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En Jesucristo se cumplen las antiguas promesas que Dios hizo a los profetas de Israel, al mismo tiempo que su predicación y su misma persona presentan una novedad radical. Por la fe, el cristiano puede superar con creces el último obstáculo en su camino: en el momento de la muerte, Cristo actúa en el cristiano convirtiendo su angustia y sus penas en fuerza corredentora, preparando su llegada al Cielo. Cristo ya ha derrotado al demonio, el pecado y la muerte. Por eso los Novísimos empiezan ya en la tierra; la renovación del mundo se está realizando por el poder salvífico de Dios, que actúa por medio de la Palabra revelada y de los sacramentos, y se manifiesta en la vida santa de los cristianos. Los hombres colaboran con los planes divinos, participan de modo activo en el cumplimiento de sus designios, acercando todas las cosas a su fin último.
El sentido de novedad, desde la Anunciación a la Virgen María hasta la Resurrección del Señor, recorre todo el Evangelio. En efecto, el Nuevo Testamento habla en mil modos diversos de un nuevo comienzo para la humanidad. La misma palabra “evangelio” quiere decir justo eso: la “buena noticia”. Desde el arranque de su ministerio público, Cristo anuncia abiertamente el cumplimiento de los tiempos y la venida del Reino de Dios. «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Pero esto no quiere decir que el Señor quiera cambiar todo. No es un revolucionario o un iluminado. De hecho, por ejemplo, para hablar de la indisolubilidad del matrimonio, toma como punto de partida lo que Dios hizo en el origen, cuando creó a la mujer y al hombre (cfr. Mt 19,3-9; Gn 2,24). Por eso declaró: «No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud» (Mt 5,17); y, en repetidas ocasiones, conminó a los discípulos a que cumplieran fielmente los mandamientos que Moisés comunicó al pueblo de parte de Dios.
Y sin embargo, en la predicación del Señor hay, sin duda, un aire nuevo, liberador. Por una parte, la doctrina de Jesús desarrolla elementos ya presentes en el Antiguo Testamento, como son la rectitud de intención, el perdón, o la necesidad de amar a todos los hombres sin restricción, en particular a los pobres y a los pecadores. En Cristo se da cumplimiento a las antiguas promesas que Dios hizo a los profetas. Por otra parte, la llamada del Señor se dirige de modo radical y perentorio no a un pueblo, sino a todos los hombres, a los que llama uno por uno.
La novedad de la presencia y actuación de Jesucristo se percibe también en otro modo, desconcertante a primera vista: muchos hombres lo rechazan. «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron», dice San Juan (Jn 1,11). Ese rechazo de parte de los hombres pone todavía más de relieve, si es posible, lo incondicional de la entrega y de la caridad del Señor con la humanidad. Además, este rechazo lo llevó derechamente a su muerte en la Cruz, libremente abrazada, sacrificio único y definitivo, fuente salvífica para todos los hombres.
Pero Dios fue fiel a su promesa, y la potencia del mal no pudo apagar la entrega divina de Jesús, como manifestó la Resurrección. La fuerza salvífica que Dios introdujo en el mundo por la encarnación de su Hijo, y sobre todo por su Resurrección, es la novedad absoluta, universal y permanente. Esto es percibido desde el inicio de la predicación apostólica: con alegría desbordante, los apóstoles proclamaron por toda Judá, por el Imperio Romano y por el mundo entero que Jesús había resucitado; que el mundo podía cambiar, que cada mujer, cada hombre podían cambiar; que ya no estábamos sometidos a la ley del pecado y de la muerte eterna. Cristo, asentado a la derecha del Padre, dice: «mira, hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). En Cristo, Dios ha tomado de un modo nuevo las riendas del mundo y de la historia humana, sumidos en el pecado, para llevarlos a su realización plena. A pesar de todas las dificultades que los cristianos de la primera hora tuvieron, miraban al futuro con esperanza y optimismo. Y contagiaban sin cesar su fe entre todas las personas que tenían alrededor.
La novedad de la vida eterna después de la muerte
En el mundo pagano era común considerar el futuro como una simple réplica del pasado. El cosmos existía desde siempre y, dentro de grandes mutaciones cíclicas, perduraría para siempre. Según el mito del eterno retorno, todo lo que tuvo lugar ayer, volvería en el futuro. En este contexto antropológico-religioso, el hombre sólo podía salvarse escapando de la materia, en una especie de éxtasis espiritual separado de la carne; o viviendo en este mundo, como decía san Pablo, sin miedo ni esperanza (cfr. 1 Ts 4,13; Ef 2,12). En los primeros siglos del cristianismo, los paganos siguen una ética más o menos recta; creen en Dios o en los dioses y les dirigen un culto asiduo, en búsqueda de protección y consuelo; pero les falta la esperanza cierta de un futuro feliz. La muerte era un puro truncamiento, un sin sentido.
Por otra parte, la voluntad de vivir para siempre es profunda en el hombre, como manifiestan los filósofos, los literatos, los artistas, los poetas y, de modo eminente, los que se aman. El hombre ansía perdurar; y tal deseo se manifiesta de múltiples modos: en los proyectos humanos, en la voluntad de tener hijos, en el deseo de influir sobre la vida de otras personas, de ser reconocido y recordado; en todo ello, se puede adivinar la tensión humana hacia la eternidad. Hay quien piensa en la inmortalidad del alma; hay quien entiende la inmortalidad como reencarnación; hay, en fin, quien ante el hecho cierto de la muerte decide poner todos los medios por conseguir el bienestar material o el reconocimiento social: bienes que nunca serán suficientes, porque no sacian, porque no dependen sólo de la propia voluntad. En esto el cristiano es realista, pues sabe que la muerte es el término de todos los sueños vanos del hombre.
En medio del dilema de la muerte y de la inmortalidad, el poder recreador de Dios se hace presente en la vida, pasión y Resurrección de Jesucristo. El creyente cristiano, unido con Él por el Bautismo y con los demás sacramentos, reproduce los hitos principales del paso del Señor por la tierra. Como escribe san Pablo a los Romanos, «fuimos sepultados juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en él con una muerte como la suya, también lo seremos con una resurrección como la suya» (Rm 6,4-5).
En efecto, el cristiano tiene la certeza de que Dios le ha dado la vida creándolo a su imagen y semejanza (Gn 1,27). Sabe que cuando experimenta la angustia de la muerte que se acerca, Cristo actúa en él, convirtiendo sus penas y su muerte en fuerza corredentora. Y está seguro de que el mismo Jesús, al que ha servido, imitado, y amado, le recibirá en el cielo, llenándolo de gloria después de su muerte. La grande y gozosa verdad de la fe cristiana es que, por la fe en Cristo, el hombre puede superar con creces el «último enemigo» (1 Cor 15,26), la muerte, abriéndose a la visión perpetua de Dios y a la resurrección del cuerpo al final de los tiempos, cuando todas las cosas se hayan cumplido en Cristo.
La vida no termina aquí; estamos seguros de que el sacrificio escondido y la entrega generosa tienen un sentido y un premio que, por la misericordia magnánima de Dios, van más allá de lo que el hombre podría esperar con las propias fuerzas. «Si alguna vez te intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?»[1]
Los novísimos empiezan de algún modo en la tierra
Aunque es cierto que la novedad cristiana se refiere principalmente a la otra vida, al más allá, la Iglesia enseña cómo la novedad de la Resurrección de Cristo ya está presente, de algún modo, en la tierra. Por más que dure el universo tal como lo conocemos, estamos ya “en los últimos tiempos”, seguros de que el mundo ha sido redimido, pues Cristo ha derrotado el pecado, la muerte, el demonio.
Como decía el Señor, «el Reino de Dios está ya en medio de vosotros» (Lc 17,21); “en medio” no sólo como una presencia externa, sino también como “dentro” del creyente, en el alma en gracia, con una presencia real, actual, eficaz, aunque todavía no del todo visible y completa. «La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cfr. 1 Cor 10,11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad (…); somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (cfr. 1 Jn 3,1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en aquella gloria (cfr. Col 3,4), en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cfr. 1 Jn 3,2)»[2].
En efecto, la Iglesia en la tierra es depositaria de esa presencia por adelantado del Reino de Dios; camina como peregrina en la tierra, pero todo el poder salvífico de Dios actúa ya de algún modo en el siglo presente, por medio de la palabra de Dios y de los sacramentos, especialmente la Eucaristía; poder salvífico que se manifiesta también en la vida santa de los cristianos, que viven en el mundo, sin ser del mundo (cfr. Jn 17,14). El cristiano es, ante el mundo y en el mundo, alter Christus, ipse Christus, “otro Cristo, el mismo Cristo”: se establece así una cierta polaridad en la vida de la Iglesia y de cada creyente entre el “ya” y el “todavía no”, entre el momento presente, ocasión de acoger la gracia y la plenitud final; tensión que tiene muchas consecuencias para la vida del cristiano y para la comprensión del mundo.
Esta realidad confirma, de una parte, la distinción que existe entre el orden natural y el orden sobrenatural. En efecto, la vida sobrenatural, basada en la fe y en la gracia de Dios, se inserta en el alma del cristiano, aunque no haya informado plenamente todos los aspectos de su vida. El cristiano vive metido en Dios y para Dios, y se esfuerza por comunicar los bienes divinos a los demás hombres. En la otra vida, la gracia, o vida sobrenatural, se convertirá en gloria, y el hombre alcanzará una inmortalidad completa, de cuerpo y alma, en la resurrección de los muertos. La vida natural, por el contrario, aunque perfeccionada por la vida de la gracia, tiene sus propias leyes, físicas y morales, y sirve como base para la vida familiar, social y política. La vida sobrenatural acoge y perfecciona la naturaleza, la lleva a plenitud, pero no queda como reducida por ella.
Otra consecuencia de la tensión entre el “ya” y el “todavía no” se expresa en la noción cristiana del tiempo y de la historia. Para el pensamiento pagano, casi siempre fatalista, los eventos de la historia estaban ya previstos y determinados de antemano por el fatum, el destino. El tiempo pasaba intocable e impertérrito, como espectador mudo y pasivo, enmarcando el curso de la historia. Pero el tiempo cristiano no es sólo tiempo que pasa; es espacio creado por Dios para crecimiento y progreso, para la historia y la redención. Dios actúa con su Providencia en el tiempo, para llevar el mundo y la historia hacia su plenitud.
También Dios ha querido contar con la respuesta inteligente y libre de los hombres, con las oraciones de los santos y las buenas acciones de muchos, para influir en el curso de los eventos. Como imagen suya, los hombres influyen en el curso de la historia: en unos casos para mal, como ocurrió con el pecado de Adán y Eva; pero sobre todo de un modo positivo, participando activamente en la realización del designio divino, precisamente porque el evento más relevante y eficaz, el que dio a la historia del mundo el viraje más radical, fue la encarnación del Hijo de Dios. Por eso, la colaboración humana más profunda y duradera en los planes divinos para cambiar el curso de la historia ha sido llevada a cabo por la Virgen, cuando acogió con un decidido fiat! al Hijo de Dios en su seno.
Los cristianos viven en el mundo conscientes de los pecados propios y ajenos, pero convencidos de que el mejor modo de aprovechar el tiempo es servir a Dios, para mejorar el mundo que nos ha confiado. De algún modo, el tiempo es plasmado por el hombre, es humanizado. La tensión escatológica se hace patente en la providencia divina, siempre presente en la vida de la Iglesia y de cada cristiano. «La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada ‘en estado de vía’, hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección»[3]. En efecto, Dios no ha hecho todo, hasta el último detalle, desde el inicio. Poco a poco, contando con la inteligente y perseverante colaboración de las criaturas, va acercando todas y cada una de ellas hacia su fin. Como hemos visto, el poder salvífico de Dios normalmente se hace presente en la vida del hombre de forma escondida e interior; similarmente, la providencia divina obra suave y ordinariamente, no sólo en los grandes eventos, sino también en los que, en apariencia, son más pequeños. Por ello el Señor invita a la plena confianza: «Así pues, no andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán» (Mt 6, 31-33). «Dios, que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos, que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia vida de fe para no desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en nuestras manos. Fe como la de los Reyes Magos: la convicción de que ni el desierto, ni las tempestades, ni la tranquilidad de los oasis nos impedirán llegar a la meta del Belén eterno: la vida definitiva con Dios»[4].
Desde el inicio de su existencia terrena, Dios llenó a la que sería la Madre de su Hijo con una extraordinaria abundancia de dones, humanos y sobrenaturales. Concebida sin pecado original, Ella era la «llena de gracia» (Lc 1,28). Durante su vida, en medio de un sinfín de pruebas y oscuridades, vivió heroicamente la fe y la contagió a los primeros discípulos de Cristo. Al final de su vida, exenta de cualquier pecado, fue asunta al cielo en cuerpo y alma, participando para siempre, como Reina de los Ángeles y de toda la creación, en la gloria del Señor. En Ella la promesa de Dios de llevar a los hombres a la gloria se ha verificado plenamente. Por ello, la Virgen es para cada hombre spes nostra, faro que nos ilumina y causa nuestra esperanza.
Paul O’Callaghan. Profesor ordinario de Antropología Teológica. Universidad Pontificia de la Santa Cruz
Notas
[1] San Josemaría Escrivá, Surco, n. 891.
[2] Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 48.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 302.
[4] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 32.
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