Collationes.org
El criterio según el cual la virtud cristiana de la humildad regula las tendencias humanas sigue siendo el de la verdad
1. La humildad como virtud moral
Las virtudes morales son hábitos que inscriben firmemente, en la persona que las posee, los criterios reguladores de las tendencias humanas, de modo que los impulsos y los actos que proceden de ellas ni sobrepasen ni se queden por debajo de la medida requerida por el bien propio y por el de los demás. Como la sobriedad regula la tendencia a alimentarse, y la castidad modera la tendencia sexual, la humildad regula dos importantes tendencias del individuo: la necesidad de reconocimiento y de estimación por parte de los demás y el sentimiento del propio valor (autoestimación)[1]. Son dos tendencias que forman parte de la condición humana: existen en todo hombre, y no se pueden ni se deben suprimir, como tampoco es posible eliminar la alimentación y la tendencia sexual. Su recta educación es de extrema importancia para preservar el equilibrio y el crecimiento moral personal e, indirectamente, el buen orden de las relaciones interpersonales, pues las injusticias, la violencia, los fracasos matrimoniales y los conflictos en el ámbito profesional, por citar sólo algunos ejemplos, son con mucha frecuencia consecuencia del orgullo, de la susceptibilidad o del rencor. También en las relaciones del hombre con Dios la humildad desempeña un papel importante: la vida espiritual presupone una idea adecuada de la posición que el hombre tiene ante Dios.
La humildad ha sido frecuentemente mal interpretada, e incluso considerada como una cualidad negativa y despreciable, propia de una moral de esclavos o fruto del resentimiento de los débiles. Que alguien quiera hacer pasar por humildad formas inauténticas de compensar debilidades y desequilibrios es de hecho perfectamente posible, como es posible que se pretendan disfrazar comportamientos viciosos bajo el nombre de cualquier otra virtud (la prepotencia se puede enmascarar bajo capa de dignidad o de justicia; la cobardía, como benignidad, etc.). Pero todo esto nada tiene que ver con la humildad, que responde a la innegable necesidad de regular y educar dos fundamentales tendencias que todo hombre tiene.
2. Importancia y tareas de la humildad
Es posible investigar, tanto desde el punto de vista histórico como desde el del análisis teórico, cuál ha sido la fortuna de la humildad fuera del Cristianismo. Desde luego en la antigüedad pagana la humildad era vista más como un vicio que como una virtud, aunque hay algunas excepciones. Pero dejando de lado esta cuestión, es preferible detenerse en mostrar cuáles son sus raíces antropológicas, antes de ver las formas propias de la humildad como virtud cristiana.
La regulación ética de las dos tendencias a las que se refiere la humildad consiste en ajustarlas a la realidad de cada persona, sea considerada en sí misma que colocada en su entorno familiar, profesional y social, y también en su relación con Dios. Aristóteles así lo ve cuando escribe: “El que merece cosas pequeñas y pretende ésas, es modesto [...] El que se juzga a sí mismo digno de grandes cosas siendo indigno es vanidoso [...] El que se juzga digno de menos de lo que merece es pusilánime, ya sea mucho o regular lo que merezca, o poco y crea merecer aún menos”[2]. Lo importante no es aspirar a mucho o a poco, sino en cada caso a lo que es razonable según una apreciación objetiva y serena de la realidad, no forzada por la pasión.
La importancia de la humildad consiste no tanto en que ella realice positivamente alguna de las dimensiones del bien humano, sino en que a ella le corresponde preservar las realizaciones del conocimiento, del amor, del trabajo, etc. de deformaciones que pueden privarlas de su auténtico valor. El orgulloso es egocéntrico, y difícilmente es capaz de verdadero amor, ve el trabajo profesional sólo como una forma de autoafirmación, y no como una modalidad de autotrascendencia que enriquece el mundo y contribuye al bien de los demás.
Es natural al hombre la capacidad de mirarse a sí mismo, como se mira a alguien que es portador de un valor. Desde el punto de vista evolutivo, la percepción del propio valor pasa a través del juicio que merecemos ante nuestros semejantes (padres, amigos, etc.). El ser humano necesita de un cierto reconocimiento ajeno, y a ello responde la tendencia que hemos llamado necesidad de estimación. Con el desarrollo psicológico y moral, la persona, aun sin poder ni deber ser completamente indiferente ante las reacciones que nuestro ser o nuestro comportamiento causan en los demás, adquiere la madurez de juicio suficiente para formarse una imagen realista de sí misma y del propio valor (autoestimación), conociendo las cualidades positivas y las negativas, lo que se es y lo que se puede llegar a ser. En la medida en que el sentimiento del propio valor depende de un juicio propio, objetivo y realista, la persona puede plantear adecuadamente sus relaciones con los demás (dependencia–independencia, libertad-autoridad, etc.).
El defecto de dirección razonable (de humildad) puede afectar a las dos tendencias mencionadas: a la necesidad de estimación, cuando la persona no adquiere un distanciamiento suficientemente equilibrado respecto al juicio de los demás; a la autoestimación cuando, aun disponiendo de suficiente autonomía de juicio, éste se basa sobre una percepción poco realista del propio valor, ya sea por exceso o por defecto.
La dependencia excesiva del juicio de los demás da lugar a fenómenos como el ansia de notoriedad, la vanidad, la terquedad y la rigidez, el aislamiento, la simulación de la enfermedad, etc. Todos ellos implican sufrimiento para quien los padece, y muchas veces también para los demás. El ansia de notoriedad es propia de una personalidad débil e inmadura que necesita constantemente sentirse aprobada y alabada por los que tiene alrededor. Busca satisfacer esa necesidad por todos los medios a su alcance: utiliza sus bienes e instrumentaliza su saber y su trabajo al prestigio y a la estimación pública, o quiere dar que hablar mediante conductas llamativas o incluso absurdas, o busca la aprobación del grupo aceptando las ideas y las costumbres dominantes, aunque sean contrarias a las propias convicciones profundas. Otras veces se opta por la vanidad, es decir, por aparentar lo que no se es, adoptando con ese fin comportamientos falsos o poco auténticos. Cuando se debe trabajar bajo la autoridad de otros o en estrecha colaboración con ellos, llama la atención sobre sí misma mediante la terquedad, la intransigencia o la rigidez. En los casos más extremos, se buscan los cuidados o el afecto de los demás simulando la enfermedad, siendo consciente del engaño o perdiendo incluso esa conciencia (fenómenos de tipo histérico). Quien padece estas deformaciones acaba empobreciendo sus relaciones sociales y su sensibilidad ante los valores objetivos. La persona está siempre ocupada con el propio yo, porque su deseo de estimación no ordenado es insaciable. Tampoco sería justo, por el otro extremo, que una persona no fuese suficientemente sensible ante las reacciones que suscita en los demás, lo que llevaría a continuas faltas de atención, de respeto o de educación.
El segundo problema se origina cuando el sentimiento del propio valor depende de un juicio autónomo pero no suficientemente realista. Surgen entonces los sentimientos, bastante irracionales, de inferioridad e inseguridad por un extremo, o de orgullo y autosuficiencia por otro. La personalidad del orgulloso es diversa de la condicionada por el afán de notoriedad. Detrás de este último fenómeno, a pesar de las apariencias, se esconde una personalidad frágil y menesterosa, que a menudo se tortura con comparaciones y envidias. El orgulloso es en cambio una personalidad dura, generadora de conflictos, con frecuencia agresiva o violenta, juzga todo y a todos (espíritu crítico), piensa que siempre tiene razón, se siente superior a todos y a todo, quizá “premia” a quien se le somete, pero difícilmente ama y se entrega a alguien, y difícilmente puede ser amado, aunque sí temido. Admira y respeta sólo a sí mismo, tiende al narcisismo. El orgulloso es con frecuencia susceptible o arrogante. Choca con los demás, y con la realidad misma, porque su nivel de aspiraciones es superior a sus verdaderas capacidades. A veces sus capacidades son en realidad elevadas, pero le falta cordura para gobernarlas, evitando que “se le suban a la cabeza”.
Esta breve descripción muestra la importancia de la humildad para el equilibrio y el desarrollo personal, y a la vez su dificultad. La humildad mantiene la dirección de la intencionalidad personal de fondo hacia el valor y hacia el amor, sin lo cual incluso lo que aparentemente es virtud puede no serlo en realidad. La dificultad de la humildad radica en que las tendencias que regula no se pueden suprimir ni oprimir con la voluntad. Se deben educar, esto es, ajustarlas a la realidad y abrirlas a la participación, al servicio y al amor. No es posible dejar completamente de mirarse a sí mismo, pero se puede aprender a hacerlo con una mezcla de realismo y sentido del humor, y sobre todo sin que se oscurezca la percepción de lo que está fuera y de lo que está por encima de nosotros, pues en esa dimensión adquiere sentido tanto lo que somos como lo que no somos.
3. La virtud cristiana de la humildad
No es posible detenerse en el estudio de la multitud de aspectos con que la humildad aparece en el Antiguo Testamento. La idea prevalente está ligada a la profesión de la fe en Jahvé, que en sus intervenciones en la historia de los hombres abate a los soberbios mientras elige y redime a los humildes y a los que han sido humillados. Es la idea que reaparece en el cántico de la Madre de Jesús: el Señor “ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava”, “manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes”[3], así como en la Primera Carta de San Pedro y en la de Santiago[4]. Pero la razón de fondo de las enseñanzas del Nuevo Testamento sobre la humildad está en que Jesucristo recorrió un camino de humildad, que Él mismo propone como ejemplo cuando dice: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”[5], y que San Pablo ilustra en el himno de la Carta a los Filipenses[6]. Esta dinámica de humillación y exaltación inspira las enseñanzas del Señor cuando invita a no escoger para sí los primeros puestos[7], en la parábola del fariseo y del publicano[8], en la exhortación a ser como niños[9], en diversos discursos polémicos contra los jefes del pueblo[10], y en la recomendación de servir a los demás y de no dejarse servir por ellos[11].
El criterio según el cual la virtud cristiana de la humildad regula las tendencias humanas de que venimos hablando sigue siendo el de la verdad. La humildad no tolera la falsedad acerca de las propias cualidades positivas o negativas. Pero a la luz de las enseñanzas del Señor es posible comprender con mayor exactitud cuál es nuestra verdadera posición ante Dios y ante los demás. El cristiano es bien consciente de que todo lo ha recibido gratuitamente de Dios, tanto el ser y la vida como la justicia y la gracia. Con su doctrina acerca de la justificación, San Pablo pone en evidencia que, viendo las cosas en toda su profundidad, no existe en nosotros ninguna verdadera justicia sino aquélla porque Dios mismo nos hace justos por medio de Jesucristo. Nada tenemos que no hayamos recibido[12]. Sólo nos podemos gloriar de la Cruz de Cristo[13]. Sean cuales sean nuestras obras, en todo caso nos corresponde asumir ante Dios una actitud de profunda adoración y de amoroso agradecimiento, porque sólo en virtud de su gratuita acción salvífica en Cristo podemos serle aceptos. Cualquier actitud engreída o autosuficiente nos privaría de su gracia y nos dejaría encerrados en nuestra pobre miseria. La humildad viene a ser así la otra cara del amor a Dios, de la caridad. El orgulloso ni ama a Dios ni consigue acoger el amor que Dios le da. Deo omnis gloria: a Dios toda la gloria; significa que no tenemos nada bueno que no venga de Dios, Verdad y Amor subsistente.
La humildad enseñada por el Señor es también la otra cara de la caridad hacia el prójimo. Quien es consciente de ser nada ante la majestad de Dios, evita el orgullo y el desprecio del prójimo, sabe comprender a los demás, incluidos sus errores. Sólo quien piensa que no se ha equivocado nunca se horroriza ante los errores de los demás (“si los demás fuesen como soy yo, no irían tan mal las cosas”). La humildad es en todo caso verdad, verdadero conocimiento de sí mismo, y por ello no impide reconocer las buenas cualidades que se poseen, pero lleva a no olvidar que han sido recibidas de Dios como dones para poner generosamente al servicio de los demás. El Señor condena la falsa humildad de quien esconde el talento recibido[14], que se debía haber hecho fructificar en servicio de Dios y de los demás. Esa fecundidad llega a través de la dirección espiritual donde el Espíritu Santo modela el alma: sicut lutum in manus figuli[15] (Como barro en manos del alfarero). Las enseñanzas de San Pablo acerca de los fuertes y los débiles en la fe y en la ciencia[16] muestran elocuentemente que las propias cualidades, e incluso el bien precioso de la legítima libertad cristiana, no se han de ver como una barrera que nos protege de las exigencias de los demás, sino como un recurso que se pone gustosamente a su servicio. Cristo cargó sobre sí el peso de nuestros pecados, entregando su vida por nosotros, y también así nos dio ejemplo de humildad de corazón.
En el plano práctico la humildad tiene múltiples manifestaciones, que no es posible tratar aquí detalladamente. Sobre ellas han escrito cosas de gran valor los Padres de la Iglesia, los Santos y los que se han ocupado a lo largo de la historia de la teología espiritual. Para concluir estas reflexiones nos limitaremos a reproducir una página de san Josemaría Escrivá, cuya elocuencia hace inútil cualquier comentario. “Déjame que te recuerde, entre otras, algunas señales evidentes de falta de humildad:
—pensar que lo que haces o dices está mejor hecho o dicho que lo de los demás;
—querer salirte siempre con la tuya;
—disputar sin razón o —cuando la tienes— insistir con tozudez y de mala manera;
—dar tu parecer sin que te lo pidan, ni lo exija la caridad;
—despreciar el punto de vista de los demás;
—no mirar todos tus dones y cualidades como prestados;
—no reconocer que eres indigno de toda honra y estima, incluso de la tierra que pisas y de las cosas que posees;
—citarte a ti mismo como ejemplo en las conversaciones;
—hablar mal de ti mismo, para que formen un buen juicio de ti o te contradigan;
—excusarte cuando se te reprende;
—encubrir al Director algunas faltas humillantes, para que no pierda el concepto que de ti tiene;
—oír con complacencia que te alaben, o alegrarte de que hayan hablado bien de ti;
—dolerte de que otros sean más estimados que tú;
—negarte a desempeñar oficios inferiores;
—buscar o desear singularizarte;
—insinuar en la conversación palabras de alabanza propia o que dan a entender tu honradez, tu ingenio o destreza, tu prestigio profesional...;
—avergonzarte porque careces de ciertos bienes...”[17].
Angel Rodríguez Luño
[1] Era clásica la definición de la humildad como virtud que tiene como objeto moderar el apetito (el deseo, la tendencia) de la propia excelencia. No es distinto de lo que se dice en el texto, porque la “propia excelencia”, reflejada en el juicio de los demás o en el propio es el objeto de las dos tendencias mencionadas. Santo Tomás de Aquino considera que la humildad está ligada a la templanza, porque los deseos suscitados por la propia excelencia tienen necesidad sobre todo de freno y moderación, que es lo formalmente característico de la templanza y de las demás virtudes relacionadas con ella. Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, II-II, q. 161.
[2] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, IV, 3:1123 b 5 ss.
[3] Lc 1, 48;51-52.
[4] Cfr. 1P 5, 5 y St 4, 6.
[5] Mt 11,29.
[6] “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 5-11).
[7] Cfr. Lc 14, 7-11.
[8] Cfr. Lc 18, 9-14.
[9] Cfr. Lc 18, 16-17.
[10] Cfr. Mt 23.
[11] Cfr. Mt 20, 24-28.
[12] Cfr. 1Co 4, 4 y Rm 3, 27-28.
[13] Cfr. Ga 6, 14.
[14] Cfr. Mt 25, 24-28.
[15] Jr 18, 6; cfr. 18, 1, 1-6.
[16] Cfr. Rm 14 y 1Co 8.
[17] SAN JOSEMARÍA, Surco, n. 263.
Bibliografía básica
GIOACCHINO PECCI (LEÓN XIII), La práctica de la humildad, Nebli, Madrid 2007.
SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, 11ª ed., Rialp, Madrid 1985, nn. 94-109.
SAN JOSEMARÍA, Camino, 23ª ed. castellana, Rialp, Madrid 1965, capítulo sobre la humildad (nn. 589-613).
ANGEL RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General, 4ª ed., Eunsa, Pamplona 2001, pp. 63-164 (sobre las tendencias reguladas por la humildad) y 250-253 (sobre la virtud de la humildad) [estas páginas no existen en las ediciones anteriores].
ENRIQUE COLOM - ANGEL RODRÍGUEZ LUÑO, Scelti in Cristo per essere santi. I. Morale fondamentale, 1ª ristampa della 3ª edizione, Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2008, pp. 153-154 (sobre las tendencias reguladas por la humildad; esas páginas no existen en la 1ª y en la 2ª edición italianas ni en la edición en lengua española).
ANGEL RODRÍGUEZ LUÑO, Scelti in Cristo per essere santi. III. Morale speciale, Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2008, pp. 333-337 (sobre la virtud de la humildad).
JOSEPH PIEPER, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1980, pp. 276-281.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |