Podemos abordar esta temática[1] con un texto que relaciona de modo sintético diversos aspectos del principio de libertad. En primer lugar, la afirmación clara del valor natural y cristiano de la libertad unida a la responsabilidad:
«Y existe un bien que [el cristiano] deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal. Sólo si defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya. Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros —para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje— integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad (2 Cor III, 17). El Reino de Cristo es de libertad [...] Sin libertad, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural: porque nos da la gana. Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante»[2].
Inmediatamente después, la reivindicación del carácter ético, y no político en el sentido de política de partido, de cuanto ha afirmado anteriormente:
«Cuando hablo de libertad personal, no me refiero con esta excusa a otros problemas quizá muy legítimos, que no corresponden a mi oficio de sacerdote. Sé que no me corresponde tratar de temas seculares y transitorios, que pertenecen a la esfera temporal y civil, materias que el Señor ha dejado a la libre y serena controversia de los hombres. Sé también que los labios del sacerdote, evitando del todo banderías humanas, han de abrirse sólo para conducir las almas a Dios, a su doctrina espiritual salvadora, a los sacramentos que Jesucristo instituyó, a la vida interior que nos acerca al Señor sabiéndonos sus hijos y, por tanto, hermanos de todos los hombres sin excepción»[3].
Y, por último, el despliegue del principio de libertad sobre el ámbito de la participación y de la convivencia:
«Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia»[4].
Veamos más detenidamente los diversos aspectos.
Libertad, responsabilidad, pluralismo
Para San Josemaría amar la libertad implica necesariamente amar «el pluralismo que la libertad lleva consigo»[5]. Pluralismo no es sinónimo de conflicto o de tensión: «Mi respuesta no puede ser más que una: convivir, comprender, disculpar. El hecho de que alguno piense de distinta manera que yo —especialmente cuando se trata de cosas que son objeto de la libertad de opinión— no justifica de ninguna manera una actitud de enemistad personal, ni siquiera de frialdad o de indiferencia. Mi fe cristiana me dice que la caridad hay que vivirla con todos, también con los que no tienen la gracia de creer en Jesucristo»[6]. Cuando se trata de solucionar concretamente problemas sociales y políticos, el ámbito de lo opinable es bastante amplio. Es verdad —escribía en 1948— «que vuestra fe os tiene que guiar, al juzgar sobre los hechos y las situaciones contingentes de la tierra»; pero también es verdad que «la doctrina católica no impone soluciones concretas, técnicas, a los problemas temporales; pero sí os pide que tengáis sensibilidad ante esos problemas humanos, y sentido de responsabilidad para hacerles frente y para darles un desenlace cristiano»[7]. En este último texto, que propone una reflexión hoy comúnmente aceptada, pero que en 1948 no era frecuente oír, se ve cómo la afirmación de la libertad en lo opinable aparece siempre unida a la de la responsabilidad.
En otro documento, esa relación aparece de forma todavía más explícita, junto a la observación de que no todo es opinable y que, por tanto, la libertad de un cristiano tiene evidentes límites: «Debéis, por tanto, sentiros libres en todo lo que es opinable. De esa libertad nacerá un santo sentido de responsabilidad personal, que haciéndoos serenos, rectos y amigos de la verdad, os apartará a la vez de todos los errores: porque respetaréis sinceramente las legítimas opiniones de los demás [...]. Sin embargo, rechazaremos siempre lo que sea contrario a cuanto enseña la Iglesia. Ya que, precisamente por ese amor a la verdad y por esa rectitud de intención, queremos ser fortes in fide (1 Petr. V, 9), fuertes en la fe, con una fidelidad gozosa y firmísima»[8].
El sentido de la libertad y de la responsabilidad personales informa el modo de contribuir a que «el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna»[9], y lleva a descubrir la «compenetración recíproca» que existe entre «el apostolado y la ordenación de la vida pública por parte del Estado»[10]. Esta compenetración abre horizontes apostólicos importantes, pero que deben llevarse a la práctica «con libertad personal y con personal responsabilidad»[11]. Es decir, salvo en circunstancias excepcionales en las que la legítima autoridad de la Iglesia aconsejase otra cosa, la sincera intención de informar cristianamente las actividades temporales no autoriza a identificar la solución que se considera óptima con la solución católica o cristiana tout court, ni a pensar que todos los ciudadanos católicos tienen el deber moral de aceptarla y, por tanto, de llevarla a la práctica monolíticamente. En un texto que se ha hecho célebre por su claridad, afirmaba que a ese ciudadano cristiano bien intencionado «jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas [...]. Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones: a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen —en materias opinables— soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas»[12].
Esta última consideración merecería un amplio comentario, que aquí no podemos hacer. Quizá algún lector piense que ese modo de proceder llevaría a debilitar la presencia de los cristianos —y de los valores que para los cristianos son importantes— en la vida social y política. Cuanto diremos más adelante sobre la participación y la solidaridad ayudara a entender que no es así. Nos parece que las palabras antes citadas de San Josemaría están inspiradas por una justa aversión hacia la mentalidad del «partido único y obligatorio» que, por querer imponer una única opinión sobre asuntos contingentes, llevaría a desunir a los cristianos en lo que, en cambio, es verdaderamente irrenunciable. «Así ocurre con frecuencia —escribía en 1946— que se ven católicos que sienten con mucha más fuerza la afinidad ideológica con otros hombres —aun enemigos de la Iglesia— que el mismo vínculo de la fe con sus hermanos católicos; y que, a la vez que disimulan las diferencias en lo esencial que les separan de personas de otras religiones, o sin religión ninguna, no saben aprovechar el denominador común que tienen con los demás católicos, para convivir con ellos y no exasperar las posibles diferencias de opinión en lo contingente»[13].
Libertad y formación cristiana
El énfasis del Fundador del Opus Dei en el principio de libertad y de responsabilidad personales presupone en el ciudadano cristiano la preocupación de adquirir una sólida formación, de manera que su actividad constituya efectivamente una positiva contribución al recto orden de la vida social. Ya en un escrito de 1932, mencionaba la necesidad de proporcionar a todos esa formación. «Os diré, a este propósito, cuál es mi gran deseo: querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana para los niños, se enseñara claramente cuáles son estos puntos firmes, en los que no se puede ceder, al actuar de un modo o de otro en la vida pública; y que se afirmara, al mismo tiempo, el deber de actuar, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común. Es éste un gran deseo mío, porque veo que así los católicos aprenderían estas verdades desde niños, y sabrían practicarlas luego cuando fueran adultos»[14]. Ese deseo hoy se ha hecho realidad, pues el Catecismo de la Iglesia Católica y otros catecismos nacionales conceden la debida atención a los temas sociales y políticos[15]. El problema es de capital importancia, porque de la adecuada formación de los laicos depende que su presencia en la vida pública dé como resultado la ordenación cristiana del mundo, y no la «mundanización» de los cristianos, como manifestó en cierta ocasión San Josemaría a un grupo de Padres y Peritos del Concilio Vaticano II que habían ido a conversar con él.
Cuando se habla aquí de formación, no se entiende propiamente la comunicación de soluciones concretas prefabricadas e irreformables, cerradas al diálogo constructivo. Formar es más bien promover una sensibilidad hacia las exigencias del bien común, así como estimular un pensamiento que, a la luz de la fe, permita progresar en la comprensión de la realidad y del cambio social. El Fundador del Opus Dei veía en esta formación una fuente y un motivo de solidaridad, es decir, de participación solidaria en la empresa colectiva de búsqueda de la verdad. «En este ayudarse los unos a los otros ocupa un puesto importante el contribuir a conocer, a descubrir, la verdad. Nuestra inteligencia es limitada, sólo podemos —con esfuerzo y dedicación— llegar quizá a distinguir una parcela de la realidad, pero son muchas las cosas que se nos escapan. Una manifestación más de la solidaridad entre los hombres es hacer comunes los conocimientos, participar a los otros las verdades, que hemos llegado a encontrar, hasta constituir así ese patrimonio común que se llama civilización, cultura»[16].
Libertad y participación
La conexión entre el principio de libertad y el de participación es sin duda la idea más presente en las reflexiones de San Josemaría sobre materias sociales y políticas. Sobre ella vuelve una y otra vez, presentándola desde distintos puntos de vista, y con propósitos diversos según el contexto en el que en cada ocasión se mueven sus reflexiones. En todo caso, siempre parece tener presente que la pasividad, la pereza, el «dejar hacer», constituye una tentación continuamente al acecho, ya que el trabajo en favor del bien común requiere empeño y sacrificio. «Vuestro amor a todos los hombres —escribía en 1948— os debe llevar a afrontar los problemas temporales con valentía, según vuestra conciencia. No tengáis miedo al sacrificio, ni a asumir cargas pesadas. Ningún acontecimiento humano puede seros indiferente, antes al contrario todos deben ser ocasión para hacer bien a las almas y facilitarles el camino hacia Dios»[17]. Y en otra ocasión, con el propósito de ejemplificar la responsabilidad apostólica con que deben ser afrontadas las relaciones naturalmente ligadas a la actividad profesional y a la condición secular de las personas a las que se dirigía por escrito, especificaba: «No podéis estar ausentes —sería una criminal omisión—, de las asambleas, congresos, exposiciones, reuniones de científicos o de obreros, cursos de estudio, de toda iniciativa, en una palabra, científica, cultural, artística, económica, deportiva, etc. A veces las promoveréis vosotros mismos; la mayor parte de las veces habrán sido organizadas por otros y vosotros acudiréis. Pero, en todo caso, os esforzaréis por no asistir pasivamente, sino que, sintiendo la carga —amable carga— de vuestra responsabilidad, procuraréis haceros necesarios —por vuestro prestigio, por vuestra iniciativa, por vuestro empuje—, de forma que deis el tono conveniente e infundáis el espíritu cristiano en todas esas organizaciones»[18].
Participación, verdad y caridad
Ya hemos dicho que San Josemaría Escrivá consideraba que la pluralidad de opciones sociales y políticas, es decir, el hecho de que otros ciudadanos propusiesen —para un determinado problema— una solución diversa de la propia, no debe ser considerado negativamente: el pluralismo es una realidad, ineliminable por otra parte, que debe ser amada como la libertad humana en la que tiene su origen. Ahora hemos de hablar de un problema diferente. En la vida social puede existir, además del pluralismo de opciones políticas, una diversidad de creencias religiosas y de ideas morales: en un mismo Estado, en una misma ciudad, en el seno de una misma familia, frecuentemente conviven y colaboran personas que tienen creencias religiosas o morales diversas de las que en conciencia consideramos verdaderas y objetivamente vinculantes. Esta convivencia puede crear y crea de hecho tensiones y problemas de varia naturaleza. La doctrina de la Iglesia Católica sobre el derecho a la libertad religiosa[19], sobre la cooperación al mal[20] o sobre el comportamiento ante las leyes injustas[21] por ejemplo, constituye un criterio de acción para algunas de las situaciones que pueden plantearse.
Los problemas históricamente ligados a las diferencias religiosas y morales, junto con factores de tipo ideológico, han originado la mentalidad, muy extendida en algunos ambientes, de que la convicción de que existe una verdad sobre el bien de la persona y de las comunidades humanas acaba traduciéndose en injustas relaciones de dominio o de violencia entre los hombres. De esa idea, que ahora no nos detenemos a valorar, pueden surgir diversas actitudes: unos consideran que una cierta dosis de agnosticismo o de relativismo es un bien, o al menos un mal menor, necesario para la convivencia democrática[22], por lo que piensan que de las verdades últimas es mejor no hablar en el ámbito público, llegando a veces a exigir, como condición para cualquier forma de diálogo, la disponibilidad del interlocutor a renunciar o, al menos, a poner entre paréntesis las convicciones constitutivas de la propia identidad; si alguien no está dispuesto a hacerlo, lo acusan de ser un mal ciudadano, un enemigo de la convivencia. Ante esta perspectiva, otros se cierran al diálogo, porque no quieren o no saben dar ciertas explicaciones, por miedo o porque se sienten sometidos a un chantaje moral, o bien entienden que el diálogo es un bien por el que vale la pena ceder, es decir, renunciar, al menos externa y tácticamente, a la propia identidad, aunque esta actitud implique una cierta doblez, poco leal tanto hacia las propias convicciones como hacia los mismos interlocutores.
Es éste un problema hacia el que el Fundador del Opus Dei demostró, desde los inicios de su actividad, una sensibilidad muy delicada. Dos enseñanzas neotestamentarias están en la base de sus reflexiones: la advertencia del Señor de que no existe un verdadero dilema entre lo que se debe a Dios y lo que se debe al César[23], y la enseñanza de San Pablo de que la verdad ha de ser expuesta con caridad, sin herir[24].
San Josemaría expresó repetidamente su convencimiento de que no existe «una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste»[25]. Esta convicción descansa en el hecho de que él no tenía dificultades para armonizar el derecho a mantener su propia identidad intelectual y espiritual y el deber de hablar sencillamente o de colaborar con quien tiene ideas diversas. «Siempre suelo insistir, para que os quede bien clara esta idea, en que la doctrina de la Iglesia no es compatible con los errores que van contra la fe. Pero ¿no podemos ser amigos leales de quienes practiquen esos errores? Si tenemos bien firme la conducta y la doctrina, ¿no podemos tirar con ellos del mismo carro, en tantos campos?»[26].
Sin duda pensaba que la colaboración con personas de diversas creencias podía ser en muchas ocasiones una oportunidad de difundir la verdad y de disipar prejuicios y malentendidos. En todo caso, era imperativo mantener una línea de conducta evangélica; de ahí «la cristiana preocupación por hacer que desaparezca cualquier forma de intolerancia, de coacción y de violencia en el trato de unos hombres con otros. También en la acción apostólica —mejor: principalmente en la acción apostólica—, queremos que no haya ni el menor asomo de coacción. Dios quiere que se le sirva en libertad y, por tanto, no sería recto un apostolado que no respetase la libertad de las conciencias»[27].
Distinguió con extrema claridad la relación íntima de la conciencia personal con la verdad de la relación entre personas. La primera está presidida por el poder normativo de la verdad, porque nunca es honrado no ser coherente con lo que en conciencia se juzga verdadero; la segunda, por la justicia y por las exigencias inalienables de la dignidad de la persona. Y por eso hablaba, pensando en la primera de esas dos relaciones, de la santa intransigencia, término con el que denominaba la coherencia, la sinceridad, a la que se opone la villanía, es decir, la actitud de quien estando convencido de que dos más dos son cuatro dice que son tres y medio por debilidad o por comodidad. Pero siempre añadía que la intransigencia referida a un aserto doctrinal no es santa si no va unida a la transigencia amable con la persona que sostiene una posición diversa de la nuestra y que consideramos errónea. Vale la pena citar enteramente unas palabras escritas en 1933, cuando no era habitual hablar del derecho a la libertad religiosa: «Junto a la santa intransigencia, el espíritu de la Obra de Dios os pide una constante transigencia, también santa. La fidelidad a la verdad, la coherencia doctrinal, la defensa de la fe no significan un espíritu triste, ni han de estar animadas por un deseo de aniquilar al que se equivoca. Quizá sea ése el modo de ser de algunos, pero no puede ser el nuestro. Nunca bendeciremos como aquel pobrecito loco que —aplicando a su modo las palabras de la Escritura— deseaba sobre sus enemigos ignis, et sulphur, et spiritus procellarum (cf. Ps. X, 7); fuego y azufre, y vientos impetuosos. No queremos la destrucción de nadie; la santa intransigencia no es una intransigencia a secas, cerril y desabrida; ni es santa, si no va acompañada de la santa transigencia. Os diré más: ninguna de las dos son santas, si no suponen —junto a las virtudes teologales— la práctica de las cuatro virtudes cardinales [...] Debemos vivir, en una palabra, en una conversación continua con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con todas las almas que se acerquen a nosotros. Ésa es la santa transigencia. Ciertamente podríamos llamarla tolerancia, pero tolerar me parece poco, porque no se trata sólo de admitir, como un mal menor o inevitable, que los demás piensen de modo diferente o estén en el error»[28].
Su actitud en este punto era firme y clara, y no admitía excepciones. Considerabala intolerancia una injusticia ante la que se debía reaccionar. «Por eso, cuando alguno intentara maltratar a los equivocados, estad seguros de que sentiré el impulso interior de ponerme junto a ellos, para seguir por amor de Dios la suerte que ellos sigan»[29]. Supo vivir de modo práctico estas enseñanzas; ello es un hecho histórico, pues en 1950 obtuvo el permiso de la Santa Sede para que el Opus Dei admitiese como cooperadores a hombres y mujeres no católicos y no cristianos[30], y así se ha hecho desde entonces. Con razón pudo decir en una entrevista concedida en 1967: «Ya le conté el año pasado a un periodista francés —y sé que la anécdota ha encontrado eco, incluso en publicaciones de hermanos nuestros separados— lo que una vez comenté al Santo Padre Juan XXIII, movido por el encanto afable y paterno de su trato: ‘Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad’. Él se rió emocionado, porque sabía que, desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no cristianos»[31].
Todo esto hace ver, en definitiva, que San Josemaría Escrivá fomentaba el diálogo abierto, leal y sincero. Creía en él como medio de cohesión social y como ocasión de entendimiento y de apostolado. Sin duda advertía que el bien común de la sociedad, y sobre todo de una sociedad compleja como la actual, exige relacionar adecuadamente un conjunto de instancias y puntos de vista diferentes, que no deben cerrarse en sí mismos ni obrar de modo puramente autorreferencial. Pero veía sobre todo que la condescendencia demostrada por Dios al querer que su Verbo eterno se hiciese también palabra humana, hacía del diálogo humano un criterio de conducta vinculante para la conciencia cristiana.
[1] Una selección de pasajes del estudio La formación de la conciencia en materia social y política según las enseñanzas de San Josemaría Escrivá, publicado en Á. RODRÍGUEZ LUÑO, Cultura política y conciencia cristiana. Ensayos de ética política, Rialp, Madrid 2007, pp. 51-86.
[2] Es Cristo que pasa, n. 184.
[3] Ibidem.
[4] Ibidem.
[5] Conversaciones, n. 98.
[6] Ibidem.
[7] Carta, 15-X-1948, n. 28.
[8] Carta, 9-I-1951, nn. 23-25 (el primer subrayado es nuestro).
[9] Surco, n. 302.
[10] Cfr. Carta, 9-I-1932, n. 41.
[11] Ibidem, n. 40.
[12] Conversaciones, n. 117.
[13] Carta, 30-IV-1946, n. 21.
[14] Carta, 9-I-1932, n. 45.
[15] Una preocupación semejante se advierte en JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christifideles laici, nn. 59-60.
[16] Carta, 24-X-1965, n. 17.
[17] Carta, 15-X-1948, n. 28.
[18] Carta, 9-I-1959, n. 20. Cfr. Forja, n. 718.
[19] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis humanae, 7-XII-1965.
[20] Cfr. por ejemplo JUAN PABLO II, Enc. Evangelium vitae, n. 74.
[21] Cfr. Ibidem, nn. 71-73.
[22] Cfr. la valoración crítica de esa tesis contenida en la Enc. Centesimus annus, n. 46.
[23] Cfr. Mt 22, 15-22.
[24] Cfr. Efesios 4, 15; cfr. Forja, n. 559.
[25 Amigos de Dios, n. 165.
[26] Carta, 16-VII-1933, n. 14.
[27] Carta, 9-I-1932, n. 66.
[28] Carta, 16-VII-1933, nn. 8 y 12.
[29] Carta, 31-V-1954, n. 19.
[30] Cfr. Conversaciones, n. 29.
[31] Ibidem n. 22.
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