Recuerda algunas verdades fundamentales sobre la familia en el plan de Dios en Juan Pablo II
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El Papa Juan Pablo II,
en su bella y profunda Carta a las Familias, decía que es
necesario, hoy más que nunca, «anunciar la novedad y la belleza de la
verdad divina sobre la familia» (n. 18 y 23). Respecto de la familia,
como de cualquier realidad creada, hay verdad natural, asequible a la luz de la
razón humana y verdad sobrenatural, cognoscible por la fe en la Revelación
divina. El matrimonio y la familia tienen su ser y orden propio natural
(esencia, propiedades y fines), pero la comprensión plena solo es posible
cuando se los mira desde la fe, pues el hombre ha sido creado para un fin
sobrenatural, que es la vida en Cristo. Vida que asume, reordena y eleva la
vida humana a un orden superior que, trascendiendo el tiempo, perdurará por
toda la eternidad. Como expresión de amor y agradecimiento al recordado
Pontífice, van unas líneas ordenadas a recordar o expresar algunas verdades
fundamentales sobre la familia en el plan de Dios.
En la Suma Teológica
(I, 93, 3), Santo Tomás de Aquino enseña que, si bien los ángeles son
más semejantes a Dios que el hombre, en cuanto son personas puramente
espirituales, bajo otro respecto el hombre es más semejante a Dios que el
ángel, en cuanto que, por ser persona corpórea, es capaz de engendrar y
constituir familia, como Dios es familia. En efecto, el misterio de la
Santísima Trinidad consiste en que Dios es una Familia. Es un Padre que
engendra eternamente un Hijo, un Hijo eternamente engendrado por el Padre, un
Amor (Espíritu Santo) eterno y mutuo del Padre y del Hijo. Tres Personas
distintas subsistentes en una sola Naturaleza divina. El ser personal humano,
por el cuerpo, puede engendrar y es capaz de familia, como Dios es familia.
Pero Dios no es familia a
semejanza de la familia terrena, sino que la familia en la tierra es a
semejanza de la Familia divina, por cuanto toda perfección creada es una
participación finita de la misma Perfección divina. La paternidad humana es,
por tanto, una semejanza participada de la Paternidad divina. Por esto dice San
Pablo: «doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda
familia en el cielo y en la tierra» (3, 15). Dios es la Causa eficiente,
ejemplar y final todo lo que existe, también de la familia. Si Dios no fuese
familia, no existiría familia en la tierra. La izquierda hegeliana tenía clara
la relación de semejanza. Pero Fueuerbach la afirmaba al revés, la
familia divina no es más que una proyección ideal, alienación religiosa, de la
familia humana. Y Marx, que intenta la desalienación, no solo en el
orden teórico, sino fundamentalmente en el práctico, queriendo acabar con
aquello que en la tierra más remite a Dios, decía que «cuando se ha
descubierto que el secreto de la familia celestial es la familia terrenal, se
debe destruir primero a esta en la teoría y en la práctica» (Tesis
IV sobre Feuerbach).
Como Dios es el ejemplar
de la familia en la tierra, lo esencial de ella son las relaciones
paterno-filiales, fundadas en la generación. Por ello, el matrimonio es sólo
principio de la familia. Sin hijos, aún no es familia de un modo perfectamente
actual, sino solo potencial o germinal. El matrimonio se actualiza como familia
por la generación de los hijos. Esta es la razón de que, en la sexualidad, el
fin unitivo se ordene al fin procreativo. Y que, en el matrimonio, donde se
realiza ordenadamente la sexualidad, la mutua ayuda y unidad conyugal se
ordenen, como medio a fin, a la procreación y educación de los hijos. El fin
último de la sexualidad humana es la paternidad, que sólo es posible si el
matrimonio se constituye en familia. La perfección de la paternidad humana
consiste en ser semejante a la Paternidad divina que, en la tierra, se
encuentra como dividida y distribuida en la paternidad del varón y en la de la
mujer, que llamamos maternidad. Ambas dimensiones, diversas y complementarias,
de la paternidad humana tienen en la Paternidad divina su principio eficiente,
ejemplar y final. Por ello, para ser perfectamente padres en la tierra, «deja
el varón a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y se hacen una sola
carne» (Gn. 2, 24). "Una sola carne" significa una
sola persona, un solo sujeto paterno que pueda convenientemente reflejar y ser
principio eficiente a semejanza de la Paternidad divina. El modo propio de
darse de aquellos que, por el matrimonio, se han hecho "una sola carne",
es la paternidad, esto es, la generación y educación de los hijos. Y la mutua
ayuda de los esposos, en cuanto tales, es en orden a esto. La diversidad sexual
(física, psicológica y racional) del ser personal humano se ordena al
matrimonio y este a la constitución de una familia, como Dios es familia.
La razón profunda del amor
conyugal y del matrimonio es cooperar con Dios en la generación de hombres que
han de ser sus hijos, y constituirse los padres terrenos en un fiel reflejo de
la Paternidad divina para sus hijos. Estos, desde el Bautismo, son más hijos de
Dios Padre que nuestros, y el sentido de la paternidad humana es participar y
cooperar con la Paternidad divina. Los padres son para los hijos, en la tierra,
el primer anuncio de Dios Padre y el camino natural para conocer y vivir
prácticamente, en Cristo, su filiación divina que perdurará por toda la
eternidad. Nuestra paternidad terminará con la muerte, la de Dios Padre
permanecerá para siempre. ¡Qué don más grande se puede hacer al hijo que
ayudarlo, mediante la propia paternidad, a vivir para siempre su filiación
divina! Miembros de la Familia divina, hijos de Dios Padre, en el Hijo,
viviendo para siempre, por el Espíritu Santo, la comunión de amor con el Padre,
que es la misma vida de Cristo. Esta es, ni más ni menos, la finalidad última
de los hijos y, por tanto, el sentido pleno de la paternidad cristiana, que se
concreta en la generación y educación por la fe y los sacramentos.
El gran acto educativo de
los padres a sus hijos es el testimonio del amor fiel hasta la muerte. La plena
fidelidad de los esposos a su promesa conyugal es la condición necesaria para
la completa fidelidad del amor paterno, pues el amor fiel del que viven los
hijos, en cuanto hijos, no es el amor de uno solo, sino de sus dos padres. El sacramento
del matrimonio confiere gracia suficiente para manifestar los esposos, por su
mutua fidelidad, la indestructible fidelidad del amor de Cristo por su Iglesia,
del amor de Dios por el hombre. Y esta fidelidad conyugal es el principio
eficiente y la garantía de la fidelidad paterna, signo fuerte y convincente del
amor fiel de Dios Padre por sus hijos. Este es el testimonio necesario en
nuestros días: La certeza de la fidelidad del amor paterno. ¡Cuánto niños y
jóvenes para quienes la fe en la Paternidad divina es difícil porque fueron
privados de su primer anuncio en la familia! Y, por otra parte, ¡qué grande y
bella responsabilidad de los padres! Ciertamente, aquí está el sentido último
de las dos propiedades del matrimonio: Unidad e indisolubilidad.
La familia es el ámbito
naturalmente primario y fundamental en el que la persona humana es conocida y
amada por sí misma. El saberse valioso en la propia singularidad, porque ha
sido amado gratuitamente por sí mismo, es la clave para entender el sentido de
la propia existencia y el aliento vital del desarrollo, seguro y confiado, del
ser personal. Por ello, la familia es donde se realiza la más profunda,
perdurable e irreemplazable educación de la persona. En ella recibe la
existencia, conoce vitalmente su valor personal, recibe el testimonio del amor
fiel hasta la muerte y el primer anuncio de la Paternidad divina. La familia es
el camino natural, sanado y elevado por la gracia del matrimonio, por el que
los hijos ascienden en el tiempo a la plenitud de su vida cristiana en la
eternidad de la Familia divina.
Y el más pleno reflejo en
la tierra de la Familia divina es la Sagrada Familia de Nazaret. En María y
José encontramos la realización más perfecta de la Paternidad divina, en los
modos de la maternidad femenina y paternidad masculina. Jesús, Nuestro Señor,
es el Hijo eterno del Padre que ha manifestado al mundo la perfección infinita
de la Filiación divina, amando, honrando y obedeciendo a Dios Padre, mediante
sus padres terrenos. Dios Padre se nos ha hecho visible en María y José. Dios
Hijo, en Cristo, el Verbo de Dios hecho Hombre. Dios Espíritu Santo, en el amor
paterno-filial de la Sagrada Familia de Nazaret, encarnación perfecta de la
Familia que es Dios y modelo supremo de toda familia humana.