Jacques Maritain ha sido, probablemente, el intelectual católico más relevante del siglo XX, a la vista de sus obras, su diálogo con representantes de su tiempo, su participación indirecta en el Concilio y directa en la Declaración Universal de Derechos Humanos, y su impacto en todo el mundo católico
En la vida de Maritain hay un gran tema transversal: el desencuentro y el intento de diálogo entre el catolicismo y la modernidad. Y esto, ciertamente, no es un tema “menor” en la teología del siglo XX, sino un empeño que inspira el Concilio.
Maritain distingue el papel de la Iglesia, que actúa como fermento del Reino de Dios en este mundo, pero no se confunde con él, del cristianismo como fenómeno social y cultural que puede convivir con diversas formas de organización social y política.
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Si hoy Jacques Maritain (1882-1973) no “suena” no es porque haya perdido importancia, sino porque, en el periodo posconciliar, la teología se agitó pero la filosofía prácticamente desapareció de las instituciones eclesiásticas. Cualquiera que hoy quiera pensar en cristiano se ve obligado a recuperar bases desde las que poder avanzar. Y ahí está Maritain en primera fila, muy bien acompañado, por cierto, de un nutrido grupo de brillantes pensadores de los siglos XIX y XX.
Pero ¿tiene sentido incluir a Maritain en una revisión del pensamiento teológico? La respuesta depende de lo que se entienda por teología. Si es sólo una actividad académica orientada a la enseñanza de los tratados teológicos y a la investigación histórica de curiosidades y especulaciones, parece discutible. Pero si realmente es la fides quaerens intellectum (la fe que busca entender), según la famosa fórmula de San Anselmo, ¿cómo se le puede negar?
Maritain, con su mujer Raïssa, fue siempre un hombre de oración y de fe, e iluminó muchos campos donde no sería fácil deslindar lo que es teología y filosofía: educación, arte, filosofía del saber y de la historia, política, derechos humanos, además de tocar temas específicamente cristianos; especialmente en sus últimos años (1960-1973), cuando se retiró con los Petits frères du Jésus, de Toulouse, que querían ser la congregación que Charles de Foucauld soñó pero no llegó a fundar.
De esta última época, destacan Dios y el problema del mal (1963), tema clásico, inteligentemente abordado y con influencia sobre el tratado de su amigo Charles Journet (El mal); Sobre la gracia y la humanidad de Jesús (1967), obrita que trata del crecimiento humano de Cristo en gracia y sabiduría; y La Iglesia de Cristo, la persona de la Iglesia y su personal (1970), donde destaca la personalidad colectiva de la Iglesia, en diálogo con la famosa eclesiología de Journet; allí destaca la paradoja de la santidad de la Iglesia a pesar de estar formada por pecadores. En estas obras, Maritain habla como creyente, confesando que no es experto en la materia.
También como creyente, laico y converso, enjuicia con pena y clarividencia el desconcierto posconciliar en El campesino del Garona (1966). Obra que, junto con la de otros importantes intelectuales cristianos, forma parte de una historia que habrá que contar cuando se pueda hacer con justicia y de una manera constructiva.
No gustó a muchos eclesiásticos a los que parecía obligatorio pensar que todo iba bien. Pero Maritain, además de hombre de fe, fue un gran testigo y defensor del Concilio, y sabía de lo que hablaba. A él entregó Pablo VI en persona, el día de la clausura (8-XII-1964), el Mensaje del Concilio a los hombres de ciencia y de cultura. Y tanto Gaudium et spes como, sobre todo, Dignitatis humanae, le deben mucho. Tenía una antigua y profunda amistad con Pablo VI, que le admiraba. Y había enviado al Papa cuatro memorándums sobre la verdad, la libertad religiosa, el apostolado de los laicos y la libertad religiosa.
Toda esta obra quizá no bastaría para darle un lugar en la teología. Pero en la vida de Maritain, se despliega, paso a paso, como gran tema transversal, un argumento que está en el centro de atención del Concilio Vaticano II: el desencuentro y el intento de diálogo entre el catolicismo y la modernidad. Y esto, ciertamente, no es un tema “menor” en la teología del siglo XX, sino un empeño que inspira el Concilio.
Con esta perspectiva vamos a repasar su vida, sin poder siquiera mencionar la multitud de intereses, contactos y estudios que la enriquecieron. Algo de todo eso queda reflejado en el hermoso libro de Raïssa: Las grandes amistades (1941), y en el Cuaderno de Notas del propio Jacques (1965).
Jacques nació (1882) en lo que podía considerarse una familia republicana francesa (protestante) bien situada en el establishment. Su padre era abogado y su madre hija de Jules Favre, ministro relevante de la III República, de tono radical. Al parecer, el novio de la cocinera le influyó bastante para convertirle en un convencido socialista, en contraste con el carácter burgués de su familia.
Pero tuvo una formación excelente. Tras terminar el bachillerato en el famoso Liceo Henri IV¸ estudió primero Filosofía y después Ciencias en La Sorbona. Allí conoció a la que sería su mujer, Raïssa Oumanov, judía rusa, tan socialista como él. Congeniaron enseguida, pero sobre todo en el interés por la filosofía. Pronto compartieron el desánimo al experimentar las escasas respuestas que se podían obtener de la filosofía que recibían, en gran parte puro y plano positivismo. Incluso llegaron a pensar en que no valía la pena vivir, en un famoso paseo por el jardín botánico (Jardin des plantes).
Una casualidad les llevó a colaborar con el poeta socialista y converso Charles Péguy; y éste les aconsejó acudir a los cursos de Bergson en el Colegio de Francia. Aquello fue el descubrimiento de una filosofía viva, una auténtica conversión intelectual. Siempre le guardarían reconocimiento, aunque más tarde Maritain marcara distancias intelectuales.
Un nuevo descubrimiento fue Leon Bloy, novelista radical cristiano, con fuerza profética, que les dejó fascinados. Vivía para su misión, que absorbía sus abundantes recursos intelectuales y sus escasísimos recursos económicos. A veces lo tenían que mantener (y a su familia). Pero los llevó a Cristo y los dos se bautizaron el 11 de junio de 1906.
La conversión cristiana les empujó a situarse intelectualmente. Conocieron entonces al dominico P. Clerissac, que les inició primero, en el tomismo y, más tarde, en la Acción francesa. Maritain se sumergió en la obra de Santo Tomás, profundizó y, comenzó a enseñar filosofía (Introducción, Lógica y Cosmología) en el Instituto Católico de París (1912-1939). Se sentiría tomista toda su vida y su enseñanza daría lugar a un notable conjunto de obras, de las que quizá la más significativa es Distinguir para unir. Los grados del saber (1931), fundamento de una metafísica tomista. No ha perdido importancia.
Eran tiempos muy difíciles para los católicos franceses. Y el marcado laicismo de la III República, que combatía a los religiosos y la enseñanza católica, les empujaba hacia los partidos nostálgicos del antiguo régimen. Especialmente L’Action française, partido radical nacionalista y monárquico, dirigido por Charles Maurras, que se confesaba ateo. Maritain se incorporó al movimiento y colaboró con algunas revistas (1920).
En 1922, publicó Antimoderno que, a pesar del expresivo título, es una recopilación de artículos bastante variados. En el prólogo, se declara contrario a la Modernidad, porque ha sido anticristiana. Mucho más orgánica y ambiciosa es la obra Tres reformadores: Lutero, Descartes, Rousseau (1925, retocado en 1930). Los tres son padres de la Modernidad porque han transformado, respectivamente, la religión, la filosofía y la política tradicionales. Tuvo un gran impacto, y la edición italiana sería prologada por un joven sacerdote Montini, futuro Pablo VI.
Entre tanto, la Santa Sede miraba con creciente recelo que la juventud católica fuera llevada por un ateo como Maurras a oponerse visceralmente a la autoridad del Estado. Además, Maurras defendía el principio de que “lo primero es la política”; había que conquistar el Estado a cualquier precio. Pero la tradición cristiana reconoce la función social de la autoridad y el respeto que merece. De manera que en 1926, Pío XI condenó el movimiento y puso en el índice las obras de Maurras.
Maritain aceptó la condena y escribió La primacía de lo espiritual (1927). Allí piensa cuál es la relación de la Iglesia con el Estado, y entiende que, sobre todo, trata de infundirle su espíritu. Es una misión fundamentalmente mística, que necesita oración. Además, revisa lo que ha pasado y la actitud de Maurras.
La acción de los cristianos no puede ser el frentismo político sino una influencia de espíritu y de principios. Hace falta discernir y esto va a transformar su pensamiento político en los años siguientes. La sociedad burguesa ha desarrollado, de hecho, algunos principios de inspiración cristiana (los derechos de las personas), pero ha olvidado otros, los vínculos sociales que unen las personas, y ha desamparado a los más débiles. Hace falta una revolución personalista y comunitaria, que no es violenta, sino un cambio de los principios que informan la conducta personal y social.
Estas ideas inspiraron el movimiento y la revista Esprit de Mounier (1928). Pero Maritain pronto se distanció, al percibir que el movimiento se desplazaba hacia la acción política; y tendía a establecer ingenuos puentes con el comunismo, siempre tan dispuesto a manipularlo todo (porque el fin justifica los medios). Esa sería después la tentación casi universal del progresismo cristiano.
Son años de maduración, mientras la crisis del 29 hunde las economías europeas, pone en entredicho a la sociedad liberal, y hace subir los totalitarismos que critican los fundamentos de la sociedad burguesa y democrática. Es oportuna una reflexión cristiana.
Maritain recopila algunos artículos en Del régimen temporal y de la libertad (1933). Pero sobre todo, prepara un curso en la Universidad de verano de Santander (1934), sobre los Problemas espirituales y temporales de una nueva cristiandad, que dará lugar a uno de sus libros más significativos: Humanismo integral (1936).
El libro hace una revisión histórica de la cristiandad medieval, con un imperio sacralizado, donde no queda mucho espacio para la ciudad terrena. En contraste, el humanismo, va a hacer lo contrario: un creciente espacio para la ciudad temporal, a la vez que reduce progresivamente su inspiración cristiana. En tres fases: el primer humanismo (XVI-XVII), marcado por la herencia de Lutero; el humanismo burgués (XIX), que (en Francia) es decididamente laicista; y, por fin, el humanismo totalitario (comunista, pero también nazi), que intenta desterrar definitivamente a Dios y suplantar el espacio de lo religioso. A continuación, piensa en las condiciones de una nueva cristiandad o sociedad cristiana en el mundo moderno, caracterizado por las libertades personales y el pluralismo de creencias. Contiene muchos análisis que no han perdido interés. Distingue el papel de la Iglesia, que actúa como fermento del Reino de Dios en este mundo, pero no se confunde con él, de lo que es el cristianismo como fenómeno social y cultural que puede dar lugar o convivir con diversas formas de organización social y política. Concluye que sólo una influencia personal y cultural puede lograr una sociedad con inspiración cristiana.
De esa misma época es El hombre y el Estado, con una lúcida reflexión sobre el fin del Estado y el bien común basada en una interesante distinción del hombre como individuo (con necesidades individuales) y persona (inserto en una relación de personas). Los intereses del individuo están sometidos hasta cierto punto al bien común, pero el fin del Estado es el desarrollo de las personas. Con esto trata de superar la disyuntiva entre el liberalismo egoísta y el socialismo aplastante.
Maritain se siente, pues, situado en la concepción política moderna, en la que reconoce valores de inspiración cristiana, además de límites. Esto le indispone con los cristianos nostálgicos (que son mayoría). Mucho más cuando se opone a la revolución de Franco en España, por una cuestión de legitimidad (y quizá para no repetir la experiencia de la Action).
El estallido de la guerra mundial y la ocupación alemana de Francia, junto con el hecho de que su mujer es de origen judío, le aconsejan emigrar a Estados Unidos (1940). Allí encuentra una sociedad política moderna pluralista y democrática que, a diferencia de la francesa, no es laicista, sino que tiene una fuerte inspiración religiosa. Esto le permite afinar sus análisis.
Muy bien acogido en las universidades americanas (primero en Princeton), desarrolla su pensamiento en conferencias y ensayos lúcidos como Cristianismo y democracia (1943), Principios de una política humanista (1944), El hombre y el Estado (1951) y Reflexiones sobre América (conocido como América, 1958), que inspiran los movimientos de la democracia cristiana que surgen en la posguerra en Italia, Alemania y los países latinoamericanos. Además, participa en los ciclos de conferencias que organiza la Unesco para preparar Declaración Universal de los Derechos Humanos (1947-1948). Se da cuenta de que es posible ponerse de acuerdo en las formulaciones de los derechos, aunque no haya sido posible ponerse de acuerdo en su fundamentación. Eso le da luces sobre cómo funciona la ley natural.
Tras muchos otros empeños académicos y diplomáticos, en 1960, al morir Raïssa, vuelve a Francia, y como hemos dicho, se retira a Les petits frères de Toulouse, donde profesa en 1971 y muere en 1973, dejando una obra inmensa y significativa.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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