La libertad le sirve de poco al hombre que carece de valores o ideales, porque, al no tener en su vida metas que valgan la pena, sus elecciones necesariamente tendrán, para él, poco valor real. Fundamentalmente, su problema es que no es capaz de respetar las cosas que elige. Aun suponiendo que sea verdad que hay más libertad en el mundo de hoy, ¿de qué le sirve esto a un mundo que ha perdido gran parte de sus criterios de valores? Bien triste es enorgullecerse de tener, por fin, abiertos todos los caminos –de haber barrido todas las restricciones que antes llenaban estos caminos– si, al mismo tiempo, uno tiene la creciente convicción de que ninguno de ellos lleva a ninguna parte...
¿Libre para qué?
Gran parte de la actual confusión en cuanto a la libertad se debe al hecho de que pensamos que la libertad consiste en vernos libres de restricciones externas, olvidando que consiste mucho más en ser libres de limitaciones internas, de restricciones –que nos hemos impuesto o nos hemos buscado– que impiden el desarrollo de nuestra verdadera personalidad. Se trata, esencialmente, de poseer, y de saber ejercer, una potencia personal e interior, una potencia que incluye –en íntima relación– dominio de sí, posesión de sí y realización de sí. “Liberas a un hombre –ha dicho James Farmer, destacada personalidad de la campaña en favor de los derechos civiles de los negros americanos–, pero todavía no es libre. Todavía ha de liberarse a sí mismo.” Nietzsche escribió: “¿Te crees libre? Háblame de la raíz de tu pensamiento, no de cómo te libraste del yugo. ¿Te crees capaz de librarte de él? Muchos han abandonado todos sus valores al rechazar sus servidumbres. ¿Libre de qué? ¿Qué le importa esto a Zarathustra? Mírame a los ojos y contéstame: ¿Libre para qué?...”
El hombre moderno quiere ser libre de. Pero su problema consiste en que no sabe para qué debe ser libre... Y, como resultado, está en peligro de perder o abandonar su libertad, aunque no sea más que por la sencilla razón de encontrarse cada vez menos capaz de ver una meta que valga la pena, hacia la que poder orientar esa libertad.
Estancados en la encrucijada
En definitiva, de poco sirve la libertad al hombre que carece de valores o de ideales, y todavía menos al que tiene miedo a comprometerse. Y lo que sí es cierto es que el hombre moderno está tan poco dispuesto a comprometerse como inseguro de sus ideales.
La libertad le sirve de poco al hombre que carece de valores o ideales, porque, al no tener en su vida metas que valgan la pena, sus elecciones necesariamente tendrán, para él, poco valor real. Fundamentalmente, su problema es que no es capaz de respetar las cosas que elige. Aun suponiendo que sea verdad que hay más libertad en el mundo de hoy, ¿de qué le sirve esto a un mundo que ha perdido gran parte de sus criterios de valores? Bien triste es enorgullecerse de tener, por fin, abiertos todos los caminos –de haber barrido todas las restricciones que antes llenaban estos caminos– si, al mismo tiempo, uno tiene la creciente convicción de que ninguno de ellos lleva a ninguna parte...
¿Y de qué le sirve a uno tener abiertos todos los caminos si, en el fondo, tiene miedo a escoger entre ellos, o miedo, al menos, a hacer algo más que tímidas tentativas...; si está dispuesto a dar unos pasos por un camino, pero más dispuesto todavía a deshacerlos en cuanto empiece a aburrirse o cansarse, para luego probar otro camino (otra ocupación, otra causa, otro hombre, otra mujer...), y otro, y otro...?
El hombre de hoy contempla con tanto recelo la posibilidad de comprometerse que está en peligro de paralizar voluntariamente su poder de elección, su propia libertad. Porque escoger es comprometerse; toda elección es un compromiso[1]. Y los que tienen miedo a escoger, y tan sólo inician tentativas que rápidamente abandonan, contradicen y anulan su propia libertad. El hombre moderno, como el hombre de todas las épocas, se encuentra en la encrucijada de los caminos a escoger. Pero mientras tenga miedo a comprometerse seguirá estancado en la encrucijada.
Parálisis progresiva
Esta parálisis progresiva de la libertad, que incapacita cada día más a elegir de modo firme y duradero cualquier cosa que requiera una cierta “capacidad de aguante”, ya no es la simple dificultad inherente al poder de elección, la dificultad que deriva del sencillo hecho de que la elección de una alternativa implica la exclusión de todas las demás[2]. Esto ha sido así siempre, y es lo que más le hace pensar a cualquier hombre con dos dedos de frente antes de tomar una decisión seria; la de casarse, por ejemplo, ya que al escoger una mujer excluye a todas las demás. Hay un riesgo evidente en esto, y debe ser así. La libertad siempre ha representado un riesgo para el ser humano. En el pasado, la mayoría han preferido, tarde o temprano, aceptar el riesgo. En el caso del matrimonio, han preferido afrontar la cuestión, incluso con la idea clara de que el compromiso era ¡para toda la vida!; han preferido “lanzarse” a permanecer indecisos –y solos– ante el riesgo.
Pero parece ser que esto ya no es así. Que un hombre no esté dispuesto a comprar una lavadora o un coche sin una garantía de doce meses puede ser señal de una razonable prudencia, nada más. Pero que un número creciente de personas no estén dispuestas a casarse sin una cláusula (implícita quizá, o incluso inconsciente, pero real) que posibilite el divorcio es señal de una arraigada desconfianza y un miedo a comprometerse que supone, en última instancia, miedo al amor. Es cierto, desde luego, que vivimos en un mundo muy dominado por la publicidad, y que ello crea una serie de condiciones que no favorecen la confianza. Se nos repiten tanto las cualidades increíbles y el valor extraordinario de casi todo, que terminamos por creer en el valor real de casi nada.
Pero aunque quizá podamos echar la culpa a los publicitarios de nuestra desconfianza sobre la calidad de las cosas hechas por los hombres, sólo podemos culparnos a nosotros mismos si desconfiamos también de tantos bienes dados por Dios, como son las relaciones sociales, la amistad, el amor, el matrimonio. Hemos abusado tanto de las cosas buenas que Dios nos ha dado que las hemos desvirtuado, y ya no nos responden, no nos sirven –como quisiéramos– para hacernos felices. Si ya no nos fiamos de ellas es, en definitiva, porque las hemos deformado y convertido en algo para lo que nunca habían sido hechas.
Compromiso y amor
Está claro que si un hombre no es libre no puede amar. Pero también debería estar claro que si no ama, no puede nunca ser verdaderamente libre. La libertad está hecha para amar; libertad sin amor tiene tan poco sentido como valor.
Escoger cosas que uno no puede amar, que no puede siquiera respetar, es escoger una vida sin valores; es degradar a la propia naturaleza humana. Llevado al límite es el infierno, porque el infierno es el estado donde uno escoge solamente lo que odia. La voluntad que sólo puede escoger lo que odia no es una voluntad libre; está totalmente esclavizada. Por tanto, toda elección hecha sin amor es, en el mejor de los casos, un ejercicio pobre de la libertad; tan pobre que –en el peor de los casos– puede representar un paso hacia la pérdida total de esa libertad.
Uno debe amar –y debe amar algo que merezca ser amado– para ser realmente libre. Entonces uno sí se comprometerá libremente, y todos sus compromisos serán compromisos de amor, porque la necesidad esencial del amor es comprometerse con la persona amada.
Existe una interconexión necesaria entre libertad, compromiso (elección) y amor. En palabras de Monseñor Escrivá de Balaguer: “La oposición entre la libertad y la entrega es señal inequívoca de que el amor está vacilante, pues en él reside la libertad. Precisamente por eso, suelo decir que no me explico la libertad sin la entrega, ni la entrega sin la libertad; una realidad subraya y afirma la otra”[3].
Hacer lo que te da la gana...
Rechazamos antes la idea de que la libertad consiste en “el poder de hacer lo que a uno le da la gana”. Como hicimos notar, esta idea no resiste un análisis. La popularidad de la que –a pesar de todo– ha gozado como noción de la libertad hay que atribuirla bien a la tendencia a discurrir con superficialidad, bien al deseo de propagar una idea libertina de la libertad: de llamar con el nombre noble de libertad lo que no es más que impulso incontrolado. De lo que hemos dicho antes se desprende que cuando un hombre no sabe controlar sus impulsos –cuando está controlado por ellos– no es libre. Y que el fin de tan descontrolado egoísmo sólo puede ser la inmersión del yo en una esclavitud total.
Es interesante recordar la frase de San Agustín –ama et fac quod vis– que, en otros tiempos, cuando los libertinos eran más cultos, si no más sinceros, gozaba de popularidad como cita clásica entre ellos. Ama et fac quod vis: “Ama y haz lo que quieras”... Sin embargo, no fue en su período de libertinaje, sino después de él –cuando ya había experimentado cómo la libertad sin verdadero amor puede esclavizar–, cuando Agustín formuló esta impresionante frase. Reflexionando un poco se ve claramente lo que quiere decir. El amor –el amor liberador– al cual se refiere es el amor de Dios. La persona que procura hacer que el amor de Dios sea el motivo de todas sus acciones quiere lo que Dios quiere; le gusta lo que Dios quiere. Por tanto, como siempre es posible hacer lo que Dios quiere, uno siempre puede estar haciendo lo que le gusta –lo que le da la gana– y ser el más libre de todos los hombres. La libertad para él es, efectivamente, el poder de hacer lo que le da la gana, y, con tal de que siga amando, siempre estará haciendo lo que le dé la gana.
Podríamos añadir, de paso, que la persona que intenta vivir así ha resuelto uno de los principales problemas de la moralidad: el problema de amar el deber, el problema de que te guste lo que tienes que hacer. Esa persona hará lo que debe, lo que Dios quiere de él (o, al menos, procurará hacerlo), porque quiere hacerlo, porque le gusta hacerlo.
Caminos hacia la libertad
La libertad, como dijimos antes, es lo que nos permite ser plenamente uno mismo. Ahí está la meta: llegar a ser “aquello” para lo que uno tiene potencialidad. Ahí está también la razón por la que muchos caminos –libremente escogidos– no son caminos de libertad: son caminos que impiden el que un hombre llegue a ser plenamente un hombre. Son caminos de autolimitación, autofrustración o autodestrucción. Un hombre se está limitando, se está destruyendo a sí mismo, si escoge el camino de la soberbia, o de la lujuria, o de la autocompasión, o de la mentira, o de la mezquindad.
El camino hacia la libertad es un camino cuesta arriba, y los pasos difíciles por los que uno ha de seguirlo son: verdad, justicia, servicio, humildad, castidad, amor... Cuanto más luche un hombre por seguir adelante en ese camino, tanto más libre se hace. Cuanto más libre se hace, tanto más se adueña de sí mismo, tanto más ejerce un dominio y control plenos sobre todas sus facultades. Suya es la libertad de tener las facultades o instintos inferiores adecuada y dinámicamente subordinados a las facultades superiores –la sensualidad al amor, la ira a la justicia, por ejemplo–, y de tener las facultades superiores gozosamente relacionadas a los valores superiores: el amor a la bondad, la inteligencia a la verdad. Sólo a lo largo de este camino, nuestro esfuerzo se ve compensado por el encuentro con la libertad.
¿Una búsqueda en vano?
Dos hechos, sin embargo, parecen convertir esta búsqueda en una tarea vana. El primero es el hecho de la muerte. Por libre que llegue a ser un hombre, por grande que sea el autodominio alcanzado por el desarrollo de sus posibilidades, si la muerte termina con todo, todo lo pierde en la muerte.
El segundo hecho es que una plena autorrealización parece una meta imposible para el hombre; parece que está destinado a la frustración de no poder realizarse ni satisfacer sus necesidades plenamente; destinado, por tanto, a no alcanzar la libertad total. Después de todo, si, como hemos dicho, libertad implica de modo especial el verse libre de “necesitar”, parece claro que el hombre está destinado a no ser nunca plenamente libre en este mundo, pues, por mucho que posea, siempre necesitará más. Y el hombre consciente de un deseo no satisfecho no se siente completamente libre.
El deseo humano del placer o de bienes materiales quizá puede ser saciado. Pero el mismo hecho de que es posible llegar a sentir asco hacia el placer, o aburrimiento de los bienes de consumo, es señal cierta de que la autorrealización humana no se encuentra en esta línea. Sin embargo, hay dos necesidades –precisamente las más grandes y más nobles– que nunca, dentro de la humana experiencia, pueden ser plenamente satisfechas. Son la necesidad de verdad y la necesidad de bondad, la necesidad de saber y la necesidad de amar.
Estas son las mayores necesidades humanas. Por supuesto que pueden languidecer y anquilosarse. Pero ha sido una de las constantes de la historia humana que, si se mantienen vivas y despiertas, nada en la tierra es capaz de satisfacerlas.
El hombre necesita a Dios
El hombre quiere conocer toda la verdad; necesita conocer la verdad sin límites. Y quiere encontrar y poseer la bondad, siempre en mayor medida. Busca –necesita– bondad eterna e infinita, y eterno e infinito amor. En otras palabras, necesita a Dios. Esta es la razón por la que, incluso en el plano natural, está claro que el hombre está hecho para Dios, y que nada que no sea Dios le puede satisfacer por completo. Únicamente en la posesión y goce de Dios llega el hombre a ser verdaderamente él mismo y a sentirse verdaderamente libre.
Los que no creen en Dios pueden buscar la libertad perfecta, pero no la hallarán. Si se sienten llamados a ser mesías pueden incluso prometerla a otros, pero no podrán darla. Dios es el único Mesías que puede hacerlo.
La salvación y el yo
Uno se encuentra a sí mismo –y alcanza su personalidad– o se pierde a sí mismo –y su personalidad– al encontrar o perder a Dios. Y ese logro o pérdida de la propia personalidad, del auténtico “yo”, es lo que, en el plano natural, queda implicado en los términos “salvación” o “perdición”. Salvación –siempre en un plano natural– significa salvar el propio yo, realizarse de verdad, poseerse de verdad, ejerciendo de modo pleno y libre las potencias y facultades propias.
Perdición –en ese mismo plano– significa acabar sin unidad, ni consistencia, ni dirección, con una “personalidad” (si es que se le puede llamar así) que no es más que un campo de batalla entre deseos e impulsos opuestos, siendo un ser del que ya no queda más que retazos sueltos de amargura, frustración, orgullo y odio.
La diferencia entre la salvación y la perdición es realmente la diferencia última entre la libertad y la esclavitud. El proceso de llegar a ser libre (de conquistar paulatinamente la propia libertad) o el proceso de perder esa libertad (de degenerar paulatinamente en un esclavo) es un proceso que se va realizando aquí abajo, a lo largo de nuestra vida. Pero el resultado definitivo de este proceso, el estado de libertad definitiva o de esclavitud definitiva, se vive para siempre en la eternidad.
Ahí está la razón por la que nunca podemos poseer la libertad plena en esta tierra. Lo único que podemos conseguir son “libertades”, posibilidades y capacidades de actuar, movernos y realizarnos libremente. Libertad para avanzar con esfuerzo hacia adelante, para luchar y vencer el egoísmo, para aprender a amar. Tenemos que luchar constantemente para ejercitar estas libertades, luchar incluso para mantenerlas, ya que son libertades que están en continuo peligro y que se pueden perder.
Porque también podemos caer en la esclavitud aquí abajo; en una o muchas esclavitudes: la esclavitud de un orgulloso egoísmo, la esclavitud de un espíritu resentido o envidioso, la esclavitud de la lujuria, del alcohol, de las drogas... Y, sin embargo, mientras todavía caminemos sobre esta tierra, estas esclavitudes nunca acaban de ser definitivas; nos podemos librar de su yugo, combatiéndolas y evitando que su acción, pegajosa y molesta, resulte eficaz en lo que nos concierne.
Es sólo cuando nuestro camino llega a su fin, cuando la muerte corta para siempre la lucha (o la falta de lucha) y termina el proceso de desarrollo (o de degeneración), sólo entonces “fragua” el hombre en su yo definitivo y eterno: en la gloriosa y gozosa expansión de su personalidad liberada o en los restos esclavizados de su personalidad perdida.
El don de la libertad divina
Nos quedan dos cosas que decir. El hombre no puede salvarse solo. Únicamente con la ayuda de Dios puede encontrar la salvación. Si descuida o rechaza esa ayuda, se perderá. El hombre siempre ha mantenido la esperanza de alcanzar la libertad perfecta, de llegar a ser plenamente dueño de su propia naturaleza, de estar en plena posesión de todas sus facultades y de ser capaz de ejercerlas sin restricción alguna. Pero sólo Dios puede dar al hombre esa libertad.
El cristiano, sin embargo, no se queda ahí al tratar el tema de la libertad. Porque Dios, que ama al hombre, no se ha quedado ahí. El plan de Dios, en Cristo, es dar al hombre infinitamente más de lo que el hombre podía haber esperado. Su plan es darle más que la plena posesión y goce de su propia naturaleza, con toda la carga de libertad que esto implica. Es darle la posesión y goce de la naturaleza divina. Es ponerle en posesiónde la misma libertad de Dios.
De modo que el plan de Dios no es sólo que el hombre, al final, se encuentre y se posea a sí mismo. Debe encontrar algo que está muy por encima de sí mismo. Únicamente el cristiano se da cuenta de lo que la realización de las potencialidades del hombre puede significar en el plan que Dios ha revelado en Jesucristo. Dios ha hecho al hombre capaz de Dios. Le ha hecho capaz de conocer y amar a Dios –infinita Verdad e infinita Bondad– no sólo de un modo natural (como una criatura racional, en su realización natural, podría llegar a conocer y amar a Dios), sino de un modo sobrenatural. Ha hecho al hombre capaz de conocer y amar a Dios tal como Dios se conoce y se ama a Sí Mismo; capaz, en otras palabras, de vivir la vida de Dios y la libertad de Dios.
Esta libertad, por supuesto, es un don gratuito, una gracia de Dios. Gracia, para el cristiano, significa precisamente esto: don que Dios le confiere al hombre con el fin de capacitarle para vivir vida divina y convertirse en heredero de la libertad divina.
La libertad, por tanto, para el cristiano es algo totalmente único. Es la libertad que Cristo mismo ha ganado para nosotros (cfr. Gal 4, 30). La visión cristiana de la libertad es de un orden absolutamente distinto a cualquier sueño de libertad que permanezca en un plano meramente humano. Lo que espera el cristiano –aquello con lo que sueña– es, según las palabras precisas de San Pablo, la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cfr. Rom 8, 21). Y esa libertad, siendo la propia de Dios, es eterna, infinita.
[1] En frase clarividente, Mons. Escrivá de Balaguer describe así esta vinculación entre libertad y fortaleza: "Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que Él nos acerca; Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad" (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 17). El resaltado es nuestro.
[2] Mons. Escrivá de Balaguer expresa este punto con característica claridad, y añade un pensamiento que todos los que tienen miedo al compromiso cristiano deberían ponderar: "Al elegir una cosa, otras muchas –también buenas– quedan excluidas, pero eso no significa que falte libertad: es una consecuencia necesaria de nuestra naturaleza finita, que no puede abarcarlo todo; aunque al elegir en cada momento a Dios –que es fin último también del orden natural–, en Él de algún modo se tiene todo (cfr. Eccli 43, 27)". El resaltado es nuestro.
[3] El resaltado es nuestro. Cfr. el comentario de G. K. Chesterton en su obra maestra Ortodoxia: “Nunca podría concebir ni tolerar ninguna Utopia que no me dejara la libertad a la que más me siento apegado: la libertad de atarme”.
CormacBurke. Capítulo del libro Conciencia y Libertad, Rialp, Madrid 1976. Se encuentra disponible on-line en CormacBurke.or.ke
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