Esta carta es portadora del famoso retrato de Tomás Moro, la primera «biografía» en miniatura del escritor inglés. Cuando Erasmo la escribió, no podía sospechar que su amigo Ulrich von Hutten se convertiría en uno de sus más detestados enemigos, y que quien con tanta curiosidad se interesaba por la figura de Moro, acabaría defendiendo en la turbulencia de sus tiempos unos ideales y métodos del todo opuestos.
Erasmo de Rotterdam saluda al ilustrísimo caballero Ulrich von Hutten.
El afecto –casi se diría, la pasión– que sientes por ese hombre genial que es Tomás Moro, encendido como estás evidentemente con la lectura de sus libros, de los que con razón dices no puede haber nada más erudito ni más entretenido, es algo, ilustrísimo Hutten, que compartes con muchos de nosotros; y algo también que obra de igual forma entre tú y Moro: pues él a su vez está tan encantado con la originalidad de tus libros que casi te tengo envidia. Esto es sin duda un ejemplo de aquella sabiduría que para Platón era la cosa más deseable de todas: la que hace surgir en los corazones un deseo más apasionado que la más admirable belleza corporal. No la disciernen los ojos del cuerpo, pero la mente tiene sus propios ojos, de forma que aquí también encontramos la verdad del antiguo proverbio griego que dice que el ojo es la puerta del corazón. Son los medios por los cuales el amor más fervoroso une a veces a hombres que nunca se han dicho uno a otro una palabra y ni siquiera se han visto. Ocurre que por alguna oscura razón unos son cautivados por una forma de belleza y otros por otra; de igual modo parece haber entre el espíritu de un hombre y el de otro un cierto parentesco tácito que nos procura gran deleite en algunas personas y no en otras.
Sea como fuere, me pides que te pinte un retrato de Moro de cuerpo entero: ¡ojalá fuera mi habilidad tan grande como tu deseo! También para mí será un placer pasar un rato contemplando al amigo a quien más quiero de todos. Hay sin embargo algunas dificultades. No todo el mundo puede apreciar todos los talentos de Moro, y dudo si él mismo aguantaría ser retratado por cualquier artista.(…) Intentaré, de todos modos, hacer de él no un retrato sino un apunte de la figura entera, basada en un conocimiento íntimo y de hace mucho tiempo, según lo que he observado y mi memoria recuerda. Si alguna misión diplomática os reuniera a los dos, te darás cuenta entonces de qué artista tan inútil escogiste para esta tarea, y temo que pienses que o soy envidioso o miope: demasiado ciego para observar o demasiado envidioso para dejar constancia de más de unas pocas de sus buenas cualidades.
Y para empezar con un aspecto de Moro que ignoras del todo: en estatura y presencia corporal no es ni alto ni tampoco notoriamente bajo; la verdad es que la armonía entera de sus proporciones hace que tenga buen parecido. Tiene piel clara; su cara tiende más al color que a la palidez, pero no a un color intenso, excepto cuando se sonroja de manera delicada por todas partes. Su pelo es un negro marrón, o un marrón negro, si prefieres; la barba bastante ligera; los ojos de un azul grisáceo, con una especie de mota en ellos, de esos que suelen denotar una inteligencia bien dotada, y que entre los ingleses resulta atractivo, mientras que nuestra gente prefiere ojos oscuros. Ningún otro tipo de ojo es tan inmune a los defectos, al menos así dicen. Su expresión muestra la clase de hombre que es, siempre afable y alegre, con ese aire de quien sonríe con facilidad y (la verdad sea dicha honestamente) dispuesto a pasarlo bien antes que a ponerse serio y solemne, pero sin una pizca de alocado o de bufón. Su hombro derecho parece un poco más alto que el izquierdo, sobre todo al caminar, y no como algo congénito sino por fuerza de la costumbre, como tantos trucos humanos. No hay ninguna otra imperfección en el resto de su cuerpo. Sólo sus manos son un tanto toscas, si se comparan con otros rasgos corporales. Por lo que se refiere al cuidado de su apariencia personal, no le ha importado nada de nada desde niño, y pone muy poco cuidado aun en esos refinamientos que Ovidio enseña a los caballeros. La hermosa figura que tendría de adolescente, podemos verla ahora en lo que queda de ella (aunque yo le conocí cuando no tenía más de veintitrés años, y ahora apenas pasa los cuarenta).(…)
Parece haber nacido y haber sido hecho para la amistad; nadie tiene un corazón más abierto y sincero para hacer amigos o más tenacidad para conservarlos. Ni tiene miedo alguno de aquella plétora de amistades contra la que Hesíodo nos advierte. Para todos tiene abierto el camino a un lugar seguro en su afecto. En la elección de amigos no es difícil de complacer; en sostener la amistad es el más flexible de los hombres; y en mantenerla es el más indefectible. Si por cualquier circunstancia ha escogido alguno cuyas faltas no puede enmendar, espera a que se presente una oportunidad de soltarse, desatando el nudo de la amistad en lugar de romperlo. Cuando se encuentra con gente de su gusto, abierta y franca, goza tanto de su compañía y conversación que uno pensaría fuera para él el placer más grande en la vida. Juegos de pelota, juegos de azar, y los naipes, son cosas que detesta, y todos los otros pasatiempos con los que el pelotón de grandes del reino normalmente entretienen sus horas de tedio. Además, aunque es algo negligente en sus propios asuntos, nadie podría preocuparse más de sacar adelante los asuntos de sus amigos. ¿Para qué más palabras? Si alguien busca un ejemplo perfecto de verdadera amistad, en ninguna parte lo encontrará con más provecho que en Moro.
En sociedad es tan extraordinariamente cortés y apacible que no hay nadie tan triste por naturaleza al que Moro no pueda alegrar, ni atrocidad tan grande cuya desazón no le sea imposible disipar. Desde niño le ha gustado tanto bromear que parecía haber nacido para hacerlo, pero nunca con bromas bufas, y jamás le ha gustado el humor mordaz. Escribió en su adolescencia comedias cortas y actuó también en ellas. Siempre le ha encantado cualquier observación que tuviera mas chispa en ella de lo que es normal, aunque fuera dirigida contra él mismo; pues disfruta con dichos ingeniosos que revelan una mente viva. De aquí que de joven se ensayara con epigramas, y su especial admiración por Luciano; de hecho, fue él (sí, puede hacer bailar hasta a un camello) el que me persuadió para que escribiera yo mi «Elogio de la locura».
Lo cierto es que no hay nada en la vida humana en donde no pueda encontrar entretenimiento, hasta en los momentos más serios. Si tiene que tratar con gente educada e inteligente, disfruta de sus talentos; si son ignorantes y estúpidos, le divierte lo absurdos que son. No pone objeción a bufones profesionales, pues sabe cómo adaptarse al humor de cada uno. Con las mujeres en general, y aun con su mujer, se limita al humor y a las bromas. Dirías que es Demócrito nacido otra vez, o mejor, aquel filósofo pitagórico que paseaba distraído por el mercado mirando a la muchedumbre que compraba y vendía. Nadie se deja dominar menos por la opinión pública, y sin embargo nadie esta tan cerca de los sentimientos del hombre de la calle.(…)
Desde edad temprana tuvo una educación liberal. De muchacho se entregó por su cuenta al estudio de la literatura y filosofía griega, con tan escaso apoyo por parte de su padre (un hombre sensato y de excelente carácter) que no pudo contar con ayuda de fuera y fue casi tratado como un desheredado porque se suponía que desertaba la profesión paterna; su padre es un especialista en derecho anglosajón. Esta profesión está alejadísima de la literatura; pero en Inglaterra quienes se han hecho autoridades en esa materia ocupan el primer rango en eminencia y distinción. Y no es fácil encontrar en ese país otra carrera que lleve con más probabilidad a la riqueza y a la fama; de hecho, la mayoría de la nobleza de la isla debe su rango a estudios de ese tipo. Dicen que en tema del derecho, nadie puede alcanzar la perfección sino con muchos años de duro trabajo. Así que no sorprende que siendo Moro muchacho su mismo temperamento le apartara del derecho, pues estaba hecho para cosas mejores; pero después de probar diferentes ramas de estudio en la universidad, se dedicó a él con tanta eficacia que no había nadie cuyo consejo se buscara tanto como el suyo entre pleiteantes; ni hubo mayor fortuna adquirida por quien se hubiera dedicado todo el tiempo al derecho. Tales eran el vigor y la rapidez de su ingenio.
Además de esto, se dedicó en serio a leer las obras de los Padres de la Iglesia. Todavía bastante joven y ante grandes audiencias, dio conferencias sobre «La Ciudad de Dios» de San Agustín; sacerdotes y ancianos no se avergonzaban de buscar instrucción en las cosas santas de la boca de un hombre joven y laico, ni tampoco se arrepentían de haberlo hecho.(…)
Escogió como esposa una doncella que era casi una niña todavía, de buena familia, y todavía bastante inexperta pues había vivido siempre en el campo con sus padres y hermanas; esto le dio mayor oportunidad de moldear su carácter para aparearlo al suyo. Se encargó de su educación en las humanidades y la hizo habilidosa en música de todo género. Está claro que casi había conseguido hacer de ella una persona con la que muy feliz hubiera compartido su vida entera si una temprana enfermedad no la hubiera removido de la escena después de haberle dado varios hijos. De éstos viven todavía tres hijas, Margaret, Alice[2] y Cecily, y un hijo, John. No soportó permanecer viudo mucho tiempo, a pesar de que el consejo de sus amigos era otro. Unos pocos meses después de la muerte de su mujer, se casó con una viuda, más por tener a alguien que llevara su casa que por su propio placer, pues ni era hermosa ni estaba en su primera juventud (como solía él decir de broma) sino que era un ama de casa capaz y vigilante, aunque vivieran los dos de manera tan íntima y afectuosa como si hubiera sido una muchacha de la más gloriosa apariencia. Pocos son los maridos que se aseguran la obediencia de sus esposas siendo severos y mandándoles como lo hizo él con su amabilidad y buen humor. Podía pedirle cualquier cosa. ¿Acaso no consiguió que una mujer pasada ya la primera juventud, de no muy flexible disposición, y dedicada a los asuntos de su casa, aprendiera a tocar la cítara, el laúd, el monocordio y el caramillo, y producir además en este terreno una determinada pieza a diario para complacer a su exigente esposo?
Muestra la misma genialidad en el gobierno de su casa, en donde no hay problemas ni disputas. Si algo sale mal, lo arregla cuanto antes o hace que se pongan de acuerdo entre sí; nunca ha despedido a nadie como si fueran enemigos. La verdad es que su casa parece gozar de una cierta felicidad natural, pues nadie ha sido miembro de ella sin que luego mejore su fortuna, y nadie se ha añadido la más pequeña sombra a su reputación. Difícilmente encontrarías en cualquier parte una relación más estrecha entre un hombre y su madre como la que existe entre él y su madrastra; pues su padre se había casado por segunda vez, y amaba a las dos como si hubieran sido su propia madre. El padre se ha casado por tercera vez no hace mucho; y Moro jura solemne que nunca ha visto una persona mejor. Tal es además su afecto por sus parientes, sus hijos, y sus hermanas que su trato con ellos no es nunca duro, ni tampoco recorta sus deberes familiares.
No quiere saber nada de nada de cualquier sórdida ganancia. Para proveer por sus hijos ha destinado de sus haberes lo que considera suficiente para ellos; y gasta el resto con largueza. Cuando todavía dependía para sus ingresos de sus clientes, a todos daba consejo oportuno, pensando mucho más en ellos que en su propio beneficio; solía persuadir a muchos a que acabaran el litigio porque así ahorrarían gasto. Si no lo conseguía, les indicaba cómo llevar el pleito al mínimo costo, pues no faltan quienes disfrutan recurriendo a los tribunales. En la ciudad de Londres, en la que nació, sirvió durante algunos años como juez en casos civiles. Este oficio no es gravoso -pues la corte no se sienta sino los jueves hasta la hora de la comida- pero está entre los mas prestigiosos. Nadie ha juzgado más casos y nadie se ha portado con más integridad. Devolvía a muchos el dinero que deben pagar los litigantes según está prescrito: antes de que la causa llegue al tribunal, el demandante debe depositar tres dracmas, y lo mismo el acusado, y no está permitido pedir más. El resultado de este modo de comportarse fue que su ciudad nativa le tuviera en profundo afecto y estima.
Había resuelto contentarse con este puesto pues le daba suficiente autoridad y al mismo tiempo no le exponía a serios riesgos. Más de una vez fue forzado a ir en misiones diplomáticas; y como las realizó con gran inteligencia, su serena Majestad el rey Enrique VIII no paró hasta que le arrastró a su Corte. ¿Por qué no usar esta palabra, «arrastró»? Nadie ha ambicionado tanto ir a la Corte como él se empeñó en escapar de ella. Pero como ese rey excelente había dispuesto llenar su casa con hombres cultos, sabios, inteligentes, y honrados, mandó llamar a muchos otros, y en especial a Moro, a quien mantiene tan cerca suyo que nunca le deja irse. Si se presenta algún asunto grave, no hay mejor consejero. Si el rey desea dar un descanso a su mente con temas más ligeros, no hay compañía más alegre. Ocurre con frecuencia que asuntos difíciles exigen un juez capaz y autoritativo; Moro puede resolver esos casos de manera que ambas partes quedan agradecidas. Con todo, nadie ha conseguido todavía persuadirle para que acepte un regalo. ¡Qué feliz sería una nación si el soberano nombrara para cada puesto un magistrado como Moro! Y en todo este tiempo no ha sido manchado por la soberbia.
Entre estas montañas de trabajo no se olvida de sus viejos y ordinarios amigos, y vuelve de cuando en cuando a su querida literatura. Cualquiera que sea su posición, cualquiera que sea su influencia con rey tan poderoso, todo lo dirige al bien de la sociedad y de sus amigos. Su propia disposición siempre ha estado preparada para hacer el bien a todos, y maravillosamente inclinada a la misericordia; y ahora tiene más campo para ejercitarla porque tiene más poder para hacer el bien. Ayuda a algunos con dinero, a otros con la protección de su autoridad, y a otros con una recomendación. A quienes no puede ayudar de ninguna otra manera, les ayuda con buenos consejos. Nunca despide a nadie triste. Podrías decir que Moro es el patrón público de todos los necesitados. Se cree afortunadísimo si tiene ocasión de aliviar al oprimido, de ayudar al que está perplejo y metido en algún embrollo, o de reconciliar a quienes pelean. Nadie disfruta tanto teniendo un gesto amable y nadie exige menos agradecimiento por hacerlo. A pesar de ser muy afortunado en tantos aspectos, y aunque la buena fortuna a menudo va acompañada de la jactancia, todavía no he tenido yo la suerte de ver a otro mortal que esté tan lejos de esa falta como lo está él.
Pero volvamos a sus estudios literarios que han sido el lazo principal entre Moro y yo. Al principio practicó sobre todo la poesía; siguió luego una larga lucha por adquirir un estilo de prosa más ágil, ejercitando su pluma en todo género de escritos. ¿Acaso hace falta hablar de su estilo actual, sobre todo en tu caso, que tienes siempre sus libros en tus manos? Le gustan de manera especial las declamaciones, y dentro de ese terreno, en cuestiones paradójicas, pues en ellas tiene más campo el ingenio. Cuando era adolescente trabajó en un dialogo en el que defendía la doctrina de Platón sobre el comunitarianismo, extendido aun a las esposas. Escribió una respuesta al Tiranicida de Luciano, y quiso tenerme a mí como su oponente para probar con más precisión los progresos que había hecho en este tipo de composición. Publicó la Utopía con la intención de mostrar el por qué de las deficiencias en la sociedad; pero retrató sobre todo la nación inglesa porque la había estudiado y era la que mejor conocía. Escribió primero el libro segundo, en su tiempo libre; más tarde, cuando tuvo una oportunidad, añadió el primer libro bajo la inspiración del momento. De ahí esa cierta desigualdad en el estilo.
Sería difícil encontrar un orador que improvise mejor que él: una lengua feliz sigue sumisa a una ingeniosa cabeza. Su inteligencia está siempre dispuesta, siempre pasando con agilidad al siguiente punto; su memoria siempre a mano, y como todo en ella se preserva contante y sonante, saca con prontitud y sin titubeo lo que el tiempo o lugar pidan. Nada más perspicaz se puede imaginar en discusiones, de modo que a menudo las ha tenido con los más eminentes teólogos en sus propias especialidades y casi ha resultado demasiado para ellos. John Colet, un crítico experimentado y sensible, solía decir algunas veces en conversación que había sólo un hombre capaz en toda Inglaterra, aunque la isla ha sido bendecida con tantos hombres de asombrosa habilidad.
No descuida la práctica de la piedad verdadera, pero está lejísimos de toda superstición. Tiene sus horas en las que dice a Dios sus oraciones, y no por mero hábito sino como salidas desde dentro. Habla con amigos sobre la vida del mundo que ha de venir y lo hace de tal manera que reconoces que está hablando con convicción y con buena esperanza. Y Moro es así hasta en la Corte. ¡Y hay quienes piensan que sólo se encuentran cristianos en los monasterios! (…)
Ahí tienes el retrato: el mejor de los modelos mal bosquejado por el peor de los artistas. Te gustará todavía menos si tienes la suerte de llegar a conocer a Moro. Pero lo he hecho para protegerme a mí mismo mientras tanto, para que no te quejes más de no hacer lo que me pedías y de que mis cartas son muy breves; aunque ésta no se me haya hecho más larga de lo normal al escribirla, y estoy seguro que tampoco tú la encontrarás larga al leerla: el encanto de mi querido Moro se encargará de esto. (…)
Antwerp, 23 de julio 1519.
[1] Selección de la carta que se pueden encontrar íntegra en Un hombre para todas las horas. La correspondencia de Tomás Moro (1499-1534), selección, traducción, introducción y notas de Álvaro Silva, Rialp, Madrid 1998.
[2] Las tres hijas son Margaret, Elizabeth y Cecily. Erasmo se confundió con la hermanastra.
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