Dostoievski nos conduce a una singular propuesta: lo que nos va a salvar de la crisis existencial son los buenos recuerdos de las personas que nos han amado incondicionalmente
Notas para la Conferencia impartida por Tomás Baviera Puig, en el Ateneo de Valencia, invitado por la Universidad Católica de Valencia, el 6.VI.2017.
Incluimos texto y vídeo de su intervención.
En 1905 Chesterton publicó un libro titulado Herejes, en el que daba nombres y apellidos. Los herejes no eran otros que los grandes intelectuales de la época. Según Chesterton, todos ellos estaban equivocados, y el motivo de su herejía no era otro que “esquivar el problema de qué es lo bueno”[1]. Hablaban de progreso, dignidad o justicia, pero apenas abordaban el tema de lo bueno.
Esta es la crisis que me propongo abordar en esta conferencia: la crisis sobre el bien, o mejor dicho, la falta de reflexión sobre lo bueno. Para ello me voy a apoyar en uno de los intelectuales que sí reflexionó sobre esta cuestión: el novelista ruso Fiódor Dostoievski.
De hecho, el título de la conferencia está inspirado en una frase de El Idiota, que es una de sus grandes novelas. La idea más repetida por el protagonista es: “La belleza salvará el mundo”.
Dostoievski profundizó en esta gran intuición en sus dos grandes novelas siguientes: Los demonios y Los hermanos Karamazov. Seguiremos la pista de la Belleza en estos dos libros con el fin de presentar las grandes concepciones educativas de nuestra cultura occidental.
La conferencia tendrá tres partes.
− En la primera presentaremos la propuesta educativa clásica.
− En la segunda, delinearemos de la mano de Dostoievski el proyecto moral moderno, y trataremos de profundizar en algunas de las raíces filosóficas que alimentan dicho proyecto.
− Por último, en la tercera parte nos centraremos en la respuesta de Dostoievski a la educación moral moderna.
La primera y segunda parte serán desarrolladas partiendo de la novela Los demonios, mientras que la tercera parte y más larga estará centrada en Los hermanos Karamazov. En ambas novelas, comentaremos con detenimiento la escena corazón, la que se encuentra en el centro mismo del libro. De esa forma, aprovecharemos el jugo de las novelas sin estropear la historia a aquellos de ustedes que todavía no las hayan leído.
La trama principal de Los demonios gira en torno a una célula revolucionaria clandestina que se asienta en un pueblo ruso. La novela cuenta con un gran abanico de personajes que se interrelacionan en diferentes subtramas. Nos fijaremos en dos de ellos: Stepan y el jefe de la célula revolucionaria.
Stepan encarna a un personaje culto afincado en el pueblo, y que tiene un carácter un tanto excéntrico y nada práctico. Por su parte, el jefe revolucionario llega al pueblo y se hace pasar por una persona respetable y con un futuro prometedor.
Uno de los efectos de la llegada de este personaje es la caída en desgracia de Stepan: deja de ser la referencia culta del lugar. De hecho, se le ha empezado a ver como alguien decadente y burgués. Cuando Stepan intenta contrarrestar lo que él llama las nuevas ideas, termina siendo ridiculizado en público.
En un momento dado surge la idea de celebrar un festival literario. Nunca se había hecho una cosa así en el pueblo, y todo el mundo está muy agitado. En realidad, el festival se encuentra boicoteado por la célula revolucionaria. Parte del plan consiste en introducir como público gente grosera a la que solo le interesan los canapés y las bebidas.
El núcleo del discurso de Stepan ese día es el siguiente:
Gente miope, ¿qué os hace falta todavía para entender? ¿Pero no sabéis, no sabéis, que la humanidad puede seguir viviendo sin ingleses, sin Alemania, y por supuesto sin rusos? ¿Que es posible vivir sin ciencia, sin pan, pero que sin belleza es imposible vivir, porque entonces al mundo no le quedará nada que hacer? ¡Ahí está el secreto! ¡Ahí está toda la historia! ¡Ni siquiera la ciencia podría vivir un minuto sin la belleza! ¿Sabéis eso, los que os reís de mí? ¡Se hundiría en la barbarie, no podría inventar ni siquiera un clavo![2]
Con el ambiente caldeado del festival, estas palabras serán tomadas a burla. Al igual que el protagonista de El idiota, Stepan es considerado como un “idiota”, como un “tipo raro” que dice “cosas raras”.
Sin embargo, Dostoievski da un paso más que en El idiota. En aquella novela, al idiota le preguntaban “¿Qué belleza?” Y todos estaban de acuerdo en que se trataba de un misterio, de un enigma. En cambio, en Los demonios, el propio Stepan la víspera del festival señala la raíz del problema en torno a la belleza:
toda la confusión proviene de tener que decidir qué es más bello: Shakespeare o un par de zapatos, Rafael o el petróleo[3].
Para comprender mejor el sentido de estas palabras, conviene tener presente que Stepan se consideraba a sí mismo como un “griego pagano”. Por tanto, su “discurso” se encuadra en torno al ideal griego de belleza. La referencia ineludible en este punto es la tradición que arranca con las enseñanzas de Sócrates y Platón.
Antes hemos mencionado la denuncia de la herejía moderna por parte de Chesterton. Pues bien, quizá no haya habido nadie en la historia como Sócrates que se tomara tan en serio lo de pensar sobre lo bueno. Su reflexión le llevó a una de las más audaces afirmaciones, que viene recogidas en el Gorgias de Platón. Ahí Sócrates sostiene que “si fuera necesario cometer [una injusticia] o sufrirla, preferiría sufrirla a cometerla”[4].
Quizá esta afirmación nos parezca hoy ridícula. También a los contemporáneos les hacía gracia este tipo de declaraciones de Sócrates.
¿Por qué dice esto Sócrates? Sócrates vive en una sociedad que está en guerra, y además, una guerra que Atenas terminará perdiendo. Esto supuso una honda crisis social y política. En este contexto, Sócrates busca un fundamento más firme de la justicia que no dependa del poder o de la tradición, ni siquiera de la apariencia que uno pueda tener. Ese fundamento lo encuentra en un tipo particular de conocimiento que debe ser descubierto personalmente.
Platón ilustró este descubrimiento en el mito de la caverna en el diálogo La República. El mito cuenta lo que sucede a aquel prisionero que sale de un mundo de sombras a un mundo iluminado por el sol. El prisionero descubría deslumbrado algo más excelente que lo que conocía antes, que lo que había conocido de toda la vida, algo más bueno, más amable; y también algo más bello.
También los psicólogos actuales han prestado atención a este tipo de experiencias personales. Por ejemplos, Howard Gardner, profesor de la Universidad de Harvard y autor de la teoría de las inteligencias múltiples, explica que, cuando contemplamos un paisaje o nos dejamos tocar por la música, podemos vernos inmersos en la belleza de un modo existencial. Quien experimenta este encuentro que podríamos llamar existencial sale “más enriquecido, más ennoblecido y también más humillado”[5].
El tipo de conocimiento que uno alcanza con estos encuentros permite juzgar mejor sobre lo que conocíamos previamente.
Ejemplo de Camarón: cuando yo escuché la canción de Camarón de la Isla Como el agua, ya no fue lo mismo oír cantar a los grupos de música pop que antes me gustaban tanto: su voz no era capaz de transmitir el sentimiento como lo hacía Camarón. La voz de Camarón era más excelente que los vocalistas de música pop.
Sócrates y toda la tradición clásica denominaron a este conocimiento singular como sabiduría. Cuando Tomás de Aquino explica este tipo de conocimiento, lo explica como una connaturalidad o compenetración con el objeto conocido. Y trae a colación la referencia a las Etimologías de San Isidoro para explicar el origen del término:
Sabio viene de sabor, porque, al igual que el gusto es idóneo para percibir los sabores, discierne el sabio las cosas y las causas[6].
Dicho con otras palabras, el sabio es aquel que saborea la realidad, y el conocimiento así adquirido le permite discernir lo sabroso de lo soso. O como diría Chesterton, le permite distinguir entre la grandeza y la vulgaridad.
¿Qué sucede con una comida sosa? Que uno no repite. En cambio, cuando tiene la posibilidad de tomar una comida excelente, sabrosa, e incluso acompañada de un buen vino, la disfruta, la goza, y si puede, pide más.
Platón no escuchó a Camarón ni leyó a Shakespeare. Pero conoció un ejemplo asombroso de amor a este tipo de conocimiento en la persona de Sócrates. Así nació la filosofía, entendida como amor a la sabiduría. Y esta fue la semilla plantada por Platón en su Academia, un lugar donde se promovió el estudio por todo lo que es valioso en sí mismo. De esa forma, facilitaría una formación para ser personas íntegras y justas.
Volvamos ahora a los revolucionarios. Todos los miembros implicados en la célula desean cambiar las cosas actuales. Uno de ellos ha reflexionado seriamente sobre el plan a seguir, y lo ha escrito en un libro. Algunas de las ideas de ese estudio son las siguientes:
mis propios datos me tienen perplejo, y mi conclusión contradice directamente la idea que me sirvió de punto de partida. Partiendo de la libertad sin límites llego al despotismo ilimitado[7].
[H]abrá dos grupos, unos deberán perder toda individualidad y convertirse en una especie de rebaño y habrá otro que será los que los dirijan[8].
El jefe de la célula afirma sobre este sistema, con gran entusiasmo, que por fin “se ha inventado la igualdad”:
Todos esclavos e iguales a los demás. (...) Como primera providencia se rebaja el nivel de la educación, la ciencia y el talento. (...) los esclavos deben ser iguales. Sin despotismo no ha habido nunca ni libertad ni igualdad, pero en el rebaño habrá necesariamente igualdad[9].
Será a renglón seguido cuando el jefe revolucionario pronunciará la principal afirmación de su plan de acción:
en el mundo solo hace falta una cosa: la obediencia. (...)
Recurriremos a la depravación más extremada; estrangularemos a todo ingenio en su infancia. Reduciremos todo a un común denominador: la igualdad completa[10].
Esta “necesidad” de lograr que todos obedezcan, va a justificar lo injustificable:
el crimen es ahora sentido común, casi un deber y, cuando menos, una noble protesta (...) de momento son indispensables una o dos generaciones de libertinaje. De libertinaje monstruoso, procaz, del género que hace de un hombre un bellaco asqueroso, cobarde, cruel y egoísta. ¡Eso es lo que se necesita![11]
Una de las grandes habilidades del jefe revolucionario es el manejo de la opinión pública: en la novela se aprecia cómo juega con las apariencias, no le importa engañar a la gente, con tal de salirse con su propósito. Despliega una astuta retórica con el objetivo de dominar, de que la gente haga lo que él desee, mediante el miedo. ¿Qué dirá cuando encuentre alguien que discrepe de él? Dirá que tienen prejuicios.
Casi al final de la novela, el jefe revolucionario espoleará al resto de la célula con las siguientes palabras:
p. 748: de momento, lo que hacen tiene como fin la destrucción de todo lo existente: el Estado y su estructura moral. Solo quedaremos nosotros, los que nos hemos preparado de antemano para conquistar el poder. (...) habrá que reeducar a una generación para hacerla digna de la libertad.
El jefe revolucionario actúa asumiendo que TODO ESTÁ PERMITIDO. Se puede destruir la estructura moral, porque no hay límites morales.
¿Qué se encuentra en la base de este razonamiento? Para entender mejor el planteamiento del jefe revolucionario, necesitamos rastrear los orígenes del concepto de libertad moderno, que entiende la libertad como autonomía. Aunque son muchos los factores de esta génesis, me gustaría seguir la pista apuntada por Michael Gillespie, profesor de filosofía política en la Duke University. Según este autor, las profundas raíces de la modernidad son de carácter teológico[12].
En concreto, Gillespie señala que el punto de inflexión se produjo con el cambio en la concepción de Dios propuesto por Guillermo de Ockham en el siglo XIV[13].
Ockham reacciona frente a la reciente asimilación del pensamiento griego en los círculos universitarios teológicos. Una de las grandes aportaciones del pensamiento griego es la noción del orden intrínseco de la realidad. Sin esta concepción difícilmente habrían podido desarrollar las Matemáticas como lo hicieron, pues la geometría requiere de una estructura estable en la realidad susceptible de ser abstraída.
Sin embargo, la admisión de un orden intrínseco en la realidad, tal y como fue asimilado en ciertos círculos medievales, inducía a pensar que la acción de Dios estaba limitada por ese orden. Dicho de otro modo: Dios no sería tan poderoso, puesto no podría hacer cualquier cosa. No sería Omnipotente. Este es el punto teológico que Ockham busca salvar, y lo hará eliminando toda restricción a la acción de Dios. La libertad divina tenía que ser plenamente autónoma.
En el ámbito moral, el giro de Ockham supone sostener que las cosas son buenas porque Dios ha dicho que esas cosas son buenas, pudiendo haberlo establecido de otra forma. Si Dios hubiera decidido otro ordenamiento, entonces tendríamos otra escala de valores totalmente válida en virtud de la voluntad divina. Podría suceder entonces que robar no sería malo si así lo establecía Dios.
Con este movimiento Ockham otorgó un poder sin límites a Dios, pero con ello transformó radicalmente el sentido del bien. En este nuevo marco, el bien dejó de ser intrínseco para pasar a resultar arbitrario.
Pero también alteró el sentido de la libertad humana. Si el bien resultaba arbitrario, entonces la libertad ya no podía orientarse hacia la excelencia, como veíamos en la antigüedad clásica, sino que la libertad se convertía −en palabras de Servais Pinckaers− en una libertad de indiferencia.
Esta distinción se revela en el lamento de Stepan: quizá Shakespeare valga hoy menos que un par de zapatos, pues al menos el par de zapatos proporcionan una utilidad. Sí, ahora seremos más autónomos y sacaremos más provecho de las cosas, pero el precio exigido por esta libertad será una progresiva incapacidad para apreciar y disfrutar de la lectura de Shakespeare...
Esto nos conduce a perfilar el tipo de educación moral adecuada en este escenario. Dostoievski en este punto acertó de pleno.
Al tener una libertad indiferente, el modo en que el bien vincula al hombre no puede ser otro que por vía de la ley: los preceptos de hecho promulgados por el poder. Pero en un mundo secularizado, el poder legislativo ya no reside en un Dios bueno todopoderoso, sino que corresponde al Estado determinar lo que es correcto hacer.
Dostoievski sintetiza esta idea en el contraste entre los mensajes de ambos personajes de Los Demonios. Si Stepan decía que el hombre no puede vivir sin belleza, el jefe revolucionario sostendrá que el mundo sólo necesita obediencia. Esta será, en definitiva, la nueva finalidad de la educación: reeducar.
La educación no será tanto un proceso de crecimiento personal a través de la belleza y la verdad, sino que tenderá más bien a la imposición de la conformidad social mediante el miedo y las amenazas.
Si el razonamiento anterior resulta plausible, entonces la solución tiene mucho que ver con recuperar el rostro genuino de Dios.
De hecho, el mismo Dostoievski señala explícitamente este camino en Los demonios. A medida que la novela avanza, ese TODO ESTÁ PERMITIDO del jefe revolucionario se revela como un plan de mentiras y engaños perfectamente orquestados en el que las personas resultan superfluas. Pues bien, el más rudo de sus sicarios más rudos le dirá en un tono triste al jefe revolucionario, hacia el final de la novela:
¿y sabes lo que mereces porque en la maldad de tu corazón has dejado de creer en Dios mismo, el Creador verdadero? No eres más que un idólatra[14].
El sicario no apela a un Dios que sea todopoderoso, sino que más bien lo califica como Creador verdadero. Para Dostoievski, el eclipse de Dios creador se encuentra en la raíz del problema moderno de la libertad. Lo mismo que dice Gillespie.
El modo en que el ser humano puede recuperar el rostro de este Dios Creador será uno de los grandes temas abordados en Los hermanos Karamazov. Vamos, pues, a dirigir nuestra atención ahora a la última novela de Dostoievski.
La escena central de Los Hermanos Karamazov está protagonizada por Aliosha, el hermano pequeño de los Karamazov. Tiene 19 años y lleva poco tiempo como novicio en el monasterio del pueblo. El término más empleado para caracterizar a Aliosha es el de ángel: se trata de una persona bondadosa que siempre está dispuesta a ayudar en lo que pueda a los demás.
Aliosha está muy unido al monje Zósima, una persona con fama de santidad al que admira por su sabiduría y por el trato especial que tiene con todos los que sufren. Pero Zósima se encuentra gravemente enfermo, y terminará muriendo.
Mientras están en el velatorio, la sala donde están sus restos mortales empieza a oler mal. No es otra cosa que la descomposición del cadáver. Sin embargo, este proceso natural dispara una avalancha de críticas entre los monjes hacia el difunto. Si su cuerpo se descompone −razonan−, entonces quizá no sería tan santo como parecía.
Todo esto provoca una honda crisis en Aliosha. ¿Cómo es posible que la gente diga semejantes cosas acerca de una persona tan santa como Zósima? No lo entiende. Se pregunta continuamente “¿Dónde estaba el dedo de Dios para evitar esta injusta afrenta?” Su corazón se ahoga al constatar el quebranto de la “justicia suprema”. Zósima no se merece este rechazo tan cruel e injusto. Claramente, se rebela contra Dios.
Este momento de debilidad de Aliosha es aprovechado por Rakitin, un personaje malévolo que se deleita en el mal ajeno. Rakitin percibe el enorme cambio en Aliosha, y comienza a tentarle en cosas que por su condición de novicio no podía hacer. Juega con él, hasta que se ofrece a llevarle a Grushenka. Aliosha da su consentimiento inmediato a esta visita.
¿Quién es Grushenka? Se trata de una mujer de 22 años, huérfana, que llegó al pueblo hacía poco tiempo. Se encuentra en la plenitud de su belleza. Pero Grushenka es una mujer sin escrúpulos, que lleva de cabeza al padre de Aliosha y a su hermano mayor Dimitri. Los dos están colados por ella, en buena medida porque ella ha alimentado conscientemente ese deseo. Todo esto lo sabe Aliosha, y sin embargo, consiente en ir a verla justo en este momento crítico.
Por su parte, Grushenka llevaba tiempo detrás de Aliosha. Era de las pocas personas que le “ignoraba” en el pueblo, que apenas le prestaba atención. Por eso, le había pedido a Rakitin que le trajera a Aliosha: quería seducirlo y −como dirá más adelante− “me lo tragaré y me burlaré de él[15]”.
Grushenka se alegra mucho de verles entrar en su casa. Rápidamente, pide que traigan champan, hace sentar en el diván a Aliosha, ella se sienta a su lado, y sin que Aliosha diga nada, al poco tiempo se incorpora, se sienta en sus rodillas y le rodea el cuello con su brazo derecho, con ademanes cariñosos.
Si estuviéramos en una película de Hollywood, ¿cómo se habría desarrollado una escena así? Una mujer atractiva sentada en las rodillas de un joven inexperto. Un novicio enfadado con Dios que consiente en acercarse a la chica más deseada en el pueblo.
¿Cuál sería el desenlace de una escena como ésta si estuviéramos en el cine?
Pero Dostoievski no es Hollywood. Razona de otra manera porque su antropología es radicalmente distinta.
Esto es lo que sucedió. Aliosha mira a Grushenka y nota algo raro por dentro. Así lo describe el narrador:
aquella mujer, a la que antes temía más que a ninguna otra y que tenía en esos momentos sentada sobre las rodillas y abrazándole, despertaba en él, repentinamente, un sentimiento de una curiosidad extraordinaria, grandiosa y franca, y ello sin miedo alguno, sin la más mínima parte de su anterior espanto[16].
La misma Grushenka nota también algo raro. En su calculada locuacidad, se le escapa lo siguiente:
Estoy mirando a Alióshecka... Bueno, sonríeme, mi nene, alégrate: ríete de mi tontería, ríete para que yo me alegre... ¡Sí, se ha sonreído, se ha sonreído! Oh, qué dulzura en su mirada[17].
Rakitin está deleitándose viendo la escena. Entre él y Grushenka se gastan bromas insulsas, hasta que Rakitin comenta que el monje Zosima ha fallecido. En este punto acontece lo inesperado:
−¡Cómo! ¡Ha muerto el stárets Zosima! −exclamó Grushenka−. ¡Señor, y yo no lo sabía! −se persignó devotamente−.Señor, pero ¡qué estoy haciendo, me estoy sentada ahora en las rodillas de Aliosha! −exclamó de repente, como asustada; saltó en un abrir y cerrar de ojos y fue a sentarse en el diván[18].
Aliosha permanece un momento en silencio. Después, se gira hacia Rakitin y le dice conmovido:
Vale más que te fijes en lo que ella ha hecho: ¿has visto cómo ha tenido compasión de mí? Yo he venido aquí para encontrar un alma vil, lo deseaba yo mismo porque de mí se habían apoderado la maldad y la vileza, pero aquí he encontrado a una hermana sincera, he encontrado un tesoro, un alma amorosa... Ahora se ha compadecido de mí... Agrafiona Alexándrovna [Grushenka], hablo de ti. Acabas de devolver a mi alma a su anterior estado[19].
Aquí no termina lo inesperado. Resulta que Grushenka está más conmovida que Aliosha: nunca en su vida le había dicho nadie cosas semejantes, ni había sido tratada con tal dignidad. Grushenka se ve desarmada por la mirada de ternura, justo en el momento en que estaba desplegando toda su artillería para destruirle.
Pero esto no es todo. El amor inmerecido experimentado por Grushenka hace algo más que desarmarla: le ayuda a desenmascarar su cruel corazón y a pedir perdón por su culpa, por su torcida intención de hacer daño. Así expresa Grushenka la conmoción del momento:
Aliosha, calla porque tus palabras me avergüenzan, pues yo soy mala y no buena, soy mala. (...) Él me ha llamado hermana suya, no lo olvidaré jamás[20].
Entonces Grushenka abre su corazón. Es un corazón que nada tiene que ver con la imagen de una mujer decidida, guapa y con éxito. Sufre una grave herida emocional. Cuando ella contaba con 17 años, un oficial polaco la engañó y la deshonró. Después este oficial la abandonó, se marchó y se casó.
Este trauma dejó a Grushenka tremendamente humillada. Desde entonces, todos los días lloraba de rabia en su cama contra sí misma y contra su ofensor. Eran lágrimas de orgullo, que al calar en su corazón, lo iban endureciendo progresivamente. Por eso podía actuar sin escrúpulos contra cualquiera.
Es muy interesante lo que Grushenka explica a Rakitin sobre lo que le ha sucedido:
Sus palabras [de Aliosha] me han llegado al corazón y lo han conmovido... Ha sido el primero, el único que ha tenido compasión de mí. (...) [de rodillas ante Aliosha exclama:] Toda la vida he estado esperando a uno como tú, sabía que vendría alguien así y que me perdonaría. ¡Creía que también a mí, ruin, alguien me amaría no solo por mi deshonor!...[21]
Toca ahora intentar esclarecer esta escena para dar respuesta al interrogante inicial de nuestra conferencia. Aquí se nos revela la auténtica crisis que padece el hombre, según Dostoievski. No es tanto una crisis de carácter económico, de falta de medios, o de injusticia social, como un tipo particular de crisis existencial: la incapacidad de amarse a uno mismo.
La tragedia de Grushenka consiste en una espiral autodestructiva que le impide amar a los demás. Dicho con más precisión: lo que a Grushenka le carcome por dentro es la pregunta:
Si yo soy capaz de querer el mal de esta persona (como es el caso de Aliosha, pero en realidad no es el único en la novela que sufre este deseo destructivo de Grushenka)... Si yo soy capaz de querer el mal de esta persona, y de hecho provoco ese mal deseado tantas veces, entonces, ¿quién podrá amarme como realmente soy? ¿Cómo podré amar en plenitud bajo el miedo a ser rechazada cuando se conozca lo malvada que puedo llegar a ser?
Estas son las angustiosas preguntas que hieren a Grushenka en el fondo de su corazón roto, porque sabe que ella no puede hacer nada. Por eso se ve arrastrada por una espiral de autorrechazo y rabia, de crueldad con los demás y de búsqueda exclusiva de sus propios intereses y caprichos. Estamos ante la desesperación de quien sabe que nunca podrá amar plenamente ni ser amado sinceramente debido a la conciencia de su culpa moral.
Por su parte, la tragedia de Aliosha es más fría y por eso más destructiva: busca activamente la desobediencia a Dios como afirmación de su desacuerdo.
Estos ingredientes dan mucho de sí para una catástrofe fatal. No obstante, la escena se resuelve con la transformación de los dos personajes. Cabría decir, en una primera aproximación, que ambos se salvan mutuamente, lo cual es cierto, pues por sí mismos no habrían podido salir de semejante agujero. En efecto,
Pero, ¿qué hay detrás de esta mirada tierna y de esta piedad sincera? Pues hay un cierto tipo de belleza, de un encuentro existencial con lo que Zósima denomina amor activo. Si antes decíamos que la palabra sabiduría se había olvidado en nuestros días, con la palabra amor sucede que se ha malgastado. Para evitar confusiones, voy a referirme a este amor que presenta Dostoievski con el término griego original: agapé. Este es el amor incondicional que engendra un tipo de alegría especial.
Josef Pieper ha descrito el dinamismo de esta alegría y su relación con el agapé siguiendo las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino. Lo decisivo de esta alegría es la certeza de saberse amado. Soy aceptado como soy realmente, y soy querido así. Pero la propia aceptación no es un acto autónomo, no depende exclusivamente de mí. Uno se acepta a sí mismo, con toda su mochila, solo si es aceptado por algún otro, con toda la mochila incluida. El hombre necesita de otro que le diga de corazón, de palabra y de obra: “Es bueno que tú existas”. Esta es la fuente de la auténtica alegría: nos sabemos únicos para el otro, irremplazables.
Quien no es amado así, ni siquiera puede amarse a sí mismo. Pero para ser amado así, hay que dejarse amar, sin condiciones, sin caretas.
El encuentro con el agapé y la belleza tienen muchos puntos en común. Se parecen en el sentido de que
− ambos encuentros no son exigibles, sino que son gratuitos;
− después del encuentro, uno mira de forma distinta la realidad, uno se transforma de algún modo por dentro;
− y se parecen también en el deseo de tener más experiencias de este tipo de encuentros, engendran esperanza.
En definitiva, la belleza nos dispone para el encuentro transformativo del agapé, porque ambos son una gracia inmerecida.
Pero Pieper también señala un problema de este agapé. Y es que el corazón humano es frágil. Lo vemos en Grushenka y Aliosha. Ambos sufren la injusticia en sus carnes: el uno por el cruel rechazo a Zósima por parte de los otros monjes; la otra, por la herida de verse habitualmente utilizada por los demás como un objeto. Estas injusticias les mueven en direcciones destructivas: el uno desobedece conscientemente a Dios para mostrarle su decepción, la otra se consuela manejando a la gente a su antojo.
¿Cómo puede resolverse, entonces, un encuentro entre estos dos corazones tan heridos? Si los dos buscan su destrucción, ¿cómo es posible que los dos se salven? ¿No estaremos ante un truco del guión? Lo normal hubiera sido un desenlace fatal. Hollywood habría tenido razón... a no ser por el comentario del personaje que asiste a la escena.
Dostoievski no es tan ingenuo como para “amañar” de este modo el encuentro fatal entre Aliosha y Grushenka. Para dejar claro lo que el autor nos quiere transmitir, resulta crucial que sea Rakitin quien afirme asombrado varias veces que se trata de un milagro. Él, que tiene más visos de demonio que de ángel, no puede dejar de reconocer que allí ha actuado Dios. Pero claro, este Dios es muy distinto del de Ockham...
El Dios del agapé es Omnipotente como quería Ockham, en el sentido de que ama incondicionalmente. Su amor no pone condiciones. No se mide ni guarda listas de agravios. Eso que a nosotros tanto nos cuesta vivir y tanto lo deseamos para nosotros, pues eso lo puede hacer Dios.
Pero este poder tiene un límite. Sí: es Omnipotente con límites. Justo esto es lo que Ockham rechazó. El límite de Dios es nuestra libertad. Dios se detiene ante la puerta de nuestro corazón.
¿Cómo es posible esto? ¿No estaremos −como diría Ockham y quizá bastantes coetáneos nuestros− ante un Dios débil, y por lo tanto, un Dios indigno?
Para Dostoievski, a diferencia de Ockham, el núcleo de la identidad de Dios no es el poder. Es otra cosa. Lo va a revelar de modo explícito uno de los personajes de Los hermanos Karamazov. No diré quién es, para no estropear la trama, pero sí diré que este personaje se va a ver beneficiado por la ayuda de Aliosha y Grushenka, pero ojo, de Aliosha y Grushenka transformados ya por el agapé.
Este personaje se ve envuelto en un juicio en el que le acusan de algo que no ha cometido. Sin embargo, todas las pruebas apuntan en su contra. La víspera del veredicto Aliosha va a visitarle. El otro personaje sabe que va a ser condenado a Siberia, pero acepta este castigo por sus otras muchas felonías. Así manifestará a Aliosha su estado de ánimo:
Oh, sí, estaremos cargados de cadenas, no tendremos libertad, pero entonces, en medio de nuestra inmensa amargura, volveremos a resucitar en la alegría sin la cual el ser humano no puede vivir, ni puede Dios existir, pues Dios da la alegría, es su gran privilegio… Señor, ¡que se consuma el hombre en la plegaria! ¿Cómo podía yo vivir bajo tierra, sin Dios? (…) Entonces nosotros, hombres de bajo tierra, desde las entrañas de la misma, elevaremos un trágico himno a Dios, fuente de la alegría. ¡Gloria a Dios y a su alegría! ¡Lo amo![22]
Si en Los Demonios el hombre no podía vivir sin la belleza, en Los Karamazov el hombre no puede vivir sin la alegría, pero se trata de una alegría que proviene de Dios como de su atributo esencial. Es la alegría del agapé incondicional, del agapé real.
Para intentar calar en lo que hay de fondo en esta audaz afirmación de Dostoievski, deberemos retomar el tema de la Creación y preguntarnos por qué crea Dios. Si Dios no tenía ninguna necesidad de crear al ser humano ni al universo, si fue algo totalmente libre, entonces ¿qué le movió a crear?
Si asumimos el planteamiento de Ockham de que la identidad fundamental de Dios está en el poder, parece que nos abocamos a numerosas perplejidades. ¿Un Dios todopoderoso creando seres con el único móvil de manifestar su poder? ¿Por el placer de dominar a sus criaturas, salidas de sus propias manos? Quizá a alguien le pueda parecer esta explicación razonable pero ¿no resulta un tanto ridícula utilizar arbitrariamente el poder para crear una relación así, sin ninguna necesidad de hacerlo?
Ahora bien, si asumimos el planteamiento propuesto por Dostoievski de que el núcleo divino es la alegría, entonces hemos de razonar de otro modo.
Tengo que reconocer que la mejor respuesta a esta pregunta la encontré aquí, en la plaza del Ayuntamiento. Fue la noche que España ganó el Mundial de Fútbol. ¿Qué sucedió al terminar el partido? Que todo el mundo se congregó aquí. Nadie les había llamado, y sin embargo la plaza se llenó de gente deseosa de celebrar juntos la grandísima alegría de nuestro primer Mundial.
Pues algo así debió sucederle a Dios cuando nos creó. Quería compartir, no la alegría del Mundial, sino la alegría inconmensurable de quien es el ser incondicionado. Dios crea para compartir su alegría, y por eso crea seres capaces de gozarse con él.
Pero esta ilusión de Dios solo es posible si el ser humano es libre. Ahora bien, esta libertad es muy distinta de la libertad autónoma propuesta por Ockham.
¿Cabe alegrarse con alguien que no se abra sinceramente? Es más, ¿cabe alegrarse con alguien indiferente hacia nosotros? Si así fuera, esa alegría terminaría siendo hueca y cínica. No: para alegrarse juntos hace falta una capacidad de sintonizar con el corazón del otro, de entrar en resonancia con la persona del otro tal cual es. La libertad que se necesita para compartir una alegría no es la mera capacidad de elegir, sino una libertad que engendre comunión personal, capaz de hacer latir al unísono dos corazones.
Pero hay una diferencia más crucial entre estos dos tipos de libertades. La libertad que engendra amistad no es una libertad de indiferencia. Conviene tener presente que existen amores adictivos. Por eso NO DA IGUAL AMAR CUALQUIER COSA. Hay amores, como el amor al dinero, a la fama o a la droga, que absorben nuestra capacidad de amar, y la succionan toda para ellos. Hieren nuestro corazón porque no buscan nuestro bien como personas, como seres capaces de amar. En cambio, los amores más verdaderos, aquellos que son más dignos de ser amados, no solo los amamos, sino que como consecuencia amamos mejor todo; el amor más verdadero nos capacita para amar mejor todo lo que es amable.
Basta pensar en cómo miran las madres cuando reciben el bebé recién nacido. Su ternura refleja cómo ha cambiado su corazón, y cómo ya no volverán a ver el mundo de la misma forma que antes. Querrán compartir todo lo bueno de este mundo con su bebé.
Hemos dicho antes que Dios se detiene ante la libertad del hombre. En realidad, no se detiene. Más bien deberíamos decir que Dios mendiga nuestro corazón, pide permiso para entrar y compartir su inmensa alegría con cada uno de nosotros. Pero... ¿acaso no es esto ASOMBROSO...? ¿Podemos encontrar algo más inaudito que el mismo Creador se ilusione con el corazón de la criatura? Estamos ante un misterio, el misterio más impresionante que pone patas arriba nuestro corazón.
¿Cómo podemos cuidar esta libertad que nos abre a la alegría divina? Dostoievski se hizo la misma pregunta, y la respondió en la última página de Los hermanos Karamazov, por boca de Aliosha:
Sepan, pues, que nada hay más alto ni más fuerte ni más sano ni más útil en nuestra vida que un buen recuerdo, sobre todo si lo tenemos de la infancia, del hogar paterno. A ustedes se les habla mucho de la educación; pues bien, un recuerdo de esta naturaleza, magnífico, sacrosanto, conservado desde la infancia, quizá sea la mejor educación. El que ha acumulado recuerdos de esta naturaleza, es hombre salvado para toda la vida. E incluso si no quedara más que un solo recuerdo bueno en nuestro corazón, puede que algún día ese recuerdo nos salve[23].
En efecto. Si Aliosha miró tiernamente a Grushenka, no fue por su rebeldía contra Dios ni por su deseo lascivo. Fue porque tenía el recuerdo de Zósima en carne viva, y miró como Zósima miraba a quien estaba sufriendo. De ese recuerdo se sirvió la gracia divina para que no sucumbiera completamente a su obcecación, y para que Grushenka experimentara por primera vez ser amada como una hermana.
Dostoievski nos ha conducido a esta singular propuesta: lo que nos va a salvar de la crisis existencial son los buenos recuerdos de las personas que nos han amado incondicionalmente. Este es el caso de los buenos recuerdos de la infancia. La memoria de la belleza de este amor alimentará la esperanza de que nosotros también seremos capaces de amar de esa misma manera.
A los tres años de publicar Herejes, Chesterton escribió Ortodoxia. Era su propia reflexión sobre lo bueno, según lo había articulado él mismo sin ninguna referencia a la fe cristiana. Pues bien, llama mucho la atención cómo el punto de inflexión de su reflexión consiste en descubrir la noción de Creador, algo con lo que Dostoievski estaría plenamente de acuerdo.
En Ortodoxia, Chesterton sostiene que para poder confiar en la razón, necesitamos proporcionarle un punto de apoyo correcto. Si falla el punto de arranque, seremos conducidos hacia el escepticismo o el pesimismo, dos escenarios donde la alegría de lo bueno difícilmente tiene cabida.
Quizá nadie como Ratzinger en Introducción al Cristianismo haya sintetizado mejor este punto de partida para la razón que abre horizontes llenos de esperanza al corazón humano:
El hombre vuelve profundamente a sí mismo no por lo que hace, sino por lo que recibe; tiene que esperar el don del amor y el amor solo puede recibirlo como don... El hombre solo se hace plenamente hombre, cuando es amado, cuando se deja amar[24].
Tomás Baviera Puig
[1] G. K. CHESTERTON, Herejes, Acantilado, Barcelona 2007, p. 24.
[2] FIÓDOR M. DOSTOIEVSKI, Los demonios, Alianza Editorial, Madrid 52009, p. 602.
[3] Ibídem, p. 601.
[4] PLATÓN, Gorgias, 469b.
[5] HOWARD GARDNER, Intelligence Reframed: Multiple Intelligences for the 21st century, Basic Books, New York 1999, p. 65.
[6] SAN ISIDORO, cit. en SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, c. 46, a. 1.
[7] FIÓDOR M. DOSTOIEVSKI, Los demonios, o.c., p. 501.
[8] Ibídem, p. 502.
[9] Ibídem, p. 519. Énfasis añadido.
[10] Ibídem, p. 520.
[11] Ibídem, p. 523.
[12] MICHAEL ALLEN GILLESPIE, The Theological Origins of Modernity, The University of Chicago Press, Chicago 2008.
[13] Cfr. especialmente ibídem, capítulo 1.
[14] FIÓDOR M. DOSTOIEVSKI, Los demonios, o.c., p. 692.
[15] FIÓDOR M. DOSTOIEVSKI, Los hermanos Karamázov, Cátedra, Madrid 82005, p. 543.
[16] Ibídem, p. 537.
[17] Ibídem, p. 538.
[18] Ibídem, p. 539.
[19] Ibídem, p. 540.
[20] Ibídem.
[21] Ibídem, p. 547.
[22] Ibídem, p. 865.
[23] Ibídem, p. 1110.
[24] JOSEPH RATZINGER, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2005, p. 222.
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