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¿Quién es Jesús? ¿qué sabemos de Él? El autor de este artículo define la figura de Cristo como "una piedra de escándalo para la razón"
En los años que marcan el comienzo del tercer milenio parece que se hubiera despertado en el mundo un interés especial por Jesús de Nazaret. En realidad, los libros escritos en los últimos años sobre su figura y su persona, aunque no todos positivos, ponen de relieve la actualidad y la trascendencia del Hijo de Dios hecho hombre, y el atractivo de su vida.
En efecto, en su comunión con el Padre, Jesús se hace presente hoy ante nosotros. ¿Y qué trae Jesús, qué da al mundo? La respuesta es sencilla: Dios[1]. Enciende tu fe. –No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: “Jesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula!” −dice San Pablo− ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre![2].
La predicación de la Iglesia primitiva presenta siempre a Jesucristo como Hijo de Dios y único Salvador. La proclamación del Misterio Pascual llevaba consigo un paradójico anuncio de humillación y de exaltación, de vergüenza y de triunfo: nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios[3]. No fue fácil para los primeros cristianos superar el escándalo de la cruz, la realidad de la crucifixión y muerte del mismo Hijo de Dios. De ahí el intento de los docetistas y de los gnósticos de negar que Jesús tuviese un cuerpo real y pasible, o el de Nestorio, dos siglos más tarde, de afirmar la existencia en Jesucristo de dos personas, una humana y otra divina.
A ningún estudioso serio escapa, sin embargo, el hecho histórico de Jesús de Nazaret. Aunque no hay una gran cantidad de datos extra-bíblicos sobre su persona y su misión, son suficientes para afirmar, sin lugar a dudas, su paso por la tierra. Es substancialmente aceptado, por ejemplo, el testimonio de Flavio Josefo. En uno de sus libros, este historiador judío del siglo primero se refiere a Jesús como «hombre sabio (…); Él realizó obras extraordinarias, siendo un maestro de hombres que acogen la verdad»[4]. Más adelante escriben sobre Jesús, durante el imperio de Trajano, Plinio el Joven y Tácito; y después lo hará Suetonio, secretario de Adriano.
Junto a estas referencias, los evangelios constituyen «el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador»[5]; son las fuentes que proporcionan una visión detallada de su personalidad. La Tradición de la Iglesia, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ha reconocido en estos escritos la plasmación auténtica y segura de la figura histórica del Señor, una figura histórica que posee un carácter divino.
El valor de los evangelios como fuentes primarias para conocer a Jesús no fue puesto en duda por los cristianos hasta finales del siglo XVIII. En ese momento, surgieron algunos autores que pretendieron analizarlos con criterios historiográficos y positivistas, eliminando las narraciones que consideraban inaceptables para el hombre moderno; esto es, los milagros y las profecías, sólo explicables por el carácter extraordinario de la intervención divina en la historia. Se trataba del primer intento de estudiar los evangelios solo como libros de historia, sin considerar su contenido sobrenatural, un proyecto que abordaba los textos excluyendo la fe en la divinidad de Cristo.
A partir de entonces, abundaron las “vidas de Jesús” en las que Cristo aparecía como uno de tantos candidatos a mesías; un fracasado condenado a muerte por la autoridad romana que, eso sí, poseía una indudable autoridad moral. De este modo, con frecuencia, estas pretendidas biografías históricas retrataban más el carácter de quien las escribía que el de Jesucristo.
Posteriormente, el avance de los estudios exegéticos llevó a una fuerte reacción contra este planteamiento: se pasó a considerar los evangelios como textos escritos con fe sincera, aunque desinteresados de las coordenadas de la historia; no se superó el escepticismo sobre la divinidad de la figura histórica de Cristo. En los últimos decenios, los nuevos criterios metodológicos han permitido una lectura teológica de la Biblia más de acuerdo con la fe[6].
La verdad proclamada por la Iglesia sobre el Hijo de Dios, que después de veinte siglos sigue siendo una piedra de escándalo para la razón, es la de una Persona ante la cual cada uno debe comprometer su propia vida a través de un acto de fe; pero no una fe puramente fiducial o credulona, sino una fe que se apoya en que Dios mismo ha hablado y actuado en la historia; una fe que cree en la vida y obras reales del Hijo de Dios hecho hombre, y que encuentra en Él la razón de su esperanza. La importancia de la realidad histórica del mensaje evangélico se hizo patente desde los primeros instantes del cristianismo; como señala San Pablo, si Cristo no ha resucitado, inútil es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe[7].
Los milagros y la autoridad de Jesús
En los evangelios se relata que Jesús hace milagros. En el Antiguo Testamento ya se narraban prodigios realizados por profetas como Elías y Eliseo, por no hablar de los protagonizados por Moisés o Josué. También en la literatura antigua, tanto judía como helenística, se cuentan portentos de algunos personajes. Quienes buscan negar la veracidad de los milagros de Cristo —y, en general, de todos los que aparecen en la Escritura—, suelen apoyarse en estos últimos para afirmar que los relatos de hechos milagrosos implican un género literario de ficción, tal vez dirigido a exaltar un personaje histórico.
Pero las similitudes dejan pronto paso a profundas divergencias, que constituyen signos de la credibilidad y de autenticidad de los evangelios. En primer lugar, los milagros de Jesús sorprenden por su verosimilitud. Los evangelios hablan, sí, de portentos; pero nada hay de exagerado en cómo los describen. Un ciego recobra la vista; un cojo empieza a andar... Se aprecia, en la sencillez del relato, que se está muy lejos de pretender exaltar una figura; son relatos ajenos a toda aparatosidad, y en los que se refleja la vida cotidiana de los protagonistas.
También llama la atención la autoridad que Jesús ejerce cuando los realiza. Los prodigios narrados en la literatura rabínica se obtienen después de largas oraciones. Él, en cambio, los hace con su propio poder, con una palabra o un gesto, y el efecto se sigue casi siempre de modo inmediato. Otra característica única es la discreción de Jesús: rara vez toma la iniciativa, se muestra reticente, manda que no se divulgue... Incluso en ocasiones dice el texto sagrado que no pudo hacer milagros[8], porque no encontró en los interesados las disposiciones espirituales adecuadas. Por último, es importante notar cómo los milagros de Cristo poseen siempre un sentido que trasciende el mero efecto físico. El Señor no cede al gusto de los hombres por lo maravilloso, o a la curiosidad: busca la conversión del alma, quiere atestiguar su misión. Jesús hace ver que no son simples prodigios; para realizarlos, exige la fe en su Persona, en la misión que el Padre le ha confiado. Parten de la fe y llevan a la fe.
De todo esto se concluye que los evangelistas se propusieron poner al alcance de todos hechos históricos, para que pudieran ser trascendidos por la fe; testimonian que «todo en la vida de Jesús es signo de su misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que “en Él reside la plenitud de la Divinidad corporalmente”»[9]. De ahí la centralidad, en la vida del cristiano, del consejo de san Josemaría: Saboread aquellas escenas conmovedoras en las que el Maestro actúa con gestos divinos y humanos, o relata con giros humanos y divinos la historia sublime del perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus hijos. Esos trasuntos del Cielo se renuevan también ahora, en la perenne actualidad del Evangelio: se palpa, se nota, cabe afirmar que se toca con las manos la protección divina[10].
La autoridad de Jesús, sin embargo, no se manifiesta sólo en su modo de hacer milagros. Aparece todavía más límpidamente en su modo de disponer de la ley y de la tradición: las interpreta, profundiza y corrige. Éste es otro rasgo diferenciador, que no se encuentra en ningún otro testimonio de la época. La originalidad de esta actitud, patente en las enseñanzas recogidas en los evangelios, sólo se explica por el carácter único del Maestro, por su fuerte personalidad y doctrina.
Este poder sobre la Ley se percibe cuando se examina cómo Él la cumple fielmente. Por una parte, en ese cumplimiento Cristo muestra unas exigencias que van hasta lo más profundo del corazón, más allá de cualquier asomo de formalismo. Es cierto que Jesús mantiene la ley, pero la interpreta según un espíritu novedoso que, al mismo tiempo que la cumple, la supera; trae un vino nuevo que rechaza componendas con los odres viejos. Por otra parte, esto lo hace como un legislador que habla en nombre propio, superando a Moisés. Lo que Dios había dicho a través de Moisés, lo perfecciona su Hijo Unigénito.
Jesús inaugura una nueva era, la del Reino anunciado desde hacía mucho tiempo por los profetas: destruye el Reino de Satanás arrojando los espíritus con el dedo de Dios[11]. La mesianidad de Jesús no puede ser una invención de sus discípulos ideada después de la Pascua: la tradición evangélica contiene tantos recuerdos sólidos y armónicos de su vida pública que no es posible rechazarlos diciendo sencillamente que se trata de una creación póstuma, fruto de una presunta ideologización apologética. Las enseñanzas de Cristo son inseparables de la autoridad con que las proclama.
La divinidad de Jesús en los Evangelios
De modo análogo a como se niega la historicidad de los milagros, a veces se afirma que el título de «hijo de Dios» sólo designa, en los evangelios, una cercanía especial de Jesús con Dios. Generalmente, se argumenta señalando que este título tiene diversos usos en los textos de la época: se aplica a personajes que se distinguen por ser justos, al pueblo de Israel, a los ángeles, a la realeza o a personas con alguna facultad especial. Pero cuando consideramos los relatos evangélicos, de nuevo aparecen diferencias sólo explicables si se reconoce la naturaleza divina de Cristo, proclamada a la luz del Misterio Pascual.
Así, en el evangelio según San Marcos se testimonia que la personalidad de Jesús es sobrehumana. Ciertamente, en ocasiones, Jesús es proclamado hijo de Dios por quienes tal vez sólo lo hacen según el sentido normal de la época, sin conocer a fondo sus implicaciones. Pero también la voz del mismo Padre en el Bautismo y en la Transfiguración atestigua que Jesús es Hijo de Dios; y a la luz de esta declaración se puede apreciar en otros muchos pasajes el carácter real y único de la filiación divina de Cristo. Por ejemplo, Jesús mismo se presenta como el “hijo amado” en la parábola de los viñadores homicidas, radicalmente distinto a todos los enviados anteriores; también manifiesta una relación personal única de filiación y confianza con el Padre al llamarle —y éste es el único evangelio que lo recoge— Abba[12], Papá. En este contexto, es de interés señalar cómo la fe del evangelista en la divinidad de Jesús queda enmarcada por el versículo programático evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios[13], y la confesión del centurión, al final del texto: ¡verdaderamente este hombre era Hijo de Dios![14].
En San Mateo, la filiación divina de Jesús se presenta con más profusión que en San Marcos. El título viene pronunciado por endemoniados, por el centurión, por quienes pasan bajo la Cruz en el Calvario, por los sacerdotes, por Pedro y los discípulos, especialmente después de un milagro. Aún más claramente que en San Marcos se ve que no todos los que le llaman hijo de Dios lo reconocen como tal, y sin embargo esta actitud sirve al evangelista como contrapunto de quienes sí lo hicieron.
Por su parte, el tercer evangelio resalta la relación entre Jesús y el Padre, enmarcándola en un ambiente de oración, de intimidad y confianza, de entrega y sumisión, que desemboca en las últimas palabras pronunciadas en la Cruz: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu[15]. Al mismo tiempo es fácil captar cómo su vida y su misión son continuamente guiadas por el Espíritu Santo, ya desde la Anunciación donde se proclama su filiación divina. Junto a estos rasgos particularmente destacados en San Lucas, volvemos a encontrar otros testimonios comunes con los demás evangelistas: también los demonios llaman “Hijo de Dios” a Jesús en las tentaciones y en las curaciones de los endemoniados en Cafarnaún y en Gerasa.
En San Juan se presenta la filiación divina de Cristo en su sentido más profundo y trascendente: Él es el Verbo, que está en el seno de Dios y se hace carne; es preexistente, ya que es anterior a Abrahán; ha sido enviado por el Padre, ha bajado del cielo... Son características que destacan la realidad divina de Jesús. La confesión de la divinidad por parte de Tomás puede considerarse la culminación del evangelio, que ha sido escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre[16]. En San Juan es patente, tal vez más que en ningún otro evangelista, cómo la afirmación de la divinidad real de Jesús pertenece al mismo núcleo de la predicación apostólica. Una afirmación, por lo demás, que hunde sus raíces en la conciencia que Cristo tenía de ella en su paso por la tierra. En este sentido, es de especial interés recordar —y es un elemento común a todos los evangelistas— el que Jesús diferencia su relación con el Padre de la que tienen los demás hombres: mi Padre es el que me glorifica, el que decís que es vuestro Dios[17]; subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios[18]; la expresión «Padre nuestro» en labios de Jesús sólo aparece en una ocasión, al enseñar a los discípulos el modo en que deben rezar. Cristo nunca pone en el mismo nivel su especial filiación con la de los discípulos: una muestra de la conciencia que Él mismo tenía de su divinidad.
La predicación de la primitiva comunidad cristiana presenta las formas de anuncio, de catequesis, de exhortación o de argumentación en favor de la fe, que vienen recogidas en la narración evangélica. Esto influye más en sus características literarias que en el contenido de lo que aconteció. Es útil descubrir que las necesidades de la predicación han llevado a seleccionar algunos pasajes frente a muchos otros[19], y que movieron a los evangelistas a presentar la vida de Cristo en un modo más teológico que biográfico, más sistemático que cronológico. Pero no hay motivo para pensar que ese interés y esas necesidades lleven a falsificar los recuerdos, a crearlos o a inventarlos. Más aún, las expresiones y sucesos desconcertantes son una prueba más de la credibilidad de los evangelios —¿por qué el bautismo, si Cristo no tenía pecado?, ¿por qué afirmar la aparente ignorancia de Jesús respecto a la Parusía, o que no pudo hacer milagros, o que estaba cansado?—, como lo son también la forma semítica de las palabras, o el uso de expresiones arcaicas o no asumidas por la teología posterior —como «hijo del Hombre».
Los evangelios están repletos de episodios llenos de candor y naturalidad; cada uno de ellos es una muestra de veracidad, y del deseo de contar la vida de Jesús en el seno de la tradición de la Iglesia. Quien escucha y recibe esa Palabra puede llegar a ser discípulo[20]. En el mensaje cristiano se entrelazan fe e historia, teología y razón, y los testigos apostólicos manifiestan la preocupación de apoyar su fe y su mensaje sobre los hechos, contados con sinceridad. En esas páginas, Cristo mismo se da a conocer a los hombres de todos los tiempos, en la realidad de su historia, de su anuncio. Leyéndolas, no accedemos a un ideal moral; meditar el evangelio no es un reflexionar sobre una doctrina. Es meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección[21], porque cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella[22].
Bernardo Estrada
Notas
[1] Cfr. Joseph Ratzinger–Benedicto XVI, Jesus von Nazareth, cap. 1 y 2.
[2] Camino, n. 584.
[3] 1 Co 1, 23s.
[4] Cfr. Flavio Josefo, Antiquitates Judaicæ 18, 3, 3.
[5] Conc. Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 18.
[6] Cfr. Joseph Ratzinger–Benedicto XVI, Jesus de Nazareth (I), Introducción.
[7] 1 Co 15, 14.
[8] Cfr. Mt 13, 18; Mc 6, 50.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 515.
[10] Amigos de Dios, n. 216.
[11] Cfr. Lc 11, 20.
[12] Mc 14, 36.
[13] Mc 1, 1.
[14] Mc 15, 39.
[15] Lc 23, 46.
[16] Jn 20, 31.
[17] Jn 8, 54.
[18] Jn 20, 17.
[19] Cfr. Jn 21, 25.
[20] Cfr. Joseph Ratzinger–Benedicto XVI, Jesus de Nazareth (I), cap. 4.
[21] Es Cristo que pasa, n. 107.
[22] Es Cristo que pasa, n. 107.
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