Mayo del 68 puso de manifiesto una crisis cultural, y sus repercusiones tuvieron trascendencia para la vida de la Iglesia y para la teología
Las controversias teológicas importantes no estallan de improviso. Dependen de procesos de larga duración y de gran calado teórico. Lo constatamos, una vez más, en la crisis teológica del 68, que describiré esquemáticamente en los párrafos que siguen. Primero hablaré de los antecedentes remotos y, después, de los desarrollos teoréticos de esa década prodigiosa.
Cinco líneas doctrinales delimitaron, a mi entender, el espacio teológico del 68: la absolutización de la libertad individual, la autonomía de la conciencia moral frente a instancias heterónomas, la crítica de la razón histórica, el freudo-marxismo y el marxismo de rostro humano.
a) Sobre la absolutización de la libertad
El análisis teológico de la libertad se complicó a comienzos del siglo XVI. Martín Lutero, bebiendo en fuentes tardomedievales, problematizó las relaciones de la gracia con la libertad, de lo cual es testigo su ensayo De servo arbitrio (“La libertad esclava”), publicado en 1525, como respuesta a un De libero arbitrio de Erasmo de Rotterdam, aparecido el año anterior. La libertad, según Lutero y otros teólogos de esa época, habría quedado tan deteriorada por el pecado original, que ya no sería propiamente libre, sino esclava. El Concilio de Trento tomó cartas en el asunto, al condenar que el libre albedrío (o capacidad de elegir) se hubiera extinguido con el pecado original.
En la segunda mitad del siglo XVI, el análisis de la libertad pasó a ser tema estrella de la discusión teorética. Después de Miguel Bayo estalló la crisis de auxiliis y, como consecuencia, irrumpió, a mediados del siglo XVII, el binario jansenista “libre en la necesidad” y “libre en la coacción”, exagerando la identificación sin matices de la libertad con la voluntad.
Así, pues, y por la ley del péndulo, ante una continua negación o, al menos, una ablación de la libertad, la reacción no podía ser otra que una absolutización de la libertad. La evolución de las ideas estaba a un paso de considerar la libertad como una facultad independiente, y no ya como el momento interior y deliberativo de la volición; o, lo que es lo mismo, estaba a un paso de considerar que toda inclinación de la voluntad es necesariamente libre, sin que medie deliberación o elección alguna.
En las paredes de La Sorbonne y durante los hechos del 68, se pudo leer un grafito, tomado del Marqués de Sade (†1814), que decía: “La liberté est le crime qui contient tous les crimes; c’est notre arme absolue!” (“¡La libertad es el crimen que contiene todos los crímenes: es nuestra arma absoluta!”). La segunda parte del grafito nos lleva directamente a Friedrich Nietzsche (†1900), que consideró la libertad como el arma absoluta para la total emancipación. Entiende el filósofo alemán que las normas sociales, aunque justas, son siempre un obstáculo para la libertad. El sometimiento a unas reglas nos empequeñece, nos esclaviza, nos hace mediocres. Sólo los espíritus superiores y aristocráticos pueden emanciparse de esos círculos restrictivos, por el uso de una libertad sin límites.
b) La autonomía de la conciencia moral
Según el neokantiano Wilhelm Dilthey (†1911), el “hecho de la conciencia” determinó el origen de la modernidad. Si antes se consideraba que el juicio moral supone una ley que yo no me he dado, “inscrita en mi corazón” según San Pablo, o sea, una sucesión de fuera hacia dentro, a partir de la modernidad se invirtió el proceso, desde el interior hacia el exterior, en busca de certezas. La formulación metódica de este camino correspondió a Descartes. En el campo religioso la autoría se debe a la Reforma.
En efecto, la primacía del “hecho de la conciencia”, como elemento catalizador del cambio religioso del XVI, puede rastrearse ya en el comentario de Lutero a la carta paulina a los Romanos, en el pasaje en que se habla de la conciencia moral (Rom 2, 15-16).. Lutero entiende, al comentar tal perícopa, que Dios no puede modificar el veredicto de nuestra conciencia, sino sólo confirmarlo (WA 56, 203-204). Por esta vía, y exagerando las pretensiones del Reformador, se apunta hacia la prioridad absoluta del autoexamen. Se afirma una disyuntiva insalvable entre el heterojuicio y el autojuicio, prevaleciendo este último. No soy juzgado; me juzgo. Soy yo, en definitiva, quien decide sobre la bondad o maldad de mis propias acciones y la sanción que merecen.
c) El límite crítico de la razón histórica
La tercera coordenada del espacio teológico del 68 hunde sus raíces en las tres críticas kantianas (de la razón pura, de la razón práctica y del juicio) y, sobre todo, en la crítica de la razón histórica de Friedrich Schleiermacher (†1834). Cuando Immanuel Kant (†1804) dejó fuera del alcance del conocimiento metafísico a Dios, el alma y el universo, abrió las puertas al agnosticismo teológico, psicológico y cosmológico. Al fracasar la metafísica en su supremo intento, la teología quedó a merced de los sentimientos y emociones. Con la crítica de Schleiermacher, los hechos históricos también se alejaron del espíritu humano. El círculo hermenéutico cerró el camino a los orígenes de la Iglesia y a la continuidad esencial entre el ayer y el hoy, y abrió un hiato insalvable entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe.
d) El freudomarxismo
Debemos referirnos también a Sigmund Freud (†1939), que descubrió esas zonas de indeterminación de la libertad, que se balancean entre el sueño y la realidad, el consciente y el subconsciente. La terapéutica freudiana de la descarga psíquica y el “descubrimiento” del impulso sexual enmascarado y reprimido contribuyeron a las formulaciones freudomarxistas de Herbert Marcuse (†1979) y otros representantes de la Escuela de Frankfurt.
Marcuse señaló que todos los hechos históricos son restricciones que comportan negación. Es preciso liberarse de tales hechos. En algún sentido la represión sexual, señalada por Freud, es concomitante con la represión social que detectamos históricamente. Con todo, las clases reprimidas no son conscientes de ser explotadas y, por ello, no pueden reaccionar. En consecuencia, la conciencia revolucionaria tiene que aflorar en grupos minoritarios ajenos al sistema, no objetivamente explotados, que comprenden que la tolerancia es represiva y se rebelan contra ella.
e) El marxismo de rostro humano
Queda por señalar un último inspirador del 68: el comunista Antonio Gramsci (†1937), que elaboró la doctrina acerca de la “hegemonía” por la vía cultural. Si un estamento social pretende la hegemonía, debe imponer su propia concepción del mundo y ganarse a los intelectuales. Si este grupo no logra su propósito, surge otro bloque que desplaza al dominante, por medio de un fenómeno revolucionario. La dialéctica histórica se manifiesta, por tanto, entre el dominio de una clase hegemónica, que no alcanza a imponer su proyecto, y la aparición de una clase subalterna que se transforma en dominante dominante, al implantar un proyecto alternativo más satisfactorio. En todo caso, la conquista del poder político exige la previa conquista de la hegemonía cultural.
La generación teológica de los años sesenta padeció las influencias señaladas, que cuestionaban aspectos fundamentales de la tradición cristiana. Como en cualquier debate, hubo de todo, aunque, por su notoriedad y reflejo en los medios, sonaron más las síntesis menos afortunadas que las que alcanzaron buen puerto.
Como testimonio de esos años tan convulsos y complejos quedan tres controversias de gran alcance: la contestación a la encíclica Humanæ vitæ; la polémica sobre el carácter escatológico (o no) del “reino de Dios”; y la diatriba acerca de la “muerte de Dios”.
a) La encíclica Humanæ vitæ y su contestación
El 15 de febrero de 1960 la Food and Drug Administration (FDA) aprobó en los Estados Unidos de América el uso del Enovid como anticonceptivo, y desde ese momento su empleo se extendió por todo el mundo, planteando numerosos interrogantes a la teología moral. Juan XXIII constituyó una “Comisión para el Estudio de la Población, Familia y Natalidad”, que Pablo VI confirmó y amplió. Las conclusiones de esa comisión llegaron en forma de un documento (Documentum syntheticum de moralitate regulationis nativitatum). Como no todos los miembros de la comisión concordaban con ese dictamen, el texto pasó a denominarse “informe de la mayoría”, frente a otro “informe de la minoría”, es decir, de los discrepantes a la autorización de la píldora.
El argumento principal del informe de la mayoría se apoyaba en el “principio de totalidad”, según el cual, toda acción moral debe ser juzgada en el marco de la totalidad de la vida de una persona. Si una persona se ajusta de ordinario a los principios morales fundamentales de la vida cristiana, aunque en actos aislados no se comporte según esos principios fundamentales, tales actos no pueden considerarse inmorales o pecaminosos, porque no alteran la opción fundamental asumida. Cada uno puede construir su trayectoria vital, a propia voluntad, según el dictamen autónomo de su conciencia moral y con plena y absoluta libertad. Así formulado, el “principio de totalidad” era (y es) ajeno a la tradición de la Iglesia, porque olvida que la fuente principal de la moralidad es la misma obra realizada. Hay que sostener, siempre y en todo caso, que caben obras intrínsecamente malas, cualesquiera que sean la intención del agente y las circunstancias.
Por eso, y basándose en el informe de la minoría, Pablo VI promulgó la encíclica Humanæ vitæ, el 25 de julio de 1968. La encíclica estableció dos principios, uno de carácter general y otro relativo al tema debatido: 1º) que corresponde al magisterio de la Iglesia la interpretación auténtica de la ley natural; y 2º) que en la vida matrimonial son inseparables la unión de los esposos y la apertura a la procreación.
Al cabo de veinte años de Humanæ vitæ¸ y después de una “contestación” espectacular, en la que destacaron Bernhard Häring (†1998) y Charles Curran, apareció la importante instrucción Donum vitæ (1987) sobre el respeto a la vida humana naciente y a la dignidad de la procreación. Con todo, los fieles cristianos esperaban una reflexión magisterial de conjunto y de mayor calado. Ésta llegó, por fin, en forma de encíclica, publicada el 6 de agosto de 1993, con el título Veritatis splendor. Este documento señala los contenidos esenciales de la Revelación sobre el comportamiento moral, y se ha convertido en una referencia ineludible para los moralistas católicos.
b) De la teología de la esperanza a la teología de la liberación
La cuestión planteada por la teología de la liberación (cómo influye el quehacer temporal en el advenimiento del reino de Dios) ya se debatía en Europa desde el siglo XVII, sobre todo en ambientes luteranos tardíos. Su versión moderna se debe al teólogo calvinista Jürgen Moltmann, en su libro titulado Teología de la esperanza, publicado de 1964. Lo propio de Moltmann fue articular la teología escatológica como una escatología histórica. En otros términos: ofrecer una visión secularizante del “reino de Dios”, de forma que el reino de Dios es “la humanización de las relaciones y las condiciones humanas; la democratización de la política; la socialización de la economía; la naturalización de la cultura; y la orientación de la Iglesia hacia el reino de Dios”.
Esta presentación del reino contrasta con la que ofrecía Pablo VI, en 1968, en su espléndido Credo del Pueblo de Dios: “Confesamos igualmente que el reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo, cuya figura pasa, y [confesamos] también que sus crecimientos no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura y de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, […] y en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres”.
Es innegable que Moltmann y Metz influyeron en la teología de la liberación. Sin embargo, la teología de la liberación no había adquirido todavía en 1968 la notoriedad que alcanzó después de 1971. Y conviene advertir también, contra lo que se ha escrito, que la Conferencia General de Medellín, de 1968, es ajena a los orígenes de la teología de la liberación. Su tema fue, más bien, la recepción en Latinoamérica de la constitución pastoral Gaudium et spes, del Vaticano II, en el marco de la crisis del apostolado jerárquico y de la politización de los movimientos cristianos de base, y en el contexto de la dialéctica desarrollismo-dependencia.
c) La teología de la muerte de Dios
Y así llegamos al tercer trance crítico de la teología, en los años sesenta. En 1963 había aparecido en Inglaterra, firmado por el obispo anglicano John A. T. Robinson, el libro Honest to God, que tuvo un grandísimo impacto.
Honest to God era el resultado de la fusión de tres corrientes, o si se quiere, el punto de llegada de tres líneas protestantes: Rudolf Bultmann (†1976), con su conocida desmitificación del Nuevo Testamento, y la radicalización de la brecha entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe; Dietrich Bonhoeffer (†1945), que elaboró la más extrema presentación del cristianismo, o sea, un cristianismo a-religioso (sólo Cristo y yo, y nada más); y Paul Tillich (†1965), que había popularizado su concepto de religión como una dimensión antropológica que es todo y, en el fondo, no es nada determinado (una fe sin Dios). A partir de tales premisas, Robinson se propuso reinterpretar la fe para hacerla accesible al hombre moderno. Su teología planteaba el problema de “cómo decir Dios” en un contexto secularizado y su resultado no fue satisfactorio en absoluto.
En aquellos años se discutía también en Europa sobre la categoría “mundo” y daba sus primeros pasos la “teología política”. Esta corriente, pilotada por el teólogo católico Johann Baptist Metz, también pretendía exponer la fe en consonancia con el horizonte cultural del momento. Para Metz, el “mundo” era el devenir histórico. Según Metz, cuando el Verbo encarnado asume el mundo, Dios acepta que la creación sea filtrada por el trabajo del hombre. De esta forma, al contemplar el mundo no se nos aparecen los vestigia Dei, sino más bien los vestigia hominis y, en definitiva, no el mundo proyectado por Dios, sino transformado por el hombre, detrás del cual late el hombre mismo.
En ambos casos, se advierte un déficit notable de racionalidad metafísica. La sombra de Kant es muy alargada. Tanto Metz como Moltmann sucumben a una supuesta imposibilidad, por parte de la razón, de trascender el nivel fenomenológico y adentrarse en el noúmeno. Postulan, sin más, que la razón nada puede decir de Dios y de la sobre-naturaleza. El problema es, para ellos, cómo hablar de Dios a un mundo que supuestamente ya no entiende qué es Dios.
Aunque las tres controversias ahora descritas no incidieron directamente en el desarrollo del Vaticano II, enrarecieron tanto el ambiente teológico y eclesial, que condicionaron negativamente la recepción de la magna asamblea conciliar. Pero esto es harina de otro costal, que exigiría un tratamiento específico, largo y detenido.
Josep-Ignasi Saranyana. Miembro de número del Pontificio Comité de Ciencias Históricas (Ciudad del Vaticano)
Fuente: Revista Palabra.
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