‘Utopía’ puede y debe seguir cumpliendo la perenne función pedagógica que quiso darle su autor al escribirla
“Y si no te importa hacer el corto viaje para visitarme en Utopía, yo mismo me encargaré de que todos los mortales gobernados por mi amable autoridad muestren el honor debido a aquéllos que, como saben, se encuentran muy adentro del corazón de su rey soberano” (Carta de Tomás Moro a Erasmo, Londres, hacia el 4 de diciembre de 1516).
Se cumplen 500 años de la primera edición de la Utopía de santo Tomás Moro. Fue en Lovaina, a finales de 1516. El encargado de hacerla fue su gran amigo y también preclaro humanista Erasmo de Rotterdam. Este aniversario ha pasado bastante desapercibido respecto a otras importantes efemérides que estamos celebrando este año, tal vez porque pensamos que no nos toque tan de cerca o no veamos clara su relevancia. Sin embargo Utopía es ahora más que nunca una referencia literaria necesaria y mantiene la gran actualidad que tenía cuando salió de la pluma de Moro como instrumento para comprender el tiempo socio-político que vivió él y el que vivimos ahora nosotros. Lo que pretendo mostrar en estas páginas es precisamente que Utopía puede y debe seguir cumpliendo la perenne función pedagógica que quiso darle su autor al escribirla.
Sin pretender hacer un análisis exhaustivo del libro, vamos a acercarnos a ella procurando destacar algunas ideas o temas que se abordan en esta magnífica joya literaria para hacerla revivir ante nuestros ojos, con la esperanza de que nos ayude a iluminar distintos aspectos de esa actualidad. Si la contemporaneidad debe ser uno de los rasgos esenciales del pensamiento político correcto, y si −por desgracia− en nuestros días muchas de las ideas políticas que se manejan en el Parlamento o en los mass media adolecen de ese rasgo (en general por motivos ideológicos), Utopía es un ejemplo claro de cómo una obra que de verdad se construya sobre la verdad del ser humano y de la polis, siempre aportará ideas verdaderamente constructivas al razonamiento político y, en general, al progreso ético.
En primer lugar nos acercaremos con brevedad a la figura de Tomás Moro y de su tiempo. Si san Juan Pablo II nombró al santo y mártir inglés patrono de los políticos fue precisamente por ver en él una referencia obligada para todos aquellos que trabajan en la vida pública, así como también para los que participamos en lo público sin hacer de ello un trabajo profesional. Conocer a Tomás Moro y situarlo en su contexto histórico hará que inmediatamente podamos extrapolar ideas y principios del libro a la situación sociopolítica de nuestros días, con su peculiar concepción del ser humano y de la sociedad.
A partir de ahí haremos una referencia genérica al libro y al significado que su autor quería darle, para purificar la obra de muchas interpretaciones que equivocadamente se han hecho de ella. En concreto, en este apartado vamos a desarrollar dos puntos. En primer lugar veremos qué significa de verdad el estilo utópico, entendido como género literario. La conclusión será que Utopía está muy lejos de lo que los prejuicios de la mayoría han hecho entender como tal al usar ese término −término que por otra parte y paradójicamente el libro de Moro acuñó ya para siempre−. Al mismo tiempo y a sensu contrario, colegiremos que la visión utópica se enfrenta a esa otra visión con la que se suele relacionar y que es en realidad la que más daño puede hacer a la buena razón política: las ideologías. Tras esos párrafos centrados en la dialéctica utopía-ideología, trataremos de explicar qué buscaba exactamente Moro al escribir la obra y por qué resulta tan oportuno ese planteamiento y esa perspectiva en nuestra época. En definitiva, esta segunda parte será una llamada a la necesaria reposición del verdadero discurrir político, entendido de verdad como arte razonable de lo posible en busca de la mejor forma de gobierno.
La tercera y última parte de este breve estudio la dedicaremos a destacar tres de los temas que son tratados en el libro con más extensión y profundidad. El carácter no sistemático del libro, su género más literario que ensayístico, hace que la lectura comprensiva del texto sugiera ciertamente infinidad de temas e ideas (no olvidemos que se trata de un libro autobiográfico con constantes referencias a situaciones y personajes del tiempo en que vive Moro, aunque aparezcan en su mayoría veladas por las imágenes y simbología que emplea el texto). Como hemos comentado, muchas de esas ideas podrían ser extrapolables como asuntos interesantes para repensarlos en nuestros días con nuevos ojos. Hemos querido destacar tres que consideramos especialmente relevantes: la supresión del dinero y de la propiedad privada; la dignidad y relevancia, humana y sobrenatural, del trabajo humano; y el sentido del humor como clave hermenéutica del libro y de la visión comprensiva que Moro posee de los acontecimientos que describe y analiza.
Comencemos por tanto describiendo en breves trazos la figura de santo Tomás Moro. No se tratará ni tan siquiera de una breve reseña biográfica, sino tan solo destacaremos aquello que nos pueda interesar más de su personalidad con vistas a comprender el alcance y relevancia de Utopía.
Cuando se estudian los antecedentes de Utopía suelen mencionarse dos textos cristianos de excepcional importancia. Son dos obras que ayudan a situarse en el contenido y fin que Tomás Moro se marcó al escribir su obra, pero que −por ese contenido autobiográfico que posee el texto− también nos ayudan a comprender quién era su autor.
El primero de ellos son los Hechos de los Apóstoles, libro que muestra la dinámica y la vida de los primeros seguidores de Jesús, en esos tiempos en los que ser cristiano se entendía, sin más calificativos ni prejuicios, como ser “ciudadanos del mundo sin ser mundanos”. Esa naturalidad y coherencia de los primeros seguidores de Jesús en un ambiente tan hostil y contrario, causaba asombro entre los paganos de la época[1], y acabó siendo por eso mismo lo que convirtió todo el Imperio a la nueva fe. No por la fuerza de las armas o con violencia, sino por la fuerza de esos hechos de los cristianos, tan coherentes como sorprendentes. Ni lo hizo tampoco como un agente externo que actúa en un cuerpo que no es el suyo, sino desde dentro, en y desde la sociedad que se proponían transformar.
Dos pasajes podríamos destacar en el libro de los Hechos para enmarcar la figura de Moro. El primero de ellos es éste[2]: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma y nadie consideraba suyo lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común… No había entre ellos ningún necesitado porque los que eran dueños de campos o casas los vendían, llevaban el precio de la venta, lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según su necesidad” (Hch 4, 32-35). Hagamos ya desde el principio una aclaración importante. La interpretación literal de la obra de Moro, como tantas veces ha ocurrido, puede llevar a confusión. Igual que por otra parte, y con más motivo, confundiría cualquier interpretación literal o libre que pudiera hacerse del texto de los Hechos si nos atenemos a la literalidad del escrito sin contextualizarla. Llevados de ese planteamiento erróneo, muchos han arrimado el pensamiento que subyace en Utopía a sus propios planteamientos socio-políticos (basta pensar por ejemplo en las ideas bienintencionadas de los teólogos de la liberación, que han visto en ese pasaje de los Hechos, como en el libro de Moro en general, un precursor), sin lograr comprender la distinción necesaria entre el ejercicio de las virtudes personales que sus páginas promueven (verdadera preocupación e intención de Moro) con los modelos de organización social que allí se describen. Trataremos de esto más adelante, cuando hablemos del contenido político del texto. En cualquier caso, esa visión comunitaria que se vive en la isla de Utopía, con sus valores subyacentes (fraternidad, solidaridad…), es reflejo sin duda del modo de vivir que describe san Lucas.
En segundo lugar podemos destacar del texto lucano aquellas frases lapidarias de san Pedro al tribunal que pretende juzgarle: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29). Esta frase de san Pedro resume mejor que ninguna lo que fue la vida y el corazón de Tomás Moro, como dato histórico y testimonio de vida. Como hecho histórico porque lo que se narra es que Pedro -esto es, el primer Papa- está siendo juzgado por un tribunal sin duda legítimo, pero que pretende traspasar sus competencias. ¿Cómo no venirnos a la mente inmediatamente el juicio inicuo al que es sometido y condenado Moro al final de su vida, y que resume también, mejor que ningún otro hecho de su vida, quién era Tomás Moro? Así era el gran canciller del reino de Inglaterra: leal a su rey y a las instituciones pero, antes que cualquier otra cosa, fiel servidor de Dios y de su conciencia, a la que consideraba verdaderamente sagrario del hombre y lugar donde ha de buscarse la verdad con todas sus consecuencias. Por ello este pasaje de los Hechos describe bien a Moro no sólo por ser mártir de la fe, sino por su coherencia y testimonio de vida cristiana, por su unidad de vida. Este rasgo precisamente era el que destacaba el Papa san Juan Pablo II al nombrarle patrono de Europa[3].
En Tomás Moro pueden encontrar un ejemplo de vida todos aquellos laicos que, queriendo vivir en medio del mundo, busquen transformarlo y llevarlo a Dios, porque a Dios pertenece. Es en medio de las ocupaciones de cada uno, a través del trabajo profesional, donde debemos encontrar a Dios y servirle. Tomás Moro era político por su afán de servir, y veía la política como su modo de servir a Dios: su vocación. En el contexto de su época y según las formas que correspondían entonces, reflejaba su inequívoca condición cristiana a través de su trabajo, sobre todo cuando siendo ya Canciller le tocó tomar decisiones verdaderamente heroicas.
Junto a los Hechos de los Apóstoles, en santo Tomás Moro hemos de destacar la influencia notable de San Agustín, como lo demuestra el hecho de que en sus escritos sea el autor más citado entre todos los Padres de la Iglesia. Tenía un profundo conocimiento de La Ciudad de Dios, el libro de Agustín más citado en sus obras[4]. En realidad, la Ciudad de Dios había tenido ya una influencia inmensa en toda la Edad Media. Pero para Moro tenía un encanto especial. En primer lugar porque siendo aún joven barruntaba la posibilidad de su vocación monástica, de modo que tenía motivos para detenerse a pensar y reflexionar sobre los dos amores que fundaron sendas ciudades, la terrena y la celestial. Y una vez decidido ya su compromiso con el mundo y por la vida política, Tomás Moro se siente muy a gusto como miembro de la ciudad celeste que peregrina por la tierra; se mueve bien en ese terreno en el que los deberes cívicos y profesionales le ayudan a vivir -al mismo tiempo- el desprendimiento espiritual que como buen cristiano desea vivir. Viendo la vida en clave de servicio, de servicio a Dios y al bien común, Moro ve claramente que puede administrar riquezas y gozar de honores sin verse por ello atado a ellas y sin quitarle a Dios lo que le corresponde en gloria y obediencia[5].
Como en el caso de los Hechos, también en este caso la influencia del libro de san Agustín en Utopía sería doble. La primera haría referencia al hecho de tratarse de un libro en el que un autor −y un santo− quiere dejar reflejado en forma de imagen simbólica lo que está ocurriendo en el tiempo presente. Sin minusvalorar el aspecto de denuncia social, ambos autores buscan ante todo comprender la relación entre la Ciudad de Dios (que no se puede ni se debe identificar con la Iglesia terrenal) y la Ciudad de los hombres (tampoco identificable con cualquier tipo de forma de gobierno). Dicho en otras palabras tomadas de la fórmula cristológica de Calcedonia, ambas ciudades deben convivir sin separación pero también sin confusión. En ese sentido, las obras de Agustín y Moro, leídas en sus contextos históricos (cada una de ellas en un extremo opuesto de la Edad Media), llenan de luz la doctrina tradicional de la Iglesia respecto a la relación de la Iglesia y del poder político. Y ello cuando aún faltaba un Magisterio doctrinal claro al respecto. Y lo hacen además desde visiones complementarias que inauguran modelos literarios: uno de Teología de la Historia, otro de pensamiento utópico.
Junto a la influencia que La Ciudad de Dios tiene en Utopía por el hecho de su publicación y como hito histórico-literario, se da también en ambos una gran semejanza de mente. Ambos pensadores poseen en efecto la grandeza suficiente para comprender la necesidad que el mundo tenía entonces (¡y ahora tal vez más!) de una obra así. De algún modo, lo que ellos hacen no es sino poner sus hombros a disposición del que quiera subirse a ellos, y contemplar, desde muy alto, lo que estaba pasando en esos momentos de la Historia para poder comprenderlo. Moro sabía que el pensamiento de Maquiavelo (que escribe justo en esos años sus obras principales: los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y El Príncipe) triunfaría como modo de concebir el saber político. Y conocía muy bien el mundo social y político enfebrecido de su época así como a los grandes personajes que marcaban el rumbo, empezando por su propio rey. Sabía que el título de “Defensor de la fe” que el Papa había concedido al monarca inglés le venía muy grande o muy mal; como le venía grande o mal el título de Romano Pontífice a algunos de los que fueron tales en esos tiempos tan convulsos. Tomás Moro sabía todo esto y, como Agustín, conocía las previsibles consecuencias de lo que iba a dejar por escrito. Igual que sabía qué era lo único esencial en medio de ese revuelo de fuerzas y poderes: salvar a Dios de los hombres y salvar al Hombre de la imagen distorsionada de Dios. Ambas cosas estaban por entonces en entredicho y en peligro debido a la rápida extensión de la semilla reformista. Maquiavelo y Lutero eran por tanto como los ideólogos a los que debía refutar con las armas de su pluma y de su segura doctrina. Para ello Moro, como Agustín, poseía una fuerza interna que le impelía: su pasión por la verdad.
Vale la pena por tanto aceptar esos hombros que Moro nos ofrece para subirnos a ellos. Mucho más cuando tras cortarle la cabeza quedó un espacio tan grande como para poder pisar sobre seguro. Aquellos tiempos que él vivió también son por tantos motivos parecidos a los nuestros. Ahora ya no es la Imprenta sino las Nuevas Tecnologías la que hace extensible la formación con rapidez; ya no es el latín sino el inglés la lengua universal; los Descubrimientos de nuevas Tierras ahora son el mundo espacial y los espacios virtuales; el maquiavelismo vaga a sus anchas por la realidad política; los prejuicios y las tensiones que la religión genera en muchos lugares sigue siendo para muchos un tema candente y a resolver… y tantas cosas que nos hacen mirar a Moro como un compañero de viaje que nos entiende y nos da una fórmula que nos puede ayudar: Utopía.
Moro, por su prestigio profesional, por su preocupación real por lo que acontece en el mundo que le rodea, por su honradez humana e intelectual… es un autor al que vale la pena volver a poner como modelo y referencia obligada en nuestros días. Del mismo modo, Utopía puede y debe ser leída actualmente porque nos despierta del letargo que reina hoy día. El clamor por la justicia que brota de la obra sigue más vigente que nunca: hambre, guerras, ociosidad, robos, venalidad de los jueces, desigualdad de los ciudadanos, ignorancia del pueblo, rapacidad de los poderosos, maquinaciones de los que gobiernan… todo eso y más denuncian sus páginas. Y todo ello en un tono y tenor (mezcla de realidad y ficción, de seriedad y chanza) que no crea desaliento ni pesimismo, sino la necesidad de que haya personas que como él se tomen en serio su condición de ciudadanos, que se propongan de verdad ser santos en medio del mundo en que viven.
Pasando ahora al estudio más concreto de Utopía procederemos, como dijimos, de un doble modo. Primero nos acercaremos al género que Moro emplea en la obra y que cristalizará en un modo novedoso de mirar el mundo y la sociedad política: el género utópico. Explicar qué es una utopía para Moro y qué no es tal sino ideología, resulta esencial para acercarnos a esta obra sin prejuicios equivocados, algo que por desgracia ha ocurrido en tantas ocasiones. A continuación explicaremos cuál era la visión que Moro tenía de la política y, por ende, cuál era la función que quería dar a su libro como humanista y como político. Y es que justo en esos años se estaba tal vez decidiendo y definiendo el papel de la razón política en una de las que deben ser consideradas como épocas más fructíferas en la Historia de la ideas.
En el precioso y profundo discurso de agradecimiento por el premio internacional Carlomagno, recibido esta pasada primavera en Aquisgrán, el Papa Francisco nos transmitía uno de sus principales sueños: “Con la mente y el corazón, con esperanza y sin vana nostalgia, como un hijo que encuentra en la madre Europa sus raíces de vida y fe, sueño un nuevo humanismo europeo, ‘un proceso constante de humanización’, para el que hace falta ‘memoria, valor y una sana y humana utopía”[6].
Ya se ve que el término “utopía” tiene para el santo Padre un significado muy distinto a lo que se suele entender como tal: algo irrealizable, quimérico, ilusorio… Para el Papa Francisco el pensamiento utópico puede y debe ser entendido más bien como un proyecto al que se debe aspirar y que nos debe servir de referencia. En concreto, esa visión utópica resulta una necesidad urgente en el caso de Europa: “Junto a las raíces −que se deben buscar, encontrar y mantener vivas con el ejercicio cotidiano de la memoria, pues constituyen el patrimonio genético de Europa−, están los desafíos actuales del Continente, que nos obligan a una creatividad continua, para que estas raíces sean fructíferas hoy, y se proyecten hacia utopías del futuro”[7].
Podría resultar chocante esta afirmación, insistimos, a partir del significado común que el término utópico ha adquirido con el tiempo. De hecho, si miramos textos del propio Magisterio social de la Iglesia encontraremos frecuente pasajes en que la Iglesia previene y advierte sobre planteamientos ilusorios y fantásticos, y que proceden de distintos documentos pontificios de primer rango: Rerum novarum, Divini redemptoris, Ecce ego…. Lo utópico se entendería entonces, y así se ve en esos documentos, como una proposición falaz, y no como una incitación positiva. Pero todo ello es cierto respecto a documentos antiguos del Magisterio, que se mueven y han de reaccionar teniendo en cuenta el lenguaje político contemporáneo del tiempo y situación en el que se publicaron[8]. En definitiva, era lógico que durante un tiempo largo la idea de utopía como sistema válido de pensamiento político fuera rechazada por el Magisterio de la Iglesia, pues respondía de este modo a la función orientadora que posee ese Magisterio por su propia naturaleza, siempre iluminando acerca de lo real y lo posible, no de lo falso y absurdo[9].
Fue a partir de la carta apostólica Octogessima adveniens, dada por el Papa Pablo VI en el aniversario de la encíclica Rerum Novarum, cuando en este asunto opera un giro claro en el lenguaje pontificio. Pablo VI, en ese importante documento, advierte que tal vez el pensamiento utópico haya podido ser dañino como modo de entender y ejercer la política. Pero nos hace también caer en la cuenta de que, si eso ha sido así, no ha sido tanto por lo que tiene de utópico, sino por lo que tiene de ideológico. Son ellas, las ideologías, las que han generado utopías nocivas y han creado un pensamiento anclado en un tiempo fijo, en una situación ideal, alejado del dinamismo propio de todo lo humano y desconfiado a la postre de la creatividad de la razón práctica. A sensu contrario y como reacción a esas referidas utopías perniciosas, las ideologías han hecho surgir al mismo tiempo y en todos los tiempos utopías creativas, modos de pensar que pueden servir de proyectos socio-políticos reales. Es más, Pablo VI sugiere con fuerza que es eso precisamente lo que quizá más necesitan nuestros tiempos[10].
Luego no sólo cabe, sino que resulta necesaria, la posibilidad de un utopismo cristiano. Como cabe, y es más indispensable que nunca, un humanismo cristiano. Estas dos palabras, Utopía y Humanismo, encuadran y describen perfectamente la figura de santo Tomás Moro. Él y su Utopía forman un punto de referencia muy importante en el tiempo que nos ha tocado vivir, si queremos soñar los sueños de los que nos habla el Papa Francisco. No han sido otros, por otra parte, los sueños que han tenido sucesivamente san Juan Pablo II[11] o Benedicto XVI[12]. Como no fueron diversos los sueños grandes de aquellos primeros padres fundadores de la Unión Europea como De Gasperi, Schumann o Adenauer.
Como hemos mencionado más arriba, san Juan Pablo II quiso dejar constancia de la importancia de la figura de Moro y su obra nombrándolo Patrono de Europa por muchos motivos, tras una petición hecha por personas de todo tipo y de todas las creencias, pero conscientes todas ellas de su grandeza histórica. Entre esos motivos está la necesidad de personas de gran relevancia política que sepan encaminar a la sociedad hacia grandes y plausibles ideales (“el supremo ideal de la justicia”) al tiempo que respetaban y servían al poder político legítimo: “Son muchas las razones a favor de la proclamación de santo Tomás Moro como Patrono de los gobernantes y de los políticos. Entre éstas, la necesidad que siente el mundo político y administrativo de modelos creíbles, que muestren el camino de la verdad en un momento histórico en el que se multiplican arduos desafíos y graves responsabilidades. En efecto, fenómenos económicos muy innovadores están hoy modificando las estructuras sociales. Por otra parte, las conquistas científicas en el sector de las biotecnologías agudizan la exigencia de defender la vida humana en todas sus expresiones, mientras las promesas de una nueva sociedad, propuestas con buenos resultados a una opinión pública desorientada, exigen con urgencia opciones políticas claras en favor de la familia, de los jóvenes, de los ancianos y de los marginados. En este contexto es útil volver al ejemplo de santo Tomás Moro que se distinguió por la constante fidelidad a las autoridades y a las instituciones legítimas, precisamente porque en las mismas quería servir no al poder, sino al supremo ideal de la justicia”[13].
Todo lo dicho hace más relevante que nunca la Utopía de Moro y la efemérides que ahora vivimos. Vale la pena pues rescatar la idea de utopía como actitud general, no como filosofía concreta; como pensamiento no ilusorio sino ilusionado, no falaz sino realista, no paralizante sino constructivo. Esa utopía, abierta sin miedo a la realidad entera con todas sus consecuencias, es la que aparece en la Utopia moreana y la hace permanentemente actual, como todo pensamiento que se halle arraigado en la verdad sobre el hombre y la sociedad. Realismo, crítica constructiva, reto para el espíritu, vacuna de toda ideología… son elementos claves de una obra que hay que releer con perspectiva[14].
Como ya comentamos, la época que toca vivir a Tomás Moro fue una época decisiva en el desarrollo de las ideas políticas y para comprender el verdadero sentido del saber político. Podría parecer una afirmación gratuita si no atendiéramos a las tremendas convulsiones a las que Europa está siendo sometida: el surgimiento del concepto de Estado Moderno a partir de las distintas versiones de la connivencia –o, en ciertos casos, de la mezcla sin tapujos- del poder político con el poder eclesiástico; la búsqueda de un nuevo equilibrio en Europa y a partir de Europa (contando ya con los nuevos descubrimientos y colonizaciones); los nuevos repartos de poder y de influencia que traían consigo esos nuevos contextos políticos y territoriales; la pervivencia −cada vez más “supervivencia”− del concepto de Cristiandad que sufre una implosión doctrinal y una crisis de fe razonable…
Pero tal vez, aunque en un primer momento no parezca lo más significativo, la época de Moro es la época más interesante en el plano del pensamiento político por otro motivo. Me refiero al hecho de que nos encontrábamos entonces en el momento estelar del Renacimiento italiano. Ya señalamos que son esos los años en los que Maquiavelo escribe sus Discursos de Tito Livio y El Príncipe, un momento proteico de ideas políticas en el que podemos hallar las fuentes más directas y elaboradas de lo que suele denominarse la “tradición del republicanismo cívico”, verdadera teoría revitalizadora de la democracia liberal representativa que llega hasta nuestros días. Cuando Moro está escribiendo su Utopía, en efecto, el Renacimiento italiano se halla en su momento estelar. Luego, esa corriente republicana surgida en Europa atravesará el Atlántico, llegando a ser en nuestros días tal vez la única tradición política capaz de poner en entredicho el Liberalismo procedimental de la neutralidad dominante en la actualidad[15]. Es verdad: ni Moro es Maquiavelo, ni Utopía es El Príncipe. Pero ambos autores con sus obras son la respuesta necesaria para un tiempo que reclama respuestas contemporáneas y que, sin perder la memoria ni las fuentes del pasado, puedan proyectarse hacia el futuro; respuestas verdaderamente políticas.
En ese sentido, la figura de Tomás Moro va en paralelo a aquellos pensadores renacentistas que exploran fórmulas nuevas para tiempos nuevos, justo cuando las placas tectónicas de dos Edades Históricas vuelven a chocar y ponerse en movimiento con vistas a generar una visión distinta del hombre y del ciudadano, de la sociedad y de la polis. Como siempre, son pocos los que en esas épocas saben vislumbrar los cambios que resultan necesarios. Y menos aun los que lo hacen sin perder pie en la auténtica naturaleza de los protagonistas del saber político: los ciudadanos, la familia, el poder público. Y todo ello, finalmente, con una visión de la política como razonamiento ético y arquitectónico que busque el bien común de los ciudadanos que formen cada comunidad política. Tomás Moro fue un humanista cuya preocupación por la política real le alejó de ser un iluminado, fue un gran político cuyo humanismo le impidió ser un estratega del poder, y un gran santo cuya mirada trascendente le hizo posible unir esas pasiones dominantes en un gran corazón y una preclara inteligencia.
En el caso concreto de Utopía, la estructura de la obra y la técnica del diálogo que emplea su autor hacen de ella una obra que cumple a la perfección lo que se propone en su título: tratar sobre la mejor forma de una comunidad política[16]. Veamos brevemente por qué.
Respecto a la estructura, sabemos que durante el verano de 1515 Moro había escrito sólo la segunda parte de la obra (la descripción de la isla de Utopía) y regresó a Londres con ese manuscrito. Allí, acuciado de problemas y corto de tiempo, madura la obra y le añade lo que luego será la primera parte (la exposición de la lamentable situación de los reinos europeos). Por fin, el 3 de septiembre de 1516, enviará a Erasmo su Nusquama (Nusquama es el equivalente latino de Utopía). Será precisamente su amigo el encargado de preparar la publicación, que saldrá impresa a finales de noviembre de ese mismo año. Durante ese curso 1515-1516, la obra cambia de fondo y forma (se podría decir que debido a la necesidad de Moro de atenerse a la crudeza de los acontecimientos reales que vive y que no puede dejar de contemplar y denunciar de algún modo): “Lo que en 1515 prometía ser una historia aleccionadora y fantástica sobre una tierra inexistente −la Nusquama− se convierte en una temática dialogada sobre la mejor forma de la comunidad política, en la que las opiniones y pareceres son movidos, chispeantes y dramáticos en la primera parte, en expectación del relato descriptivo de la misteriosa isla”[17].
La técnica del diálogo, por su parte, lleva al autor a situarse en un plano superior, como espectador que no entra en el combate de las ideas, equilibrando las razones aducidas por uno u otro personaje. Esa mezcla de ficción y realidad (tanto en los personajes como en lo que describe), junto al doble plano que supone cada parte de la obra (descriptivo real y descriptivo ficticio), dan a Utopía una base hermenéutica de inmensa amplitud para quien quiera pensar y razonar sobre su contenido. Quien lea la obra no podrá permanecer callado o conformarse con su deleitosa lectura; leer Utopía supone sentirse interpelado a cada momento por todo lo que se relata o −más todavía− “sencillamente” se sugiere: unas veces por su audacia, otras por su sinceridad, otras por su ironía[18].
A las reiteradas denuncias del orden existente de la primera parte de la obra, siguen en la segunda parte (en la descripción de la isla de Utopía) la proclamación de principios básicos e ideales de ardua consecución en busca de un mundo mejor, en una gran ínsula asentada sobre la justicia y la solidaridad. Tomás Moro no busca programas de acción inmediata –tarea que corresponde a los cristianos bajo su personal responsabilidad- sino líneas maestras y principales para la edificación de la futura sociedad. En este sentido es muy interesante destacar −como apunta un comentarista del libro− que “el punto de partida de Moro no es una búsqueda de lo que sería idealmente justo en el mundo sino un método eficaz de trabajo para exponer lo que realmente tenía de malo”[19]. Utopía es, en fin, un instrumento de reflexión -con un método sin duda peculiar, novedoso y eficaz-, para la búsqueda de un mundo mejor. Por eso, la idea de una isla sin lugar es una imagen perfecta, porque supone la necesidad de descubrir ese lugar. De ahí la atinada afirmación de Prevost: “El fin esencial de la obra de Moro es purgar (catarsis) el espíritu humano de la tentación de “utopismo”, la huida ante la realidad. En ese sentido no hay obra más “anti-utopista” que la Utopía de Moro”[20].
Por todo lo dicho, sería absurdo pensar que Moro propone la vida en la isla de Utopía como un modelo a lograr. Por más que sintiera atractivo por la vida monástica, la reglamentación conventual que impera en la isla no resulta atractiva para ningún espíritu humano que quiera vivir en medio del mundo. ¿Y qué decir de los principios que aparecen en el libro como aceptados y beneficiosos, a los que Moro −como político y sobre todo como creyente− jamás podría dar su visto bueno: la eliminación de la propiedad privada, la eutanasia… ¡el divorcio, cuyo rechazo le llevaría a él mismo al patíbulo!?
Cabe afirmar por tanto que Tomás Moro propone su Utopía y la misma idea de utopía en general como vacuna adecuada frente a todo pensamiento ideológico. Ha habido teorías políticas, como el marxismo, para las que ideología y utopía se han identificado. De hecho, ha sido ese predominio de las ideologías utópicas en nuestros tiempos la que ha llevado a muchos a identificar ambos modos del saber político, a pensar que van necesariamente unidas. Pero Moro, aunque parezca defender el modelo de sociedad comunista en algunas de sus manifestaciones cuando se ven con nuestros ojos contemporáneos, nunca podrá ser visto como comunista. Y no tanto porque el comunismo no pueda casar con su fe (esa sería de nuevo una lectura sesgada pues respondería a nuestra visión del libro, no a la que tuvo su autor), sino porque, con verdadero conocimiento de lo que es el saber político, nunca se moverá en el terreno de la ideología. Dicho de otro modo en tres afirmaciones concatenadas: para Moro la política o es razonable o no es tal; las ideologías −utópicas o no− siempre están fuera del ámbito de la razón práctica, mientras que hay utopías no-ideológicas que pueden ser un terreno abonado y fértil para el ejercicio de esa misma razón política práctica; y para Moro −sintetizando− la política es sobre todo el arte de lo posible a partir de la razón y en el ámbito de la sociedad. Moro encuentra en la utopía la fórmula mejora para buscar no ya el ideal de lo justo, sino lo justo real, algo que sólo se encuentra a partir del bien posible, del bien que está por descubrir en “un lugar sin lugar” que se sitúa allí donde estemos en cada momento y en cada sociedad.
Desde su atalaya humanista, Tomás Moro da además gran importancia a la educación para obtener estos objetivos. Una educación −ironiza− que no forme a personas como ladrones que luego habrá de ajusticiar (como se queja Hythlodeo en un momento de la obra), sino conforme a las verdaderas virtudes cívicas. Leamos la parte de la obra donde podemos encontrar el núcleo de lo que afirmamos. Se trata de un pasaje en el que Moro le propone a Hythlodeo que todo lo que ha aprendido en sus viajes y en la isla de Utopía lo lleve a la Corte, para enseñarlo y que sirva de orientación a los que gobiernan. Hythlodeo le responde, por el contrario, que de poco servirán “argumentos escolásticos”. Pero Moro le aclara que él no le habla de esa filosofía (escolástica), sino de aquella otra filosofía práctica que sí puede aplicarse en y desde la Corte, porque supone progresar sin necesidad de esperar a que todos los ciudadanos sean buenos; sin conformarse por pequeñas o lentas que sean esas mejoras, pero sin por ello renunciar a nuestro deber de participar en lo público. El texto dice así:
(Hythlodeo) −¿No te parece que si yo expusiera estas o parecidas razones a hombres inclinados a pensar lo contrario, sería como hablar a sordos?
(Moro) −A sordísimos, sin duda −repuse yo−. Pero esto no me extraña. Pues si os digo lo que pienso, me parece perfectamente inútil largar tales consejos, cuando se está plenamente convencido de que serán rechazados tanto en su fondo como en su forma. ¿De qué puede servir o cómo puede influir un lenguaje tan diferente en el ánimo de quienes están dominados y poseídos por tales prejuicios? Entre amigos y en charlas familiares no deja de tener su encanto esta filosofía escolástica. Pero no es lo mismo en los consejos reales donde se tratan los grandes asuntos con una gran autoridad.
(Hythlodeo)− Es precisamente lo que os estaba diciendo −contestó Rafael−: a las cortes de los reyes no tiene acceso la filosofía.
(Moro) −Cierto −dije yo− si con ello te refieres a esa filosofía escolástica para la que cualquiera solución es buena y aplicable a cualquier situación. Pero hay otra filosofía que sabe el terreno que pisa, es más fiable, y desempeña el papel que le corresponde según una línea que se ha trazado. Esta es la filosofía de que te has de servir. Si representas, por ejemplo, una comedia de Plauto en que los esclavos intercambian comicidad, es evidente que no has de aparecer en el escenario en ademán de filósofo, recitando el pasaje de La Octavia en que Séneca discute con Nerón. ¿No sería preferible en tal caso, representar un papel mudo antes que caer en el ridículo de una tragicomedia, recitando textos fuera de lugar? Destruyes y ridiculizas toda la representación si mezclas textos tan diferentes, aunque los añadidos por tu cuenta sean mejores. Cualquiera que sea tu papel desempéñalo lo mejor que puedas; y no eches a perder el espectáculo, con el pretexto de que se te ha ocurrido algo más ingenioso. Esto mismo ocurre en los asuntos del Estado y en las deliberaciones de los príncipes. Si no es posible erradicar de inmediato los principios erróneos, ni abolir las costumbres inmorales, no por ello se ha de abandonar la causa pública. Como tampoco se puede abandonar la nave en medio de la tempestad porque no se pueden dominar los vientos. No quieras imponer ideas peregrinas o desconcertantes a espíritus convencidos de ideas totalmente diferentes. No las admitirían. Te has de insinuar de forma indirecta, Y te has de ingeniar por presentarlo con tal tino que, si no puedes conseguir todo el bien, resulte el menor mal posible. Para que todo saliera bien, deberían ser buenos todos, cosa que no espero ver hasta dentro de muchos años.
Con el toque de humor e ironía característico, Moro quiere distinguir muy bien esa filosofía escolástica a la que se acusa −en parte con razón− de no servir para los asuntos de la política, de otro tipo de razonamiento filosófico que sí se adapta a las vicisitudes y dinamismos de la sociedad y del hombre como ciudadano. El buen saber político tiene una forma y un tiempo que resulta indispensable cuidar. Pongamos dos ejemplos, uno extraído del propio libro y otro de las aplicaciones reales del libro tras su publicación en algunos casos por parte de autoridades públicas.
En el pasaje de Utopía donde se trata de los cargos públicos en la isla se dice, por ejemplo, que “a las sesiones del Senado asisten dos sifograntes (ancianos sabios, jefes de tribu), distintos cada día, estando previsto que no se ratifique ningún asunto tocante al Estado si no ha sido sometido a debate en el Senado tres días antes. Todo intento de resolver asuntos públicos fuera del Senado o de las asambleas de ciudadanos se considera gravísimo delito”. Y más adelante, en concreto para ciertos casos: “También se acostumbra a no debatir en el Senado propuesta alguna en el día mismo en el que se presenta sino que se deja para la siguiente sesión. De esta forma se evita el que alguien suelte sin más ni más lo primero que le viene a la boca, y ande luego buscando razones para defender ese criterio suyo, en vez de defender el interés del Estado. Porque hay quienes, llevado por un improcedente y desviado sentimiento de lo que es la vergüenza, para ocultar un primer momento de insensatez están dispuestos a sacrificar el bien público antes que su prestigio profesional, cuando debieran haberse parado antes a reflexionar y no haber hablado con tanta precipitación”. Aunque largos, hemos querido mantener el texto casi íntegro para que su lectura nos resultara muy familiar. ¿No nos recuerda lo que acabamos de leer a lo que por desgracia ocurre en nuestras actuales democracias, con nuestros políticos y en nuestros debates? ¿Qué falta en esas ocasiones −tal y como denuncia Moro− sino el respeto debido a los tiempos y razonamientos, la capacidad y necesidad de no precipitarse y tener la posibilidad de rectificar en las decisiones tomadas… en definitiva, que el razonamiento político sea práctico y prudencial, no visceral e imprudente?
Los otros ejemplos que queremos poner para ilustrar cómo Utopía busca purificar el saber político como saber ético y práctico nos llevan al Nuevo Mundo. La simultaneidad del “descubrimiento” de Utopía con el de las nuevas tierras americanas hace que aquellas tierras vírgenes puedan ser un perfecto laboratorio de pruebas para poder poner en práctica las fórmulas que tan buen resultado han dado al parecer en la isla de Utopía. Veamos dos casos. El primero el memorial que el 11 de diciembre de 1517, fray Reginaldo Montesinos, a título de “fraile procurador de los indios”, leyó ante el Consejo de Indias, en el que se solicitaba que para colonizar las islas despobladas de las Antillas pasasen al Nuevo Mundo familias de labradores españoles y que la asociación con los nativos se hiciera sobre la base de una familia de españoles con cinco indios. Lo curioso es que, este sistema que quiere evitar las encomiendas de indios en manos de aventureros, responde meticulosamente a los modos de actuar los utopienses cuando deben irse a otros continentes para fundar nuevas colonias, tal como describe Hythlodeo. El segundo ejemplo aún es más llamativo y evidente. Hace referencia a los hospitales-pueblos que Vasco de Quiroga, como Oidor de la Segunda Audiencia de México, funda primero en la capital, luego en Michoacán… Sus ideas, clara y repetidamente expuestas en la Información en Derecho que envía a España en 1535 y en las Ordenanzas que compuso para el regimiento de los pueblos indios son plenamente moreanas. Hasta el punto de que al final de la Información suplica que se lea el razonamiento y notas tomadas de la Utopia de Tomás Moro. Las Ordenanzas por las que se regían los hospitales-pueblos de Vasco de Quiroga están adaptadas al régimen patriarcal y agrícola de la Utopía. Hasta el siglo XIX esos pueblos-hospitales siguieron funcionando satisfactoriamente. Estos dos ejemplos que acabamos de citar muestran hasta qué punto Utopía es antiutópica o, dicho de otro modo, cómo en Utopía lo que más se cuida es la tópica. Y no olvidemos que la tópica, ese saber situar la actuación política en el ámbito espacial y contextual adecuado, es lo que lleva generalmente al error o al acierto en las decisiones políticas.
Así pues, el realismo de la ficción moreana era tal, que hacía viables las fórmulas que proponía; al tiempo que la ficción de la realidad moreana era también tan amplio, que permitía adaptar sus fórmulas e instituciones en ámbitos muy diversos a los que tenía la propia isla. ¿Cómo logró Tomás Moro ese equilibrio? Con la flexibilidad de un pensamiento que, precisamente por estar basado en un razonamiento práctico y prudencial, era fijo en los principios y dinámico en las decisiones. Y de ese equilibrio adolecen con tanta frecuencia las decisiones políticas en nuestros días que o bien se encallan en fórmulas fijas inaplicables, o bien caen pronto en el pensamiento pesimista y desesperanzador de quien no podrá lograr mejorar las condiciones de vida de la polis y de sus ciudadanos. En ambos casos, actitudes paralizantes que desconocen la verdadera naturaleza práctica del razonamiento político.
Abordamos -ahora sí ya aunque sea de modo breve- el contenido más material de Utopía. Decíamos que, a pesar de su estilo asistemático, hay una serie de temas que parecen destacar y que chocan más con lo que solemos aceptar o vivir en nuestras actuales sociedades. De entre ellos hemos elegido tres que en nuestra opinión vertebran los demás. Sea así o no, no dejan de ser tres temas centrales en los que resulta indispensable reflexionar en nuestros tiempos. Y las afirmaciones que Moro hace en su libro nos ayudarán a ello. Estos asuntos serían, según ya adelantamos: la eliminación del dinero y de la propiedad privada, la dignidad del trabajo humano, y el sentido del humor. Los dos primeros sin duda plantan cara de lleno a los parámetros y modos de pensar de nuestros días. El último, la necesidad de una visión no-dramática de la sociedad y del mundo, habla más bien de una actitud de fondo que resulta indispensable para comprender Utopía y, en realidad, toda dinámica política.
a) Supresión del dinero y de la propiedad privada
Comenzamos abordando el tema que parece a priori más espinoso de los que se proponen en Utopía. Y hemos dicho de intento “parece más espinoso”, porque para comprender bien la postura de Moro en este asunto –como en otros, pero más incluso en este caso- es indispensable no olvidar lo que hemos reiterado a lo largo de estas páginas acerca del sentido y estilo del libro. Utopía juega como vimos con el doble plano realidad-ficción, y con la estructura dialogada y conversacional, con el fin de que los asuntos que se tratan aparezcan con la amplitud suficiente para que cualquier lector reflexione y medite de verdad lo que allí se afirma.
Tomás Moro no busca la aceptación incondicional de las afirmaciones que se vierten en el texto, pero menos aún su descalificación inmotivada. Esa es sin duda la advertencia que haría el propio Moro al lector que lea Utopía. Entre otras cosas porque afirmar por ejemplo −como se hace en el texto− que para que todo vaya bien en la sociedad habría que acabar con la propiedad privada, o decir que el dinero es el causante de casi todos los males que acaecen en una sociedad… es verter afirmaciones tan fuertes y escandalosas para las mentalidades de aquella época (cuanto más para las nuestras), que a nadie pueden resultar indiferentes. Y eso es lo que busca Moro precisamente: despertar conciencias adormecidas, interpelar sin pudor a sus lectores en aquellos hechos que llamaban −y llaman− a escándalo. En su caso a una sociedad que además se llamaba oficialmente Cristiana y lo era en sus tallos, flores y frutos, con patentes podredumbres; en el nuestro a una sociedad de raíz cristiana, sin duda, pero cuya tallo y sabia ya apenas sale a la superficie, generando plantas no deseadas por el influjo de injertos espurios. Y nosotros, sin llegar a la grandeza de conciencia de Tomás Moro, ¿no deberíamos remover nuestras conciencias y las de tantos, cuando somos espectadores de las tremendas injusticias −cada vez mayores− que se dan en la población mundial, más fracturada que nunca entre pobres y ricos? ¿O cuando vemos los niveles de corrupción de quienes ostentan el poder y acumulan las riquezas? ¿O simplemente, cuando vemos que es muchas veces el dinero o el “tener” el leit-motiv único de tantas personas en la sociedad −cuando se hace gala más que lo que se tiene de lo que se es−, y comprobamos cómo ese modelo de vida genera tantas discriminaciones y abusos de los derechos humanos? Y así podríamos seguir denunciando tantas cosas.
Por todo ello Moro comienza su libro con una gran denuncia general de la sociedad de su tiempo. No se trata desde luego de una denuncia desesperada ni trágica, pero sí objetiva y muy pegada además a la realidad de su tiempo (una prueba de ello la dan los párrafos extensos que dedica al problema del ganado trashumante, problema grave y real en sus días, al menos en el caso de Inglaterra y España). Y para poder afirmar que no es una visión pesimista, a pesar de su crudeza, me baso en dos motivos que nos aclararán cuál es la postura auténtica de Tomás Moro acerca del dinero y la propiedad privada.
En primer lugar, no podemos olvidar que es Rafael Hythlodeo el que hace la descripción de Utopía y describe las bondades de la isla, bondades que según él mismo considera serían consecuencia del sistema económico que rige en la isla, de esa visión comunitaria (cuasi-comunista) que él mismo ha visto y disfrutado, y en la que no existe como decimos ni dinero ni propiedad privada. Pero si bien es Hythlodeo el que describe y ve con tan buenos ojos ese modelo, no ocurre así con su interlocutor (el propio Moro), que marca claras distancias de lo que por el contrario justo parece entusiasmar más a Rafael. Leamos el texto más explícito sobre este asunto:
(Hythlodeo) −De todas maneras, mi querido Moro, si he de decirte con sinceridad lo que tengo en mi conciencia, me parece que donde quiera que exista la propiedad privada, allá donde todo el mundo mida todo por el dinero, resultará poco menos que imposible que el Estado funcione con justicia y propiedad.
(…) Estoy firmemente convencido de que será imposible una distribución justa y equitativa de los bienes y una satisfactoria organización de os asuntos humanos si no se suprime totalmente la propiedad privada. Mientras ésta continúe, continuará también pesando sobre la mayor y más selecta Proción de la humanidad una carga agobiante e intolerable de pobreza y preocupaciones”
(Moro) −“Pues yo pienso todo lo contrario. Jamás será posible el bienestar allá donde todos los bienes sean comunes. ¿Cómo se va a conseguir que haya abundancia de bienes si todo el mundo se sustrae del trabajo? No sintiéndose urgidos por necesidades personales, los hombres se volverán perezosos, confiando en la laboriosidad del prójimo. Y al verse hostigados por la pobreza, y sin ley que proteja el derecho a los bienes que se han adquirido, ¿No se debatirán irremediablemente en perpetua matanzas y revueltas?[21]
De hecho, aunque en Utopía todos parecen vivir felices, examinada atentamente la situación que allí se da, se ve cómo la isla presenta muchos contrastes, así como se describen instituciones o situaciones no compaginables. La sociedad de Utopía, sin estar atrasada y sufrir escaseces, es una sociedad rudimentaria y mediocre, sin emulación profesional ni planes de desarrollo en la producción. Utopía es lo contrario de un Estado próspero en desarrollo económico. Y si no se dan allí las matanzas o revueltas que presagia Moro será porque se trata de un Estado totalitario en el que los valores espirituales y materiales se desarrollan al mismo tiempo en un sistema de forzada libertad y tolerancia impuesta, que encamina toda actividad hacia el servicio comunitario haciendo que la isla entera constituya una especie de única y gran familia.
Lo dicho nos lleva a pensar en el verdadero tema de fondo que está detrás de todo este asunto (y de muchos más): la cuestión sobre cuál es la verdadera realidad de la naturaleza humana, de qué ser humano estamos hablando… si del ser humano caído y redimido por Cristo, o del ser humano corrupto o bueno por naturaleza de un modo indefectible… Esa y no otra es la cuestión doctrinal de antropológica teológica que plantea en su raíz Utopía; y la idea precisamente que se está dilucidando en esa época de la Historia del Pensamiento hasta fracturar finalmente con un nuevo cisma la Cristiandad, y con ella el continente europeo y sus nuevos territorios.
Pero antes de ver las raíces del problema, mencionemos el segundo motivo por el que la propuesta de suprimir el dinero, y con él la propiedad privada, no supone inferir una postura pesimista por parte de Moro; del mismo modo que las descripciones tan agrias o duras de la realidad de su tiempo no son fruto de su desesperación o amargura. Este segundo motivo sería el propio humanismo de Moro. Como humanista que es −y más que ninguno− Tomás Moro escribe un libro con un objetivo prioritariamente instructivo y docente. Quiere ir a la raíz de los problemas que denuncia, y sabe mejor que nadie que las causas siempre se hallan en los valores y virtudes personales de las personas, de los ciudadanos. Son ellos los que hacen de ese dinero o de esos bienes que poseen algo digno del hombre o un germen de corrupción social.
Moro, como cristiano y por su tremendo sentido común, conoce la postura de la Iglesia sobre el dinero y la propiedad privada sin necesidad de un largo Magisterio. Por ese motivo, aunque aparente en un primer momento estar de acuerdo –al menos no rechazándola de plano- con la valoración que Rafael Hythlodeo hace acerca del uso del dinero como origen de todos los males[22], a continuación se (nos) cuestiona: ¿es el dinero la raíz última de los males?; ¿es el dinero uno de los eslabones en el determinismo mecanicista de la historia? O, puesto de manera más positiva, ¿la eliminación del dinero en Utopía, y con ello la posibilidad de acumular bienes privados, es razón del bienestar de los utopienses? No, no es ésa la razón −señala− sino otra bien distinta. Si los negocios humanos funcionan bien en Utopía, si la gente trabaja y cede voluntariamente el producto de su trabajo, si no existe codicia por acumular bienes ni intención de alzarse con el poder… es porque los valores espirituales priman sobre los materiales. No es porque no exista el dinero o la propiedad. Es el amor al prójimo y la esperanza de una vida futura premiada por Dios lo que les mueve a trabajar y servir a sus conciudadanos. De nuevo surge patente la presencia de los dos amores de Agustín, que fundan cada una de ellas ciudades tan distintas.
Veremos a continuación cómo se aplican estos mismos razonamientos a otro tema muy unido al económico: el trabajo. Pero antes de pasar a este asunto sugerimos ahora ya sí explícitamente la idea que habíamos dejado en suspenso más arriba y que nos parece la más radical. Me refiero al hecho de que en todo el planteamiento de Utopía subyace el tema de una añoranza de una Edad de oro, como una especie de ensayo de sociedad humana antes del pecado original, hasta el punto de haya quien pretenda encontrar en la obra una visión comunista o socialista del Estado[23]. Pero en realidad es la misma naturaleza humana (su verdadera esencia, con sus grandezas y miserias) la que está en entredicho, puesta en el banquillo, no tanto la propiedad o el dinero como elementos del mercado. Y pensar o verlo de otro modo sería tanto como no conocer el pensamiento de Moro, ni la intención de su obra, ni sobre todo las verdaderas causas de los problemas que se denuncian en Utopía. A un año vista de que Lutero clavara sus 95 tesis en las puertas de la iglesia del palacio de Wittemberg, Moro ya tiene preparada su propia vacuna contra la visión del hombre que el protestantismo aireará a los cuatro vientos, y que está en la raíz del liberalismo económico. Volveremos a ello en las consideraciones finales por tratarse de un asunto nuclear.
En definitiva, más allá de la desaparición de la propiedad privada o del dinero, la lección que quiere dar Moro es ésta: “que la ambición, el orgullo y los vicios sensuales han rebajado de tal forma la conducta cristiana de los pueblos que es vergonzoso contemplar cómo los utopienses, que no han recibido la Revelación, se mantienen a un nivel superior al de los reinos que se llaman cristianos. Porque cuando una sociedad no responde a la llamada de Dios, y la desprecia, viene a caer en una situación más lamentable que la de aquellos que se guían por la mera razón natural”[24].
Lo que Moro viene a contraargumentar a su interlocutor (y a quienes en adelante quieran ver el dinero o la propiedad privada como un problema) es que el gran fallo de su argumentación está en su propio planteamiento, esto es, que se trata de un razonamiento falaz. Quien hace del dinero o de la posesión de bienes la fuente de los vicios, está en realidad transfiriendo las funciones económicas de estos medios a la esfera ética, midiendo los males por las riquezas y haciendo al dinero patrón de la esfera moral. Pero ese determinismo económico, y la concepción pesimista de la historia que surge de él, llevarían a denunciar una “conspiración de los ricos” y a crear un caldo de cultivo que justifique cualquier revolución social o política en nombre de los derechos humanos más básicos. Lo primero (la denuncia de conspiración) la expresará sin más Hythlodeo; pero lo segundo (la llamada a la revolución) ha alimentado por desgracia hasta nuestros días demasiadas revoluciones y dictaduras en nombre de una supuesta justicia y libertad.
Tomás Moro trata en el fondo de mostrarnos en su Utopía un contraste entre dos mundos: el del natural desarrollo del ser humano según las fuerzas de la naturaleza (el hombre según la Ley Natural dejado a su propia naturaleza sin la gracia de Dios; el tan pretendido como irreal estado de naturaleza) y el cuadro de rebajamiento moral a que puede llegar la historia (el hombre redimido por Cristo pero que dejara de lado esa ayuda sobrenatural, el hombre herido por el pecado original)[25]. Este doble plano daría lugar a una valoración muy distinta del sentido y bondad del dinero y de la propiedad privada. Este mismo asunto tiene su corolario en el tema de la dignidad del trabajo humano.
b) La dignidad del trabajo humano
En 1616, justo un siglo después de la publicación de Utopía, el eminente jurista español Juan de Solórzano Pereira es designado gobernador, justicia mayor y juez visitador de las minas y funcionarios de la Caja real. Solórzano, que sentía un gran cariño y aprecio tanto a Moro como a su obra, confrontando las condiciones de trabajo de los utopienses con las de los mineros indios, implanta algunas de las ideas tomadas de la Utopía: renovación de los turnos en las prestaciones laborales, fijación de nuevos horarios, supervisión y atenciones para con los mineros, y la aplicación de la pena de trabajos forzosos en las minas para los graves delincuentes. En sus Emblemas, publicado al final de su vida, muestra con comentarios y citas del propio Moro su devoción hacia el mártir y humanista, y la deuda que tiene con él por sus aportaciones[26].
Este sería un ejemplo importante y explícito de la relevancia y tratamiento que el tema del trabajo tiene en Utopía. El trabajo, como elemento necesario y prioritario en la vida de los utopienses, destaca como referencia constante en sus páginas. No ya es que Moro lo trate y describa con profusión. Sobre todo es que lo considera elemento indispensable para una sociedad que, como la de la isla, pueda ser considerada feliz y próspera. Por esto Moro quiere que sea un asunto sobre el que reflexionar en profundidad.
En el libro primero de Utopía, Moro se duele de esa sociedad que se llama cristiana, pero donde el dinero lo puede todo y los hombres rehúyen el trabajo tratando de triunfar a costa del sudor ajeno. La contrapartida se hallaría en la isla de Utopía, que aun siendo pagana nos da ejemplo de vida honrada y laboriosa. En concreto, sobre el trabajo se trata de modo específico en el capítulo dedicado a las artes y oficios de los utopienses (De Artificiis). ¿Qué podríamos destacar de la lectura de ese apartado?
Lo primero que llama la atención es que en Utopía nadie anda ocioso, sino que todos trabajan, siempre eso sí de un modo armónico y equilibrado. Los syfograntes −que son una especie de capataces o supervisores laborales− “se cuidan de que cada uno cumpla diligentemente su tarea, sin dejar que revienten trabajando ininterrumpidamente desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche, como bestias azacanadas en su labor. Porque semejante condición resultaría más miserable y desgraciada que la de los esclavos, vida esta que llevan los trabajadores y los obreros en casi todas partes, salvo en Utopía”.
En Utopía el trabajo es algo esencial, pero nunca se tratará de un fin de la buena vida sino un medio para la vida buena. Moro no perderá jamás (ni en la obra ni en su vida) la jerarquía de bienes y amores que ha de tener la vida cristiana; y por lo mismo tendrá muy clara la distinción de lo que son fines (por más ocultos o espirituales que sean) y lo que son medios (por más manifiestos y materiales que se muestren). Por eso en Utopía se trabaja tan solo seis horas al día, con tiempo libre para comer divertirse y dedicarse a las cosas del espíritu. Seis horas bastan porque se trabaja con intensidad y porque nadie se crea más necesidades que las que exige la vida. Los únicos no obligados al esfuerzo son los viejos y los enfermos.
La concepción que tiene Tomás Moro del trabajo es radicalmente positiva. No se ve como un castigo. Vemos de nuevo como prevalece la imagen de Dios en el hombre como algo radical. El pecado original no ha convertido el trabajo en una maldición. Sigue siendo una bendición porque el ser humano ha sido creado para trabajar (como nos recuerda ya el comienzo del Génesis) por más que la herida del pecado lo haga “trabajoso”. Por tanto, para un utopiense (que sería lo mismo que decir “para cualquier ser humano por el hecho de serlo sin más”) se cumple como obligación moral y se acepta como tal. Los mismos syfograntes, “aunque eximidos por la ley de toda tarea laboral, no rehúsan el prestarla, a fin de que con su ejemplo se animen a trabajar los demás”.
Como consecuencia de lo anterior, en la constitución social de Utopía las profesiones representan un título de honor. Eso sí, de acuerdo con sus dotes físicas e intelectuales, unos se dedican al campo y a la industria, y otros a las artes liberales y del espíritu. No existe distinción en clases sociales y, como es lógico, entre los más aptos e inteligentes “se escogen los embajadores, los sacerdotes, los magistrados y el mismo príncipe, a quien llaman en su lengua Barzanes, y por un nuevo nombre: Ademus”.
A partir de esa realidad de la centralidad y dignidad general del trabajo como tal, la sociedad en Utopía sirve como escenario para que nuestro autor rompa con decisión una lanza a favor de los oficios manuales y artesanales, que se han visto relegados por lo que Hythlodeo llama “conspiración de los ricos”. Las últimas páginas del libro son una denuncia que clama por la distribución equitativa de la riqueza y un alegato a favor de esas personas cuyos trabajos les llevan a ser ciudadanos oprimidos de segunda clase[27].
Es muy positiva por tanto la valoración que se hace en Utopía de los oficios, hasta el punto de prescribirse que “todos −hombres, y también mujeres− han de aprender uno”. Pero dentro de ese principio general, Moro destaca de entre todos los oficios uno que se considera obligatorio para todos los ciudadanos: la agricultura. En efecto, todos los utopienses sin excepción (sea cual sea el oficio que además tengan; a veces se tratará además de trabajos en el campo), se instruyen en el arte de la agricultura desde la niñez. En este sentido, Tomás Moro, imbuido quizá por el espíritu religioso que hacía de la agricultura una ocupación digna y necesaria para los mismos monjes contemplativos, aparece como un antecedente del pensamiento rousseauniano, y ambos como egregias reminiscencias del clásico tratado que Cicerón dedicará a los trabajos: De Oficiis. En este libro, que Moro conocería muy bien, se dicen palabras que podrían perfectamente estar en Utopía: “de todo lo que sirve para la adquisición de bienes, nada es superior a la agricultura, nada es más fecundo, ni más agradable, ni más digno de un hombre libre”[28].
Podríamos ir más lejos y decir que Utopía, en este terreno y en un aspecto importante, no sería sino una respuesta al planteamiento ciceroniano. Cicerón tiene sin duda el acierto de relacionar el necesario trabajo en esos oficios de cada uno con el principal radical de la persona: la libertad. Para Cicerón −como para Tomás Moro− el más libre de los hombres debe ser aquél cuyo trabajo es necesario para todos, pero que sólo necesita su propio talento para ejercerlo. Es esto lo que haría más libre al artesano que al agricultor, y al agricultor más libre que quien más talentos posee. Pero Cicerón señala un problema para que esa libertad sea completa: que ese artesano o ese agricultor no tengan ellos mismos nada que temer. Y es aquí precisamente donde la respuesta de Tomás Moro es, más que una afirmación gratuita, el enunciado de un nuevo paradigma: la sociedad utópica. ¿Por qué? Porque en ella el trabajo en la agricultura está conciliado con la seguridad de poseer bienes suficientes (excedentes) para su subsistencia, y un sistema de solidaridad que aleje a los utopienses de todo posible temor por su mantenimiento y estabilidad económica.
He aquí algunos de los rasgos que cabe destacar de la consideración sobre el trabajo que se hace en Utopía. Hagamos antes de terminar una observación y un breve resumen de lo dicho. Como observación, no olvidemos que quien nos está hablando de las bondades del trabajo manual, de su dignidad, necesidad… e incluso de su prioridad, es un profundo humanista, un agudo intelectual, experto en filosofía y lenguas clásicas. Por eso es tan adecuado comprender que en su caso −y así en realidad debería ser siempre− es precisamente su humanismo (¡qué es un santo, nos recordaba san Juan Pablo II, sino un “experto en humanidad”!) el que le lleva a lograr el necesario equilibrio entre el trabajo manual y el espíritu. En el caso concreto del trabajo en la agricultura aún es más manifiesto, porque lo propio de un verdadero humanista es ese intento de armonía entre la ciudad y el campo, la urbe y el agro.
Y resumiendo lo expuesto en este apartado, diríamos que, para los ciudadanos de Utopía, el trabajo es signo y medio de liberación humana y base de la dignidad individual. Y añadamos − aunque Tomás Moro no haga mención de la relación directa con Dios y la religión−: ¿no cabría adivinar detrás de todo este planteamiento tan profundamente humano una visión esencialmente cristiana −tan divina como humana− de Dios? ¿No subyace −y se nota− el íntimo sentimiento religioso de aquellas gentes y del propio autor, que creían en la existencia de un Ser desconocido, inmenso, todopoderoso, omnisciente y presente en todo lugar, a quien llaman “el padre de todos”? Y aún más: esa visión del trabajo, que tanto nos hace recordar por ejemplo a la que hacía en nuestros días san Juan Pablo II en su encíclica Laborem excercens (por citar sólo un texto programático en el que se distinguen y desarrollan las dimensiones subjetiva y objetiva del trabajo, dando prevalencia a la primera), ¿no sería en nuestros días un texto que nos haría caer en la cuenta que sigue siendo tan novedosa –hace quinientos años como ahora- la buena nueva del amor en relación al trabajo, justo para que se pudiera hablar de una nueva civilización no utópica?
c) Sentido del humor
Terminamos nuestro breve acercamiento a algunos de los elementos destacables de Utopía con una referencia al sentido de humor, que empapa toda la obra no ya como un elemento accidental si bien abundante, ni tan siquiera como una técnica narrativa y luminosa, sino como toda una toma de postura vital, como una clave hermenéutica indispensable para quien pretenda acercarse con objetividad a los asuntos que se tratan en la obra. Y ello, no sólo “a pesar de” que se traten asuntos graves por su relevancia social y política, sino precisamente por eso: porque para poder comprender lo que está en juego en todo lo que se expone y saber acercarnos a ellos, hace falta una mirada no-trágica, amable, alejada de tensiones paralizantes, esperanzada… cristiana.
De la importancia radical que tiene este elemento humorístico en Moro y en concreto en Utopía basta leer el subtítulo que su autor pone a la obra en la primera edición de Lovaina: “Un librito verdaderamente áureo, no menos saludable que festivo, sobre la mejor forma de comunidad política y la nueva isla de Utopía”. Moro quiere mostrar a los lectores de esas páginas con qué actitud deben acercarse a ellas si de verdad pretenden hacerse cargo de lo que ahí se expone. Como ocurre en general con los santos, son ellos los más conscientes de la gravedad de lo que acontece a su alrededor, pero su profunda y sobrenatural mirada no les encalla en los acantilados del pesimismo sino que les hace navegar hacia las profundidades.
Y es que, como dice un gran comentarista de la obra moreana, “quienes carezcan de humor e inteligencia no deberían leer Utopía”[29]. Cinco siglos de Historia desde que su publicara por primera vez, hacen sencillo comprobar cómo en efecto, aquellos que se han acercado a la Utopía de Moro para comprenderla y extraer de ella su esencia, pero han carecido de esa mirada cristiana y abierta, no han hecho sino tergiversar la intención de Moro. En ese grupo grande de “manipuladores” destacan −cómo no− quienes han defendido firmes y rotundas posturas ideológicas, que ven en Utopía apoyos claros a sus posturas. Y es que, para quien lea el libro con esa mentalidad, la falsedad creadora, poética e intencionada de la obra no será un cristal para ver mejor, sino un espejo que les devuelve su propia imagen.
El mismo Moro expresa mejor que nadie lo que acabamos de afirmar: “Hay personas tan tétricas que no admiten bromas, y otras tan insulsas que no soportan gracias. Algunos tienen un sentido del humor tan chato que rehúyen la agudeza como el perro rabioso huye del agua”[30]. Y él no sólo no rehúye de esa agua y de esa agudeza, sino que siempre ha sido y será su modo común de vivir y comportarse ante la vida… y ante la muerte. En la biografía que escribe sobre Moro, William Roper presenta a su tío provocando la risa en otras personas sobre un tablado: de muchacho, entrometiéndose con su improvisación teatral y cómica; y en el cadalso donde fue decapitado, al final de su vida, en contra de su voluntad pero como resultado de su libertad y conciencia cristiana. Las dos situaciones, tan opuestas, están unidas por el buen humor de Moro[31].
Para decir toda la verdad tendríamos que afirmar en realidad que ni para él ni para ningún verdadero humanista es concebible una lectura de la vida en clave pesimista. El alma humana, por naturaleza cristiana, no sabe de tragedias. El humor, como tal, es para Tomás Moro un rasgo esencial del ser humano en cuanto humano, además de responder −lógicamente− a la actitud cristiana ante la vida. Por eso será un rasgo esencial de los habitantes de Utopía. Así, para los utopienses, el trance doloroso de la muerte es el comienzo de una vida dichosa, y “piensan que Dios no dará la bienvenida al que habiendo sido llamado no corre hacia Él con alegría”. Los principios en los que se basa el estilo de vida de los utopienses no son compatibles con el pesimismo. ¿Cuáles son los principios de los que deriva la filosofía de los utopienses? “Estos principios son los siguientes: que el alma es inmortal y que por la misericordiosa bondad de Dios está llamada a la felicidad”. ¿No son esos también las ideas madres que fundamentan la alegría y el buen humor que debe tener todo cristiano?[32]
Luego queda claro que el buen humor es un elemento indispensable para quien quiera comprender adecuadamente la obra y comprenderse desde ella. Para comprenderla porque Utopía se halla atravesada desde el principio hasta el final por la ambigüedad de la ironía; y envuelta en reticencias y absurdos. Para crear este ambiente Moro se sirve como experto humanista de procedimientos literarios y gramaticales: litotes o fórmulas verbales que oscurecen la orientación del pensamiento y duplican contradictoriamente su sentido. Y para comprenderse desde ella porque Moro no sólo nos habla con Utopía a través del fondo de la obra, sino también por medio de la forma; no sólo nos dice a dónde tenemos que mirar, también nos presta las lentes adecuadas.
Para terminar este apartado, igual que al comienzo hacíamos referencia al subtítulo con el que arranca la obra, podemos poner también como muestra de lo dicho ahora las últimas palabras del libro, que salen de la boca del propio Tomás Moro: “así como no puedo asentir a todo lo que dijo (Hythlodeo), así también he de confesar de buen grado que en la República de los utopienses hay muchas cosas que desearía ver implantadas en nuestras ciudades, aunque, la verdad, no es de esperar que lo sean”. Un final abierto, como todo el libro, para quien quiera acercarse con mente abierta a sus páginas. Ese algo o mucho de Hythloteo[33] que todos tenemos, y que para algunos es un modo incluso de acercarse a los problemas sociales y políticos del mundo, queda vergonzosamente al descubierto por obra y arte no ya de un bufón sino de un magistral comediante.
Terminamos ya este artículo dedicado a mirar Utopía con ojos contemporáneos. Hemos procurado mantenernos fieles al mensaje e intenciones de Tomás Moro al redactar sus páginas. Los cinco siglos que ahora se cumplen de su primera edición y las vicisitudes de los tiempos que ahora vivimos nos animaban a hacerlo y a extraer algo de esa sabiduría perenne que sólo poseen los hombres sabios y santos como él.
En primer lugar, el carácter eminentemente autobiográfico de la obra nos hizo acercarnos a la figura personal de Tomás Moro y desde ahí (subidos a los hombros de ese gigante) adoptar una postura sobre el género utópico, distinta a la que frecuentemente se tiene y, sin embargo, de gran actualidad y relevancia. La utopía vacuna eficazmente contra las numerosas metástasis que el cáncer del pensamiento ideológico está provocando en nuestras comunidades políticas, al mismo tiempo que no se limita a esa función de límite sino que nos devuelve paradójicamente a la necesidad de un saber prudencial regido por la razón, esto es, nos ayuda a hacer, del saber político, un saber práctico y arquitectónico.
Aunque los tiempos de Moro no sean los nuestros, sin embargo hay algo esencial que nos hace sentirnos interpelados ante su llamada a nuestras conciencias. La perennidad de la naturaleza social y política del ser humano genera en nuestros días problemas y dilemas muy parecidos. Entre ellos destaca en el fondo un dilema histórico universal que sería el siguiente y que querríamos dejar suspendido en el aire al final de estas páginas, como algo que deberíamos cuestionarnos muchísimo más que lo solemos hacer, y es este: ante las injusticias públicas que nos rodean y nos afectan, ¿hemos de actuar de manera radical o, por el contrario, recurrir a una paulatina y serena corrección de los males? O dicho de otra manera: ¿los llamados “males sociales” se remedian por cambios en las estructuras de la sociedad o por cambios en el interior de las personas? ¿Revolución o reforma?, esa sería la alternativa. Hythlodeo opinaría que, si buscamos un remedio a los males, haría falta una revolución. Moro por su parte piensa que, en tanto los hombres no se conviertan y sean buenos −“y esto va para largo”−, habría que adoptar el método de la reforma paulatina. Ambos se mueven en clave cristiana y aceptan que son los vicios y pecados de la humanidad los que han desfigurado la armonía social. En concreto están de acuerdo que el mayor enemigo a vencer no es otro que la soberbia[34]. Pero a partir de ahí sus puntos de vista divergen: el de uno (Hythlodeo) fija la mirada en un modelo inalcanzable e irreal en el que fijarse; el de Moro, parte de la verdadera realidad del ser humano con sus miserias y su grandeza.
El carácter global pero no-sistemático de Utopía lleva a que no haya página del libro en la que no se desentrañe un problema vivo y contemporáneo: el despotismo de los príncipes renacentistas, los abusos de la nobleza, la vergonzosa rapacidad del nuevo capitalismo, la falta de visión cristiana en los temas de la vida… Éste es el horizonte hermenéutico en el que nos sitúa Moro para darnos clarividencia. A esas alturas le llevó su misma pasión por la verdad sobre Dios, sobre la sociedad y sobre el hombre; justo por ese mismo orden.
“El hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral. Ésta es la luz que iluminó su conciencia. Como ya tuve ocasión de decir, el hombre es criatura de Dios, y por esto los derechos humanos tienen su origen en Él, se basan en el designio de la creación y se enmarcan en el plan de la Redención. Podría decirse, con expresión atrevida, que los derechos del hombre son también derechos de Dios”[35]. Glosando estas palabras del Papa Juan Pablo II sobre el Canciller sir Tomas Moro, ambos humanistas y santos, ambos protagonistas privilegiados de su tiempo histórico, podríamos terminar diciendo que dentro de los derechos de Dios se encuentra el de soñar. La Utopía de Moro sería el modo que éste tiene de adentrarnos en los sueños de Dios con la Humanidad, dejando en manos de ésta la forma real concreta que puedan adoptar esos sueños; nunca definitivamente acabada, nunca totalmente definida. Como le ocurre a todas las ciudades de los hombres que miran a la ciudad de Dios. En el caso de Moro, en aquellos tiempos convulsos y apasionantes. En nuestro caso, en tiempos también convulsos pero de un pensamiento muy débil que hacen de la Utopía de Tomás Moro un libro de plena actualidad.
Antonio Schlatter Navarro
[1] Puede leerse por ejemplo el relevante texto de la Carta a Diogneto o los comentarios de Tertuliano a la vida de los primeros cristianos.
[2] Es el que destaca también uno de los comentaristas de la obra de Moro, Robert M. Adams, en Utopía, Sir Thomas Moro, Nueva York 1975.
[3] “Refiriéndome a semejantes ejemplos de armonía entre la fe y las obras, en la Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici escribí que la unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres (n. 17)” (Carta del Santo Padre Juan Pablo II declarando a Sto. Tomás Moro patrono de los gobernantes y políticos, Roma 31 de octubre de 2000).
[4] Siendo ya reconocido abogado, pero aún muy joven (apenas veinte años) “pronunció durante una temporada unas conferencias públicas sobre De Civitate Dei, en la iglesia de San Lorenzo, en la antigua Judería, a las que asistieron el Doctor Grocyn, un hombre de excelente erudición, y todos los más importantes eruditos de la ciudad de Londres” (William Roper, La vida de Sir Tomás Moro, edición preparada por Álvaro de Silva, ed. Eunsa, p. 8).
[5] También en este caso, una lectura literal o torcida de la Ciudad de Dios llevaría a poner en boca y en el pensamiento de san Agustín algo que no estaba en el texto. De hecho fue lo que ocurrió con lo que se vendría a llamar posteriormente como “agustinismo político”, versión parcial y visión polémica en muchos casos del auténtico pensamiento agustiniano. Pero sería erróneo pensar que lo que pretendió escribir Agustín fuese un libro de teoría política. Su objetivo era más bien intentar estudiar las consideraciones morales y religiosas que acompañan el destino humano. Cabría decir que De civitate Dei fue el primer tratado de Teología de la Historia.
[6] Entrega del premio Carlomagno, Discurso del Santo Padre Francisco, Sala Regia, 6 de mayo de 2016.Sobre esa misma sana y humana utopía había hablado ya de un modo más extendido en el discurso que pronunció hace dos años al Consejo de Europa, con tono esperanzado pero sin dejar por ello de dar su voz de alarma sobre la situación de Europa: “A lo largo de su historia, siempre ha tendido hacia lo alto, hacia nuevas y ambiciosas metas, impulsada por un deseo insaciable de conocimientos, desarrollo, progreso, paz y unidad. Pero el crecimiento del pensamiento, la cultura, los descubrimientos científicos son posibles por la solidez del tronco y la profundidad de las raíces que lo alimentan (…) para caminar hacia el futuro hace falta el pasado, se necesitan raíces profundas, y también se requiere el valor de no esconderse ante el presente y sus desafíos. Hace falta memoria, valor y una sana y humana utopía” (Visita del Santo Padre al Parlamento Europeo y al Consejo de Europa, Discurso al Consejo de Europa, Estrasburgo, 25 de noviembre de 2014).
[7] . Visita del Santo Padre al Parlamento Europeo y al Consejo de Europa, Discurso al Consejo de Europa, Estrasburgo, 25 de noviembre de 2014.
[8] Nos referimos tanto a las utopías comunistas que pervivieron en Europa durante tanto tiempo −y aún sobreviven algunos de sus vástagos−, como las utopías capitalistas −mil cabezas de una hydra en la que ahora seguimos viviendo y de la que hemos de intentar huir por tratarse de un paraíso en la Tierra tan falso como el comunista pero mucho más insidioso por el atractivo que posee y también por la soberbia intelectual que genera el hecho de haber resultado vencedor absoluto en el duelo ideológico con el comunismo.
[9] Con ese típico toque de humor que le caracteriza, pero al mismo tiempo sin perder el tono de tragedia por todo lo que ha dejado tras de sí la Teología de la Liberación en América Latina, el papa Francisco lo expresaba así en un discurso a los miembros de la Pontificia Comisión para América Latina, aplicándolo al caso de los jóvenes, y al ámbito no tanto social y público sino personal y privado: “La primera pauta de la educación es que educar es transmitir contenidos, hábitos y valoraciones, los tres juntos. Para poder transmitir la fe hay que crear el hábito de una conducta. Si solamente queremos transmitir la fe con contenidos, será una cosa superficial o ideológica que no va a tener raíces… Es importante transmitir a la juventud el buen manejo de la utopía. Nosotros en América Latina hemos tenido la experiencia de un manejo no del todo equilibrado de la utopía y que en algún lugar, en algunos lugares, no en todos, en algún momento nos desbordó. Al menos en el caso de Argentina podemos decir cuántos muchachos de la Acción Católica, por una mala educación de la utopía, terminaron en la guerrilla de los años 70s. Saber conducir y ayudar a crecer la utopía de un joven es una riqueza. Un joven sin utopías es un viejo adelantado, envejeció antes de tiempo. ¿Cómo hago para que esta ilusión que tiene el chico, esta utopía, lo lleve al encuentro con Jesucristo? Es todo un paso que hay que ir haciendo. Una utopía en un joven crece bien si está acompañada de memoria y de discernimiento. La utopía mira al futuro, la memoria mira al pasado, y el presente se discierne. El joven tiene que recibir la memoria y plantar, arraigar su utopía en esa memoria”. (Discurso del Papa Francisco a la P.C. para América Latina, 28 de febrero de 2014).
[10] Leamos sus propias palabras: “La apelación a la utopía es con frecuencia un cómodo pretexto para quien desea rehuir las tareas concretas refugiándose en un mundo imaginario. Vivir en un futuro hipotético es una coartada fácil para deponer responsabilidades inmediatas. Pero, sin embargo, hay que reconocerlo, esta forma de crítica de la sociedad establecida provoca con frecuencia la imaginación prospectiva para percibir a la vez en el presente lo posiblemente ignorado que se encuentra inscrito en él y para orientar hacia un futuro mejor; sostiene además la dinámica social por la confianza que da a las fuerzas inventivas del espíritu y del corazón humano; y, finalmente, si se mantiene abierto a toda la realidad, puede también encontrar nuevamente el llamamiento cristiano. El Espíritu del Señor, que anima al ser humano renovado en Cristo, trastorna de continuo los horizontes donde con frecuencia la inteligencia humana desea descansar, movida por el afán de seguridad, y las perspectivas últimas dentro de las cuales su dinamismo se encerraría de buena gana; una cierta energía invade totalmente a este ser, impulsándole a trascender todo sistema y toda ideología. En el corazón del mundo permanece el misterio de la humanidad, que se descubre hija de Dios en el curso de un proceso histórico y psicológico donde luchan y se alternan presiones y libertad, opresión del pecado y soplo del Espíritu” (Pablo VI, Octogesima adveniens n.37). La cursiva es mía.
[11] Por ej. en la Carta Enc. Centessimus annus n.41.
[12] Por ej. en la Carta Enc. Caritas in veritate n.14.
[13] Carta del Santo Padre Juan Pablo II declarando a Sto. Tomás Moro patrono de los gobernantes y políticos, Roma 31 de octubre de 2000.
[14] Se cumplen también ahora por cierto 50 años de la espléndida película de Fred Zinnemann Un hombre para la eternidad, que mereció 6 Oscar de la Academia, incluidos los de mejor película, director y actor. Un buen momento para ver este film, que refleja bien su vida y su contexto. Sobre la vida de sir Tomás Moro también pueden leerse por su interés: A. Vázquez de Prada, Sir Tomas Moro, ed. Rialp, Madrid 1999; P. Berglar, La hora de Tomás Moro: Sólo frente al poder, ed. Palabra 2012; A. Silva, Tomás Moro. Un hombre para todas las horas, Marcial Pons 2007. También puede leerse la obra que Shakespeare le dedicó, recientemente reeditada (Álvaro Silva, ed. Rialp 2012).
[15] Puede leerse a este respecto el magnífico ensayo de J.G.A. Pocok, The Maquiavellian Moment (ed. cast. El momento maquiavélico, ed. Tecnos, Madrid 2008).
[16] “La mejor forma de gobierno”, tal y como aparece en el subtítulo de la obra, es una titulación que viene de la antigüedad clásica, como muestran tratados medievales o renacentistas anteriores a la Utopía: De regimine principum (de Occleve, Egidio Romano, Tomás de Aquino), o De príncipe (Pontano), o De institutione, statu ac regimine reipublicae (Patrizi).
[17] Tomás Moro, Utopía, trad. Andrés Vázquez de Prada, ed. Rialp, Madrid 1989, Prólogo, p. 19-20. La Introducción que hace Vázquez de Prada en su traducción de Utopía me ha ayudado mucho en la elaboración de estas páginas.
[18] Nos llevaría lejos la comparación que ahora voy a sugerir, pero sería interesante comparar el mensaje de Utopía con el objetivo de Cervantes en El Quijote, sirviéndose también de ese doble plano real-ficticio. El Quijote lo logra por un lado con su descripción de la Edad de Oro (parte II, cap. 11), sátira de las utopías políticas propias de aquellos tiempos de los grandes descubrimientos de nuevas tierras o de los tiempos medievales y caballerescos. Por otro lado la Ínsula Barataria y su utopía del buen gobierno del gobernador, el mismísimo Sancho Panza (parte II, cap. XLV). Vid. J.A. Maravall, Utopía y contrautopía en el Quijote; J.A. López Calle, El Quijote: sátira de una utopía política. Como decimos, por más que sea muy interesante, excede del propósito de estas páginas. Sólo queremos apuntarlo.
[19] J. H. Hexter, More’s Utopia, p.65. Las cursivas son mías.
[20] Prevost, L’Utopie, p. 145-6.
[21] Utopía, ed. Rialp, pp. 104-106.
[22] “¿Quién ignora que los fraudes, robos, rapiñas, reyertas, motines, pendencias, levantamientos, asesinatos, traiciones y envenenamientos quedarían definitivamente extinguidos junto con la supresión del dinero? Y al mismo tiempo que el dinero desaparecerían también el temor, la inquietud, las preocupaciones, las fatigas y vigilias, y hasta la pobreza misma −única que parece andar corta de dinero−; también ella decrecería tan pronto se eliminase totalmente el dinero en el mundo” (Utopía, p. 203).
[23] La primera y más completa interpretación del Moro “socialista” se debe a Karl J. Kautsky, que sobre esta hipótesis absurda trata de reconstruir la vida entera de Sir Tomás (Thomas More und seine Utopie, Stuttgart 1890 pp. 216 ss) pretendiendo hacer de él un precursor fundamental del comunismo: “su socialismo −dice− le ha hecho inmortal”. Un craso y lamentable error hermenéutico.
[24] Vázquez de Prada, Sir Tomas Moro, ed. Rialp. p. 136.
[25] Para Béla Menczer, la Utopía presenta el contraste entre la Ley Antigua y la Ley Nueva, entre el mundo de la naturaleza y el de la gracia. Aunque en esta última la Redención se vaya haciendo carne en la historia por el amor, a pesar de fatales desviaciones (The Utopia of Thomas Morus; Hungarian Bibliophilia, Colonia 1960 IV trimestre, III año).
[26] De hecho, por su labor como recopilador de las Leyes de Indias y las medidas prácticas que tomó en la explotación de los yacimientos mineros le hicieron ya famoso antes de regresar a España en 1627, siento nombrado Fiscal del Consejo de Indias y del de Castilla (Utopía, Introducción de V. de Prada, p. 45).
[27] Las palabras que emplea Hythlodeo son sin duda palabras duras, que no desdecirían en un manifiesto revolucionario: “Qué clase de justicia es esa que a un noble cualquiera, a un orfebre, a un prestamista, o, en fin, a uno de esos individuos que no hacen nada −o si lo hacen de nada sirve al Estado− les permite llevar una vida de derroche y esplendidez a base de ocio y ocupaciones inútiles? En cambio, el jornalero, el carretero, el artesano y el labrador, que realizan trabajos tan duros y continuos que ni las bestias de carga los soportarían, y trabajos tan indispensables que sin ellos no duraría un solo año el Estado, éstos perciben un mezquino sustento y llevan una vida miserable. De tal forma viven, que la condición de las bestias de carga podría hasta parecer preferible a la suya (…) ¿Qué benévolas prevenciones se hacen a favor de labradores, carboneros, braceros, carreteros y carpinteros, sin los cuales sería imposible que subsistiera el Estado? Porque, una vez que han consumido su edad viril en el trabajo, y se ven cargados de años y achaques, y desprovistos de todo, es entonces cuando −olvidando los muchos desvelos y los cuantiosos beneficios que han reportado a la sociedad− se les paga, desagradecidamente, con la más mísera de las muertes” (Utopía, p. 201-202).
[28] Cicerón, De oficiis Libro I, XLII.
[29] Vázquez de Prada, Sir Tomas Moro, p.136. Quevedo por ejemplo, aunque al anotar la obra señaló algunas “irreverencias” que a su juicio contenía, supo distinguir la opinión y objetivo que perseguía Tomás Moro de los dichos y observaciones de personajes ajenos a su cristiano parecer.
[30] Carta de Moro a su amigo Pedro Gilles que sirve el prefacio e introducción a la Utopía.
[31] Su gran amigo Erasmo, que tanto le conoce, cuando escribe su famoso retrato de Tomás Moro, primera “biografía” en miniatura del escritor inglés, le da gran relevancia a este rasgo de su amigo: “En sociedad es tan extraordinariamente cortés y apacible que no hay nadie tan triste por naturaleza al que Moro no pueda alegrar, ni atrocidad tan grande cuya desazón no le sea imposible disipar. Desde niño le ha gustado tanto bromear que parecía haber nacido para hacerlo, pero nunca con bromas bufas, y jamás le ha gustado el humor mordaz… Siempre le ha encantado cualquier observación que tuviera más chispa en ella de lo que es normal, aunque fuera dirigida contra él mismo; pues disfruta con dichos ingeniosos que revelan una mente viva” (carta de Erasmo a Ulrich von Tutten, Antwerp, 23 de julio de 1519).
[32] Utopía, De Peregrinatione Utopiensium.
[33] De “charlatán”, que eso significa Hythlodeo en griego y de eso hace en la obra.
[34] Utopía, p. 204.
[35] San Juan Pablo II, Discurso 7 de abril de 1998, 3.
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