Nuestro Tiempo
Una formación intelectual cuya finalidad sea una visión global nos pone en condiciones de descubrir el sentido de las cosas y de abrirnos a la verdad
El último 19 de septiembre el papa Benedicto XVI presidió en Birmingham la ceremonia de beatificación del Cardenal Newman. En la homilía de la misa hizo una alusión especial a la actividad educativa del nuevo Beato: “Me gustaría rendir especial homenaje a su visión de la educación, que ha hecho tanto por formar el ethos que es la fuerza motriz de las escuelas y facultades católicas actuales”.
El único libro de Newman que el Papa mencionó en aquella homilía fue The Idea of a University. En esta publicación el autor presentó una serie de discursos pronunciados durante su etapa al frente de la Universidad Católica en Irlanda, de la que fue su primer rector. Newman describió en esas páginas el ideal de una educación universitaria en la que las humanidades tuvieran un papel central. Si bien el contexto próximo de ese libro fue la puesta en marcha y el desarrollo de una institución educativa católica, las reflexiones contenidas en él pueden nutrir a todos los que se dedican a un trabajo académico, independientemente de sus creencias.
La noción griega de sabiduría
Newman estudió en Oxford y posteriormente fue fellow de Oriel College. Estuvo muy vinculado a esta universidad hasta su conversión en 1845. Fue ahí donde cuajó su concepción de una educación universitaria genuina.
En la primera mitad del siglo XIX en Oxford tenía todavía un fuerte peso el estudio de los clásicos griegos y latinos. Sin embargo, en la educación general de hoy mantiene poca influencia el paradigma de conocimiento de los griegos.
Desde hace bastante tiempo, el hombre moderno crece en un ambiente intelectual fuertemente cargado de racionalismo. Si bien ya nos hemos acostumbrado a respirarlo, este aire se encuentra un tanto viciado y ha penetrado en nuestros razonamientos. Quizá el principal síntoma se manifiesta en la actitud de admitir únicamente aquello que se entiende y de apartar lo que no se avenga a nuestro entendimiento. Pero conviene tener en cuenta que, en el ambiente racionalista, “entender algo” significa juzgarlo exento de toda duda.
Cuando uno se empapa de la lógica racionalista, ciertas parcelas de la realidad corren un alto riesgo de verse deformadas, o incluso rechazadas. Es el caso, por ejemplo, de lo relativo a Dios o a la interioridad personal del hombre. Se trata de realidades que entrañan una dimensión espiritual, y, por tanto, en ellas está presente el misterio. El problema se plantea porque es imposible que estas realidades pasen completamente el cedazo de la duda: siempre se podrá encontrar algún razonamiento que cuestione un asentimiento referente a ellas.
Hoy, pues, se busca el conocimiento con certeza, bien porque sea claro y sin ninguna duda, como las matemáticas, o bien porque haya un método eficaz que nos asegure la verificabilidad de la información, como es el caso de la ciencia.
En cambio, los griegos estimaban por encima de las matemáticas y de la ciencia lo que ellos llamaban sofía. Esta palabra griega se traduce como sabiduría, pero tiene un matiz peculiar. Con este término, no sólo se significa un “conocimiento”, un saber un poco más especial, sino que también significa “habilidad intelectual”.
Ser sabio, para un griego, no suponía necesariamente saber muchas cosas. No tenía forzosamente que ser un erudito, como quizá se pueda entender hoy. En la época clásica griega un sabio era una persona que había cultivado una mente disciplinada, y que, gracias a esta destreza intelectual específica, disfrutaba de una visión más amplia que el resto de la gente. Esta “sabiduría” era la meta de la formación intelectual tal y como Newman la comprendía.
Extensión de la mente
Newman no participaba del paradigma de eficiencia y utilidad que empezaba en su época a deslumbrar en los ambientes académicos. Pensaba que la mente estaba para algo más, y penetró en su modo de funcionamiento de la mano fundamentalmente de Aristóteles.
El resultado de la auténtica educación intelectual fue llamado por Newman “extensión de la mente”. Pero no entendía la extensión como si fuera una mera ampliación enciclopédica de conocimientos o como una profundización especializada en una materia concreta. Esta extensión consistía, más bien, en una acción eficaz sobre los nuevos conocimientos, que produce orden y da sentido a la materia de nuestras adquisiciones intelectuales.
“Un gran intelecto —escribió Newman— es una mente que adopta una visión conexa y armónica de lo viejo y lo nuevo, lo pasado y lo presente, lo lejano y lo próximo, y que percibe la influencia de todas estas realidades unas sobre otras, sin lo cual no habría ni un todo ni un centro. Este intelecto posee un conocimiento no sólo de cosas sino de sus mutuas y verdaderas relaciones”.
Cuando uno adquiere esta disciplina, por supuesto que nota que su mente crece y se expande, pero no precisamente por aprender mucho, sino por saber referir lo aprendido a lo que ya sabíamos. Se logra así una capacidad de ver muchas cosas a la vez como una totalidad y de entender su respectivo valor.
El planteamiento de esta educación requiere un espacio donde convivan diversos saberes. Pero Newman tiene claro que lo específico universitario ha de ser la capacidad de discriminar conocimientos, es decir, en este espacio ha de regir un criterio que modere las relaciones entre los saberes y distinga lo efímero de lo permanente, y lo vulgar de lo sustancial. Sólo así se podrán superar las simplificaciones ideológicas e idealistas. Para lograr este espacio intelectual, Newman propone tres máximas que articulen el conjunto de los conocimientos. La primera, que “la verdad no puede ser contraria a la verdad”; la segunda, que “la verdad con frecuencia ‘parece’ contraria a la verdad”; y la tercera, que “debemos ser pacientes con tales apariencias y no precipitarnos a juzgarlas como si realmente fueran imponentes”.
El principio básico que armoniza, para Newman, la amplia gama de conocimientos es la convicción de que la verdad no contradice la verdad. De este modo entronca con una forma de razonar que congenia más con Sócrates que con Descartes, más con el diálogo mayéutico que con la duda metódica. El conocimiento, pues, progresa porque la razón asegura un camino hacia la verdad que esté libre, no de dudas subjetivas, sino de contradicciones objetivas.
Intelectos disciplinados
Sin embargo, esta educación no se alcanza sin esfuerzo. También Aristóteles está detrás de la siguiente afirmación de Newman: “el ojo corporal, que es el órgano para ver los objetos materiales, se nos da por naturaleza. El ojo de la mente, cuyo objeto es la verdad, es obra de la disciplina y el hábito”.
Se requiere entrenar la mente para que sea capaz de captar las relaciones verdaderas entre las cosas. En The Idea of a University Newman describió cómo es una mente que carece de este hábito y cómo trabaja una mente que ha adquirido esta disciplina.
Puede haber jóvenes inteligentes y agudos, que quizá tengan una alta puntuación en los tests de inteligencia. Puede que, incluso, sean laboriosos y obtengan buenos resultados académicos. Sin embargo, esto no implica necesariamente que hayan ejercitado su mente para lograr una auténtica extensión intelectual. Una persona así, según Newman, “estará familiarizada con diversas doctrinas o con un número grande de hechos. Unos con otros se irán acumulando deslavazadamente, pues su mente carece de principios en los que poner orden a todas estas entradas nuevas”. A lo mejor dice una o dos palabras sobre media docena de materias, pero no podrá poner por escrito una docena de palabras sobre cualquiera de ellas.
Probablemente lo más característico de este tipo de intelecto es que “ve objeciones mucho más claramente que verdades: puede preguntar un millar de cuestiones que ni siquiera el hombre más listo será capaz de responderlas”. Y es que esta persona antepone las preguntas complejas a las respuestas coherentes.
Ahora bien, cuando alguien “se entrena en el hábito de ordenar y sistematizar cualquier conocimiento, de revisar las posibles contradicciones inherentes, de relacionar lo nuevo con lo que ya sabía, y —lo que es más importante— de utilizar realmente ciertos principios y centros de pensamiento alrededor de los cuales su conocimiento pueda crecer de modo armónico”, esa persona alcanzará antes o después una mente capaz de descubrir la verdad.
Para una persona habituada a pensar con esta disciplina, “la historia no será ya un mero libro de relatos, ni una biografía se reduciría a una novela; los oradores y las publicaciones diarias ya no serán autoridades infalibles; una dicción elocuente ya no podrá reemplazar un contenido vacío; ni tampoco las afirmaciones tajantes ni las descripciones expresivas serán sustitutos de la comprobación de los hechos”.
No traicionaríamos el sentido de estas palabras si añadiéramos que, para una persona con esta disciplina de mente, el cine podrá ser un medio de aprendizaje y no sólo de entretenimiento; que la televisión no tendrá la última palabra; que los primeros resultados de búsqueda de Google no serán lo único que se ha escrito sobre un determinado tema, ni los trabajos de clase se resolverán mediante la técnica del copia-y-pega.
Donde mejor se aprecia a una persona habituada a pensar con esta disciplina mental es en la conversación. Por un lado, se nota en su amplio horizonte de intereses. Y, por otro, en que siempre se aprende algo cuando se habla con él o con ella. En esas conversaciones, se contrastan pareceres, se precisan las opiniones, se mide el alcance de las afirmaciones y se corrigen las ideas contradictorias. En una palabra, la mente se expande.
Newman comparaba la acción de esta facultad mental con lo que acontecería a un ciego que de repente recuperara la vista. Al ojo le llegaría entonces una variedad informe de colores. Se requeriría de una ordenación que dispusiera adecuadamente toda esa nueva información para percibir la realidad en su auténtica perspectiva. Eso, que todos hacemos automáticamente al ver las cosas, es lo que realiza, con los conocimientos que recibe, una persona que ha adquirido esta disciplina de mente.
Aprendizaje universitario.
Cuando se plantea cualquier reforma universitaria, es lógico que se aborde el aprendizaje del estudiante. Una universidad donde los alumnos no aprendan no deja de ser una falsificación de la institución. Puede haber docencia e investigación, pero si no hay aprendizaje efectivo, la institución educativa estará hueca.
También Newman consideraba el aprendizaje algo vital en la formación intelectual. Pero supo apreciar las diferencias entre instrucción y educación.
La instrucción comporta la adquisición de ejercicios y de prácticas orientadas a un resultado. Se contiene en “reglas que se confían a la memoria, a la tradición o al uso, y tienen que ver con unos fines que son externos a esas actividades”. La instrucción se encuadra fundamentalmente en la preparación profesional que proporciona la universidad.
En cambio, la educación es una acción específica que afecta a la naturaleza intelectual de la mente. No se deriva nada de ella, salvo el ejercicio mismo de la mente. En este punto es donde se entiende el papel de las humanidades para alcanzar la extensión de mente que Newman propone.
Uno de los capítulos de The Idea of a University trata sobre los estudios clásicos de humanidades. Para ilustrar mejor el núcleo de lo que quiere decir, el autor plantea diversos diálogos. En uno de ellos, un hijo habla con su padre sobre la redacción en latín. El padre concluye la conversación haciendo una audaz propuesta: “El tema general de la composición en latín, mi querido hijo, me ha interesado siempre mucho (…). La principal moraleja que me gustaría que se te grabara es esta: que al aprender a escribir en latín, como en todo aprendizaje, tú no debes confiar en los libros, sino sólo hacer uso de ellos; no estar colgado como un peso muerto de tu profesor, sino captar algo de su vida; manejar lo que te es dado, no como una fórmula, sino como una pauta para copiar y un capital que aumentar; lanza tu corazón y tu mente en lo que estés haciendo, y así une las ventajas separadas de ser tutorizado y de ser autodidacta, —autodidacta, pero sin rarezas—, y tutorizado, pero sin convencionalismos”.
Newman concibe el aprendizaje como una implicación del alumno, que desea asimilar aquello que lee en los libros y lo que escucha en clase para hacerlo propio. Debe ser, pues, algo vivo, que combine afán de saber por sí mismo con paciencia y creatividad, y, sobre todo, que deje un poso de actividad interior.
La explicación que la fe aporta
Una formación intelectual cuya finalidad sea una visión global nos pone en condiciones de descubrir el sentido de las cosas y de abrirnos a la verdad. Una mente que ha adquirido la destreza intelectual de captar las relaciones de unos saberes con otros tiene la posibilidad de integrar el conocimiento que la fe aporta.
La fe cristiana no es solamente un culto religioso o unas costumbres sociales, ni tampoco se reduce a un sentimiento, por muy hondo que sea. La fe aporta una explicación de qué es el hombre. Ilumina sus grandezas y sus miserias.
Las enseñanzas que la fe propone requieren de una formación intelectual apta para poder asimilarlas. En el fondo, fue gracias a la educación universitaria que Newman cultivó en Oxford como pudo descubrir, a pesar de sus fuertes prejuicios, la coherencia de la explicación que ofrecía la fe católica. Muestra de ello es el recuerdo que consignó en una carta de 1860, quince años después de su conversión y la de tantos otros que le acompañaron: “Los católicos no nos hicieron católicos, Oxford nos hizo católicos”.
No es difícil caer en la cuenta de que esta formación intelectual no puede “medirse” ni tasarse en créditos como los que ahora se manejan en las facultades universitarias. Sin embargo, Newman estaba convencido de que esta educación universitaria, si bien inicialmente parecía “inútil”, tendría un profundo impacto en la sociedad y también en la Iglesia.
En la introducción al libro The Idea of a University Newman manifestó la razón de su esperanza en estos frutos: “Los hombres que creen ver lo que no existe son más activos y se hacen un camino mejor que quienes no ven nada, y de ese modo el incrédulo, el fanático, el heresiarca llegan a realizar muchas cosas, mientras que el simple cristiano por herencia, que nunca ha llegado a percibir realmente las verdades que cree, es incapaz de hacer nada. ¡Pero si la coherencia de una visión determinada de las cosas puede conferir tanta fuerza incluso al error, qué no podrá proporcionar la dignidad, la energía y el influjo de la Verdad!”.
Tomás Baviera Puig, director del Colegio Mayor La Alameda, de Valencia
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |