St. John’s University, New York. Department of Philosophy[*].
A nadie debería extrañar que la primera encíclica de Benedicto XVI llevara por título “Dios es Amor”, aunque tal vez resultó extraño para quienes no veían en la persona del nuevo papa más que un gran inquisidor legalista —la caricatura de la visión que algunos tenían de su labor en la Congregación para la Doctrina de la Fe— pero ciertamente no resultaba extraño para los que conocíamos algo de la orientación de su pensamiento, más agustiniano que tomista.
He decidido empezar mi intervención con una referencia al papa Benedicto XVI, por la relevancia de su pensamiento para lo que quiero decir, y también porque entiendo que este coloquio que nos reune aquí ha surgido por la preocupación del Cardenal Ratzinger —ahora el nuevo pontífice— acerca de la creciente pérdida de la identidad cristiana entre personas e instituciones. Considero, por otro lado, que todos estamos de acuerdo en que la recuperación de la identidad cristiana es de una importancia vital para afrontar los desafíos de nuestro siglo.
Al describir la lucha que caracteriza el panorama mundial actual, el Cardenal Ratzinger escribió que no se trata simplemente de una lucha entre la creencia y la incredulidad, o como diría San Agustín, una lucha entre el amor de sí y el amor de Dios, sino más bien de una confrontación dramática entre el amor y la incapacidad de amar[1]. Según el Cardenal Ratzinger, esta confrontación da lugar a “esa desolación del alma que ocurre cuando los únicos valores que el hombre es capaz de reconocer son valores y realidades materiales. La destrucción de la capacidad de amar hace surgir un tedio mortal. Es el envenenamiento del hombre”[2].
Para contrarrestar esta “desolación del alma,” me parece que las siguientes palabras del Cardenal Ratzinger nos marcan el camino hacia una solución: “Necesitamos personas que estén interiormente cogidas por el cristianismo, que lo experimentan como alegría y esperanza, y que así se han convertido en amantes”[3]. La cultura y la civilización que, lamentablemente, parecen dominar el mundo tienen un contenido filosófico en gran parte materialista, ateo, y relativista. Esta cultura de muerte y de violencia necesita ser reemplazada por una nueva cultura, por una civilización del amor, por un nuevo orden de amor y de vida. Y esto sólo puede realizarse, como lo vió tan claramente el Cardenal Ratzinger, cuando haya hombres y mujeres que a través de una fe iluminada y vivida, y a través de corazones movidos por el amor de Dios, hagan que el mundo crea de nuevo en Dios.
En mi intervención, quisiera, en primer lugar, considerar algunas de las razones que han llevado a la incapacidad de amar (de algunos), razones que revelan la presencia de amores desordenados y de vicios que impiden el uso de la razón y por consiguiente el acceso a la verdad. En segundo lugar, pienso que necesitamos saber cómo promover la capacidad de amar, ya que el amor es la característica esencial del cristiano. Es imprescindible fomentar disposiciones en las personas, y especialmente en la gente joven, para que puedan llegar a un reconocimiento de la verdad. En esta segunda parte de mi intervención, intentaré señalar algunas vías mediante las cuales pueda despertarse la memoria de lo que es verdadero, bueno, y bello, para así recuperar una identidad personal que esté en condiciones de reconocer a Cristo[4].
Hace unos diez años que apareció un artículo titulado “Redimiendo nuestro tiempo”, en el que el autor William Bennett describía el problema central de la cultura americana –que pienso puede extenderse a la cultura europea– en términos de una crisis espiritual. Según Bennett, “Lo que nos aflije es una corrupción del corazón, una desviación del alma. Nuestras aspiraciones, nuestros afectos, y nuestros deseos se encuentran dirigidos hacia lo falso y lo malo. Sólo cuando se dirijan a lo bueno, a lo permanente, a lo noble y espiritual mejorarán las cosas”[5]. La preocupación ansiosa por lo material y lo mundano ha reemplazado el celo por lo espiritual y lo divino; cuando la capacidad del corazón humano se separa de su bien verdadero, entonces puede decirse que esa capacidad queda atrofiada. Como la persona humana no se satisface de lo meramente material, la tristeza y el desaliento caracterizan su existencia actual. En esta aflicción la persona ha caído en la tentación de la desesperanza. A pesar de la prosperidad económica y de los grandes avances científicos y tecnológicos que se han conseguido en los últimos cincuenta años, y a pesar del culto a la juventud y a la belleza que parece impregnarlo todo, la vida de la persona humana no es esperanzadora ni alegre, ni auténticamente joven y bella[6].
Es interesante notar que la descripción que Bennett hace del vacío espiritual de nuestra época, de la falta de alegría y de esperanza, coincide en gran parte con lo que nos dice Tomás de Aquino acerca de las dos causas de la desesperanza: en primer lugar, los amores desordenados, especialmente el amor a los placeres del cuerpo, que obstaculizan la alegría de la vida de la mente e impiden el uso especulativo y práctico de la razón[7]; y en segundo lugar, la indolencia o una apatía espiritual[8]. En su forma más perniciosa, esta apatía puede afectar la razón humana de tal modo que la razón acepte la antipatía e incluso consienta en la aversión al bien divino, cuando la carne prevalece completamente contra el espíritu[9]. No cabe duda de que esta aversión de la mente con respecto al bien divino, conocida también como la “tristeza según el mundo”[10], se encuentra reflejada en la eliminación de Dios que ha surgido en el sector público, y también en el privado, de la sociedad contemporánea. La mente humana, atrapada, por así decirlo, en la apatía, ya no busca ni logra descansar en Dios[11]. La persona indolente no quiere aceptar los bienes espirituales y sobrenaturales porque éstos conllevan una serie de exigencias a las que se les tiene miedo. Por consiguiente, la persona que así se comporta vuelve la espalda a Dios y a lo que Dios quiere que ella sea[12].
La desesperanza a la que da lugar esta apatía espiritual está acompañada de la soberbia. Al respecto, el Cardenal Ratzinger escribió que necesitamos la humildad para reconocer la verdad y sus exigencias, una verdad y unas exigencias que no hemos inventado ni escogido; necesitamos la humildad para someternos a la verdad y para no manipular la verdad acomodándola a nuestros deseos o gustos. Esta humildad, según Ratzinger, se encuentra ausente de nuestra cultura[13]. Observamos también la ausencia del compromiso con la verdad y del deseo de comprometer la libertad por la verdad. Además, existe también un miedo al compromiso que conllevan la verdad y la religión, un miedo que manifiesta la incapacidad de amar y de confiar en los demás. Sin embargo, la búsqueda de la verdad requiere que la razón sea apoyada por el “diálogo confiado” y por la “amistad sincera”[14]. No es sorprendente entonces que el proyecto epistemológico contemporáneo sea un proyecto individualista, ya que en buena medida la filosofía ha dejado de buscar la verdad y se ha convertido más bien en una cuestión de opiniones[15].
Hasta aquí, he querido brevemente destacar algunas razones que explican la incapacidad de amar, razones que indican una preocupación excesiva por placeres materiales y carnales que conducen a la persona humana a la tristeza, a la desesperanza, y a la aversión de la mente con respecto al bien divino. En tal contexto no existe el compromiso por la verdad ni la confianza en los demás, que resultan indispensables para el progreso de la razón. La autonomía absoluta de la razón con respecto a Dios y a los demás, con respecto a la tradición y a la comunidad, se ha llevado a cabo y, ahora somos testigos de la mutilación o del desarraigo de la razón[16]. He indicado además algunos remedios contra esta situación: sobre todo, la humildad y la confianza en los demás.
Quisiera ahora señalar otra razón para la incapacidad de amar, que servirá de introducción a la segunda parte de mi intervención. Como es cierto que sólo amamos lo que conocemos, nos conviene considerar brevemente lo que se nos da a conocer en nuestra sociedad. Nuestra época ha sido denominada una “civilización de la imagen”[17], y por tanto podemos preguntarnos: ¿Cuáles son las imágenes que se nos presentan? Pienso que estaremos casi todos de acuerdo en decir que hay una proliferación de imágenes de sexo y de violencia, imágenes que no nos permiten reconocernos como personas humanas que tienen una dimensión trascendente. A veces estas imágenes pueden tener la apariencia de lo bello, pero es una belleza falsa y engañosa que sólo despierta el deseo de la posesión y que encierra a la persona en sí misma[18]. Además, la presencia constante de estas imágenes no nos deja oir la voz de la conciencia, de tal modo que las personas ya no pueden detectar en sí mismas el elemento moral y divino que llevan dentro de sí; se olvidan así de su verdadera identidad[19].
Considero que una conciencia bien formada permite ver y conocer la verdad; nos convierte, por así decirlo, en partícipes de la visión de Dios. No extraña por tanto que Nietzsche hubiera proclamado la muerte de ese Dios que ve todas las cosas, incluso al hombre, porque como pensaba Nietzsche: “El hombre no puede tolerar que un tal testigo viva”[20]. Y hoy día lo que en efecto experimentamos, como nos ha hecho notar el Cardenal Ratzinger, es la exclusión de Dios de la conciencia pública[21]. Con esta exclusión se ha producido la degradación de la persona humana, una degradación que el Cardenal Ratzinger describió de la siguiente manera: “El esplendor de ser imagen de Dios ya no brilla sobre el hombre, que es lo que le confiere su dignidad e inviolabilidad, ... El hombre no es más que la imagen del hombre...”[22]. Como es precisamente el hecho de ser imago dei lo que explica la apertura del hombre hacia el bien divino, cual bien le proporciona al hombre alegría y esperanza, no cabe duda que la reducción del hombre a imago hominis, tal como lo vemos hoy, ha llevado a la tristeza y a la desesperanza de la que hemos hablado.
Dado este reduccionismo, quiero proponer algunas vías que, pienso, pueden servir para despertar la memoria de nuestro sentido moral y religioso, y con esto nuestra identidad cristiana.
1. Como se ha dicho que nuestra época es una “civilización de la imagen”, necesitamos proporcionar a las personas imágenes y relatos que irradien el “esplendor de la verdad”. ¿Quién no se ha conmovido por las imágenes presentadas en películas tales como La Vida es bella, Las Crónicas de Narnia, y La Pasión de Cristo? La persona que vea estas películas se encontrará movida por el tipo de amor que en ellas se representa, un amor desinteresado, que podrá llevarla a una interrogación de sus propios amores y así a un momento de conversión. Imágenes auténticas de heroísmo y de grandeza de ánimo que se presentan en películas o en otros medios artísticos, o en biografías de personas cuyas vidas sirven de ejemplos del buen funcionamiento humano, juegan un papel decisivo en la recta orientación de nuestras pasiones y de nuestra voluntad.
2. Por otro lado, aunque es verdad que el cristianismo requiere la razón y le habla a la razón, también es cierto que el corazón de la persona necesita conmoverse para que interiormente pueda ser llevado a un encuentro personal con Cristo[23]. Las construcciones intelectuales no bastan para tomar posesión de la persona entera. La verdad no sólo se aprehende analíticamente por la mente, sino que primero se acoge bajo el aspecto de su bondad, nobleza, y belleza. Es por esta razón por lo que las grandes obras de arte y de literatura nos impactan tan fuertemente, atrayéndonos hacia ellas con la totalidad de nuestra mente, de nuestro corazón, y de nuestros sentidos, tomando posesión de nosotros, por así decirlo. Un profesor americano cuenta cómo en una asignatura que daba a chicos adolescentes empezaban el curso con autores antiguos clásicos –la Ilíada de Homero era uno de los libros que estudiaban– luego leían escritores cristianos de los primeros siglos, y terminaban el curso con la obra De Trinitate de San Agustín. Con cada figura noble que estudiaban en la asignatura, y finalmente con la figura misma de Cristo, los alumnos se encontraban conducidos hacia la verdad, y bien dispuestos afectivamente hacia la grandeza de la Trinidad, aunque no pudieran todavía entender ni una parte de su significado[24]. Este ejemplo es parecido a aquel caso de una chica adolescente que, en la Unión Soviética atea, se encontró con un ejemplar del Evangelio según San Lucas, lo leyó, y quedó fascinada por el mensaje ya que encontró allí la belleza de la verdad, y declaró: “Me enamoré de Él”[25]. Por supuesto, estos ejemplos nos hacen ver que la belleza de la verdad convence a las personas que tienen buenas disposiciones y buena voluntad, y este es el caso, me parece, de mucha gente joven.
3. Resultan instructivos también los relatos de quienes han experimentado grandes conversiones; por un lado, Las Confesiones de San Agustín no dejan de edificarnos, pero existen también relatos contemporáneos de conversiones que nos permiten reflexionar acerca del impacto de la verdad en una vida humana. Al respecto, podemos hacer referencia a un libro reciente de Alasdair MacIntyre, prestigioso filósofo, sobre la vida de Edith Stein antes de su conversión, en el que muestra cómo el carácter admirable de Stein y su apertura a las grandes cuestiones religiosas prepararon el camino hacia su conversión, hacia su creencia en Dios y más específicamente hacia el catolicismo[26]. Su búsqueda de la verdad guió toda su vida, constituyendo su único objetivo[27]. Su conversión no fue un “salto de fe” como en Kierkegaard, sino una intensificación de sus potencias racionales[28]. Las verdades de la fe informarían su trabajo filosófico ya que como ella misma vió claramente: “Si la fe nos da acceso a verdades a las que no podemos llegar por otros medios, la filosofía no puede renunciar a ellas sin renunciar a la búsqueda de la verdad en su totalidad”[29]. Ojalá que Martín Heidegger, contemporáneo de Stein, hubiera pensado lo mismo. Así, en el caso de Edith Stein tenemos el ejemplo de una vida humana informada por una tarea conjunta de fe y razón. Además, su amor a la verdad, a Cristo, le llevó a sacrificar su propia vida por esa verdad. (Edith Stein comprendió que el amor a Cristo y la libertad humana se encuentran intrínsecamente relacionados, así como el amor y la verdad se entrelazan. Véase el discurso pronunciado por Juan Pablo II en la canonización de Stein.) Como ha dicho el Cardenal Ratzinger, “La decisión... de amar,..., precisamente con el riesgo de sufrimiento y de pérdida de sí, lleva al hombre a sí mismo y le convierte en lo que debe ser él”[30]. El elemento moral y divino presente en la conciencia de la persona humana alcanza su plenitud en la amistad con Cristo. Sólo en esta amistad se actualizan máximamente las capacidades de conocer y de amar, y sólo en esta amistad experimentamos la verdadera vida, belleza, y libertad[31].
Además del espléndido relato de la búsqueda de la verdad de Edith Stein, hay otros relatos de conversiones que pueden servir de ejemplos de la identidad personal cristiana. En el siglo XX, las aventuras de Jacques y de Raïssa Maritain, que les llevaron a la amistad con Cristo, formaron también la base de un renacimiento espiritual a su alrededor[32]. La historia de cómo llegaron a conocer y a amar la verdad y, de cómo su vida se convirtió en un servicio a la verdad muestra, por un lado, la atracción intrínseca que todo hombre experimenta hacia lo verdadero y lo bueno, y por otro lado la importancia de la amistad.
Me parece relevante señalar aquí las siguientes palabras de Benedicto XVI, en la homilía inaugural de su pontificado: “No hay nada más bello que conocer a Cristo y hablar a los demás de nuestra amistad con Él. La tarea del buen pastor, la tarea del pescador de hombres, puede resultar a veces fatigosa. Pero es una tarea bella y maravillosa, porque es verdaderamente un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que desea irrumpir en el mundo”[33]. La vida de los Maritain, penetrada por su amor a la verdad y a Cristo, fue en efecto un servicio a la alegría y a la esperanza.
He hablado aquí brevemente de imágenes y de historias de conversiones que pueden facilitar un encuentro personal con la verdad y con Cristo, un encuentro que le permite a la persona amar verdaderamente, porque la persona se sabe afirmada y amada, sin necesidad de que su valor tenga que ser reafirmado por bienes materiales o por otras personas humanas. La aprobación y el amor que Cristo, siendo Él mismo la revelación del amor de Dios, nos ofrece es la alegría que sólo la fe nos puede dar. En un mundo que parece haberse convertido en un lugar triste y aburrido, la fe en Cristo extiende a todos los hombres y a todas las mujeres la posibilidad real de una vida mucho más bella que lo que las ideologías contemporáneas pueden proporcionarles. El encuentro con Cristo, con el Dios que es hombre, le da a la vida una orientación distinta, y cuando este encuentro se viva verdaderamente y se comunique, entonces producirá un estilo nuevo de vida y una cultura diferente. Al terminar su entrevista con Peter Seewald, en el libro La Sal de la tierra, el Card. Ratzinger dijo que lo que Dios realmente quiere de nosotros es que nos convirtamos en personas que aman, “porque así seremos imágenes suyas. [Dios] es, según nos dice San Juan, el amor mismo, y quiere que haya criaturas similares a Él y que, desde la libertad de su propio amor, se hagan semejantes a Él y pertenezcan a su compañía y propaguen, por así decirlo, el esplendor que es suyo”[34].
Por último, dada la necesidad urgente que hay en nuestra época no-metafísica por una metafísica y una fundamentación metafisica de la ética, pienso que los que nos dedicamos a la metafísica y a la ética podríamos encontrar una ayuda para nuestro trabajo en la frase tan repetida del Génesis: “Y Dios vió que cuanto había hecho era bueno, muy bueno”, frase que es, en efecto, la afirmación de la bondad de todo cuanto había sido creado por Dios. Como nos indicó el Papa en su homilía inaugural, “No somos un producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”[35]. El Dios que es Amor nos crea desde el amor para el amor y nos ha revelado el camino en Cristo, que es la belleza de la verdad y del amor. En realidad es sólo esta belleza la que la persona humana ansía y ama, no las bellezas falsas que la civilización de la imagen nos ofrece. Necesitamos crear nuevas vías de auténtica belleza en todos los campos del saber, ya que todo bien –tanto el verdadero como el falso– se presenta con cierto esplendor, según la disposición de la persona. Esto lo vió clarísimamente San Agustín en sus Confesiones y por tanto no sorprende lo que nos dice: “¿Qué podemos amar, si no la belleza?”[36].
[*] El artículo está publicado en A.ARANDA (Ed.), Identidad cristiana. Coloquios universitarios, EUNSA, Pamplona 2007, pp. 117-128.
Notas:
[1] Joseph Cardinal Ratzinger, A Turning Point for Europe? trad. Brian McNeil, Ignatius Press, San Francisco 1994, p. 175.
[2] Ibid. Todas las traducciones de los textos en inglés son mías.
[3] Joseph Cardinal Ratzinger, Salt of the Earth, trad. Adrian Walker, Ignatius Press, San Francisco 1997, p. 269.
[4] Ibid., cfr. pp. 233 y 279.
[5] William J. Bennett, “Redeeming Our Time,” en Imprimis 24/11, noviembre 1995, citado en John Navone, “Spiritual acedia, torpor and depression,” en Homiletic & Pastoral Review, agosto/septiembre 1999, en www.catholic.net, p. 3.
[6] Cfr. Josef Pieper, Faith, Hope, Love, trad. Sr. Mary Frances McCarthy, Ignatius Press, San Francisco 1986, p. 112: “I believe it is vitally important for an age from whose despair there seems to issue a forced and superficial cult of youthfulness to have a glimpse of the highest pinnacle to which the hope-filled youthfulness of those who entrust themselves to God can soar.”
[7] Cfr. Summa Theologiae II-II, q. 20, a. 4, resp. y ST I-II, q. 33, a. 3, resp. y ad 1.
[8] ST II-II, q. 20, a. 4, resp.
[9] ST II-II, q. 35, a. 3, resp.
[10] ST II-II, q. 35, a. 3, s.c. Véase también ST II-II, q. 46, a. 1, ad 3, y Pieper, Faith, Hope, Love, p. 119.
[11] ST II-II, q. 35, a. 4, ad 3 y ST II-II, q. 35, a. 3, ad 1.
[12] Cfr. Pieper, Faith, Hope, Love, pp. 118-23.
[13] Joseph Cardinal Ratzinger, Salt of the Earth, p. 236.
[14] John Paul II, Fides et Ratio, United States Catholic Conference, Washington, D.C. 1998, p. 50, #33.
[15] Véase Alasdair MacIntyre, First Principles, Final Ends and Contemporary Philosophical Issues, Marquette University Press, Milwaukee 1990.
[16] Véase Joseph Cardinal Ratzinger, “Europe’s Crisis of Culture,” Part 3, en www.zenit.org.
[17] Véase The Via Pulchritudinis, working document of the Pontifical Council on Culture, marzo 2006.
[18] Véase Joseph Cardinal Ratzinger, “The Beauty and the Truth of Christ,” in www.zenit.org.
[19] Joseph Cardinal Ratzinger, Salt of the Earth, p. 279.
[20] Michael Schmaus, The Essence of Christianity, trad. J. Holland Smith, Scepter, Dublin 1961, p. 159.
[21] Joseph Cardinal Ratzinger, “Europe’s Crisis of Culture,” Part I.
[22] Ibid.
[23] Joseph Cardinal Ratzinger, Salt of the Earth, p. 266.
[24] Thomas Dubay, The Evidential Power of Beauty, Ignatius Press, San Francisco 1999, pp. 121-122.
[25] Ibid., p. 121.
[26] Véase Alasdair MacIntyre, Edith Stein. A Philosophical Prologue, 1913-1922, Rowman & Littlefield, Inc., Lanham, Maryland 2006.
[27] Véase Alasdair MacIntyre, After Virtue, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana 1984: 2ª edición.
[28] MacIntyre, Edith Stein, pp. 143-44.
[29] Ibid., p. 180.
[30] Joseph Cardinal Ratzinger, Salt of the Earth, p. 283.
[31 Benedicto XVI, Homilía inaugural, en www.zenit.org.
[32] Raíssa Maritain, We Have Been Friends Together and Adventures in Grace, trad. Julie Kernan, Doubleday, New York 1961.
[33] Benedicto XVI, Homilía inaugural, en www.zenit.org.
[34] Joseph Cardinal Ratzinger, Salt of the Earth, p. 283.
[35] Benedicto XVI, Homilía inaugural, en www.zenit.org.
[36] San Agustín, De Musica 6, 13, 38, citado en TheVia Pulchritudinis, working document of the Pontifical Council for Culture, marzo 27-28, 2006.
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