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La moral cristiana supera a la moral humana y la enriquece, porque es la moral del hombre divinizado por el Espíritu Santo, que ha entrado en la intimidad del Hijo y, a través de ella, en la intimidad del Padre
A pesar de que el Concilio Vaticano II no dedicó ningún documento al tratamiento exclusivo de la teología moral, la doctrina conciliar contiene importantes indicaciones sobre la orientación que deben seguir los moralistas en la exposición de esa disciplina teológica. Como es lógico, dichas indicaciones se han tenido en cuenta de un modo especial en el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC). En este breve trabajo queremos limitarnos a mostrar que, en la parte que el Catecismo dedica a la moral fundamental, la filiación divina es considerada en todo momento como la base de la vida moral del cristiano, siguiendo de este modo la enseñanza conciliar según la cual la teología moral «ha de iluminar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo»[1].
1. Filiación divina y dignidad del cristiano
El comienzo de la tercera parte del CEC, que lleva por título «La vida en Cristo», comienza con una cita de San León Magno que viene a ser como el anuncio del tema de fondo de toda la catequesis moral que se expone a continuación: «“Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios” (S. León Magno, serm. 21, 2-3)» (n. 1691). San León Magno apela a la dignidad que el cristiano posee como partícipe de la naturaleza divina, es decir, como hijo de Dios, para impulsarlo a una vida coherente con la nueva situación ontológica en la que ha sido puesto por la participación en la muerte y resurrección de Cristo operada en el Bautismo.
Inmediatamente después (n. 1692), el CEC recuerda que los cristianos han llegado a ser «hijos de Dios» (Jn 1,12; 1 Jn 3,1) y «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4) por «los sacramentos que les han hecho renacer». La fe nos da a conocer esta nueva dignidad, muy superior a la que tenemos por la creación, que implica la llamada a llevar en adelante una «vida digna del Evangelio de Cristo» (Flp 1,27), una vida para la que estamos capacitados por la gracia de Cristo y los dones del Espíritu que recibimos en los sacramentos y la oración.
2. La identificación con el Hijo
Esta «vida digna del Evangelio de Cristo» consiste en identificarse con Cristo, que hizo siempre lo que agradaba al Padre y vivió siempre en perfecta comunión con Él. Se señala de este modo la meta a la que los cristianos deben aspirar: «vivir bajo la mirada del Padre (...) para ser “perfectos como el Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48)» (n. 1693).
El planteamiento inicial que se manifiesta en estos textos no tiene nada que ver con una moral minimalista que reservase para algunos cristianos la aspiración a metas más elevadas de santidad. El modelo moral que se propone a todos los cristianos sin excepción es ser «imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor» (Ef 5, 1), siguiendo el ejemplo de Cristo, puesto que han sido incorporados a Cristo por el bautismo y participan de la vida del Resucitado.
En los primeros números de esta tercera parte, el CEC, con la ayuda de abundantes citas neotestamentarias, expresa la realidad más profunda del cristiano: su comunión con la Trinidad. El cristiano, incorporado a Cristo por el Bautismo, es partícipe de la naturaleza divina, hijo de Dios Padre, hermano de Jesucristo y templo del Espíritu Santo. Pero no se trata de una abstracción ni es una verdad para ser sólo contemplada y admirada, sino que constituye el fundamento y el motor de toda la vida moral: ser hijos de Dios lleva, en consecuencia, a vivir la vida de Cristo, a identificarse con Él, buscando siempre lo que agrada al Padre. Y esto se hace posible por la acción del Espíritu Santo, que habita en el cristiano.
El número 1697, que resume de modo programático la catequesis moral que debe ser impartida al pueblo cristiano, afirma que en ella «es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de Cristo», pues se trata de «la catequesis de la “vida nueva” en Él (Rom 6, 4)», de ahí que concrete, entre otras, la necesidad de una catequesis del Espíritu Santo, Maestro interior de la vida según Cristo; de una catequesis de la gracia, que constituye el don por el cual somos elevados a nuestra nueva dignidad; y de una catequesis de las bienaventuranzas, el camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre y a la que puede aspirar como herencia precisamente por ser hijo.
«La referencia primera y última de esta catequesis —se afirma en el n. 1698— será siempre Jesucristo que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6)», pues se trata precisamente de que el cristiano realice «las obras que corresponden a su dignidad» de hijos de Dios.
Esta identificación de los hijos de Dios con el Hijo es puesta de relieve de un modo especialmente profundo con una cita de S. Juan Eudes: «Vosotros sois de Él como los miembros lo son de su cabeza. Así desea Él ardientemente usar de todo lo que hay en vosotros, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de Él». Cristo quiere seguir viviendo en el cristiano, el Hijo en el hijo, para seguir sirviendo y glorificando a su Padre. En esto consiste, por tanto, la vida moral del hijo de Dios, en la identificación con el Hijo por naturaleza, una identificación que es un don real, ontológico, y que implica la tarea moral de vivir su misma vida y perseguir su mismo fin, algo que sólo es posible con la fuerza y la luz que le proporciona el Espíritu del Hijo[2].
El planteamiento general que acabamos de ver se desarrolla y concreta, a continuación, a lo largo de toda la moral fundamental del CEC.
3. La vocación de los hijos de Dios
En el artículo primero —«El hombre, imagen de Dios»— se vuelve de nuevo al tema de la dignidad de la persona humana, que está enraizada en su creación a imagen y semejanza de Dios, y que, alterada por el primer pecado, «ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios» (n. 1701). Cristo nos libró de Satán y del pecado, y nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. «El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo» (n. 1709). La realidad ontológica de la filiación divina es la fuente de la vida moral del cristiano. Es esta transformación operada por la adopción filial la que «le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien». En unión con Cristo, el cristiano «alcanza la perfección de la caridad, la santidad» (ibid.).
La vocación de los hijos de Dios viene expresada por las bienaventuranzas (artículo 2), que al mismo tiempo «dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad» (n. 1717), y constituyen el centro de su predicación. Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad puesto por Dios en nosotros (cfr n. 1718), pero señalan la meta real a la que estamos llamados por ser ahora sus hijos: la propia bienaventuranza de Dios (cfr n. 1719). Esta meta supera las fuerzas humanas, es fruto del don gratuito de Dios, pero es nuestro verdadero fin último, al que estamos llamados en virtud de nuestra nueva dignidad de hijos.
4. La libertad de los hijos de Dios
En el artículo tercero, dedicado a la libertad, se afirma que ésta pertenece a la dignidad de la persona. Con palabras de S. Ireneo, «el hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos» (n. 1730). Pero se señalan también la limitación y falibilidad de la libertad humana, y las consecuencias del mal uso que de ella ha hecho el hombre: «La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad» (n. 1739). Sin embargo, desde que Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres, los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud, por eso «ya desde ahora nos gloriamos de la “libertad de los hijos de Dios” (cfr Rom 8, 21)» (n. 1741). Se trata de una libertad que, lejos de ser anulada por la gracia de Cristo, crece a medida que somos más dóciles a sus impulsos. La gracia del Espíritu Santo nos hace así colaboradores libres de su obra (cfr n. 1742). La «libertad de los hijos de Dios» no se identifica, pues, con la simple posibilidad de elegir entre el bien y el mal, posibilidad que constituye más bien un defecto de la libertad creada a lo largo de nuestra peregrinación por esta vida. Se trata, por el contrario, de un poder que crece al mismo ritmo que la vida de Cristo en nosotros, y que nos otorga la capacidad de cumplir la voluntad de Dios, no como siervos o esclavos, sino como hijos que obran impulsados por el amor a su Padre y por el deseo de agradarle y buscar su gloria[3].
En esta tarea de agradar al Padre, el hijo de Dios pone a su servicio todas sus facultades, no sólo la voluntad sino también sus sentimientos y pasiones. Así, después de estudiar brevemente la moralidad de la pasiones (artículo 5), concluye el CEC afirmando que «la perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo: “Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo” (Sal 84, 3)» (n. 1770).
5. La conciencia y la Cruz
La conciencia, tratada en el artículo 6, cuenta con una nueva luz para iluminar el camino del cristiano (cfr n. 1785), que es preciso asimilar en la fe y la oración, y poner en práctica. «Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor» (ibid.): un criterio que el hijo de Dios ha de tener en cuenta, pues fue precisamente en la cruz donde Cristo nos reconcilió con el Padre, de modo que la cruz, el sufrimiento, el dolor, han de ser juzgados por el hijo de Dios con un nuevo criterio que contradice radicalmente los criterios del mundo, para el que puede resultar escándalo o necedad. Para encontrar la verdad sobre el bien en sus juicios de conciencia, los hijos de Dios están además «asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia» (ibid.).
6. Virtudes y dones
Las virtudes humanas son también transformadas por la divinización, «son purificadas y elevadas por la gracia divina» (n. 1810), y además «se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina» (n. 1812). Son las virtudes teologales las que «fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna» (n. 1813). De esta manera, las virtudes humanas se ponen también al servicio de la vida sobrenatural del hijo de Dios.
De modo especial, «el ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad» (n. 1827), que es la forma de todas ellas, y es «fuente y término de su práctica cristiana» (ibid.). Cuando el cristiano practica la vida moral animado por la caridad, adquiere «la libertad espiritual de los hijos de Dios. Éste no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4, 19)» (n. 1828)[4]. La actitud propia del hijo y su diferencia con respecto al modo de actuar del esclavo y del mercenario es expresada así en una cita de S. Basilio: «O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda... y entonces estamos en la disposición de hijos» (S. Basilio, reg. fus. prol. 3).
El artículo dedicado a las virtudes se completa con tres números que se refieren a los dones y frutos del Espíritu Santo, y se recuerdan las palabras de San Pablo a los Romanos: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rom 8, 14.17).
7. Vida social y fraternidad
Las enseñanzas sobre la vida moral en su dimensión social tienen también su fundamento en la filiación divina: «La vocación de la humanidad es manifestar la imagen de Dios y ser transformada a imagen del Hijo Único del Padre. Esta vocación reviste una forma personal, puesto que cada uno es llamado a entrar en la bienaventuranza divina; pero concierne también al conjunto de la comunidad humana» (n. 1877). La fraternidad humana tiene su fundamento en el hecho de ser hijos de Dios por creación, y en que todos estamos llamados a ser hijos por adopción. Por eso, «el amor al prójimo es inseparable del amor a Dios» (n. 1878). De ahí también la necesidad de la gracia para acertar con el verdadero camino a seguir en el orden social. Este camino «es el camino de la caridad, es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor mandamiento social» (n. 1889). De hecho, ninguna legislación puede por sí misma hacer desaparecer los comportamientos que obstaculizan el establecimiento de sociedades verdaderamente fraternas. «Estos comportamientos sólo cesan con la caridad que ve en cada hombre un “prójimo”, un hermano» (n. 1931).
El mismo fundamento de la dignidad humana se recuerda de nuevo al hablar de la igualdad y diferencias entre los hombres: «Creados a imagen del Dios único y dotados de una misma alma racional, todos los hombres poseen una misma naturaleza y un mismo origen. Rescatados por el sacrificio de Cristo, todos son llamados a participar en la misma bienaventuranza divina: todos gozan por tanto de una misma dignidad» (n. 1934). Y, por último, se presenta la solidaridad como «una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana» (n. 1939), y se recuerda, citando a Pío XII (Enc. Summi pontificatus), que la solidaridad humana viene dictada tanto por la comunidad de origen y la igualdad de la naturaleza racional, «como por el sacrificio de redención ofrecido por Jesucristo en el altar de la cruz a su Padre del cielo, en favor de la humanidad pecadora», gracias al cual estamos llamados a ser hijos de Dios.
8. La ley de los hijos
El capítulo sobre la ley y la gracia exigiría un estudio especial. Nos limitaremos a señalar algunos lugares en los que se manifiesta especialmente el enfoque paterno-filial de este capítulo.
La ley moral se presenta en su sentido bíblico «como una instrucción paternal, una pedagogía de Dios» que «prescribe al hombre los caminos, las reglas de conducta que llevan a la bienaventuranza prometida » y «proscribe los caminos del mal que apartan de Dios y de su amor» (n. 1950). La ley moral de los hijos de Dios es precisamente el Hijo de Dios, Cristo: «Jesucristo es en persona el camino de la perfección» (n. 1953). La ley natural es el cimiento de la ley revelada y de la gracia (cfr n. 1960). La Ley antigua es el primer estado de la Ley revelada, pero es todavía imperfecta, pues no da de suyo la fuerza, la gracia del Espíritu para cumplir lo que enseña; no deja de ser una ley de servidumbre (cfr n. 1963). «La Ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada» (n. 1965), es la gracia del Espíritu Santo, y lleva a plenitud los mandamientos de la Ley «mediante la imitación de la perfección del Padre celestial (cfr Mt 5, 48), mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina (cfr Mt 5, 44)» (n. 1968). Esta nueva Ley practica los actos de la religión ordenándolos al «Padre que ve en lo secreto», y su oración es el Padre Nuestro (cfr n. 1969). Es verdaderamente la Ley de los hijos, ley que hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo, ley de gracia y ley de libertad, que nos hace pasar de la condición de siervo a la de amigo de Cristo, o también a la condición de hijo heredero (cfr n. 1972).
La nueva situación en la que se encuentra el cristiano se fundamenta en la gracia del Espíritu Santo, que tiene el poder de santificarnos, de convertirnos en hijos de Dios, en partícipes de la naturaleza divina. El sujeto moral que continuamente tiene presente el CEC en su enseñanza moral no es el hombre abstracto, sino el hombre real, que ha sido creado y elevado, caído y redimido, y por tanto es en su realidad más profunda un hijo de Dios (o está llamado a serlo), justificado, reconciliado con Dios, liberado de la servidumbre del pecado y sanado (cfr nn. 1989-1990). Se trata de una nueva criatura, con una vida nueva —la vida divina—, con las virtudes sobrenaturales de la fe, la esperanza y la caridad (cfr n. 1991), que «tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el don de la vida eterna» (n. 1992), y cuyo maestro interior es el Espíritu Santo (cfr n. 1995). Esta justificación es obra de la gracia, «el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cfr Jn 1, 12-18), hijos adoptivos (cfr Rom 8, 14-17), partícipes de la naturaleza divina (cfr 2 P 1, 3-4), de la vida eterna (cfr Jn 17, 3)» (n. 1996).
El CEC dedica aquí dieciséis números a explicar la vida de la gracia y el mérito, la vida sobrenatural de los hijos de Dios. El hecho de haber situado dentro de la moral fundamental lo que podría llamarse el tratado sobre la gracia, tiene una especial importancia. Significa que la teología moral expuesta en el CEC considera al sujeto moral en su real situación de redimido, con su fin real, que es el fin sobrenatural, y con los medios reales que Dios le otorga para llegar a Él: no sólo sus fuerzas naturales sino, sobre todo, el organismo sobrenatural de la gracia con las virtudes y los dones del Espíritu Santo.
La importancia otorgada a la gracia lleva también a evitar una tentación de todos los tiempos: la excesiva confianza en las fuerzas humanas[5].
En plena coherencia con este planteamiento, termina el artículo dedicado a la gracia y a la justificación recordando la voluntad de Dios para todos los fieles: estamos predestinados «a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), y la consiguiente doctrina del Vaticano II en el n. 40 de Lumen gentium: «Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad». «Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48)» (n. 2013).
9. Reflexiones finales
La vida moral del cristiano, tal como se expone en el CEC, queda, pues, iluminada por esta realidad fundamental que puede ser considerada como la clave del cristianismo: la filiación divina, nuestro ser en Cristo. Este planteamiento de la vida moral, que tiene sus raíces en la Revelación, pero que no siempre se ha tenido en cuenta en la sistematización teológica, deberá ser profundizado y aplicado en la elaboración de los manuales de teología moral, si se quiere responder fielmente a las orientaciones que el magisterio de la Iglesia ha ido dando a partir del Concilio Vaticano II.
Como afirma R. Tremblay, «el moralista cristiano no debe contentarse con proponer sólo una moral humana o una moral del mínimo. Debe promover una moral filial, una moral del “más”, del inédito escatológico»[6]. Estas palabras podrían parecer un consejo fuera de lugar a aquellos que piensan que ha quedado lejano el tiempo en el que los moralistas cristianos se conformaban con proponer una moral minimalista para ser vivida por la mayoría de los fieles, mientras confiaban a la ascética y mística la función de mostrar las altas metas de la santidad. Y sin embargo, la advertencia del teólogo canadiense es actual. No faltan quienes caen en la tentación de reducir la moral cristiana a una moral racional, humana, tal vez con la buena intención —como en otros tiempos— de atraer a los no creyentes, demostrándoles que la moral cristiana no destruye la ética racional, y por tanto, que el campo moral es común a unos y otros. Pero la reducción de la moral cristiana a una moral humana es un camino equivocado para atraer a nadie, precisamente porque lo que el mundo desea y espera, aunque tal vez no de un modo plenamente consciente, es la «buena nueva» anunciada por Cristo.
Es preciso afirmar también hoy que una moral basada en la filiación divina no destruye ni anula lo humano, sino que lo asume, lo perfecciona y lo lleva a su plenitud. El esfuerzo de la razón para descubrir las normas morales mínimas, que señalan los límites más allá de los cuales no puede darse un verdadero humanismo, es respetado y promovido por la moral cristiana, revelada por Dios. Pero la moral cristiana supera a la moral humana y la enriquece, porque es la moral del hombre divinizado por el Espíritu Santo, que ha entrado en la intimidad del Hijo y, a través de ella, en la intimidad del Padre. En este contexto de superación aparecen precisamente las normas absolutamente específicas del mundo de la fe[7]. Por ejemplo, aceptar con alegría el sufrimiento, la cruz, en unión con Cristo crucificado, para reparar por nuestros pecados y para corredimir con Él a la humanidad entera; aceptar con alegría la pobreza de espíritu, los desprecios, persecuciones y calumnias a causa de Cristo, rezar por los enemigos y perdonarles, etc.
Por otra parte, cuando la vida moral se entiende como la moral de los hijos de Dios, personas que están divinizadas por la gracia, además de escapar a la tentación siempre presente del pelagianismo, del voluntarismo, de la lucha a brazo partido por conseguir la perfección —lucha que acaba siempre en el fracaso— se consigue un optimismo realista (porque está basado en la fuerza real del Espíritu Santo), un brío nuevo que se apoya en la gracia divina, para aspirar a la meta elevada de la santidad, que Dios propone a todos. Y se evita además la sensación de que la moral propuesta por la Iglesia, especialmente en ciertas materias, es un ideal imposible de conseguir, una utopía de la que debe desistir si quiere ser escuchada por el hombre de nuestro tiempo.
En consecuencia, la labor de los pastores, apoyándose en la realidad de la filiación divina, no debe dudar en plantear a cada persona, según las circunstancias propias de su vida, formación, etc., la meta que el mismo Cristo ha propuesto: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48), ofreciendo la ayuda necesaria para que los fieles puedan responder adecuadamente a esta llamada divina. Entre las labores del pastor está, precisamente, la ayuda para la formación de la conciencia, y deberá recordar, como hemos visto que propone el Catecismo, el criterio de la cruz de Cristo. La enseñanza de la ley, lejos de consistir en la delimitación de la línea más allá de la cual no se puede pasar —con el peligro de hacer pensar que lo único importante del campo es la valla que veda el paso a todo lo que apetece, y de sacar la conclusión de que reduce mi libertad—, hará ver la ley moral como una ayuda divina por la que debe estar agradecido, y ayudará a poner los ojos en el bien que puedo realizar con la gracia para agradar y glorificar a mi Padre contribuyendo así al bien espiritual y material de la humanidad entera. Se supera de este modo una tendencia que puede llegar a ser enfermiza y que consiste en considerar la moral únicamente como la determinación infinitesimal de los casos en los que puedo hacer lo que me apetece (soy libre) y aquellos en los que me está prohibido (estoy coaccionado).
Tomás Trigo. Universidad de Navarra
Notas
[1] Optatam totius, 16. Esta indicación se recuerda de nuevo en Veritatis splendor, 7.
[2] En el mismo sentido se desarrollan las enseñanzas de la Enc. Veritatis splendor: «El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consiste en la sequela Christi, en el seguimiento de Jesús» (VS, 19). «Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana» (VS, 19). «El modo de actuar de Jesús y sus palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de la vida cristiana» (VS, 20). «El cristiano, gracias a la revelación de Dios y a la fe, conoce la “novedad” que marca la moralidad de sus actos; éstos están llamados a expresar la mayor o menor coherencia con la dignidad y vocación que le han sido dadas por la gracia: en Jesucristo y en su Espíritu, el cristiano es “creatura nueva”, hijo de Dios, y mediante sus actos manifiesta su conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito entre muchos hermanos (cfr Rom, 8,29), vive su fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra a la vida eterna...» (VS, 73).
[3] «El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad» (VS, 17). El significado de esta libertad está muy bien expresado en la misma Encíclica: «Quien “vive según la carne” siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y “vive según el Espíritu” (Gal 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior —una verdadera y propia “necesidad”, y no ya una constricción— de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su “plenitud”» (VS, 17).
[4] La filiación divina transforma radicalmente los planteamientos de la vida moral, cuya iniciativa no parte del hombre sino de Dios. Como afirma Veritatis splendor, «la vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor (...). Así, la vida moral, inmersa en la gratuidad del amor de Dios, está llamada a reflejar su gloria: “Para quien ama a Dios es suficiente agradar a Aquél que él ama, ya que no debe buscarse ninguna otra recompensa mayor al mismo amor; en efecto, la caridad proviene de Dios de tal manera que Dios mismo es caridad” (S. LEÓN MAGNO, Sermo XCII, cap. III: PL 54,454)» (VS, 10).
[5] La Encíclica Veritatis splendor insiste también, en diversos pasajes, en la necesidad de la gracia para la vida cristiana, un tema que la moral no puede desatender si pretende ser realmente una moral cristiana: «Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los mandamientos, logra “cumplir” la Ley, es decir, reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración que a Él solo es debida (cfr Mt 4,10). El “cumplimiento” puede lograrse sólo como un don de Dios: es el ofrecimiento de una participación en la Bondad divina que se revela y se comunica en Jesús» (VS, 11). «Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cfr Flp 2,5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cfr Ef 3,17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con Él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros» (VS, 21). «Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que el Señor Jesús recibe el amor de su Padre, así, a su vez, lo comunica gratuitamente a los discípulos» (VS, 22). «Sólo en esta vida nueva es posible practicar los mandamientos de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos hechos justos (cfr Rom 3,28): la “justicia” que la Ley exige, pero que ella no puede dar, la encuentra todo creyente manifestada y concedida por el Señor Jesús. De este modo san Agustín sintetiza admirablemente la dialéctica paulina entre ley y gracia: “Por esto, la Ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observe la ley” (De spiritu et littera, 19,34: CSEL 60,187)» (VS, 23).
[6] TREMBLAY, R., Radicati e fondati nel Figlio, Ed. Dehoniane, Roma 1997, 9.
[7] Cfr ibidem.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
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La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
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