Gentium, n. 48)»[20].
El núcleo de la esperanza cristiana
Así, el tiempo presente «es el tiempo del Espíritu y el testimonio, pero es también un tiempo marcado por la “tribulación” (cfr. 1 Cor 7, 26) y la prueba del mal»[21]; «el Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27) con el advenimiento del Rey a la tierra (…). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (1 Cor 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20)»[22].
Tal vez el paso del tiempo y el hecho de que el esposo tarde en llegar[23] haya llevado a algunos a imaginar en un futuro muy lejano “aquél día” prometido: han relegado a un segundo plano la expectación de la Parusía. En algunas mentes, además, parece haber menguado algo central de la esperanza mesiánica cristiana: el aspecto gozoso de la segunda venida de Jesucristo en majestad, poder y gloria, de modo que consideran el último día como un momento catastrófico, desprovisto de aspectos salvíficos. Por añadidura, la atención de algunos creyentes ha tendido a concentrarse en las “señales del fin”, con la pretensión de conocer su fecha exacta. A este estado de cosas puede haber conducido una interpretación demasiado literal de ciertos pasajes apocalípticos de la Biblia, los cuales, por ser de un género particular, requieren una lectura cuidadosa.
Puede decirse que en nuestros días existe el reto de recuperar la auténtica disposición cristiana ante la segunda venida del Señor: actitud de esperanza y alegría. El retorno del Señor es el momento en que el Hijo de Dios, encarnado, muerto y glorificado, se acercará a nosotros, los hombres, para incorporarnos plenamente a su Vida. Será el acto final de la historia de la salvación, cuando Cristo derramará en plenitud su Espíritu para resucitarnos a imagen suya y otorgarnos la plena participación en su victoria sobre el pecado y la muerte. Unidos a Él —la Cabeza— la comunidad de los santos completará el número de los elegidos que integrarán el «Cristo total»[24]. Y tal Cuerpo Místico se presentará entonces ante Dios Padre, como el proyecto consumado de filiación divina: hijos del Padre en el Hijo, y con el Hijo, por el Espíritu Santo. Dios será «todo en todos»[25]; la distancia entre Dios y las criaturas quedará superada, pero sin panteísmo, porque Él siempre es trascendente.
Para que la humanidad y el cosmos alcancen su estado definitivo de gloria, han de sufrir una transformación: pasar de su estado actual caduco e imperfecto a un estado definitivo. Al igual que Cristo, el «primogénito»[26], la creación debe vivir su Pascua. Y en este sentido han de entenderse los pasajes bíblicos que hablan de una disolución cósmica[27] y la creación de «nuevos cielos y nueva tierra»[28]: no se trata de una aniquilación del mundo actual (creado por Dios), sino más bien de su purificación de las manchas del pecado y de su transformación por la acción divina.
La fe nos indica que, en la nueva creación, reencontraremos de algún modo las cosas buenas que el hombre ha realizado en esta tierra. De manera análoga a como Cristo mudó de un estado mortal a un estado glorioso, el universo cederá paso a un mundo renovado. Su perfección será tal, que es difícil ahora imaginarla: «las cosas pasadas no serán recordadas, ni vendrán a la memoria»[29]; y al mismo tiempo, parte de esa gloria será el fruto del trabajo por el Reino de los Cielos de muchas generaciones de cristianos. «La divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa»[30], pues por medio de esa gracia podemos santificar las realidades nobles de este mundo, como prenda del mundo futuro que esperamos[31]. San Josemaría exultaba al considerar este aspecto de la Parusía, que anima la virtud cristiana de la esperanza: «“et regni ejus non erit finis”. —¡Su Reino no tendrá fin! ¿No te da alegría trabajar por un reinado así?»[32].
Los presagios del final
¿Qué decir de los eventos que, según las Escrituras, precederán el fin de los tiempos? La predicación del Evangelio por todo el mundo, las persecuciones, los falsos profetas, la gran apostasía, el Anticristo[33]… En primer lugar, esos signos trasmiten un mensaje válido para todos los tiempos: la música de la aproximación de Cristo encontrará su contrapunto en la resistencia de voluntades pecadoras. Mientras dure la historia habrá siempre una fuerza de oposición enfrentada al oleaje divino de salvación. Dios ha creado un universo de libertades, capaces de entregarse a Él: el designio divino precisa la libertad humana. Para eso ha dotado a las criaturas de la capacidad de responderle Amen o Non serviam.
Por esta razón, el Señor aludía a un doble misterio que habrá de realizarse hasta su retorno: la difusión del Evangelio en el mundo, por un lado, y la resistencia de las fuerzas del mal, por otro. Ha inaugurado el Reino de Dios en la historia, ciertamente; pero no ha erradicado completamente el pecado en el estado actual de viatores: está previsto en los planes del Padre un periodo —más o menos dilatado— para que crezcan juntos el trigo y la cizaña, una etapa de prueba y de fidelidad. En los últimos tiempos se recrudecerá el conflicto, ya que las fuerzas del mal aumentarán su resistencia en la medida que vayan cumpliéndose los plazos salvíficos establecidos por Dios. «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?»[34].
Las referencias bíblicas a esta fuerza de oposición utilizan términos variados, como «Hombre impío», «Hijo de perdición», «Adversario», o «Anticristo»[35]. Describen su naturaleza y actividad con un lenguaje gráfico a la vez que enigmático: son particularmente impresionantes las visiones del dragón y las dos bestias narradas en los capítulos 12 y 13 del libro del Apocalipsis. En el fondo, se trata siempre del gran misterio: el del “anti-evangelio”, la libertad rebelde que grita y difunde el Non serviam desde los albores de la historia de los ángeles y de los hombres, y se erige como estandarte opuesto a la paternidad de Dios. La Biblia no pretende dar una descripción exhaustiva de la forma en que se desarrollarán los acontecimientos de los últimos días, ni afirmar su fecha exacta.
Con respecto a la hora de la segunda venida, es importante recordar la afirmación del mismo Señor: «a vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad»[36]. «En el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre»[37]. De hecho, en parábolas como la de los talentos o la de las diez vírgenes Jesús insiste en lo incierto del tiempo de su regreso, animando en cambio a sus oyentes a vivir la vigilancia. “Velad”, “vigilad” es su consigna. Sabiamente decía S. Agustín, con respecto a la proximidad o la lejanía del último día: «el que reconoce que no sabe cuál de las dos posturas es verdadera espera en cuanto a la primera, y se resigna en cuanto a la segunda, y no se equivoca»[38].
De modo análogo al hecho de que el Reino de Dios está ya presente en misterio en la historia después de Cristo, los “presagios” se materializan también de algún modo ante los ojos de cada generación cristiana. La «impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo»[39]. Bien entendidos, los “presagios” del fin de la historia son de gran ayuda, pues son despertadores del amor y de nuestra esperanza en Cristo.
Y así, el cristiano vive sus días en la tierra con un estilo peculiar: sabedor de que el Señor no ha querido contarnos “todo” sobre el fin, pero convencido de que nos ha revelado lo suficiente para que podamos caminar por la senda de la salvación y la santidad aquí y ahora, con la certeza del triunfo final de Dios y los suyos. Una certeza que mira con nuevos ojos este mundo que pasa, pues «en esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones. Cristo nos espera. Vivamos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20) siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios. Perseveremos en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta en número y en santidad este ejército cristiano de paz, este pueblo de corredención»[40].
J. José Alviar. Universidad de Navarra
Notas
[1] Gn 3, 9.
[2] Cfr. Lv 26, 12.
[3] Dt 4, 7.
[4] Am 5, 18.
[5] Jr 31, 33.
[6] Ez 36, 26-27.
[7] Cfr. Is 11, 1-16; Jr 23, 1-5; 33, 15; Ez 32, 23.
[8] Cfr. Is 7, 14-16.
[9] Cfr. Dn 7, 13-14.
[10] Ga 4, 4.
[11] Is 7, 14.
[12] Juan Pablo II, Carta Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 4.
[13] Mt 12, 6.
[14] Mt 12, 28.
[15] Lc 4, 21.
[16] Mc 14, 62.
[17] Hch 1, 11.
[18] Cfr. 2 Tm 4, 8; 1 Ts 5, 2; Flp 1, 6.
[19] Flp 3, 21.
[20] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 670.
[21] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 672.
[22] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 671.
[23] Cfr. Mt 25, 5.
[24] Cfr. S. Agustín, Sermo CCCXLI, 11; In epistulam Ioannis ad Parthos tractatus, X, 3.
[25] 1 Cor 15, 28.
[26] Cfr. Col 1, 18.
[27] Cfr. Is 34, 4; 2 P 3, 10-12.
[28] Cfr. Is 65, 17-21; 66, 22; 2 P 3, 13; Ap 21, 1.
[29] Is 65 17.
[30] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 103.
[31] Cfr. 2 Pe 3, 13.
[32] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 906.
[33] Cfr. Mt 24, 14; Mc 13, 9-13.21-23; Ap 13; 1 Jn 2,18.22; 2 Ts 2, 3-4.
[34] Lc 18, 8.
[35] Cfr. 2 Ts 2, 3-4; 1 Jn 2, 18; 2, 22.
[36] Hch 1, 7.
[37] Mt 24, 43-44.
[38] San Agustín, Epístola CXCIX, 54.
[39] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 676.
[40] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 126.
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