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En las últimas décadas hemos asistido a una creciente preocupación por la ecología. Entre las diversas posturas existen dos corrientes contrapuestas: una que tiende a la divinización del hombre; y otra que se propone eliminar la diferencia ontológica y axiológica entre el hombre y los demás seres vivos. El cristianismo se distancia de ambos, porque sabe que el hombre y la naturaleza son fruto de la acción creadora de Dios, y que Cristo es el centro del cosmos y de la historia
Introducción
En las últimas décadas hemos asistido a una creciente preocupación por la ecología. Entre las diversas posturas existen dos corrientes contrapuestas que parten de concepciones filosóficas muy distintas sobre el hombre y el mundo. La primera de ellas tiende a la divinización del hombre, considerándolo no como colaborador de Dios para el perfeccionamiento de la creación, sino como creador del mundo y de sí mismo a través de su propio trabajo. Esta visión suscita una actitud despótica sobre la naturaleza, considerada como objeto de explotación y fuente inagotable de recursos. En contraste con esta posición, aparece otra que, «en nombre de una concepción inspirada en el ecocentrismo y el biocentrismo, se propone eliminar la diferencia ontológica y axiológica entre el hombre y los demás seres vivos, considerando la biosfera como una unidad biótica de valor indiferenciado. Así, se elimina la responsabilidad superior del hombre en favor de una consideración igualitaria de la "dignidad" de todos los seres vivos»[1]. Incluso algunos llegan a absolutizar la naturaleza «y colocarla, en dignidad, por encima de la misma persona humana»[2]. A pesar de sus diferencias, estas posturas tienen en común el rechazo de Dios como punto de referencia existencial, son modos distintos de idolatría: uno diviniza al hombre en detrimento del hábitat y otro a la naturaleza en detrimento del hombre.
El cristianismo se distancia de ambos, porque sabe que el hombre y la naturaleza son fruto de la acción creadora de Dios, y que Cristo es el centro del cosmos y de la historia[3]. Para tener una visión completa de la comprensión cristiana de la ecología es necesario hacer referencia a la creación, la redención y a la esperanza en un cielo nuevo y una tierra nueva (la escatología).
1. La Ecología y el plan creador de Dios
Los relatos de la creación presentan al hombre dentro de la naturaleza, con la que guarda una relación de solidaridad, por el hecho de tener el mismo Creador y estar ordenado, junto con ella, a la gloria de Dios. La actitud del hombre ante el mundo no puede ser de desarraigo, distanciamiento, independencia y oposición, sino de compromiso, como corresponde a una realidad que forma parte de su casa[4] y de su propia existencia. La naturaleza no sólo enmarca la vida del hombre, sino que de algún modo forma parte de ella.
Al mismo tiempo, el hombre es en cierta medida distinto al mundo. En el primer capítulo del Génesis, la presentación escalonada del relato de la creación sitúa al hombre en la cima de la creación visible (Gn 1,1-31)[5]. Más significativa aún es la manifestación de la intención de Dios al crear al hombre, y las indicaciones que hace después de crearlo[6]. El hombre, creado a imagen de Dios[7], es colocado a la cabeza de la creación visible, la cual está a su servicio (Gn 1,29), y refleja la imagen de Dios a través del dominio de todos los seres vivos (Gn 1,28)[8]. En otras palabras, bajo un cierto aspecto, se puede decir que el hombre es imagen de Dios porque domina, porque refleja sobre el mundo el poder creador y la inteligencia gobernadora de Dios[9].
El relato del Génesis también resalta la llamada de Dios a someter la tierra. Esta vocación, cuidar y cultivar el paraíso, se inscribe en la llamada primordial a la existencia (cfr. Gn 2, 15), cuyo fin es la comunión del hombre con Dios. El plan divino originario consistía en que el hombre, viviendo en armonía con Dios, con los demás y con el mundo, orientase al Creador no sólo su persona, sino también el universo entero, de modo que la creación diera gloria a Dios a través del hombre. A su vez, el hombre a través del ejercicio de ese dominio crecería, se perfeccionaría y se relacionaría con Dios.
La función de dominio sobre el mundo encuentra una adecuada expresión en el concepto de administración[10], pues el dominio del hombre sobre la naturaleza no es un dominio absoluto, despótico, sino participado y virtuoso. El mundo ha de ser considerado no como una res nullius —algo que no tiene dueño—, sino res omnium —patrimonio de la humanidad—; y por tanto, su uso debe redundar en beneficio de todos[11]. Ahora bien, ¿cómo realiza el hombre la administración del cosmos? El hombre, en primer lugar, como administrador debe reconocer que la creación es obra de Dios y don para el hombre[12]. Una donación es más perfecta cuando el destinatario es consciente de la misma y es capaz de aceptarla. Se acepta realmente no sólo al recibir el don, sino cuando se reconoce a la persona que dona, cuando se identifica la propia voluntad con la voluntad del donante[13]. La buena administración exige al hombre, en cuanto imagen de Dios, participar de su Sabiduría y de su Soberanía sobre el mundo[14], es decir, relacionarse con la tierra con la misma actitud del Creador, que no sólo es Omnipotente, sino también Providencia amorosa[15]. Acoger el don de la creación lleva en un primer momento conocer los "ordenamientos intrínsecos" trazados por el Creador, los cuales son «señales de orientación a las que debemos atenernos como administradores de su creación»[16]. «El hecho de que esta estructura inteligente procede del mismo Espíritu creador que nos dio el espíritu también a nosotros, implica a la vez una tarea y una responsabilidad»[17]: el hombre recibe el poder de dominar el mundo «no para destruirlo, sino para convertirlo en el jardín de Dios y así también en un jardín del hombre»[18]. De este modo, a través del trabajo del hombre, se hace visible y efectiva la providencia de Dios sobre el mundo.
Se pueden distinguir, por tanto, dos acciones en el dominio del hombre sobre la creación: el conocimiento (científico, metafísico, teológico, etc.) del cosmos y el trabajo para perfeccionarlo. Estas tareas llevan en sí también una orientación ética por el hecho de que reflejan el Espíritu creador[19]. Reconociendo las estructuras racionales de la creación el hombre podrá reconocer los límites de su obrar. El primer límite de la acción humana sobre el mundo es el mismo hombre, pues «no debe hacer uso de la naturaleza contra su propio bien, el bien de sus prójimos y el bien de las futuras generaciones (...). El segundo límite son los seres creados, es decir, la voluntad de Dios expresada en su naturaleza. Al hombre no se le permite hacer lo que quiera y como lo quiera con las criaturas que le rodean. Al contrario, el hombre debe "cultivarlo" y "custodiarlo", como enseña la narración bíblica de la creación (Gn 2, 15). El hecho de que Dios "dio" al género humano las plantas para comer y el jardín "para cuidarlo" implica que la voluntad de Dios debe ser respetada cuando se trata de sus criaturas. Están "confiadas" a nosotros y no simplemente a nuestra disposición. Por esta razón, el uso de los bienes creados implica obligaciones morales»[20].
2. El Pecado y la Redención
La visión cristiana, junto a la participación del hombre en la obra creadora de Dios, no pierde de vista la realidad del pecado. El pecado original no sólo rompió la armonía entre Dios y el hombre, sino que también, rompió la armonía del hombre con la creación[21]. En el Génesis la maldición de Dios sobre la tierra tiene su origen en el pecado del hombre (Gn 3,17-18). La crisis medioambiental no puede considerarse sólo como la consecuencia de un «error» técnico; es sobre todo, el resultado de la voluntad humana que, en lugar de tratar la naturaleza en obediencia a la ley moral, ha decidido utilizarla como medio para exaltar el propio poder y bienestar: el problema ecológico es un problema moral.
El empeño ecológico debe iniciar por un cambio de tipo espiritual y moral. La ecología interior es condición necesaria para solucionar la ecología exterior[22].La ecología interior permite y tiene como fruto el cambio moral de la persona, un nuevo modo de actuar en relación con los demás y con la naturaleza, la superación de las actitudes y estilos de vida conducidos por el egoísmo, que son la causa del agotamiento de los recursos naturales. La tutela del medio ambiente será considerada eficazmente como una obligación moral que incumbe a cada persona y a toda la humanidad. No será apreciada sólo como una cuestión de interés por la naturaleza, sino de responsabilidad de cada hombre ante el bien común y los designios de Dios.
Por la redención, no sólo el hombre es reconciliado con Dios, sino que también el mundo visible, que —debido al pecado— está sujeto a la vanidad, «adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del amor»[23]. La redención de Cristo alcanza a toda la creación (Ef 1,10; Col 1,20)[24]. En Cristo, plenitud de la caridad, el cristiano encuentra la verdad sobre el dominio de la creación, un dominio que es servicio: un ocuparse amorosamente en el embellecimiento de lo creado, que implica también maximizar su provecho. Con la redención, el cuidado de la creación, no es otra cosa que la participación de los hombres redimidos por Cristo, identificados con Él, en la obra redentora de Dios. El cristiano, en efecto, está destinado a ser, en Cristo, sacerdote, profeta y rey de toda la creación[25].
3. La esperanza cristiana y la ecología
La visión cristiana acerca del dominio del hombre sobre la creación sería incompleta, si no se tiene en cuenta la dimensión escatológica. La esperanza en un cielo nuevo y una tierra nueva no conduce al cristiano a despreciar el mundo; por el contrario, para la mayoría de los cristianos el camino de la salvación pasa a través de la santificación de las realidades terrenas. La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien encarecer la preocupación por perfeccionar esta tierra, la cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo.
La espera de las verdades últimas para el cristiano no es mera expectación de un futuro lejano, sino que es, en palabras del santo Padre, «performativa»[26]: el futuro, en tanto que proyección anticipada de lo que es factible, transforma ya y da sentido al presente. «Por eso, desde las Bienaventuranzas del Sermón de la montaña hasta las promesas de las cartas a las siete Iglesias, la gran mayoría de las exhortaciones evangélicas y de las parénesis apostólicas se funda en la perspectiva escatológica, que constituye el motivo moral más estimulante y realista que puede haber»[27]. Por ello los cristianos no pueden desentenderse de las cosas terrenas —en particular de los problemas ecológicos—, por la espera de un cielo y una tierra nueva, sino que esa misma esperanza les estimula a esforzarse con perseverancia ordenando las realidades terrenas según el designio divino.
Por la misma razón, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, no se debe olvidar que «el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios»[28]. Sería un error tanto plantear que el obrar humano con respecto a la creación no tiene valor moral, como sostener que el fin de la ética ecológica es realizar ya en esta tierra, de modo definitivo, la promesa de los cielos nuevos y la tierra nueva.
La ética ecológica deberá ser consciente de «que la búsqueda, siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada generación; nunca es una tarea que se pueda dar simplemente por concluida. No obstante, cada generación tiene que ofrecer también su propia aportación para establecer ordenamientos convincentes de libertad y de bien, que ayuden a la generación sucesiva, como orientación al recto uso de la libertad humana y den también así, siempre dentro de los límites humanos, una cierta garantía también para el futuro»[29].
La dimensión escatológica de la nueva creación entraña el esfuerzo del hombre por renovar el mundo por medio del trabajo. Algo que sólo es posible si el hombre se renueva interiormente, si trata de identificarse con Cristo para ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas[30].
Conclusión
Desde la perspectiva cristiana, la vida de los demás seres tiene un gran valor, pero no se trata de un valor opuesto al de la persona; por el contrario, el valor de la vida animal y vegetal adquiere su pleno sentido sólo si se pone en relación con la vida de la persona humana[31]. La ecología física, que protege y perfecciona las condiciones materiales del medio ambiente, debe orientarse a la ecología humana[32], que busca lograr un ambiente natural y humano adecuado a la dignidad del hombre actual y de las generaciones futuras[33]. En consecuencia «la medida y el criterio de fondo del horizonte ecológico a nivel regional y mundial» deben ser la perfección de la persona en cuanto persona en todas sus dimensiones[34]. El hecho de otorgar a la persona el valor principal, lejos de implicar un perjuicio para la naturaleza, es el fundamento de su verdadera valoración. «Si falta el sentido del valor de la persona y de la vida humana, aumenta el desinterés por los demás y por la tierra»[35].
Bibliografía
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Antonio Porras
Profesor de Teología moral de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)
Notas
[1] Juan Pablo II, Discurso al Congreso Internacional sobre «ambiente y salud», 24.III.1997, n. 5.
[2] Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, n. 463.
[3] Durante los últimos decenios, las enseñanzas de la Iglesia sobre la cuestión ecológica han sido muy abundantes; en ellas no se proponen soluciones concretas, que no son de su competencia, sino que ofrece importantes orientaciones dogmáticas, morales y pastorales que constituyen una guía imprescindible para las relaciones de la persona con el resto de la creación.
[4] Usamos el término «casa» porque designa el lugar que se reconoce como propio, familiar, y hace referencia al sentido etimológico del término «ecología».
[5] A diferencia del hombre, los animales, seres vivos también, son hechos simplemente del suelo (adâmah); en ellos Dios no insufló un aliento de vida (nishmat hayyah), cfr. Gn 2, 7.19.
[6] «Dios dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza; y que le estén sometidos los peces del mar y las aves del cielo, el ganado, las fieras de la tierra, y todos los animales que se arrastran por el suelo" (...) "Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los vivientes que se mueven sobre la tierra". Y continuó diciendo: "Yo les doy todas las plantas que producen semilla sobre la tierra, y todos los árboles que dan frutos con semilla: ellos les servirán de alimento"» (Gn 1,26.28-29).
[7] El texto al repetir en tres frases sucesivas que el hombre es «imagen de Dios» resalta la importancia de este hecho para entender la relación del hombre con Dios y el mundo.
[8] El tema del señorío sobre la creación se repite en Gn 2, 26.28 y el Sal 8,6-9.
[9] Cfr. J. L. Lorda, Antropología bíblica, op. cit., 37-38. El sentido de ser imagen de Dios se valora aún más si se tiene presente que, en Israel, la Ley mosaica prohibía severamente todas las representaciones de Dios por el peligro de la idolatría (cfr. Ex 20,4; Dt 4,15-20). La única imagen de Dios en el universo es el hombre.
[10] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general, 17.I.2000, nn. 1-2. El concepto de administración nos pone en relación con la parábola de los talentos y las minas. El hombre, al final de su vida en la tierra, tendrá que dar cuentas de la administración de la creación como un talento recibido.
[11] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 69; Pablo VI, Discurso a la Conferencia Internacional sobre el ambiente (1.VI.1972); Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2402-2404.
[12] «La creación (...) es don del Creador que trazó sus ordenamientos intrínsecos y de ese modo nos dio las señales de orientación a las que debemos atenernos como administradores de su creación». Benedicto XVI, Discurso, 22.XII.2008. La misma idea de la recepción de la creación como don se encuentra en Idem, Homilía, 3.VI.2006.
[13] El amor, como dice Benedicto XVI en el n. 17 de la encíclica Deus caritas est, comporta «un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad».
[14] Cfr. Juan Pablo II, Carta encíclica Evangelium vitae, n. 42.
[15] En consecuencia, el hombre debe gobernar la tierra con «santidad y justicia (...) con rectitud de espíritu» (Sb 9,3), con sabiduría y amor, «como "dueño" y "custodio" inteligente y noble, y no como "explotador" sin ningún reparo» (Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptor hominis, n. 15).
[16] Benedicto XVI, Discurso, 22.XII.2008.
[17] Ibíd.
[18] Benedicto XVI, Homilía, 3.VI.2006; cfr. Pablo VI, Discurso a la Conferencia Internacional sobre el ambiente, 1.VI.1972. En el n. 43 de la Exhortación apostólica Christifidelis laici, Juan Pablo II afirma que «es cierto que el hombre ha recibido de Dios mismo el encargo de "dominar" las cosas creadas y de "cultivar el jardín" del mundo; pero ésta es una tarea que el hombre ha de llevar a cabo respetando la imagen divina recibida, y, por tanto, con inteligencia y amor: debe sentirse responsable de los dones que Dios le ha concedido y continuamente le concede. El hombre tiene en sus manos un don que debe pasar —y, si fuera posible, incluso mejorado— a las futuras generaciones, que también son destinatarias de los dones del Señor».
[19] Cfr. Benedicto XVI, Discurso, 22.XII.2008.
[20] Juan Pablo II, Discurso, 18.V.1990, n. 4.
[21] Cfr. Juan Pablo II, Carta encíclica Sollicitudo rei socialis, n. 30; Mensaje para la jornada mundial de la paz 1990, 8.XII.1989, n. 3.
[22] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje, 6.VIII.1999; Mensaje, 27.IX.2002.
[23] Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptor hominis, n. 8.
[24] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, nn. 36 y 48.
[25] Sin adentrarnos en el alcance de esta participación en la mediación de Cristo, queremos señalar solamente cómo en la administración informada por el amor que caracteriza el verdadero dominio sobre la creación el hombre realiza estas tres funciones. El hombre actúa como sacerdote de la creación reconociendo su relación con Dios y ordenándola al fin que Dios le había dado. Como rey domina la tierra según el plan original de Dios, como cuidado y administración, llevándola a su perfección para el bien propio y de todos los hombres. Es profeta porque con su actuar el hombre no sólo manifiesta a la creación la redención obrada por Cristo, sino también da testimonio de la esperanza que ha recibido (cfr. 1 P 3,15).
[26] Cfr. Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, n. 2. La esperanza cristiana empuja a actuar en el presente con la mirada en el futuro precisamente porque es ya activa, anticipadora de la realidad anuncia. «La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una "prueba" de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro "todavía-no". El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras». Ibíd., 7.
[27] C. Spicq, Teología moral del Nuevo Testamento, t. 1, EUNSA, Pamplona 1970, 298-299. Dentro de los textos evangélicos con sentido escatológico, nuestro Señor invita a la vigilancia (Lc 12,36-40; Mt 24,42-51; Mc 13,32-37), que no es pasiva sino activa, y utiliza con frecuencia la figura del siervo. En este sentido las parábolas de los talentos y las minas tienen un gran significado: al final de la vida se nos pedirá cuenta de la administración de los bienes que Dios nos ha dado.
[28] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 39.
[29] Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, n. 25.
[30] Cfr. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 183.
[31] En esta línea el Papa Benedicto XVI en su carta del 10.VII.2008 con motivo del día de la Santa Sede en la exposición internacional de Zaragoza (España), pone de manifiesto que la consideración del agua «como un bien que debe ser especialmente protegido mediante claras políticas nacionales e internacionales, y utilizado según criterios sensatos de solidaridad y responsabilidad», no debe olvidar «que se trata de un derecho que tiene su fundamento en la dignidad de la persona humana». El agua tiene valor de derecho universal e inalienable porque «está relacionado con las necesidades crecientes y perentorias de las personas que viven en la indigencia, teniendo en cuenta que "el acceso limitado al agua potable repercute sobre el bienestar de un número enorme de personas y es con frecuencia causa de enfermedades, sufrimientos, conflictos, pobreza e incluso de muerte" (Consejo Pontificio "Justicia y Paz", Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 484)».
[32] Del mismo modo como la administración del don de la creación exige el esfuerzo por conocer la verdad más profunda del cosmos, la ecología humana, como recuerda Benedicto XVI, requiere, a su vez, un conocimiento metafísico del hombre y de su naturaleza. El santo Padre concluye que el desprecio de la verdad íntima del hombre «sería una autodestrucción del hombre y, por tanto, una destrucción de la obra misma de Dios». Benedicto XVI, Discurso, 22.XII.2008.
[33] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general, 17.I.2001, nn. 3-4.
[34] Una forma concreta del empeño a favor de la persona es la defensa de la vida y la consiguiente promoción de la salud, especialmente de las poblaciones más pobres y en vías de desarrollo. Cfr. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990, 8.XII.1989, n. 7.
[35] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990, 8.XII.1989, n. 13.
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