¿Cómo ayudar a los cónyuges a vivir, día a día, la indisolubilidad del matrimonio? Tal cosa será posible acompañando su camino, conociendo las etapas narrativas de su unión
El artículo propone aprovechar para ello la luz que viene de los sacramentos, que son forma de narrar el tiempo cristiano. Se centra sobre todo en el carácter bautismal por el que el Bautismo ejerce su influjo en toda nuestra existencia. Igual que al nacer recibimos un cuerpo, que es el punto cero de nuestra vida y camino, así el carácter es la recepción de un nuevo cuerpo, que es el cuerpo propio de Jesús, y ofrece nuevas coordenadas narrativas a la vida de la persona.
Para comprender la indisolubilidad del matrimonio y proponer una pastoral que enseñe a vivirla, es necesario un enfoque dinámico. En efecto, decir que el matrimonio es indisoluble no es afirmar su rigidez ni su inmovilismo. La promesa esponsal se pronuncia al celebrarse la boda, pero ha de construirse luego día a día, defendiéndola de los embates del tiempo, renovándola a cada vuelta del camino. Indisolubilidad significa que el relato que entretejen los esposos es un relato unitario: ambos confiesan un origen común, atraviesan similares etapas y tienden a un mismo destino. La ayuda pastoral al matrimonio, en un tiempo en que se vive la crisis de las relaciones estables, necesita entender esta ley del tiempo, para enseñar a los cónyuges a relatar en modo unitario su propia vida.
Pues bien, el camino del matrimonio cristiano en el tiempo se comprende solo si se coloca en una narración más amplia: la que nos presentan los siete sacramentos, que la tradición teológica suele ordenar según los pasos del hombre por su historia, desde el nacimiento a la muerte[1]. Se entenderá así que el matrimonio no ofrece a los cónyuges un relato aislado, sino que lo entreteje con la historia de Cristo y la de la Iglesia. Además, en los sacramentos queda de relieve que la historia humana no recibe su unidad a partir de los solos esfuerzos del hombre, sino que comienza por un don de Dios, una fidelidad que asegura la cohesión de cada momento de la vida.
¿Cómo explorar la apertura de los sacramentos para abarcar todo el tiempo de la persona? Nos ayudará fijarnos en un efecto concreto de algunos sacramentos: el carácter. Por el carácter se indica que el sacramento no limita su influjo al momento de su celebración, sino que abraza la historia entera del bautizado. Y así, por ejemplo, en el Bautismo el creyente no solo recibe agua sino que, por así decir, se le entrega una fuente para el camino. Considerar el carácter, especialmente el del Bautismo, tiene una ventaja para nuestro tema, pues precisamente el carácter resulta clave para entender que el matrimonio sea sacramento: la unión conyugal de los esposos adquiere la medida propia de Cristo y la Iglesia porque pronuncian su “sí” como bautizados, un sí enraizado en los efectos duraderos del Bautismo. No ha faltado en la tradición teológica, a partir de San Agustín, la comparación entre el carácter y el vínculo conyugal[2] .Es de esperar, por tanto, que brote de aquí alguna luz para entender el relato del matrimonio en el gran contexto del relato cristiano.
Para justificar la teología del carácter se ha acudido con frecuencia a una imagen bíblica: la del cristiano “sellado” por Dios. Según 2Cor 1, 21, Dios nos ungió, nos selló, y nos dio como prenda el Espíritu. Y el mismo símbolo reaparece en Ef 1,13, al decirse que fuimos sellados con el Espíritu Santo de la promesa. En sí mismas, estas imágenes no bastan para fundamentar una teología del carácter. Pues el sello se entiende en modo general para significar la gracia que ha recibido el cristiano (Ef 1,13), o la misión apostólica (2Cor 1,21). Sí es verdad, por otro lado, que el sello indica estabilidad, y es también signo de pertenencia del bautizado a Dios. Se proporciona de este modo un lenguaje gráfico para imaginar la teología del carácter y un estímulo para desarrollarla.
Esto no significa que el fundamento bíblico sea exiguo, sino que hay que buscarlo en otros lugares, analizando los efectos del Bautismo. Estos se ven como una configuración radical con la muerte y resurrección de Jesús (cf. Rom 6,3-4). Ahora bien, la misión de Cristo es definitiva, escatológica, recapituladora de los tiempos. Jesús trae la consumación de la historia y, al hacerlo, desvela y recrea sus comienzos. Tocamos un dato central del Evangelio: en la vida, muerte y resurrección de Jesús ha acaecido lo más grande que puede suceder jamás, porque el Hijo de Dios ha asumido la historia y la ha vivido desde dentro, conduciéndola al Padre.
Se entiende entonces que el Bautismo, por el cual el cristiano participa del evento Cristo, sea también definitivo. Con él se recibe un modo nuevo de instalarse radicalmente en la existencia, una nueva capacidad de relaciones con Dios y los hombres. Se trata de un nuevo nacimiento (Jn 3, 5), que es a la vez muerte a la condición antigua, y dona por tanto coordenadas nuevas al tiempo del creyente. Por eso San Pablo recordará al cristiano que ha muerto al cuerpo de pecado (Rom 6, 6), invitándole a hacer de sus miembros armas de justicia (Rom 6, 13).Y la carta a los Hebreos asocia la seriedad irrevocable del Bautismo a la unicidad de la pasión de Jesús por nosotros (cf. Heb 6, 4- 6).Será esta visión del Bautismo la que ofrezca bases sólidas para la teología del carácter.
La primera liturgia cristiana añade un dato concreto, presente desde los mismos orígenes: el Bautismo no se repite, aunque el creyente apostate de la fe; haciendo penitencia puede volver a integrarse en la comunidad, con los demás bautizados, sin que le haga falta un nuevo lavacro. Es posible, desde aquí, sostener la presencia de un efecto constante del Bautismo, que la culpa no puede cancelar. Para explicarlo, San Agustín acude a la imagen del “carácter” o sello que los soldados recibían del emperador[3]. El desertor, aunque viva como un cobarde, lleva siempre la marca del imperio. Si luego pide clemencia para regresar a filas, el emperador no le hará imprimir un nuevo signo: le bastará con reconocer el antiguo. La señal dejada en el Bautismo, arguye el Hiponate, ¿será de menos valía que este signo temporal en la carne del soldado? El Santo emplea también otra imagen: si el Bautismo, como dice San Juan (Jn 3, 5), es un nuevo nacimiento, imposible será que se cancelen sus efectos, como es imposible a un hombre volver al útero materno: “Ya he nacido de Adán, no me puede de nuevo generar Adán; ya he nacido de Cristo, no me puede de nuevo generar Cristo”[4].
La teología medieval y la doctrina clásica sobre el carácter
El Medioevo inicia una reflexión teológica, sobre todo a partir del siglo XIII. ¿Qué es el carácter, como efecto permanente del Bautismo, y qué transformación efectúa en el cristiano? Para responder hay que tener en cuenta este dato: el carácter permanece en buenos y malos, y no se identifica, por tanto, con el estado de amistad y gracia de Dios. Será necesario, por tanto, distinguir, de entre los efectos duraderos, aquellos que son a prueba de culpa. Tal análisis no lo habían desarrollado los Padres quienes, al describir las consecuencias del Bautismo, refieren el sello que este imprime a la gracia recibida, sin más distinciones. Los doctores son conscientes de la novedad de esta perspectiva; y así dice San Alberto Magno: “sobre el carácter, en el sentido en que disputan los Maestros, se encuentra poco en los dichos de los santos”[5].
En la reflexión teológica cobrará enseguida interés, por la autoridad que se le atribuye, la contribución del pseudo Dionisio Areopagita. Dionisio ofrece una descripción del nuevo estado de vida del bautizado y habla de la impresión de un signaculum. A partir de aquí deducen los Medievales una definición del carácter, con varias notas[6]:
a) Dionisio razona a partir de la liturgia: el Bautismo obra en el cristiano una transformación; es un nuevo nacimiento que permite respirar y moverse en la biosfera cultual[7]. Solo quien tiene este nuevo ser puede recibir los dones divinos y participar en la asamblea, la cual está ordenada según diversos grados[8]. Los teólogos identificarán este nuevo ser con el carácter. Y lo entienden, por tanto, como una señal que emplaza al hombre en una red de relaciones: con Dios, de quien procede todo beneficio, y a quien el cristiano se asimila; con la Iglesia, donde encuentra el cristiano su puesto, miembro en el cuerpo[9]. Además de configurar a Dios y al Cuerpo de Cristo, el carácter ayuda a distinguir de aquellos que no lo tienen[10].
b) A partir de aquí nace la idea del carácter como signo o figura, imprimida por el Bautismo. ¿Cómo describir sus rasgos, visto que no se imprime en el cuerpo, sino en el Espíritu? El pseudo-Dionisio, que ve en el Bautismo una “iluminación”, usaba la metáfora de la luz. A partir de aquí, se deduce: el carácter imprime en el alma brillo y calor[11]. Queda así claro que el carácter pertenece al orden de la fe, a ese acto fundamental de la existencia cristiana por el cual nos abrimos a la mirada de Dios y nos introducimos en la comunidad creyente. Igual que el aire puede llenarse de luz y fuego, así sucede con el alma a la que el carácter comunica esplendor y fuego divinos[12]. Cometido del carácter es instruirnos acerca del camino, darnos indicaciones hacia la meta, imprimir en nosotros la memoria imborrable del fin último.
c) Además, el Areopagita había concebido la transformación bautismal, no solo como un reflejo estático de la luz divina, sino según un movimiento dinámico del bautizado hacia la total unidad con Dios. Deducen entonces los medievales: el carácter pone en movimiento, eleva el alma para que se ponga en tensión hacia la unidad con el Dios Uno[13]. Tal descripción dará pie a entender el carácter como disposición hacia la gracia. De este modo se podrá distinguir entre carácter y gracia, pues el carácter es orientación, camino, proximidad, pero no implica la presencia cabal del amado ni la amistad divina. No se trata sin más, por así decir, de un fuego o de un calor, sino de una disposición hacia el calor y el fuego, como el leño seco está más preparado que el húmedo para que en él prendan las llamas.
Para resumir esta visión va a circular en las escuelas una definición de carácter atribuida al mismo Dionisio, aunque el texto no se encuentra en sus obras. “El carácter es un signo santo de la comunión de la fe, y de la santa ordenación, dado por el Jerarca conforme a la beatitud divina”. Santo Tomás, propone esta otra, que dice corresponder mejor a la doctrina del Areopagita: “El carácter es un signo de la comunión de la potestad acerca de las cosas divinas, y de la sagrada ordenación de los fieles, dado por la beatitud divina”[14]. Se encuentran aquí los elementos principales con que el Medioevo ha leído a Dionisio: el carácter introduce al bautizado en una nueva red de relaciones, configurándolo con Dios y los hombres, dándole un puesto en la asamblea eclesial, especialmente en relación con el culto; en cuanto ordena al hombre en el cosmos de la fe, tiene rasgos luminosos, de orientación y apertura del camino; y, dado que introduce al cristiano en un movimiento hacia la plena comunión con Dios, es una realidad dinámica.
Ahora bien, los medievales no se limitan a recoger el planteamiento del Areopagita, sino que van a transformarlo hondamente. Frente a la visión platónica del Pseudo Dionisio, donde el hombre se eleva por participación a lo divino, van a recoger también los aspectos corporales, terrenos, de la economía sacramental, acercando la visión del carácter a la experiencia humana del hombre encarnado y a su camino en el tiempo.
a) Esto sucede, en primer lugar, cuando la doctrina platónica del Areopagita se sitúa en un molde aristotélico: se va a discutir si el carácter es un hábito, una potencia, una pasión. De este modo se consigue integrar el nuevo ser del Bautismo en la estructura creatural de la persona. Se lleva a cabo una suerte de “encarnación” del carácter bautismal, que se emplaza ahora en el centro de una visión integral del hombre, sin avasallarlo, sin eliminar sus capacidades naturales. En este contexto San Buenaventura ve el carácter como un cierto hábito o disposición a la gracia[15]; Santo Tomás, por su parte, como una potencia del alma, una capacidad para ciertas obras, orientada concretamente al culto[16]. Esta preocupación por situar el carácter en el marco de la experiencia universal del hombre se recoge en una de las definiciones del carácter más conocidas por las escuelas, llamada “definición magistral”[17]. En ella se dice que el carácter es una imagen impresa en la trinidad creada por la trinidad creadora y recreadora. La trinidad creada es el alma con sus tres potencias (memoria, entendimiento y voluntad) que el carácter asocia de nuevo con su verdad originaria, a imagen del Dios creador; y consuma según la revelación en Jesús del Padre, el Hijo y el Espíritu, Trinidad que recrea al hombre. El carácter se ve así como recuperación y plenitud de un cierto “carácter creatural”, que el hombre tiene por ser imagen de Dios.
b) En segundo lugar, a partir del marco litúrgico elegido por Dionisio, se pondrá mucho más de relieve el elemento material, corpóreo, de los sacramentos. A mi entender, es Santo Tomás quien mejor ha situado la doctrina del carácter dentro de una visión completa de los sacramentos como signos en la carne. Para el Angélico, el fundamento del carácter es cristológico: se trata de una asimilación a Cristo, autor de los sacramentos, precisamente en cuanto ha asumido un cuerpo[18]. No basta el “carácter eterno” que el Verbo es desde siempre (cf. Heb 1, 3): el carácter deriva de la Encarnación, por la que Jesús se constituye en instrumento corporal de gracia, capaz de tocar al hombre por dentro y de asociarlo a sí. La acción de Cristo se prolonga en los sacramentos, que son como extensión del cuerpo de Jesús, con el que entra en contacto con los cristianos. En esta perspectiva −la de Cristo, instrumento originario; la de los sacramentos, instrumentos derivados de la humanidad de Cristo− se sitúa el carácter: supone que el hombre mismo quede asimilado al sacramento, que el sacramento pase a situarse en el centro de la persona para actuar desde ella. Si los sacramentos obran como instrumentos de Cristo, ahora sucede que “el carácter está en el alma como una cierta fuerza instrumental”[19]. De ahí que el alma que recibe el carácter pueda compararse con el pan, el vino, el óleo, que son santificados:
la impresión del carácter ocurre por una cierta santificación del alma racional... Pero en esta santificación el alma que ha de ser santificada no resulta más activa, para su propia santificación, que el agua, oleo o crisma que han de ser santificados; a no ser porque el hombre se somete a tal santificación con su consenso, mientras que las otras cosas dichas se someten porque carecen de libre arbitrio; por eso, de cualquier modo que se modifique el alma por sus propias operaciones, nunca pierde el carácter; del mismo modo que ni el crisma, ni el óleo ni el pan consagrado pierden su santificación, sea cual sea el modo en que cambien, siempre que no se corrompan[20].
El carácter es entonces un efecto intermedio hacia la gracia comunicada, que es la comunión con Dios. Por el carácter, el hombre se configura con Cristo, como si hospedase dentro de sí el signo sacramental, como si él mismo se hiciera sacramento.
c) Por último, emplazado en el cuerpo del hombre, el carácter le sitúa de modo nuevo en el tiempo. Santo Tomás ve el carácter como una realidad dinámica, orientado a la acción, pues configura al hombre con Cristo que actúa: “charactere Christi aliquis configuratur ad actiones Christi”[21]. De este modo, el carácter imprime en el hombre un movimiento hacia su fin[22]. Puesto que Dios, con el sacramento, confía una misión, con el carácter otorga la potencia necesaria para cumplirla[23]. Este fin es el culto a Dios, la asimilación a Él: el carácter imprime en el hombre la imagen de la Trinidad, no en cuanto esta se halla presente por la creación, ni en cuanto se nos une por la gracia, sino en cuanto introduce al creyente en el mismo dinamismo, en la misma potencia que la Trinidad posee[24]. Este dinamismo trinitario es un intercambio continuo de dones, que fluyen del Padre hacia el Hijo y el Espíritu para retornar a Él. Por eso, en el caso del Bautismo, Santo Tomás habla de una potencia pasiva, que capacita al hombre para recibir los dones de Dios. La confirmación, por su parte, confiere una potencia activa, para confesar públicamente la fe. Y, finalmente, el orden sacerdotal entrega también una potencia activa, ahora para comunicar a otros los dones recibidos de Dios[25].
Esta visión clásica del carácter será puesta en duda por los teólogos posteriores a Santo Tomás. Sin negarla existencia del carácter, que había sido afirmada por Inocencio III (DH 781), algunos dicen que no es una cualidad real del alma, sino una relación que afecta al hombre desde fuera o, incluso, una mera relación de razón[26]. El carácter puede aparecer ahora como una disposición de Dios, sin que esto signifique un cambio real en la criatura. El problema de este enfoque es que en él la fe pierde su enganche con la realidad humana concreta; y deja de ser fuerza que impulsa a la acción. Las relaciones con Dios que el Bautismo instituye resultan extrínsecas al hombre, determinándolo solo desde fuera. Es una visión que la Reforma protestante privilegiará, insistiendo en un amor divino que justifica al hombre, pero que no le regenera sacramentalmente desde dentro. Frente a esta postura, Trento confirmó la existencia del carácter sacramental (DH 1313): algunos sacramentos (Bautismo, Confirmación, Orden sacerdotal) imprimen una señal en el alma, que es indeleble, de modo que estos sacramentos no pueden repetirse. Trento no entra en detalles sobre la esencia del carácter, cuya determinación deja a la reflexión teológica.
La doctrina clásica sobre el carácter nos ha ofrecido elementos muy valiosos para elaborar una síntesis: a) el carácter se inscribe en una visión relacional de la persona, configurándolo con Dios y con los hombres en la Iglesia, y distinguiéndola de los no ‘caracterizados’; b) el carácter implica una visión sacramental de la persona, y está arraigado por tanto en la transmisión corporal de la gracia, que fluye de la Encarnación; c) el carácter es realidad dinámica, que orienta a la persona hacia su fin, ofreciendo las coordenadas centrales del tiempo del bautizado.
A partir de aquí es posible ahondar en el dato bíblico, que presenta el Bautismo como incorporación a Cristo, como nuevo nacimiento que ofrece un marco nuevo a las relaciones del bautizado y a su caminar en el tiempo (Rm 6, 3ss). Para entender donde se emplaza el carácter hay que considerar, por tanto, lo que significa el cuerpo en el horizonte de la Escritura[27]. El hombre que vive en el cuerpo, que acepta su carne como dimensión constitutiva de su identidad, adquiere la conciencia clara de que la vida no se reduce a lo que uno conoce y decide desde sí mismo. Por el cuerpo, en efecto, el hombre se sitúa en el mundo y se abre al encuentro con el cosmos, con los otros y con Dios. El cuerpo representa, por un lado, todo aquello que el hombre encuentra ya ahí, que debe apropiarse como recibido, como heredado de una tradición y una cultura. Por otro lado, el cuerpo es lugar de encuentros, capacidad de enriquecer el propio ser a partir de lo que nos sucede, lugar de acción para modelar nuestro mundo y, con él, la propia identidad.
En concreto, el lenguaje del cuerpo nos habla de una serie de relaciones fundantes. Por el cuerpo nos reconocemos, en primer lugar, como hijos: el cuerpo es la memoria primera de un don en el que se origina nuestra acción libre. Esta se liga a la presencia de nuestros padres, donde se desvela el rostro de un misterio originario, dador de vida. Podemos decir que el cuerpo tiene un carácter filial, que nos acompañará durante nuestra vida: por él podemos establecer relaciones particulares con nuestro pasado y, a partir de esta condición de hijos, explorar otras relaciones. Esta condición filial, imborrable, es el trasfondo de todo lo que hacemos, y nos potencia para establecer relaciones de pertenencia y desarrollar la receptividad. Además, el cuerpo puede adquirir también un carácter esponsal, pues está llamado a vivirse según la “una sola carne” de hombre y mujer. Cuando hombre y mujer se unen en matrimonio, reciben un nuevo trasfondo corporal, entran en un nuevo ambiente, en un nuevo modo de instalarse en el mundo, que pasa por su mutua unión. Por último, en este amor conyugal, el cuerpo desvela un carácter generativo, paterno y materno, cuando es capaz de dar fruto más allá de la propia expectativa. En todos estos casos el carácter que recibe el cuerpo es indeleble: no se deja de ser padre o hijo, como tampoco se deja de ser esposo, aunque esta relación se transforme con la muerte. El carácter que posee el cuerpo, su lenguaje particular, se imprime en una región de nuestro ser que escapa al gobierno directo del conocimiento y de la voluntad, porque constituye el trasfondo de cuanto conocemos y obramos.
De este modo, añadamos, el cuerpo contiene las coordenadas centrales de la historia humana, de su tejido narrativo. En él se encuentra, en efecto, gracias a su carácter filial, la memoria raíz del origen recibido. Por otro lado, a través de sus deseos e inclinaciones, el cuerpo empuja hacia el futuro. En la unión conyugal, el cuerpo se revela capaz de pronunciar una promesa que abraza todo el tiempo de hombre y mujer, que se convierten en consortes, partícipes de una misma suerte. Y en la experiencia generativa, se abre en el cuerpo un porvenir exuberante. En suma, el cuerpo sitúa nuestra historia en unas coordenadas temporales básicas, que sirven de trasfondo a cuanto padecemos y a cuanto realizamos, y nos permiten trazar una historia con unidad y sentido.
A partir de esta visión del hombre en su cuerpo, que subyace a la antropología bíblica, podemos entender mejor la enseñanza del Nuevo Testamento sobre el Bautismo. Lo que ocurre en él es que somos incorporados a Cristo, a su corporalidad concreta, para participar de su camino. La adhesión no se da solo en el orden del querer y del conocer, sino primeramente en el orden del cuerpo, de las relaciones constitutivas de nuestra identidad. Por eso puede hablarse de un nuevo nacimiento, en que recibimos el trasfondo corporal propio de Jesús. Se trata de una nueva forma de vivir en la carne, a la medida de Cristo. El cuerpo era, para Jesús, testimonio del origen recibido del Padre y llamada a la entrega de amor por los hombres. A lo largo de su vida Jesús ha plasmado en el cuerpo relaciones eximias, con el Padre y con sus hermanos. Este trasfondo último de la vida de Cristo, que recibe su sello definitivo en la resurrección, se convierte, en el Bautismo, en el trasfondo nuevo de la vida del cristiano, en las coordenadas básicas de su nueva historia. Igual que, al nacer, somos recibidos en una red de relaciones, que forma parte de nuestra identidad más honda, y de la que recibimos el nombre y el destino, así el Bautismo nos ofrece un nuevo trasfondo, el trasfondo propio de Cristo, una nueva red originaria de vínculos, sobre la que se desenvolverá desde ese momento nuestra vida. El carácter filial, esponsal y generativo del cuerpo, toma ahora la medida del cuerpo de Jesús.
Esta nueva corporalidad trae consigo también un nuevo marco temporal para nuestra vida. Lo mismo que el nacimiento nos ofrece el punto cero de nuestra historia, y nos da la seguridad de un origen primordial, mediado por nuestros padres; así ahora, en el Bautismo, se recibe un nuevo origen, en el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. La vida cristiana queda ya encuadrada, para siempre, en las coordenadas del amor primero en que consiste el misterio más hondo de Dios. De este modo el Bautismo ofrece también un modo de entretejer el propio tiempo a la luz de la fidelidad de Dios y de sus promesas, hasta el destino último en Dios, que será desde ahora la única meta digna del bautizado.
Todo esto puede expresarse con la imagen del vestido nuevo, con que el bautizado “se reviste de Cristo” (cf. Gal 3, 27-28), es decir, recibe una renovada corporalidad originaria. El nuevo trasfondo sobre el que vive el cristiano, la nueva medida primordial de sus experiencias, está dada por el cuerpo de Jesús, por su origen y destino en Dios, por las nuevas relaciones que Él inaugura con el Padre y con su Iglesia. Con este trasfondo contará ya para siempre el cristiano, ya viva a su favor o se empeñe en pertinaz oposición a él. En este trasfondo puede situarse de modo coherente con el pensamiento bíblico, la doctrina sobre el carácter sacramental[28].
Podemos decir, entonces, siguiendo la intuición de Santo Tomás expuesta más arriba, que por el carácter se da al cristiano un cuerpo sacramental. En el momento de celebrarse el sacramento, el agua, el vino, el aceite, se configuran al cuerpo de Jesús, y pueden por eso transmitirnos la gracia, comunicarnos una nueva red de relaciones, una nueva vida en Dios. Para que cumplan este cometido es necesario primero que toquen y transformen nuestro cuerpo, y esto es lo que sucede en el carácter bautismal. Es como si ahora la carne del cristiano tomara características afines al óleo, al vino o al aceite consagrados; configurada a Cristo, la carne se hace capaz de participar de toda la economía sacramental. El carácter bautismal, como configuración del cuerpo y del tiempo del cristiano al cuerpo y tiempo de Jesús se encuentra a la base de la recepción de la gracia en los sacramentos.
En consecuencia, según esta lectura del carácter, este no se graba solo en el alma, sino que resulta una señal inscrita en el cuerpo; no, ciertamente, como imagen corporal o tatuaje, sino en la configuración más honda de la corporalidad, en su lenguaje primordial, intangible porque es la base de todo nuestro tacto, insensible porque está a la raíz de cuanto sentimos. Se entiende entonces que el carácter pueda entenderse en modo relacional, y que precisamente por eso sea constitutivo de la persona. Pues el cuerpo dice al mismo tiempo lo más íntimo al hombre y aquello que le sitúa fuera de sí, en relación con el mundo y los otros.
Resumiendo: con el Bautismo se nos da un nuevo lenguaje del cuerpo, el propio de Jesús. Por el carácter, nuestro cuerpo queda asimilado a la corporalidad nueva de Jesús, como pasividad y receptividad originarias y como fuente de nuestro obrar en el mundo. Este carácter va a determinar al hombre en una región que escapa a su querer y conocer libres, se va a adherir a él en el estrato más profundo de su identidad, de modo que, una vez adquirido, no puede desprenderse de él; lo mismo que, una vez nacido, nadie puede desprenderse de su cuerpo, de su historia, de su herencia. Se nos permite vivir así una nueva medida de nuestras relaciones y se nos emplaza en un nuevo tejido temporal, en nuevas coordenadas narrativas. El bautizado tiene su origen en Dios Padre, ha fijado en él su destino último y cuenta con su presencia fiel a lo largo de la vida.
Podríamos definir el carácter como asimilación corporal a Cristo, según las coordenadas de su historia (de su origen y destino último en el Padre) de modo que se pertenece a su nueva red relacional, y se queda capacitado para una recepción colmada de su Espíritu y para su transmisión a otros. El carácter está en conexión estrecha con una nueva capacidad cultual, con la expansión de la liturgia a toda la vida, según Rom 12, 1ss. Un tal enfoque nos va a ayudar a entender mejor el nexo del Bautismo con el resto de la vida cristiana, en modo particular con el sacramento del matrimonio.
Desde esta perspectiva el carácter bautismal se constituye en un elemento clave para entender la gracia donada en cada sacramento. La gracia se comunica porque el cuerpo del cristiano está, por el Bautismo, configurado al cuerpo de Cristo. Una tal configuración −pasividad originaria, receptividad primera, capacidad primera de obrar, siempre a la medida de Jesús− es el trasfondo de toda la vida cristiana.
Por la afinidad que establece con el cuerpo de Cristo, el carácter es necesario para recibir los demás sacramentos, donde el cuerpo de Cristo toca al cristiano. Si el Bautismo afecta sobre todo al carácter filial del cuerpo, la Confirmación acentúa la capacidad activa del cuerpo, a partir del don originario, que permite entablar relaciones de donación de sí, confesando en público la fe recibida. El Orden sacerdotal constituye en modo singular el carácter generativo, en cuanto capaz de actuar a imagen de Cristo cabeza de la Iglesia, es decir, de Cristo padre.
En este contexto hay que situar también el sacramento del matrimonio. Tenemos aquí un sacramento en que el cuerpo del cristiano se configura en modo nuevo, a partir de la “una sola carne” de hombre y mujer. El trasfondo en que viven los esposos bautizados es el trasfondo del cuerpo conyugal, que sucede a la medida del amor de Jesús y su Iglesia.
Esto ocurre ya de algún modo en la experiencia creatural de todo hombre y mujer. Cuando estos se casan, determinan de modo nuevo su situación en el cuerpo, de forma que a partir de ahora reciben otro trasfondo para todas sus acciones. Su instalación corporal no es ya la de la persona sola, sino la de los dos que forman una sola carne, una forma común de tener un mundo y de contemplar la vida[29]. De un modo similar cambia, en el matrimonio, el trasfondo temporal de la vida del hombre. La unidad del nosotros conyugal tiene nuevas memorias, nuevo tejido narrativo en la promesa, una apertura nueva hacia el futuro. Este marco de encarnación concreta y de historia vivida, genera entonces una realidad nueva, imprime en cierto modo un carácter, es decir, da un trasfondo nuevo a la vida de hombre y mujer, trasfondo que, toca la hondura de la vida personal, hasta el punto de no poder ya ser modificado, pues hombre y mujer han puesto en juego aquí de forma irrevocable toda su vida, en el “para siempre” del amor.
Lo propio del matrimonio sacramento es que esta profundidad del ser “una sola carne” adquiere la medida misma del cuerpo de Cristo, porque los dos bautizados que se unen tienen la corporalidad de Cristo, y solo pueden hacerse “una sola carne” a la medida de Jesús y su Iglesia. Propia de Jesús será también la temporalidad de los dos esposos: su amor se arraiga en el Bautismo, donde encuentran el amor originario que les ha confiado el uno al otro; a partir de este amor tienden, en su camino vital, a vivir la caridad conyugal del Espíritu de amor y a generar hijos para Dios. Podemos decir que el sacramento del matrimonio modifica, en modo conyugal, el carácter recibido en el Bautismo. De este modo podía parlar M.J. Scheeben de una cierta consagración de los cónyuges y de una misión propia en la edificación de la Iglesia[30].
No extraña entonces que pueda hablarse de un quasi-carácter en relación con el matrimonio. Si no se da aquí “carácter” en sentido propio, es porque la unión hombre-mujer pertenece al orden creatural antiguo, en cuanto es asumido por Cristo, pero todavía no en su consumación escatológica. El vínculo matrimonial puede romperse con la muerte, cuando la carne pasa a ser medida en modo nuevo por el eschaton de Jesús, y no tiene ya lugar la antigua “una sola carne” (Mt 22, 30).
Tanto el carácter bautismal como el vínculo matrimonial pertenecen a realidades del mismo orden: forman el trasfondo corporal que determina nuestra presencia en el mundo, el marco originario de referencia a partir del cual nos instalamos en la vida; y también el vector primordial sobre el que se desarrolla nuestra historia. Este marco permanece incluso aunque vivamos en contra de él, porque se sitúa, como todo lo corporal originario, en un plano más profundo que nuestra acción y conocimiento libres. Tanto el carácter como el vínculo del matrimonio sacramento determinan nuestra instalación en el mundo, nuestro conocer, nuestro actuar, a partir de la misma situación establecida por Cristo durante su vida, y comunicada a la Iglesia. Su efecto es benéfico para el hombre, pues inclina siempre a vivir según las coordenadas de Cristo, que son las coordenadas del amor del Padre y de la respuesta fiel del hombre.
Podemos añadir todavía que existe un nexo entre el carácter del Bautismo y los demás sacramentos, en particular la Penitencia y la Eucaristía. La Penitencia, es cierto, no imprime carácter. Ahora bien, toda ella se apoya sobre el carácter bautismal del bautizado, puesto que se ordena a reintegrar al cristiano en el organismo vivo del cuerpo de Cristo. La necesaria distinción entre Penitencia y Bautismo (DH 1703) no significa que ambos sacramentos puedan separarse: están articulados en cuanto que la Penitencia reintegra en una forma de vida digna del carácter bautismal.
La Eucaristía, por otro lado, tampoco imprime carácter, pero tal cosa no sucede por defecto, sino por exceso. Si el carácter es el trasfondo corporal de la vida cristiana, en la Eucaristía se hace presente el cuerpo de Cristo en su entrega a la Iglesia[31]. En este sentido se puede decir que en la Eucaristía está el trasfondo corporal de la Iglesia entera, cabeza y cuerpo, esposo y esposa, y podría hablarse de un carácter eclesial eucarístico; solo desde la Eucaristía cobra sentido hablar del carácter en los demás sacramentos.
El modo en que los sacramentos acompañan, partiendo del carácter bautismal, el tiempo cristiano, ilumina la ruta de los esposos. En primer lugar, concebir el carácter del Bautismo como trasfondo relacional de la vida cristiana que dona al creyente una nueva corporalidad, permite situar la “una sola carne” en un marco más amplio de relaciones, con Dios y con la Iglesia. Además, a partir de la temporalidad propia del Bautismo, es posible escanciar las etapas que recorren los cónyuges, garantizando de este modo la estabilidad de la promesa; la Iglesia no les entrega al instante que fluye, sino que les dona un marco temporal que encauza su camino.
Será importante comprender las dimensiones que toma la promesa esponsal cuando se pronuncia a partir del carácter, es decir, de la pertenencia del cuerpo de los cónyuges al Cuerpo de Cristo. Cuando se unen entre sí en una sola carne lo hacen sobre el trasfondo corporal del carácter del Bautismo, es decir, según el modo propio de Jesús de situarse en el mundo y establecer relaciones. Además, porque tienen el carácter, viven en las coordenadas temporales de Jesús, y podrán adaptar sus tiempos al tiempo del proyecto divino, lo cual hace posible su fidelidad a la promesa conyugal. Y su perdón mutuo adquiere capacidades nuevas cuando se vive desde el sacramento de la Penitencia, como regreso al sello de misericordia recibido en el Bautismo. La generación y educación de los hijos contiene también la marca del Bautismo: podrán despertar en sus hijos el deseo de Dios y pedir para ellos una vida eterna. El tiempo que viven juntos no es, en esta visión, un tiempo de la pareja aislada, sino el tiempo abierto a la edificación eclesial y a su misión en sociedad, un tiempo de comunión.
Dentro de esta mirada de conjunto, inspiradora para la pastoral de la familia, se puede también arrojar luz sobre las situaciones difíciles que atraviesan hoy muchos bautizados, que abandonan el proyecto conyugal y establecen una nueva unión. ¿Cómo pueden los demás sacramentos ofrecer en esta situación un norte y una ayuda? La visión que hemos delineado revela, en primer lugar, la necesidad de mantener la práctica sacramental de la Iglesia; esta pide, para la admisión a la Penitencia o Eucaristía, adaptar la propia situación en la carne a las palabras de Jesús sobre el matrimonio indisoluble. El nexo entre el matrimonio y el carácter bautismal demuestra que recibir de otra forma los sacramentos sería contrario al bien de estos bautizados, así como al bien común de la Iglesia. Expliquemos algo más esta afirmación.
Notemos que, si la Iglesia no permite acceder a estos cristianos a los sacramentos, no es porque los condene como pecadores. Pudiera ser que, por ejemplo debido a ignorancia invencible, Dios no impute a estas personas ningún pecado[32]. La dificultad estriba más bien en el modo de vivir las relaciones en el cuerpo que estas personas han elegido. Se ha abandonado el modo de vivir propio de la “una sola carne”, y se ha optado por otro, asociándose en modo marital a una persona que no es el propio cónyuge. De este modo se intenta adoptar un nuevo trasfondo relacional, que es contrario al instaurado por Jesús.
Recordemos que este trasfondo es precisamente el área de influjo del carácter bautismal: un modo nuevo de vivir la carne, a la medida de Cristo, que está en consonancia con el vínculo que los cónyuges establecieron en el sacramento del matrimonio. El conflicto no se da, por tanto, entre dos realidades heterogéneas – la conciencia individual, por un lado, la disciplina pública, por otro. Se trata de una oposición en áreas similares de la estructura personal: dos trasfondos opuestos, dos modos encontrados de vivir en la carne y de entretejer el propio tiempo. Está, por un lado, el trasfondo del carácter bautismal, que establece el marco narrativo de la fidelidad definitiva en Jesús, fraguado en el matrimonio como fidelidad de los esposos en la “una sola carne”. Está, por otro, el trasfondo de una nueva unidad corporal al margen de la fidelidad primera, que instaura el marco narrativo de la “segunda oportunidad”, y en vez de la memoria fundante del don originario, instaura una ley de “nuevos inicios” discontinuos con la historia de la promesa.
Esta oposición entre la situación en el cuerpo de estos cristianos y el trasfondo propio del carácter bautismal explica por qué no sea bueno para la persona acercarse a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. En efecto, recibir la Penitencia significa que el bautizado se vuelve a radicar en su Bautismo, es decir, que asume para su vida el trasfondo propio del carácter bautismal. La Penitencia lleva en sí la marca del Bautismo, y esta introduce al cristiano en un modo concreto de vivir las relaciones en el cuerpo y en el tiempo, que es el modo propio anunciado y practicado por Cristo. Quien ha elegido un trasfondo contrario al propio del carácter bautismal (que es el trasfondo de la “una sola carne”) no podrá entrar en la lógica de este sacramento, y lo hará ineficaz en su vida. Un razonamiento similar vale para la Eucaristía, sacramento donde se contiene, no simplemente el trasfondo relacional del cristiano, sino el trasfondo relacional de la Iglesia entera, el “carácter” eclesial.
Por tanto, pensar en el carácter del Bautismo como el trasfondo de vínculos, como las coordenadas que encauzan la historia personal, como instalación primera en el mundo según lo propio del cuerpo de Cristo, ayuda a entender la disciplina de la Iglesia. Desde la posición del individuo que juzga en conciencia, tal disciplina parece dura en exceso; no así desde la posición de la persona relacional, cuya vocación es vivir en otros, desde otros y para otros; y cuya salud no se encuentra en la interioridad aislada, sino en un modo concreto de vivir en el cuerpo y en el tiempo.
Si la Iglesia permitiese a estos bautizados acercarse a los sacramentos, se produciría una contradicción con el signo sacramental, que el creyente lleva impreso por el Bautismo. Habría, según una expresión de Santo Tomás, una falsedad en los signos (falsitas in sacramentalibus signis), con lo que se perdería un elemento esencial del sacramento: ser luz para el camino cristiano[33]. Con esta práctica se haría imposible reconocer cuál es el modo propio de vivir según el cuerpo de Cristo; y tal confusión de signos llevaría aneja una confusión de relatos. La cosa no afectaría solo a estos bautizados, sino que tocaría el bien común de toda la Iglesia. Se ve que la cuestión no se refiere solo a una disciplina de la Iglesia sino que, por afectar al carácter bautismal, al trasfondo propio de la fe en Cristo, afecta al centro de la doctrina y de la enseñanza evangélica. El carácter, no lo olvidemos, es cuestión de luz, porque comunica la forma básica de la vida cristiana, las coordenadas de referencia del camino del creyente.
Además, si la Iglesia no admite a los sacramentos a estos bautizados, es por respeto exquisito con la decisión que mantienen. En la medida en que la persona ha escogido un marco corporal (relacional y narrativo) distinto al propio del carácter, el sacramento, que conserva el trasfondo propio del Bautismo, haría violencia sobre ella; y Dios nunca actúa violentando al hombre, sino con la exquisita delicadeza de quien pide permiso para entrar[34].
A la hora de admitir a los sacramentos a quien persevera en una situación contraria a la palabra de Jesús, podemos presentarnos esta objeción. ¿No dice Jesús: no tienen necesidad del médico los sanos, sino los enfermos?[35] ¿Por qué no admitir, entonces, a recibir los sacramentos a quien vive en lejanía de Dios? Una pregunta similar se ha planteado Santo Tomás de Aquino. El santo responde que, para dar la medicina corporal tiene que surgir en el enfermo algún signo de vida, pues en caso contrario le haría más mal que bien. Se distinguen entonces dos modos en que el médico actúa: Cristo prepara la voluntad del hombre para que se incline al bien y, así, lo conduce a los ministros para que perfeccionen su obra. El sacramento del Bautismo tiene que llegar después de que Jesús médico haya realizado esta primera cura. Además, esta reflexión es interesante porque no pierde de vista el fin último de la curación: la grandeza de vida a que el Señor llama al bautizado.
Esta consideración abre un camino para el trabajo pastoral, camino que se realiza dentro de la economía de los sacramentos, y que es camino de esperanza. En efecto, el carácter significa que hay un trasfondo cristiano que está operando en el bautizado, ejerciendo una acción benéfica. No solo es un signo externo del amor de Dios, sino una fuerza interna que le mueve hacia la plena conformidad con el trasfondo propio del cuerpo de Cristo, con sus coordenadas narrativas, con su modo de entretejer relaciones personales.
Movida por esta esperanza, la acción pastoral está llamada a desarrollar los pasos de camino hacia el sacramento, a perfilar las etapas narrativas que acercan a él. El primer paso para vivir de acuerdo con el carácter es reconocer, o estar abierto a reconocer, que se da una oposición entre el trasfondo corporal del Bautismo y la situación de nueva unión en que se vive. Y no se diga que se está dejando a estos bautizados fuera de la economía sacramental. Esta pastoral no es extra-sacramental, porque actúa en movimiento hacia el sacramento, ayudando a reconocer y aceptar lo que es propio del carácter. Estos bautizados, aunque no pueden recibir los sacramentos, viven orientados hacia ellos y la gracia de Dios les llega en relación con ellos. No se niega así, por tanto, sino que se confirma, la estructura sacramental de la Iglesia, pues se salva la claridad de los signos, en conexión con el carácter bautismal[36].Además de la participación en la liturgia, el carácter permite realizar actos de culto en cuanto ligados a la vida ordinaria: obras de misericordia, aceptación de las relaciones difíciles con los hijos y de los sufrimientos de su situación, perdón por las injusticias provocadas y sufridas en su camino conyugal...
Hemos terminado atendiendo a un problema pastoral concreto. Pero no debemos olvidar la prospectiva más amplia que ha animado nuestro estudio. Recobrar el sentido del carácter bautismal, que hace del cristiano mismo un sacramento, instrumento de la gracia divina en bien suyo y de toda la Iglesia, supone una luz para el camino de los esposos. A partir del marco que han recibido en el Bautismo, pueden confiar también en la dignidad y fuerza de su amor, hacia una vida plena. La pastoral de la Iglesia puede entonces convertirse, radicada en los signos salvíficos de Cristo, en pastoral de acompañamiento, que tiene en cuenta la dinámica de la historia, y en ella anuncia la Buena noticia de una vida unitaria, con origen y norte, es decir, la Buena noticia de la indisolubilidad.
José Granados García, Vicepresidente de la sección central del Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el Matrimonio y la Familia.
Fuente: jp2madrid.org.
[Publicado originariamente en la revista Anthropotes 14 (2014) 17-41, del Pontificio Istituto Giovanni Paolo II per Studi su Matrimonio e Famiglia].
[1] Cf., por ejemplo, Santo Tomás de Aquino, S. Th. III., q. 65, a. 1, in c. (ed. Leonina, vol. XII, p. 56-57).
[2]Cf. San Agustín, De nuptiis I, 10, 11 (CSEL 41, 223); G. Martelet, “Mariage, amour et sacrement”, NRTh 95 (1963) 577-597.
[3] Cf. San Agustín, Contra epist. Parmeniani II, 13, 29.
[4]Cf. San Agustín, In Ioh. XI, 6, CCL 36, p. 114: “Iam natus sum de Adam, non me potest iterum generare Adam; iam natus sum de Christo, non me potest iterum generare Christus. Quomodo uterus non potest repeti, sic nec baptismus”; cf. Santo Tomás, S.Th. III, q. 66, a. 8, resp.
[5]Cf. San Alberto Magno, In IV Sent., dist. VI, C, art. 4, sol. (ed. Borgnet, Parisiis 1894, p. 126): “de charactere in sensu quo Magistri disputant, de eo parum invenitur in dictis Sanctorum”.
[6]Santo Tomás, Super Sent. IV, d. IV, q. I, a. 4, quest. 3: “Sed contra est auctoritas Dionysii, ex qua characteris traditio derivatur: quia ipse inducit verba illa unde definitio characteris accipitur in tractatu de baptismo”.
[7] Cf. Dionisio Areopagita, De ecclesiastica hierarchia, II, III, 1 (PG 3, 397B).
[8] Cf. Dionisio Areopagita, De ecclesiastica hierarchia II, III, 4 (PG 3, 400D): “partícipe de la heredad de las cosas divinas y del sagrado orden”.
[9] Cf. San Buenaventura, Breviloquio, pars VI, cap. VI (ed. Quaracchi, Opera V, p. 270); cf. Santo Tomás, Super Sent. IV, d. I, q. II, a. IV, sol. I (ed. Parma, p. 472): “character spiritualis est quoddam signum distinctivum per hoc quod hominem in aliquo statu perfectionis constituit, sicut in baptismo, confirmatione, et ordine...”.
[10]Cf. Alejandro de Hales, Glossa IV, d. VI, 2, c (Quaracchi, 106): “Quod autem character sit ad discretionem, habetur ex hoc quod dicitur in Apoc. 13, 16-17. Praeterea, character est ad ostendendum illud cuius est character...”.
[11] Cf. Pseudo-Dionisio, De ecclesiastica hierarchia II, III, 3 (PG 3, 397D).
[12] Cf. Pseudo-Dionisio, De ecclesiastica hierarchia II, II, 1 (PG 3, 393A).
[13] Cf. Pseudo-Dionisio, De ecclesiastica hierarchia II, III, 8 (PG 3, 404C).
[14] La definición que se atribuye a Dionisio es: “Ita videtur definire beatus Dionysius in libro De ecclesiastica hierarchia: Character est signum sanctum communionis fidei et sanctae ordinationis, datum accedenti a hierarcha” (cf. Alejandro de Hales, Glossa IV, d. VI, 2, a [ed. Quaracchi, 105]). Santo Tomás, propone esta otra, que dice corresponder mejor a la doctrina del Areopagita: “Character est signum communionis potestatis divinorum, et sacrae ordinationis fidelium datum a divina beatitudine” (Santo Tomás, Super Sent. IV, d. IV, q. I, a. II, quest. II, sol. 1 [ed. Parma, p. 507]).
[15]Cf. San Buenaventura, In Sent. IV, dist. VI, p. I, a. unicus, q. I (ed. Quaracchi, p. 136).
[16]Cf. Santo Tomás, S.Th. III, q. 63, a. 2.
[17]Cf. Santo Tomás, Super IV Sent., d. IV, q. I, a. II, qncula II (ed. Parma, p. 507): “Videtur quod non bene assignetur quaedam alia definitio magistralis quae talis est: Character est distinctio a charactere aeterno impressa anima rationali secundum imaginem, consignans trinitatem creatam Trinitati creanti et recreanti; et distinguens a non configuratis secundum statum fidei”.
[18]Cf. Santo Tomás, Super Sent. IV, q. I, a. I (ed. Parma, p. 505): “Configuratio [Christo] fit per characterem assimilationis”.
[19]Cf. Santo Tomás, S.Th. III, q.63, a.5, ad 1: “Character est in anima sicut quaedam instrumentalis virtus”.
[20]Cf. Santo Tomás, Super Sent. IV, d. IV, q. I, a. III, sol IV (ed. Parma, p. 509-510): “Impressio characteris est per quamdam animae rationalis sanctificationem... Ad hanc autem sanctificationem non magis active comparatur anima sanctificanda, quam aqua sanctificanda, vel oleum vel chrisma, ad sui sanctificationem; nisi quod homo se subjicit tali sanctificationi per consensum, res autem praedictae subjiciuntur, quia libero arbitrio carent; et ideo qualitercumque anima varietur per proprias operationes, nunquam characterem amittit; sicut nec chrisma nec oleum nec panis consecratus unquam sanctificationem perdunt, qualitercumque transmutentur, dummodo non corrumpantur”.
[21]Cf. Santo Tomás, Super Sent. IV, dist. IV, q. I, a. I, ad 3 (ed. Parma, p. 507).
[22]Cf. Santo Tomás, S.Th. III, q. 63, a. 3, ad 3: “Character proprie est signaculum quoddam quo aliquid insignitur ut ordinandum in aliquem finem: sicut charactere insignitur denarius ad usum commutationum...” En concreto, se trata de ordenar “ad cultum praesentis Ecclesiae...”.
[23]Cf. Santo Tomás, Super Sent. IV, dist. IV, q. I, a. I, resp. (ed. Parma, p. 506).
[24]Santo Tomás, Super Sent. IV, d. IV, q. I, a. II, ad 3 (ed. Parma, p. 508): “configurario ista attenditur ad Deum secundum participationem divinae potestatis...”.
[25]Cf. Santo Tomás, S.Th. III, q. 63, a. 5, in c.: “omnis sanctificatio quae fit per sacerdotium eius, est perpetua, re consecrata manente”.
[26] Con matices diferentes, son opiniones mantenidas por Olivi, Duns Scoto, Ockham: cf. J. Galot, La nature du caractère sacramentel: etude de théologie médiévale, Desclée, Paris 1956, 198-220.
[27] Cf. J. Granados, Teología de la carne: el cuerpo en la historia de su salvación, Didáskalos 9, Monte Carmelo, Burgos 2012.
[28] Cf. S. Ubbiali, “Il carattere sacramentale. La passività costitutiva dell’agire sacramentale”, RivLiturg 85 (1998) 469-486.
[29] Cf. A. Badiou, Éloge de l'amour, Flammarion, Paris 2009.
[30] Cf. M.J. Scheeben, Los Misterios, Herder, Barcelona 1957, par. 85, p. 627-647.
[31]Cf. Santo Tomás, S.Th. III, q. 65, a. 3, ad 3: “sacramentum quod ipsum Christum coniungit homini, est dignius sacramento quod imprimit Christi characterem”.
[32] De hecho, el estar o no en pecado no es el criterio para discernir si se le puede negar a alguien la comunión. El problema es que ese pecado sea público, que tenga visibilidad ante los demás, convirtiéndose en “anti-signo”. Piénsese que, si el sacerdote supiera que alguien está en pecado, y si ese pecado no fuese conocido públicamente, no podría negarle la comunión: cf. Santo Tomás, S.Th. III, q. LXXX, a. 6 (ed. Leonina, vol. XII, p. 235).
[33]Cf. Santo Tomás, S.Th. III, q. 68, a. 4, in c. (ed. Leonina, vol. XII, p. 96): “in sacramentalibus signis non debet esse aliqua falsitas. Est autem signum falsum cui res significata non respondet. Ex hoc autem quod aliquis lavandum se praebet per baptismum, significatur quod se disponat ad interiorem ablutionem. Quod non contingit de eo qui habet propositum persistendi in peccato”.
[34] Cf. Santo Tomás, S.Th. III, q. 68, a. 4, obj. 3 (ed. Leonina, vol. XII, p. 95), quien se plantea si sea bueno aceptar al Bautismo de un pecador que no quiere convertirse, dado que, imprimiéndole el carácter, que es disposición a la gracia, se le dará una ayuda. A lo que responde el Aquinate (S.Th. III, q. 68, a. 4, ad 3[ed. Leonina, p. 96]): “Non autem est per impressionem characteris baptismalis aliquis disponendus ad gratiam, quandiu apparet in eo voluntas peccandi: quia Deus neminem ad virtutem compellit, sicut Damascenus dicit”.
[35] Cf. Santo Tomás, S.Th. III, q. 68, a. 4: “Utrum peccatores sint baptizandi”.
[36] Se responde así a la dificultad que plantea W. Kasper, Il Vangelo della famiglia, Queriniana, Brescia 2014, p. 47: “Se escludiamo dai sacramenti i cristiani divorziati risposati che sono disposti ad accostarsi ad essi e li rimandiamo alla via di salvezza extrasacramentale, non mettiamo forse in discussione la fondamentale struttura sacramentale della Chiesa?” Al contrario, pensar que la comunión pueda ser benéfica para quien vive en modo contrario al trasfondo corporal propio de Cristo, significa no saber ya cuál es este trasfondo, perder una luz no solo para un individuo sino para toda la Iglesia, lo que constituye la verdadera pérdida de la “fundamental estructura sacramental de la Iglesia”.
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