El profesor Aranda subraya la necesidad de atender a la condición de los destinatarios de la nueva evangelización. Sus diversas situaciones pueden ir desde la práctica religiosa consciente, hasta un alejamiento donde el cristianismo se reduce a una vaga memoria cultural
Después de veinte siglos de anuncio ininterrumpido del Evangelio y de intenso protagonismo del cristianismo en el mundo occidental, se plantea en la Iglesia la necesidad de llevar a cabo una nueva evangelización, cuyos primeros destinatarios son precisamente los ciudadanos y las sociedades que pueblan los países de profundas raíces religiosas y culturales cristianas. Las antiguas Iglesias particulares misioneras, que han llevado eficazmente el mensaje evangélico por todo el mundo, se ven convertidas hoy en nuevas zonas de misión en virtud del crecido grado de descristianización en que se desenvuelve la existencia de muchos bautizados. De evangelizadoras han pasado a verse, en cierto modo, como altamente deficitarias de evangelización, y obligadas en realidad a promover una pastoral de “autoevangelización”.
Los nuevos evangelizandos, personas que —más o menos conscientemente— habitan en un mundo de raíz y de presencia institucional, religiosa, cultural y social cristiana, creen conocer a Cristo y el Evangelio, y nada nuevo esperan –ni quizás desean– conocer de ellos. Al no comprender que a Cristo no se le conoce si no se le posee, y que el Evangelio sólo es conocido cuando es vivido, los destinatarios naturales de la nueva evangelización se encuentran en una situación de incomunicación o clausura mental y práctica ante lo que ellos creen que es el mensaje cristiano. Es claro, en consecuencia, que para ayudarles a reencontrarse con Cristo y con la vida cristiana es preciso llegar personalmente a ellos a través de una presentación amable y renovada del Evangelio, de una metodología apostólica también renovada y de unos evangelizadores que lleven consigo la novedad cristiana (la alegría de poseer personalmente a Cristo y de vivir el Evangelio en primera persona).
Desde una Iglesia renovada
¿Es posible comunicar la fe en un contexto plural, democrático, relativista y complejo como el del tiempo presente? ¿Puede llegar ese mensaje a personas que han sido educadas en una cultura originariamente cristiana pero cuya vida se desarrolla bajo formas culturales construidas sobre otras bases, con otros paradigmas, que tienen su propia jerarquía de valores? La historia del cristianismo hasta el día de hoy es la mejor respuesta afirmativa a esas preguntas, y por eso la cuestión que debe plantearse es más bien la de cómo hacerlo: cómo comunicar la fe y hacer eficazmente presente en la sociedad el modelo cristiano de vida, cómo enseñar a los fieles católicos a realizarlo. La nueva evangelización pide una renovación de categorías y estructuras (teológicas, organizativas, educativas y pastorales) en la Iglesia.
La renovación que se postula responde a un principio claro: una evangelización nueva no puede ser llevada a cabo como un simple retoque realizado desde categorías intelectuales y pastorales antiguas, sino que pide una real renovación de ellas. Pide ser planteada —y ser llevada a cabo— por una Iglesia renovada dispuesta a ser simplemente eso: la Iglesia, el pueblo de Dios llamado a estar con Cristo y a ser enviado para convertir en realidad a diario, allí donde cada cual se encuentre, el mensaje cristiano de salvación. En síntesis cabe decir que hay necesidad tanto de una teología renovada y renovadora como de unas estructuras pastorales también renovadas, que contemplen, promuevan y sostengan el testimonio apostólico personal de los fieles, cada uno en su propia situación dentro de la sociedad. Como es lógico, esto último pide como corolario que sean adecuadamente renovados los presupuestos metodológicos de la acción evangelizadora y los procedimientos operativos. El Sínodo del próximo octubre, y más tarde la correspondiente Exhortación apostólica del Papa, tendrán la última palabra.
Novedad de la nueva evangelización
La novedad de la nueva evangelización no puede estar de modo directo en los contenidos del mensaje o en los modos de realización, pues los primeros son invariables y los segundos necesariamente relativos a la condición de los destinatarios. El discurso debe estar pues dirigido hacia estos últimos.
Los destinatarios inmediatos de la nueva evangelización son básicamente personas y sociedades de países de larga tradición cristiana que, por vez primera en la historia de la humanidad, son protagonistas de un fenómeno de grandes dimensiones sociológicas y teológicas como es el de constituir un ámbito cultural “postcristiano”, o más precisamente, el primer ámbito cultural “postcristiano”, entendiendo por tal un ámbito en el que el cristianismo, sin dejar de estar social y culturalmente presente, ha perdido al mismo tiempo, aunque parezca paradójico, relevancia social y cultural. En la historia de la Iglesia y de su misión evangelizadora esta situación constituye una novedad su misión evangelizadora esta situación constituye una novedad altamente significativa, que permite asimilar la actual evangelización —y por eso llamarla nueva— a la que fue hecha por primera vez hace ya muchos siglos en el mismo contexto geográfico y social. Tal asimilación, sin embargo, comporta también una evidente e importante diferencia, dado que la nueva evangelización está orientada hacia una sociedad en la que los contenidos doctrinales y morales de la fe cristiana, sin constituir una novedad —pues ha sido históricamente conformada por el cristianismo—, hallan una dificultad cada vez mayor para ser aceptados vital e intelectualmente por los ciudadanos.
En un mundo ya culturalmente cristiano, construido a lo largo de los siglos sobre la fe en Cristo y en sus consecuencias teológicas y antropológicas, se ha debilitado por diversos motivos la convicción acerca de la condición divino-humana de Jesucristo y de su obra de salvación. La fe en Jesús, Dios y Salvador, es el alma del espíritu cultural cristiano o, si se quiere, la base más sólida de la Weltanschauung europea y occidental.
Se han resquebrajado, pues, seriamente, los fundamentos de una civilización alimentada y educada en la, por decirlo así, escuela de Cristo, y necesitada siempre por tanto de tornar a Él para reencontrar los propios signos de identidad. La debilitación de la fe en Jesucristo, Dios y Salvador, o en otras palabras el oscurecimiento de su identidad teológica entre los cristianos, constituye la verdadera raíz del problema.
Al quedar empañada de hecho la conciencia de dicha identidad, el cristianismo se ha visto degradado en la conciencia de muchas personas a la condición de simple marco cultural, y ha quedado situado para ellas en la zona de las “propuestas razonables” para configurar la existencia personal y la convivencia entre los hombres. Pero con la particularidad de que, una vez oscurecida en las conciencias la identidad teológica de Cristo y amortiguada, en la misma medida, la fe en Él, el cristianismo, con el pasar del tiempo, va convirtiéndose desde esa perspectiva en algo siempre menos razonable y, en conjunto, menos significativo desde el punto de vista cultural. Esto quiere decir que, desde tal perspectiva, debe ser adecuadamente revisado y corregido de acuerdo con las circunstancias. De ser un hecho religioso y sociológico firmemente establecido, el cristianismo ha llegado a convertirse en amplios estratos de la sociedad occidental cercada por la indiferencia casi un simple optional, respetable pero no necesariamente compartible ni como credo religioso ni como actitud existencial.
Promover una vuelta al hogar
Aunque la analogía no sea del todo apropiada, cabe ver en ese fenómeno de oscurecimiento de la identidad cristiana en muchos ciudadanos del mundo occidental una semejanza con lo que sucede en aquellas familias en las que, con motivo de un alejamiento físico por las razones que fueren, acaba estableciéndose al cabo de los años un mutuo desconocimiento entre las nuevas generaciones e incluso la pérdida de toda conciencia de vinculación familiar. El ejemplo es deficiente pero de algún modo sirve pues la nueva evangelización de los ciudadanos del mundo occidental ha de entenderse y desarrollarse, ante todo, como una convincente invitación a recomponer los lazos familiares con Cristo y con la Iglesia: una amable vuelta al hogar.
Lo primero que se debe hacer es tratar de identificar y formular con la mayor claridad posible las razones religiosas, culturales y sociológicas que han conducido al mencionado fenómeno de oscurecimiento de la identidad cristiana. Es preciso poner de relieve, en este sentido, que la nueva evangelización parte no sólo de una situación desoladora en muchas personas y regiones, sino también de una Iglesia viva y llena de medios y posibilidades. Hay, en efecto, en la Iglesia muchos fieles, muchos grupos de católicos —principalmente en el entorno de grupos dinámicamente apostólicos— que en estos años han mantenido con firmeza y buenos frutos un efectivo testimonio personal y social de seguimiento de Cristo. Han tenido —tienen— capacidad de moverse en aguas “turbulentas” y en ambientes indiferentes u hostiles. ¿Qué medios han puesto? O mejor aún: ¿qué medios, sobrenaturales y humanos, no han omitido? Ahí es donde ha de comenzar la clarificación del punto de partida de la nueva evangelización.
Y en segundo lugar, proceder con orden y decisión: salir ordenadamente al encuentro de la gente. En la gran familia cristiana, tan desarticulada, hay un número muy consistente de fieles que mantiene todavía una estable aunque desvaída vinculación sociológica y cultural con la Iglesia (se consideran vagamente católicos), así como un determinado tanto por ciento vinculados también a ella existencial y espiritualmente. Ellos deben ser el objetivo directo de la nueva evangelización, que debería estar encaminada a promover ordenadamente un redescubrimiento de la identidad cristiana, en primer lugar por parte de ese determinado tanto por ciento que se consideran existencialmente católicos (frecuenta los sacramentos), para llegar también en segundo lugar —contando con aquellos— a ese otro grupo consistente de los que se consideran vagamente católicos (bautizan a sus hijos, aceptan o incluso piden educación religiosa para ellos, ayudan con sus impuestos a la Iglesia, etc.).
En tercer lugar, a través de esos cauces, se ha de buscar el modo de llegar a aquel otro amplio grupo de personas cuyos lazos familiares con la Iglesia están perdidos (o incluso son rechazados), aunque queda latente en ellos, quizás por simple contexto histórico, una cierta memoria cultural. Formar a los primeros para llegar a los segundos y, más tarde, a los terceros es un requisito de la nueva evangelización, entendida como una amable invitación a reencontrarse más profundamente con Cristo y a redescubrir los lazos familiares con la Iglesia.
Antonio Aranda Lomeña. Profesor ordinario de Teología Dogmática en la Facultad de Teología en la Universidad de Navarra. Autor del libro Una nueva evangelización. ¿Cómo acometerla?, Ediciones Palabra, 2011
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