Vladimir Soloviev (1853-1900) ha sido redescubierto y colocado entre otros grandes espíritus cristianos que nos sirven de testigos de la fe y renuevan nuestro pensamiento: Newman, Chesterton, C. S. Lewis, Juan Pablo II…
“Las comparaciones son odiosas”, dice con experimentada razón un viejo adagio. Es fácil ofender, pero en la vida intelectual las comparaciones son útiles.
Soloviev, en su corta vida, no fue solo un académico y estudioso de biblioteca (que también lo fue), sino sobre todo un intelectual cristiano que vivó intensamente las grandes cuestiones de su entorno histórico y cultural. Por eso, es importante dibujar el fondo que refleja y sobre el que contrasta. Ante nosotros, Soloviev encarna aspectos centrales del cristianismo ruso, con su tradición ortodoxo-eslava y su resistencia cristiana ante lo anticristiano de la modernidad occidental. También representa una profunda apuesta por la unidad-comunión (sobornost) del cristianismo y del mundo, enraizada en la tradición mesiánica rusa y renovada por los eslavófilos. Pero él se atrevió a postular que el centro espiritual de la cristiandad, y por eso del mundo, es Roma. Pensó que su misión era trabajar por la unidad espiritual de la Iglesia y del mundo. Y en eso gastó su corta vida, con una profunda conciencia del valor y la necesidad de la sabiduría.
Rusia es un país inmenso, aunque la mitad de su inmensidad geográfica actual la ganaron los zares desde el siglo XVIII: la “hiperrusa” Crimea fue conquistada en 1774 (y de nuevo en 2017) y la vieja cuna de Rusia, Kiev, fue reincorporada a Rusia en 1775, tras haberla perdido en 1240 en la invasión mongola (y en 1991 se volvió a perder con la independencia de Ucrania).
Como todas las sociedades del pasado (y del presente) ha sido una sociedad piramidal: unos pocos nobles y altos funcionarios han estado arriba y mucho pueblo y bajo funcionariado, abajo. La diferencia con otras sociedades (comparación odiosa) es que la proporción de gente de abajo era muchísimo mayor. Y esa gente de abajo ha estado muy abajo, mucho más tiempo, y estaba repartida y como olvidada en un territorio inmenso. Por eso, y por la dureza del clima y de la historia, el mundo intelectual, filosófico y teológico ruso, ha sido, durante siglos, bastante reducido y concentrado en Moscú. Hasta la admirable y sorprendente floración de pensadores, literatos y científicos de finales del XIX.
En el ámbito teológico, ha habido grandes maestros espirituales (san Sergio, san Serafín de Sarov), pero apenas textos y tratados. En la enseñanza de los siglos XVIII y XX se usan manuales católicos y protestantes. La obra cumbre desde finales del XVIII es la Filocalía, piadosa recopilación de textos sobre la “oración de Jesús”. Y, en el ámbito popular, El peregrino ruso, que trata sobre lo mismo pero en un emotivo relato biográfico. Paradójicamente, la teología rusa florecerá en los años veinte del siglo XX y en París (Lossky, Evdokimov, Berdiaev, Boulgakov…) o en Nueva York (Florovsky, Meyendorf), por la emigración de teólogos y pensadores, con motivo de la revolución rusa. Sin olvidar la interesante figura de Pawel Florensky (1882-1937), que se queda en Rusia. Soloviev es un precursor original, singular y representativo de un mundo interesante.
El pueblo ruso es profundamente cristiano hasta la revolución de 1917 y el régimen comunista. La liturgia y la vida de los santos (venerados en iconos) marcan el ritmo de la vida. El sentimiento nacional está sustentado en la tradición ortodoxa heredada de Bizancio y traducida al eslavo.
Pero desde la caída del imperio bizantino en 1453 Rusia, que entonces comienza su expansión, se queda sola defendiendo la verdad cristiana (la Ortodoxia) y a los pueblos eslavos ante los musulmanes orientales y ante los “heréticos” occidentales (católicos y protestantes). La historia, según la ven, les otorga esa misión. Moscú se considera popularmente la “tercera Roma”, con su cabeza política, el zar (palabra que viene de “césar”), emperador cristiano, y con su patriarcado. Para el nacionalismo ruso que crece hasta el XVIII (y sigue hasta hoy), la Ortodoxia eslava, la nación rusa con el zar y su misión cristiana en el mundo, son lo mismo. Además, el clero y los monjes proceden en su mayoría del pueblo. Y repartidos en unos territorios tan dilatados no siempre han recibido mucha instrucción.
En ese contexto se extiende la profunda conmoción que produjo la reforma de Pedro I el Grande (medía más de dos metros, y vivió entre 1672 y 1725). Avergonzado ante occidente por el retraso económico y militar de Rusia, decidió modernizar desde arriba, como es propio de un autócrata (palabra que en la tradición imperial rusa no es un insulto sino una definición). Suprimió las barbas, impulsó la educación, modernizó la administración y sustituyó el patriarcado de Moscú por un gobierno presidido por funcionarios. Las élites tendieron a repartirse entre los occidentalizados de corte ilustrado y masónico (sin barbas), muy separados del pueblo, y los reconvertidos a la tradición, fuertemente nacionalistas e impregnados de sentimientos antioccidentales (con barbas). Pero la modernización no llegó al pueblo: los campesinos pasaron de siervos a casi esclavos, que se podían vender hasta 1861.
La tensión entre tradición y modernidad se amplía en el siglo XIX. Casi todos los intelectuales proceden de los mismos ambientes acomodados de la sociedad de Moscú (y ahora también de San Petersburgo) y se dividen entre los prooccidentales (sin barba), que siguen el curso la modernidad (racionalista, idealista, positivista, nihilista…) y quieren desprenderse del pasado ruso, y los conversos a la tradición nacional y ortodoxa. Son “conversos”, porque casi todos han retornado desengañados de su camino hacia la modernidad. Muchos han recuperado también su fe ortodoxa. Casi todos se han vuelto simbólicamente hacia el pueblo, donde creen encontrar el alma de la Rusia eterna y auténtica, con su misión cristiana en el mundo. Y se han dejado barba.
En sentido estricto, se llama “eslavófilos” a los más comprometidos (los hermanos Aksakov y los hermanos Kireevski), y a veces a los más nacionalistas, pero en sentido amplio se puede aplicar a muchos más. Por ejemplo, al mismo Dostoievsky. Tolstoy, en cambio, quedaría a medio camino: porque quiere acercarse al pueblo, pero le disgusta la ortodoxia tradicional que le parece inculta y supersticiosa.
También participa de ese espíritu el poeta, dramaturgo y pensador Alexei Khomiakov (1804-1860). Se empeñó en defender ante el occidente decadente los valores religiosos y culturales del pueblo ruso. Y comparó las estructuras de las iglesias, destacando la organización sinodal y de comunión propia de la iglesia ortodoxa, frente a la desorganización protestante o el gobierno “monárquico” católico. Usó la palabra sobornost para designar la unión espiritual orgánica propia de la Iglesia. Viene de sobor, que se usa en eslavo para designar los concilios y asambleas eclesiásticas. Por eso, sobornost se puede traducir por sinodalidad o comunión eclesial. Sus reflexiones, a través de los intelectuales emigrados a París, influyeron claramente en la teología católica de la comunión eclesial.
Soloviev conecta con aspectos de la tradición eslavófila, pero se distanció de los más radicales porque le molestaban su nacionalismo cerrado y su anticatolicismo. Además la comunión universal que proponía es más universal y teológica que la de Khomiakov y supone el primado de Pedro, propuesta escandalosa e inaceptable para los nacionalistas conservadores. Todo esto lo defiende en Rusia y la Iglesia universal (1889), traducida al castellano (online).
Soloviev fue un espíritu precoz con una vida intensa de apenas 47 años (1853-1900). Tenía una inteligencia audaz y abierta. Como Dostoievsky, de quien fue amigo, tenía mucho de visionario y profeta. Se conserva un poema donde cuenta las tres veces que contempló la Sofía (Sabiduría divina), desde los 9 años.
Procedía de una familia culta de tradición eclesiástica. Su abuelo fue sacerdote ortodoxo. Su padre, Sergei, dejó los estudios eclesiásticos y se dedicó a la historia. Fue preceptor del zar Alejandro III y rector de la universidad de Moscú, y escribió una famosa historia de Rusia en veintinueve volúmenes. Además de Vladimir, otros dos hijos y una hija fueron poetas (y uno de ellos famoso novelista), y tuvo un nieto sacerdote católico.
Al joven Vladimir le interesaba todo. En la secundaria encauzó sus deseos de sabiduría hacia las ciencias positivas. Pero el espíritu positivista y materialista de esas disciplinas le enfrió la fe, hasta considerarse ateo en torno a los catorce años (tiró sus iconos por la ventana). Pero también se sintió vacío y desencantado. Allí no estaba la sabiduría que anhelaba. Empezó a leer filosofía, a Spinoza y de los idealistas alemanes, y esto le devolvió una comprensión del mundo donde lo espiritual y Dios tenían que estar en el fondo. El combate que dividía a la intelectualidad rusa entre la modernidad y el cristianismo tradicional, se había desarrollado en su alma.
Abandonó los estudios de ciencias en la Universidad y se examinó de todas las materias de filosofía en muy poco tiempo. A la vez, siguió cursos en la academia de teología de Moscú, pero luego prefirió estudiar teología por su cuenta. Presentó sus tesis de filosofía y entró como profesor en la Universidad de Moscú (en 1874, con 21 años). Hizo un largo viaje por Inglaterra (con mucho estudio en el Museo Británico) y Egipto (1876). A la vuelta, dio brillantes cursos y se hizo muy conocido. Tras el asesinato del zar Alejandro II, defendió que un Estado cristiano tenía que saber perdonar la pena de muerte. La corte no lo entendió y fue apartado de la docencia universitaria (1881). Desde entonces se dedicó a estudiar, escribir en revistas, dar conferencias y preparar sus libros.
Leyó abundantemente la historia de la Iglesia y de los Concilios, y a los Padres de la Iglesia. Cada vez veía más clara la cuestión del primado romano y entendía que su misión era favorecer la unión explicándolo. Tropezó con prejuicios prácticamente insalvables. El Santo Sínodo de la Iglesia rusa le prohibió escribir sobre cuestiones teológicas (1884). Tuvo que publicar en el extranjero. En 1886 entró en contacto con el obispo católico Strossmayer, gran promotor de la unidad de las Iglesias. Se convenció de que había que confiar la unión más a la acción del Espíritu Santo (y quizá a la Escatología). Y el 18 de febrero de 1896 fue recibido en secreto en la Iglesia católica.
Aunque su vida fue breve, su obra es bastante amplia y orgánica y tiene unos estándares académicos muy altos para su época: estructura, orden, citas... Refleja sus descubrimientos y transformaciones. Y se concentra en dos cuerpos con dos grandes temas: la sabiduría y la Iglesia.
El primer cuerpo está formado por su primera reacción ante el pensamiento occidental, Crisis de la filosofía occidental (1874), dedicado a la crítica del positivismo. Y por la defensa de la intuición y la sabiduría (sofía) frente al racionalismo, en Crítica de los principios abstractos (1877-1880). Así justifica el espacio de conocimiento sapiencial propio de la filosofía y de la fe.
El segundo cuerpo, sobre la Iglesia y su misión, comienza con las Lecciones sobre el Dios humanado (1878-1881), sobre la unión de lo humano y lo divino en Jesucristo y su capacidad para salvarnos. En Las bases espirituales de la vida (1882-1884), trata de la necesidad de la verdad revelada y salvadora, que une a Cristo, pero no individualmente, sino en la Iglesia. En Rusia y la Iglesia universal (1889), ya citada, estudia el papel del primado romano en la Iglesia, y su aceptación consciente y pacífica por el oriente cristiano durante el primer milenio. Las viciadas raíces políticas del cisma y la necesidad de la unión ya habían sido abordadas en El gran debate y la política cristiana (1883) y vuelven a aparecer en Bizantinismo y Rusia (1896). Sobre la misión de la Iglesia y su relación con la sociedad tratan los Tres diálogos (1899-1900). Y pone punto final su Relato del Anticristo, de tono apocalíptico.
Aparte tiene dos notables estudios sobre El sentido del amor (1892-1894) y La justificación del bien, donde aborda los temas básicos de la moral (moral fundamental). Queda mencionar un conjunto de escritos menores y una correspondencia muy interesante, porque mantenía amistades profundas. Sus amigos dejaron muchos recuerdos que han permitido construir estupendas biografías (como la de Maxime Herman).
Venerado por Berdiaev o Zukov como el mayor genio del pensamiento ruso, suele ser desconocido o ignorado por los historiadores occidentales de la filosofía, con la honrosa excepción de Frederick Copleston en el tomo X de su monumental Historia de la Filosofía, dedicado a la filosofía rusa (Khomiakov, Soloviev, Berdiaev, Dostoievsky… incluso Lenin), que no ha sido traducido al castellano. En cambio, se han traducido bastantes obras de Soloviev y escrito algunas tesis, como la de Miriam Fernández Calzada, Vladimir Soloviev y la filosofía del siglo de plata, que he consultado con provecho.
Juan Luis Lorda, en Revista Palabra.
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