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Conferencia de Mons. Álvaro del Portillo, Gran Canciller de la Universidad de Navarra, en la clausura del Simposio Internacional organizado por la Facultad de Teología, el 16.IV.1990
Introducción. 1. Necesidad de una nueva evangelización. 2. Misión de todos en la Iglesia. 3. Necesidad de sacerdotes santos. 4. Santidad sacerdotal y vida de oración. 5. Santidad sacerdotal y vida de penitencia. 6. Santidad sacerdotal y caridad pastoral. 7. Una vida radicada y centrada en la eucaristía. 8. La dimensión mariana de la vida del sacerdote. 9. Conclusión: formación para la santidad.
Con todo cariño y con todo respeto saludo a los que están aquí presentes. Me perdonaréis que no haga la enumeración habitual de excelentísimos e ilustrísimos señores, etc. Os llevo a todos en el corazón y esto es mucho más.
Pocos días antes de dejar la Ciudad Eterna, la sede de Pedro, he tenido el gozo sumo de asistir a la Audiencia en la que Su Santidad Juan Pablo II ha mandado, a petición de la Congregación para las Causas de los Santos, extender el Decreto de heroicidad de las virtudes del Siervo de Dios Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Comprenderéis que, como hijo de tan fiel servidor de la Iglesia, de las almas, mis palabras tomen un sesgo particular, que me lleva a referirme a este sacerdote que se hizo romano hasta lo más íntimo de su ser, porque estaba persuadido de que romano, en la Iglesia, es sinónimo de universal, válido, por tanto, para todos los ambientes y para todas las personas del mundo entero.
Concluimos hoy este Simposio Internacional de Teología, en el que se han abordado cuestiones centrales sobre la naturaleza del ministerio sacerdotal, sobre la espiritualidad del sacerdote, su formación, su acción pastoral y evangelizadora. El caudal y la calidad de las aportaciones al Simposio, constituirá —especialmente, con la publicación de las Actas— un material muy útil para enriquecer las actuales reflexiones, en las que toda la Iglesia está empeñada con vistas a la próxima Asamblea del Sínodo de los Obispos.
En este contexto deseo también situar las presentes consideraciones que, bajo el título «Sacerdotes para una nueva evangelización», hacen directa referencia a la nueva empresa evangelizadora —nueva y a la vez vieja, porque comenzó en Cristo hace veinte siglos— que los tiempos reclaman y a la que el Santo Padre Juan Pablo II nos impulsa[1]. Tenemos todos bien patente que el Concilio Vaticano II asoció a la causa de la renovación de la Iglesia toda su enseñanza, y en particular los Decretos sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, y sobre la formación sacerdotal[2].
Yo tenía previsto para este Simposio otra Conferencia, pero ha llegado ese momento tan importante para el Opus Dei que es el Decreto con la declaración de virtudes heroicas de nuestro Fundador, y me ha parecido lógico —dejando de lado lo que había preparado, que sería más o menos repetir las cosas que tan doctamente han sido dichas por unos y por otros— presentar un testimonio de las virtudes sacerdotales vividas por Mons. Escrivá. Me complace ofrecerlo además precisamente bajo el título «Sacerdotes para una nueva evangelización».
1. Necesidad de una nueva evangelización
Esta nueva evangelización, sobre todo en Occidente, no se dirige a un mundo que nunca había oído la predicación cristiana, sino, por el contrario, a un mundo en el que ha sido anunciado, creído y amado el mensaje de Jesucristo, aunque ahora se muestre como desarraigado de sus orígenes[3]. Es más, la sociedad occidental evoluciona, en gran medida, paradójicamente enfrentada a sus propias raíces espirituales y culturales, y junto a su progreso material es patente un proceso de grave regresión moral[4].
Suele hablarse en nuestros días de esta sociedad calificándola de “postcristiana”. Quizá sea oportuno ese apelativo en algunos casos, para reflejar una situación de hecho y unas tomas de posición que pueden explicarse a partir de una deformación intelectual y práctica de la conciencia creyente[5]; pero sería del todo inadecuado ese apelativo —”postcristiana”—, si de ese modo se pretendiese insinuar que la doctrina de Cristo ha perdido la capacidad de informar el mundo contemporáneo: nada más lejano a la realidad, a una realidad que la gracia de Dios nos hace tocar en tantos ambientes y, sobre todo, en el mundo preciosísimo del alma de multitudes de personas.
Por eso, la actual urgencia de una nueva evangelización no puede hacernos olvidar «la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos —y son millones y millones de hombres y mujeres— no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Esta es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia»[6]. Precisamente esta misión evangelizadora universal exige una Iglesia renovada, revitalizada con el perenne mensaje de Cristo, tan rebosante de imperecedera actualidad; en otras palabras, requiere un nuevo despertar de las conciencias cristianas que atraiga al mundo hacia la luz de Cristo, ese Cristo nuestro que, como gustaba repetir con fuerza a Mons. Escrivá de Balaguer, «no es una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: Jesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula! —dice San Pablo— ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!»[7].
La decisión de asumir las responsabilidades apostólicas que nos competen como cristianos de nuestra época, no es compatible con visiones pesimistas o negativas del presente. Para anunciar eficazmente el Reino de Dios y trabajar en su propagación, es necesario amar el mundo en que vivimos —amarlo “apasionadamente”, en expresión del Fundador del Opus Dei y de esta Universidad[8]—: es decir, contemplar esta precisa situación histórica y las personas que la constituyen «con los ojos del mismo Cristo», como escribió Juan Pablo II en su primera Encíclica[9]. Así, entre el claroscuro de fenómenos cambiantes, que en muchos casos la hacen irreconocible, se descubre también hoy aquella inquietud del alma humana —que anhela y siente nostalgia de Dios— expresada por San Agustín en el famoso inicio de sus Confesiones: fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te[10]. La acelerada dinámica que caracteriza en líneas generales nuestra época, va acompañada y como plasmada por la inquietud de tantos corazones, que caminan en un continuo desasosiego, sin acertar a descubrir un norte claro para la propia existencia ni un sentido a la historia humana. Pues bien, justamente ahí, en medio de esa inquietud, se ha de proclamar a viva voz que a Quien buscan es a Cristo, y lo que ignoran y anhelan es el amor paterno de Dios, que se les ofrece, a todos y a cada uno, en Cristo y en la Iglesia[11].
Estamos asistiendo en los últimos meses a grandes transformaciones en amplias zonas del mundo, sobre todo en el Viejo Continente, que parecen anunciar una nueva era de libertad, de responsabilidad, de solidaridad, de espiritualidad, para millones de personas. No podemos olvidar, sin embargo, y hay que decirlo con dolor, que existen también en nuestra sociedad occidental, amplios ámbitos cerrados y hostiles a la Cruz salvadora[12], ojos que rehúsan admirar la belleza de Dios reflejada en la faz de Cristo[13].
2. Misión de todos en la Iglesia
Ante este mundo nuestro, está claro que —insisto— la evangelización será nueva no por el contenido esencial de la doctrina que se anuncie, ni por el modelo de vida que se proponga a nuestros contemporáneos. La novedad habrá de residir en las nuevas energías espirituales y apostólicas puestas en juego por todos los fieles, pues todos somos partícipes y responsables de la misión de la Iglesia[14]. Particular importancia tendrá el testimonio coherente de los fieles laicos, a quienes —en palabras de Juan Pablo II— «corresponde testificar cómo la fe cristiana (…) constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible —continúa el Papa— si los fieles laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud»[15].
Con gran fuerza y singular eficacia, anunció insistentemente esta doctrina Mons. Escrivá de Balaguer, siempre con acentos más atractivos y con renovado vigor, desde la tercera década de este siglo: «Todos, por el Bautismo —son palabras suyas, del año 1960—, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (I Pet. II,5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre»[16]. El amplio progreso doctrinal, por el que la vocación bautismal ha sido comprendida y presentada con el relieve eclesiológico que le corresponde, es sin duda uno de los pilares en los que la Iglesia se apoya para afrontar su futuro evangelizador.
La necesaria insistencia en que los fieles laicos asuman sus responsabilidades, para hacer posible una presencia más viva de la luz cristiana en la sociedad, debe ir a la par con la insistencia en la esencial necesidad de un ejercicio abundante, generoso, humilde y audaz al mismo tiempo, del ministerio público de los sacerdotes: «en la medida en que las familias cristianas y los laicos cristianos asumen en un más amplio nivel (…) sus múltiples compromisos apostólicos, mayor necesidad tienen de sacerdotes que sean plenamente sacerdotes, precisamente para la vitalidad de su vida cristiana. Y, en otro sentido, cuanto más descristianizado está el mundo o carece de madurez en la fe, mayor necesidad tiene de sacerdotes que estén totalmente consagrados a dar testimonio de la plenitud del misterio de Cristo»[17].
La Iglesia, que queremos ver reflorecer y dar frutos nuevos, «la Iglesia del nuevo Adviento —como leemos en la Encíclica Redemptor hominis—, la Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor, debe ser la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia. Sólo bajo este aspecto espiritual de su vitalidad y de su actividad, es ésta la Iglesia de la misión divina, la Iglesia in statu missionis, tal como nos la ha mostrado el Concilio Vaticano II»[18]. Y la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia necesariamente es la Iglesia del ejercicio infatigable del sacerdocio ministerial, es la Iglesia del sacerdote santo, del sacerdote que ama en la raíz de su alma, de todo su ser, por tanto, la llamada que ha recibido del Maestro, para conducirse a toda hora como alter Christus, como ipse Christus[19].
No es ahora necesario detenernos más sobre la necesidad del ministerio sacerdotal para la nueva evangelización, ni sobre la mutua ordenación entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de todos los fieles: a éstas y a otras cuestiones conexas habéis dedicado ya vuestra atención en estos días. Para todos es, en efecto, bien claro que, sin una abundante dispensación de esos grandes misterios de Dios[20], que son la Eucaristía y la Penitencia, y con ellos del alimento de la palabra divina, languidecería la vida sobrenatural de los fieles. La nueva evangelización depende, de manera esencial, de que haya ministros que dispensen generosamente —con hambre de santidad propia y ajena— la palabra de Dios y los sacramentos, hombres formados por la Iglesia, que sienten siempre con la Iglesia, para ser, al ciento por ciento, sacerdotes a la medida de la donación de Cristo, siempre bien unidos a su respectivo Ordinario, con veneración a toda la Jerarquía de la Iglesia, y de modo peculiar al Romano Pontífice.
3. Necesidad de sacerdotes santos
Contra la nueva evangelización, se yerguen dificultades numerosas y, en su conjunto, imponentes. Ante esa ola que pretende ser arrolladora, el cristiano —y quizá de modo especial el sacerdote— experimenta, en ocasiones de modo particularmente agudo, la radical insuficiencia de las propias fuerzas humanas.
Esta realidad evoca en mí, con gran viveza, la eximia figura sacerdotal del Fundador del Opus Dei, de quien —alzo mi corazón en acción de gracias a la Trinidad Santísima, por intercesión de Santa María, muy unido a millones de almas que hacen lo mismo en los cinco continentes— el Santo Padre ha querido dar el Decreto de las virtudes heroicas, el pasado día 9 de este mes. A los veintiséis años, recibió de Dios una misión evangelizadora de imponentes proporciones: la misión de difundir por todo el mundo, entre las personas de todos los ambientes sociales, una toma de conciencia, teórica y práctica, hecha vida, de la llamada universal a la santidad. Así escribía en 1930: «Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa —homo peccator sum (Luc. V, 8), decimos con Pedro—, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: (…) todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo»[21]. Las dificultades que nuestro Fundador encontró a lo largo de toda su vida también fueron gigantescas; sin embargo, la eficacia de la gracia de Dios en esa vida suya, una vida gastada gustosamente —a veces con grande dolor— en correspondencia heroica al don de Dios, fue asombrosa.
Recuerdo un episodio sucedido en agosto de 1958. El Fundador del Opus Dei caminaba un día por la City de Londres y, al pasar ante las sedes centrales de famosos bancos y grandes empresas comerciales e industriales, ante el panorama de un mundo humanamente poderoso pero indiferente e incluso hostil hacia las cosas de Dios, sintió con especial viveza toda su debilidad, su incapacidad para realizar aquella misión que había recibido, treinta años antes, de informar con el espíritu del Evangelio todas las realidades humanas, de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres. Pero, inmediatamente, sintió claramente en su interior una locución divina: «Tú no puedes, pero Yo sí».
Era una nueva confirmación de lo que siempre había sido en su alma, en su conducta, una plena certeza sobrenatural: la fe segura, cierta, en que es el mismo Jesucristo —verdadero y eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, establecida definitivamente en su Sangre— el único que realiza la amorosa comunión de Dios con los hombres, de la que nace la comunión de los hombres entre sí; la fe, por tanto, en que su trabajo sacerdotal, como toda acción sacerdotal en la Iglesia, es eficaz precisamente porque se realiza per Christum et cum Christo et in Christo[22].
Si la nueva evangelización, como la primera, como la de toda la historia, y como toda labor verdaderamente sobrenatural, es imposible para nuestras fuerzas humanas —las de cada uno y las de todos juntos en la Iglesia—, es sin embargo posible para Dios, es posible para Cristo: resulta, por eso mismo, posible para nosotros, para todos y para cada uno, en la medida en que todos y cada uno seamos —pienso que es necesaria esta insistencia, que siempre será actual— «no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!»[23]. Aquí está la honda razón teológica de la necesidad de la santidad personal, para toda obra apostólica concreta y para la recristianización del mundo en su totalidad. En efecto, la identificación con Cristo es don, pero es también tarea. Todo cristiano y, de modo peculiar y propio, el sacerdote es ipse Christus «inmediatamente, de forma sacramental»[24]. No podemos —¡no debemos!— olvidar que esta identificación constituye también la meta definitiva, el objeto de una tarea, una responsabilidad personal por hacer realidad en cada uno de nosotros aquello de San Pablo: Para mí, vivir es Cristo[25]; no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí[26]; de modo que levantemos bien alto este programa para el hombre y para la mujer del mundo de hoy y de todos los tiempos, con el fin de que también ellos lo asuman en plenitud.
En consecuencia, hoy como ayer y como siempre, ante los desafíos de cada época, la pregunta ¿qué clase de sacerdotes necesitan hoy la Iglesia y el mundo?, tiene una respuesta que comienza necesariamente así: la Iglesia y el mundo necesitan sacerdotes santos, es decir, sacerdotes que, conocedores de su propia limitación y miseria, se esfuerzan decididamente por recorrer los caminos de la santidad, de la perfección de la caridad, de la identificación con Jesucristo, en correspondencia fiel a la gracia divina. No es una respuesta nueva, pero es una respuesta siempre actual, siempre necesaria, siempre decisiva. El Concilio Vaticano II lo afirmó con palabras claras: «Los sacerdotes están obligados a adquirir esa perfección con especial motivo, puesto que, consagrados a Dios de un nuevo modo por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo Eterno Sacerdote, para proseguir a través del tiempo su admirable obra»[27].
La identificación con Jesucristo exige una vida de oración y de penitencia; y esto, no como “asunto privado” del sacerdote, sino como condición de su eficacia pastoral, precisamente porque el sacerdote, por sí mismo, no puede, pero precisamente también porque en la medida en que es Cristo, sí puede.
En este contexto, viene también a mi memoria una anotación que Mons. Escrivá de Balaguer escribió en 1932. Pienso que son de justicia estas referencias, si consideramos que el Venerable Siervo de Dios, impulsado por la acción divina, ha llevado al altar millares de sacerdotes, incardinados en tantas diócesis y en la Prelatura del Opus Dei. Al contemplar una vez más en su oración la magnitud de la misión que Dios le había confiado, escribía: «siento que aunque me quedara solo en la empresa, por permisión de Dios, aunque me encuentre deshonrado y pobre —más que lo soy ahora— y enfermo… ¡no dudaré ni de la divinidad de la Obra, ni de su realización! Y ratifico mi convencimiento de que los medios seguros de llevar a cabo la Voluntad de Jesús, antes que actuar y moverse, son: orar, orar y orar: expiar, expiar y expiar»[28].
4. Santidad sacerdotal y vida de oración
Mirad, mire cada uno de nosotros que entre la santidad y la oración existe necesariamente una relación tal, que no es posible la una sin la otra. «Es verdad esta frase del Crisóstomo: “Pienso que resulta patente para todos que es sencillamente imposible vivir virtuosamente sin el auxilio de la oración” (De praecatione, orat. I)»[29].
«Tal vez en estos años —escribía Juan Pablo II a todos los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1979— (…) se ha discutido demasiado sobre el sacerdocio, sobre la ‘identidad’ del sacerdote, sobre el valor de su presencia en el mundo contemporáneo, etc., y, por el contrario, se ha orado demasiado poco. No ha habido bastante valor para realizar el mismo sacerdocio a través de la oración, para hacer eficaz su auténtico dinamismo evangélico, para confirmar la identidad sacerdotal. Es la oración la que señala el estilo del sacerdocio»[30].
La necesidad de ser hombres de oración, trae de nuevo a mi pensamiento la figura de nuestro Fundador y su extraordinaria fecundidad apostólica. No es posible, en los límites de estas palabras mías, trazar siquiera un breve esbozo de lo que fue su vida de oración continua, de la que he sido testigo directo —en la medida en que esto es posible— por cuarenta años. No dudo en afirmar que Dios le concedió abundantemente el don de la contemplación infusa. Recuerdo, entre tantos otros detalles, cómo durante el desayuno, mientras leíamos los dos la prensa, apenas nuestro Padre comenzaba a leer, se quedaba abstraído, metido en Dios; apoyaba la frente sobre la palma de una mano y dejaba de leer el periódico, para hacer oración. Mi emoción fue grande cuando, después de su muerte, leí en sus Apuntes íntimos, esta anotación suya de 1934, en la que plasma con extrema sencillez su diálogo con el Señor: «Oración: aunque yo no te la doy (…), me la haces sentir a deshora y, a veces, leyendo el periódico, he debido decirte: ¡déjame leer! — ¡Qué bueno es mi Jesús! Y, en cambio, yo…»[31].
Sería muy largo comentar adecuadamente la riqueza de la vida de oración de este sacerdote, ¡siempre sacerdote!, en la que el Espíritu Santo le llevó indudablemente a altísimas cumbres de unión mística en medio de la vida corriente, atravesando también durísimas purificaciones pasivas de los sentidos y del espíritu. Permitidme, sin embargo, subrayar que si éstos y otros numerosísimos hechos, de los que tenemos constancia, evidencian una específica acción del Espíritu Santo en su alma, la profundidad con que se radicó en su vida, en su jornada —día y noche— el hábito de la oración continua revela, a la vez, la fidelidad y generosidad de su dedicación a los tiempos diarios de meditación y oración mental y al rezo del Breviario y de otras oraciones vocales. Es más, la irrupción extraordinaria de Dios en su alma fue con frecuencia como la respuesta divina a esa fidelidad a la oración mental en momentos en que ésta le resultaba particularmente costosa o difícil. Por ejemplo, en una anotación suya —entre otras muchas de 1931— escribía: «Ayer, por la tarde, a las tres, salí al presbiterio de la Iglesia del Patronato a hacer un poco de oración delante del Ssmo. Sacramento. No tenía gana. Pero, me estuve allí hecho un fantoche. A veces, volviendo en mí, pensaba: Tú ya ves, buen Jesús, que, si estoy aquí, es por Ti, por darte gusto. Nada. Mi imaginación andaba suelta, lejos del cuerpo y de la voluntad, lo mismo que el perro fiel, echado a los pies de su amo, dormita soñando con carreras y caza y amigotes (perros como él) y se agita y ladra bajito… pero sin apartarse de su dueño. Así yo, perro completamente estaba, cuando me di cuenta de que, sin querer, repetía unas palabras latinas, en las que nunca me fijé y que no tenía por qué guardar en la memoria: Aún ahora, para recordarlas, necesitaré leerlas en la cuartilla, que siempre llevo en mi bolsillo para apuntar lo que Dios quiere (En esta cuartilla, de que hablo, instintivamente, llevado de la costumbre, anoté, allí mismo en el presbiterio, la frase, sin darle importancia): + dicen así las palabras de la Escritura, que encontré en mis labios: “et fui tecum in omnibus ubicumque ambulasti, firmans regnum tuum in aeternum”: apliqué mi inteligencia al sentido de la frase, repitiéndola despacio. Y después, ayer tarde, hoy mismo, cuando he vuelto a leer estas palabras (pues, —repito— como si Dios tuviera empeño en ratificarme que fueron suyas, no las recuerdo de una vez a otra) he comprendido bien que Cristo-Jesús me dio a entender, para consuelo nuestro, que la Obra de Dios estará con El en todas las partes, afirmando el reinado de Jesucristo para siempre»[32].
Es en la oración perseverante de cada día, con facilidad o con aridez, donde el sacerdote, como todo cristiano, recibe de Dios —incluso en forma extraordinaria si fuese preciso— luces nuevas, firmeza en la fe, segura esperanza en la eficacia sobrenatural de su trabajo pastoral, amor renovado: en una palabra, el impulso para perseverar en ese trabajo y la raíz de la efectiva eficacia del trabajo mismo. Sin oración, y sin oración que se esfuerza por ser continua, en medio de todos los quehaceres, no hay identificación con Cristo, en lo que ésta tiene de tarea, fundamentada en lo que tiene de don. Más aún, me atrevo a decir que un sacerdote sin oración, si no falsea la imagen que da de Cristo —Modelo para todos—, la presenta como una nebulosa que ni atrae ni orienta, que no sirve de norte al pueblo que nos ve o que nos oye. Muchas veces he escuchado a Mons. Escrivá de Balaguer afirmar que «la Obra de Dios se ha hecho con oración»: con éstas palabras no aplicaba teóricamente, al fruto de su trabajo, un tópico de la vida espiritual, sino que expresaba una realidad profundamente asimilada y sentida, del todo equivalente a la afirmación, también frecuente en sus labios, de que la Obra la ha hecho y la hace Dios. Así rezaba en voz alta, el 27 de marzo de 1975: «¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís… Stulta mundi, infirma mundi, et ea quae non sunt (cfr. I Cor I, 26-27). Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo entero»[33].
5. Santidad sacerdotal y vida de penitencia
El seguimiento y la identificación con Jesucristo requieren, junto a la oración, aquel tomar sobre sí la Cruz cada día[34], la voluntaria participación en el misterio de la Cruz redentora. Concretamente, «El sacerdote —con palabras de Pío XII— debe tratar de reproducir en su alma todo lo que ocurre sobre el altar. Así como Jesucristo se inmola a sí mismo, su ministro debe inmolarse con El; así como Jesús expía los pecados de los hombres, también él, siguiendo el arduo camino de la ascética cristiana, debe trabajar por la propia y por la ajena purificación»[35]. El sacerdote ha de ser hombre penitente, y perseverantemente penitente, no sólo mortificado; ha de expiar, en unión con la Cruz de Cristo, los propios pecados y los de todo el mundo; ha de poder decir con San Pablo sufro en mi carne lo que falta a la Cruz de Cristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia[36].
El Fundador del Opus Dei no sólo aceptó con alegría la Cruz, en la enfermedad, en la persecución, en todo género de dificultades externas y en las purificaciones interiores que Dios le hizo atravesar, sino que además la buscó, con el profundo convencimiento de que encontrar la Cruz es encontrar a Cristo. Así se expresaba, con palabras de singular altura teológica y mística, en una meditación, el 28 de abril de 1963, rememorando momentos especialmente duros de hacía más de treinta años: «Cuando el Señor me daba aquellos golpes, allá por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Ps. II, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!, Abba!, Abba!, Abba! Y ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la Sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón —lo veo con más claridad que nunca— es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios»[37].
La vida penitente de Mons. Escrivá de Balaguer estuvo constituida, sobre todo, por un constante negarse a sí mismo en las mil incidencias de la vida ordinaria, pero también con una fuerte penitencia corporal. Entre tantas otras manifestaciones de esa unión suya con la Cruz de Jesucristo, podría detenerme, por ejemplo, en los años en que, a causa de la guerra civil española, las incomodidades y carencias de todo tipo eran tales que cualquier persona, incluso muy mortificada, habría considerado suficiente soportarlas ofreciéndolas a Dios. Mons. Escrivá de Balaguer, en cambio, respondiendo a los requerimientos amorosos del Señor, vio que todo eso no era suficiente para seguir su llamada y que debía hacer más. Lo pude comprobar personalmente, sobre todo en los meses que pasé con él en la Legación de Honduras en Madrid: todos los que allí estábamos refugiados padecíamos verdadera hambre, pero él sabía prescindir, con naturalidad, incluso de lo poco que había, practicando un ayuno muy riguroso, como hizo durante otras muchas épocas de su vida. Por ejemplo, después de su muerte he podido leer una anotación suya del 22 de junio de 1933, dirigida a su confesor, en la que le manifestaba los propósitos de penitencia que había formulado durante unos recientes días de retiro espiritual. Estas son sus palabras exactas: «Me pide el Señor indudablemente, Padre, que arrecie en la penitencia. Cuando le soy fiel en este punto, parece que la Obra toma nuevos impulsos». Y detalla, a continuación, los propósitos concretos: «Disciplinas: lunes, miércoles y viernes: más otra extraordinaria en las vísperas de fiesta del Señor o de la Ssma. Virgen: otra semanal extraordinaria, en petición o en acción de gracias.
Cilicios: dos cada día, hasta la hora de comer: hasta la cena, uno: Martes, el de cintura, y viernes el del hombro, como hasta ahora. Sueño: en el suelo, si es de tarima, o sin colchón en la cama, martes, jueves, sábados. Ayuno: los sábados, tomando solamente lo que me den para desayunar»[38]. No se trata necesariamente de seguir un determinado camino de penitencia, pero es necesario afirmar que la identificación con Cristo y, por tanto, la eficacia en el ministerio sacerdotal, requieren una fuerte experiencia de la Cruz en la propia carne y en el propio espíritu. Y esto, más aún en nuestros días, más aún para la nueva evangelización de un mundo en gran parte sumergido en el hedonismo. Sólo a la luz de la fe, tiene todo esto sentido: a la luz de la fe en el misterio de la Redención, en el misterio del Hijo de Dios, hecho obediente hasta la muerte y muerte de Cruz[39].
6. Santidad sacerdotal y caridad pastoral
Sería superfluo detenerme a considerar que el ministerio exige que el sacerdote sea también un hombre de acción, pues su evidencia salta a los ojos con fuerza de claridad meridiana. Desde el punto de vista de la fe, podemos considerar igualmente evidente que el motor de la actividad pastoral del sacerdote radica exclusivamente en la caridad de Cristo: caritas Christi urget nos[40], afirma San Pablo. Un amor sobrenatural que brota como fruto de la Cruz, por ser —con palabras de Santo Tomás de Aquino— «una cierta participación de la Caridad infinita, que es el Espíritu Santo»[41]. En efecto, sólo la caridad, que sabe mostrarse paciente y benigna, que todo lo excusa, todo lo cree y todo lo soporta[42], puede dar razón no ya del cumplimiento más o menos preciso de unos determinados deberes pastorales, sino de una entrega total al ministerio que se concrete en una incesante actividad por el bien de las almas, más allá de lo que la estricta justicia pudiera exigir del sacerdote con los fieles confiados a su atención pastoral.
También en este aspecto, no puedo menos que evocar la figura entrañable de nuestro Fundador. Para su dedicación incansable al ministerio, nunca fueron excusa la fatiga, la enfermedad o las circunstancias adversas. Esta caridad pastoral, que conduce a una entrega sin condiciones al servicio de las almas[43], informa necesariamente, con especiales matices, la fraternidad sacerdotal, que es elemento integrante de la comunión, entendida como la unidad afectiva y efectiva procedente de la común participación en los mismos bienes. Una fraternidad sacerdotal que no confunde la unidad con la uniformidad, que respeta la legítima libertad de todos, también en el amplio ámbito de la espiritualidad sacerdotal.
Mucho podría hablar del amor y del servicio, verdaderamente heroicos, del Fundador del Opus Dei hacia sus hermanos los sacerdotes. Recuerdo, por ejemplo, que entre los numerosísimos cursos de retiro que, por encargo de muchos Obispos, predicó a sacerdotes por toda España hasta que marchó a Roma, fue también a dirigir en octubre de 1944 los ejercicios espirituales a la comunidad de Agustinos de El Escorial. El día anterior se puso enfermo: la fiebre le subió a treinta y nueve grados, pero no se detuvo ante ese obstáculo. Yo le acompañé. A pesar de esa fuerte calentura, que al día siguiente había subido a cuarenta grados, predicó completos esos ejercicios, procurando —y consiguiendo— que quienes le escuchaban no advirtiesen su enfermedad.
7. Una vida radicada y centrada en la Eucaristía
Dirijamos ya nuestras reflexiones a otro aspecto importante, al aspecto más radical y central de la vida del sacerdote, que es garantía de su eficacia evangelizadora. Oración, penitencia, acción guiada por una incansable caridad pastoral. Son como coordenadas en las que hemos contemplado la identificación del sacerdote con Jesucristo, en lo que esta identificación tiene de tarea personal en correspondencia al don de Dios. Pero caería en una gravísima omisión si dejara de considerar que la vida cristiana y, especialmente, esos aspectos de la existencia sacerdotal, han de estar radicados, centrados y, por tanto, unificados en el Sacrificio de Cristo, en la Santa Misa, en la Eucaristía.
La Santa Misa es, en efecto, «el centro y la raíz de toda la vida del Presbítero»[44], como recordó el Concilio Vaticano II, con palabras que habían sido ya muchas veces repetidas por Mons. Escrivá de Balaguer[45].
No cabe duda de que esta centralidad del Sacrificio Eucarístico es una realidad en la vida de todo cristiano, pero en el sacerdote este hecho adquiere matices especiales. Como afirma Juan Pablo II, «Mediante nuestra ordenación —cuya celebración está vinculada a la Santa Misa desde el primer testimonio litúrgico— nosotros estamos unidos de manera singular y excepcional a la Eucaristía. Somos, en cierto sentido, por ella y para ella. Somos, de modo particular, responsables de ella»[46].
Necesito volver de nuevo a la eximia figura sacerdotal del Fundador de esta Universidad: para mí es algo inevitable y sé que, como para mí, es también para vosotros motivo de alegría. Durante cuarenta años, día tras día, he sido testigo de su empeño por transformar cada jornada en un holocausto, en una prolongación del Sacrificio del Altar. La Santa Misa era el centro de su heroica dedicación al trabajo y la raíz que vivificaba su lucha interior, su vida de oración y de penitencia. Gracias a esa unión con el Sacrificio de Cristo, su actividad pastoral adquirió un valor santificador impresionante: verdaderamente, en cada una de sus jornadas, todo era operatio Dei, Opus Dei, un auténtico camino de oración, de intimidad con Dios, de identificación con Cristo en su entrega total para la salvación del mundo.
Externamente nunca hubo nada extraordinario o singular en la Misa de Mons. Escrivá de Balaguer, aunque era imposible no apreciar su profunda devoción. Desde el principio de su ministerio sacerdotal, se esforzó por no dar cabida ni a la rutina ni a la precipitación al celebrar el Santo Sacrificio, a pesar de la habitual escasez de tiempo para realizar sus múltiples actividades pastorales. Al contrario, tendía espontáneamente a decir la Misa con mucho sosiego, penetrando en cada texto y en el sentido de cada gesto litúrgico, hasta el punto que, por muchos años, tuvo que esforzarse positivamente —de acuerdo con cuanto le confirmaban en la dirección espiritual— por ir más deprisa, para no llamar la atención y por saberse al servicio de los fieles que contaban, para la Misa, con un tiempo mucho menor. En este contexto, se entiende lo que escribió en 1932, como un suspiro que se escapó de su alma: «Al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes»[47].
Esa intensidad, con la que se unía personalmente al Sacrificio del Señor en la Eucaristía, culminó en algo que no dudo en considerar un peculiar don místico, y que el mismo Padre contó, con gran sencillez, el día 24 de octubre de 1966: «A mis sesenta y cinco años, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino». No dudo de que este descubrimiento respondía a un ruego que constantemente nos dirigía a quienes estábamos a su alrededor: «pedid al Señor que sepa ser más piadoso en la Santa Misa, que tenga cada día más hambre de renovar el Santo Sacrificio».
8. La dimensión mariana de la vida del sacerdote
Al pie de la Cruz de Cristo, en el Calvario, estaba María, su Madre, y junto a Ella el discípulo a quien amaba[48]. La Tradición de la Iglesia ha visto siempre representados, en la figura del Apóstol San Juan, a todos los cristianos, a todos los hombres y mujeres que han recibido en el sacramento del Bautismo, como carácter indeleble, una participación en el sacerdocio de Cristo. Las palabras del Señor agonizante en la Cruz nos descubren una dimensión esencial de la vida cristiana: ahí tienes a tu Madre[49]. Es, con expresión de Juan Pablo II, «la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano»[50].
La identificación con Cristo tiene esta dimensión fundamental. Ser alter Christus, ipse Christus lleva consigo necesariamente ser hijos de Santa María. Y, del mismo modo que esa identificación con el Señor es, a la vez, don y tarea, también la filiación a la Santísima Virgen es un don: «un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre»[51]; y es también una tarea, que el evangelista condensa en pocas palabras: Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa[52]. «Entregándose filialmente a María —comenta el Romano Pontífice—, el cristiano, como el Apóstol Juan ‘acoge entre sus propias cosas’ a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior»[53].
Si esto es así para todo cristiano, lo es por un nuevo título para el sacerdote, que ha sido llamado a participar de un modo nuevo en el sacerdocio de Cristo y a vivir centrado de modo particular en el sacrificio de la Cruz. Como discípulo del Señor debe entregarse filialmente a María, tratarla como Madre y aprender de Ella qué significa tener “alma sacerdotal”: el afán de corredimir con Cristo, la sed de almas, el espíritu de reparación; en definitiva, el deseo de adquirir los mismos sentimientos de Cristo Jesús[54]. Como ministro del Señor, no puede olvidar, cuando renueva el Sacrificio del Calvario y dispensa los tesoros de la gracia de Cristo, que, al pie de la Cruz, la Virgen María «se entregó totalmente al misterio de la Redención de los hombres»[55], y que el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se hacen presentes sobre el altar son los mismos que recibió de su Santísima Madre.
El último Concilio ha exhortado a los presbíteros para que «veneren y amen con filial devoción a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio»[56] ¡Cómo experimentó el Fundador del Opus Dei esta realidad maravillosa del auxilio materno de la Santísima Virgen, en su ministerio sacerdotal! Así lo recordaba, en la fiesta de San José de 1975, pocos meses antes de fallecer, volviendo la mirada a su labor pastoral en torno a los años treinta: «¡cuántas horas de caminar por aquel Madrid mío, cada semana, de una parte a otra, envuelto en mi manteo! (…) aquellos Rosarios completos, rezados por la calle —como podía, pero sin abandonarlos—, diariamente (…) Nunca pensé que sacar la Obra adelante llevaría consigo tanta pena, tanto dolor físico y moral: sobre todo moral (…) Iter para tutum! ¡Madre mía! ¡Madre!; ¡no te tenía más que a Ti! Madre, ¡gracias! (…) Madre, Cor Mariae Dulcissimum! ¡Oh, cuánto he acudido a Ti!
Y otras veces, hablando y predicando, dándome cuenta de que no valía nada, de que no era nada, pero con una certeza… ¡Madre!, ¡Madre mía! ¡no me abandones!, ¡Madre!, ¡Madre mía!».
Eran exclamaciones profundamente sinceras, de hijo, que brotaban de su alma sacerdotal, precisamente en la última fiesta de San José que celebró en esta tierra, porque en su corazón —y también en su nombre— María y José se hallaban indisolublemente unidos, y eran el camino para tratar íntimamente a Jesús, y por El, con El y en El, al Padre y al Espíritu Santo.
Alcanzar una honda devoción y un tierno amor a la Santísima Virgen ha de ser uno de los objetivos primarios de la formación sacerdotal. Existen profundas razones teológicas para afirmar que no puede considerarse como un añadido piadoso al conjunto de la formación, sino como algo que encuentra sus raíces en el “don” recibido por el sacerdote en la ordenación, y que está destinado a crecer y a desarrollarse en su vida. El Señor quiso asociar a su Madre de modo especialísimo a la tarea de la Redención; así también el sacerdote que ha recibido el poder de actuar in persona Christi Capitis “necesita” el auxilio maternal de la Virgen en su ministerio. Sin María no puede alcanzarse una existencia verdaderamente sacerdotal.
9. Conclusión: Formación para la santidad
Las actuales circunstancias de la sociedad, y la nueva empresa evangelizadora en la que todos estamos comprometidos, exigen plantearse a fondo una personal mejora cualitativa de nuestro sacerdocio y, en consecuencia, de la formación sacerdotal. En la reciente Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, Juan Pablo II ha escrito: «Hoy, cercanos ya al tercer Milenio de la venida de Cristo, quizás experimentamos de manera más profunda la magnitud y las dificultades de la mies: La mies es mucha; pero vemos también la escasez de obreros: Los obreros son pocos (Mt 9, 37). Pocos: y esto atañe no sólo a la cantidad, sino también a la calidad. De ahí pues la necesidad de la formación»[57].
Como habéis estudiado con profundidad en estos tres días de Simposio, se impone lograr que los sacerdotes adquieran en sus años de preparación, y en la sucesiva formación permanente, una clara conciencia de la identidad que existe entre la realización de su vocación personal —ser sacerdote en la Iglesia—, y el ejercicio del ministerio in persona Christi Capitis. Su servicio a la Iglesia consiste, esencialmente (otros modos de servir un sacerdote pueden ser legítimos, pero secundarios), en personificar activa y humildemente entre sus hermanos a Cristo Sacerdote que da vida y purifica a la Iglesia, a Cristo Buen Pastor que la conduce en unidad hacia el Padre, y a Cristo Maestro que la conforta y la estimula con su Palabra, y con el ejemplo de su Vida.
Esta formación del sacerdote es algo que dura toda la vida, porque, en sus diversos aspectos, tiende —debe tender— a formar a Cristo en él[58], realizando esa identificación como tarea, en respuesta a lo que esa identificación tiene ya como don sacramental recibido. Una tarea, que postula antes aún que una incesante actividad pastoral, y como condición de la eficacia de ésta, una intensa vida de oración y de penitencia, una sincera dirección espiritual de la propia alma, un recurso al sacramento de la Penitencia vivido con periodicidad y con extremada delicadeza, y toda esta existencia enraizada, centrada y unificada en el Sacrificio Eucarístico.
Una nueva evangelización, sí, pero con la conciencia clara de que —con palabras de Mons. Escrivá de Balaguer— «en la vida espiritual no hay nada que inventar; sólo cabe luchar por identificarse con Cristo, ser otros Cristos —ipse Christus—, enamorarse y vivir de Cristo, que es el mismo ayer, que hoy y será el mismo siempre: Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Hebr. XIII, 8)»[59].
De Cristo Sumo y Eterno Sacerdote canta la Iglesia: Ave verum corpus natum de Maria Virgine. Yo pido al Señor que en la formación sacerdotal esté siempre presente el camino mariano por el que el Hijo de Dios vino a los hombres.
Mons. Álvaro del Portillo. Gran Canciller de la Universidad de Navarra
Notas
[1] Cfr., por ejemplo, Juan Pablo II, Discursos: en el Acto europeísta de Santiago de Compostela, 9-XI-1982: Insegnamenti V,3 (1982) 1257-1263; al Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas, 2-I-1986: Insegnamenti IX,1 (1986) 12-17; en la Catedral de Ausburgo, 3-V-1987: Insegnamenti X,2 (1987) 1565-1574; en Speyer, 4-V-1987: Insegnamenti, ibid., pp. 1593-1602; a la Asamblea del Pontificio Consejo para la Cultura, 12-I-1990: L’Osservatore Romano, 13-I-1990; a los Miembros del Cuerpo Diplomático, 13-I-1990: L’Osservatore Romano, 14-I-1990.
[2] Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 1; Decr. Optatam totius, proemio.
[3] Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Christifideles laici, n. 34.
[4] Recuérdense, por ejemplo, las descripciones que se hacen en las Encíclicas Redemptor hominis, nn. 48-53; Dives in misericordia, nn. 63-77; Dominum et vivificantem, nn. 56-57.
[5] Sobre la “crisis de la conciencia y del sentido de Dios”, que inevitablemente van unidas al oscurecimiento del sentido del pecado, tal como reflejan determinados elementos de la cultura actual, cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Reconciliatio et poenitentia, n. 18.
[6] Juan Pablo II, Ex. Ap. Christifideles laici, n. 35.
[7] Camino, Rialp, 48ª ed., Madrid 1988, n. 584.
[8] J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, 17ª ed., 1989, n. 113.
[9] Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, n. 74.
[10] San Agustín, Confessiones, lib. 1, c. 1, n. 1: PL 32, 661. Cfr. también, Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 41.
[11] Recuérdese, entre otras enseñanzas, el pasaje de la Encíclica Dives in misericordia, nn. 13-17, donde se ofrecen unas profundas reflexiones sobre el amor paterno de Dios revelado en Cristo.
[12] Cfr. Fil 3, 18.
[13] Cfr. 2 Cor 4, 6.
[14] Cfr., por ejemplo, A. Del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1970, pp. 41-44; Fieles y laicos en la Iglesia, Eunsa, Pamplona, 2ª ed., 1981, pp. 33-45.
[15] Juan Pablo II, Ex. Ap. Christifideles laici, n. 34. Sobre el sacerdocio común de los fieles, cfr., por ejemplo, 1 Pet 2,9; Ap 1, 6; 5, 9-10; 20, 6; Constitutiones apostolicas III, 16,3: SC 329, p.157; San Ambrosio, De mysteriis 6, 29-30: SC 25 bis, p. 173; San Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q. 63, a. 3; Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, nn. 10-11; Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2.
[16] J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 26ª ed., 1989, n. 96.
[17] Juan Pablo II, Discurso, 30-V-1980: Insegnamenti III,1 (1980) p. 1532. Cfr. Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1990, 12-IV-1990, n. 3.
[18] Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, n. 20.
[19] Cfr. J. Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, ed. Mundo Cristiano, Madrid, 4ª ed. 1977, p. 19.
[20] 1 Cor 4, 1.
[21] J. Escrivá de Balaguer, Carta, 24-III-1930, n. 2.
[22] Cfr., por ejemplo, Heb 7-9; San Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 22, a. 1; Conc. de Trento, Decr. De sacrificio Missae: Denz. 1739-1740; Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, nn. 5-8.
[23] J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, cit., n. 104.
[24] J. Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, cit., p. 19.
[25] Fil 1, 21.
[26] Gal 2, 20.
[27] Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 12. Entre los innumerables testimonios patrísticos sobre la exigencia de santidad personal que comporta el sacerdocio, cfr., por ejemplo, San Gregorio Nacianceno, Oratio 2, n. 91: PG 35, 493; San Juan Crisóstomo, De sacerdotio, lib. 6, n. 5: PG 48, 682; San Pedro Crisólogo, Sermo 108: PL 52, 500-501; San Isidoro Pelusiota, Epistula 284: PG 78, 713; San Gregorio Magno, Dialogi, lib. 4, c. 59: PL 77, 428.
[28] J. Escrivá de Balaguer, Apuntes íntimos, n. 1699.
[29] San Pio X, Ex. Haerent animo, 4-VIII-1908: ASS 41 (1908) p. 564.
[30] Juan Pablo II, Carta Novo incipiente 8-IV-1979, n. 10.
[31] J. Escrivá de Balaguer, Apuntes íntimos, n. 1130.
[32] J. Escrivá de Balaguer, Apuntes íntimos, n. 273.
[33] J. Escrivá de Balaguer, Meditación, 27-III-1975.
[34] Cfr. Lc 9, 23; 14, 27; Mt 10, 38; Mc 8, 34; Gal 2, 9; etc.
[35] Pio XII, Ex. Ap. Menti nostrae, 23-IX-1950: AAS 42 (1950) pp. 667-668.
[36] Col 1, 24.
[37] J. Escrivá de Balaguer, Meditación, 28-IV-1963.
[38] J. Escrivá de Balaguer, Apuntes íntimos, n. 1724.
[39] Cfr. Fil 2, 8.
[40] 2 Cor 5, 14.
[41] San Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 24, a. 7 c.
[42] Cfr. 1 Cor 13, 4-7.
[43] Cfr. 2 Cor 12, 15.
[44] Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 14.
[45] Cfr., por ejemplo, J. Escrivá de Balaguer, Carta, 2-II-1945, n. 11; Es Cristo que pasa, cit., n. 87; Forja, Rialp, Madrid, 5ª ed., 1988, n. 69.
[46] Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 24-II-1980, n. 2.
[47] J. Escrivá de Balaguer, Apuntes íntimos, n. 728; cfr. Forja, cit., n. 436.
[48] Jn 19, 26.
[49] Jn 19, 27.
[50] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, n. 45.
[51] Ibidem.
[52] Jn 19, 27.
[53] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, cit., n. 45.
[54] Cfr. Fil 2, 5.
[55] Conc. Vaticano II, Decr. Prebyterorum Ordinis, n. 18.
[56] Decr. Prebyterorum Ordinis, n. 18.
[57] Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1990, cit., n. 4.
[58] Cfr. Gal 4, 19.
[59] J. Escrivá de Balaguer, Carta, 9-I-1959, n. 6
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