Confiesa San Agustín los vicios y pecados de su infancia y de su puericia,
y da gracias a Dios por los beneficios que recibió de su mano en una y otra edad
Capítulo I
Reconociendo Agustín la grandeza y majestad de Dios se enciende en deseos de alabarle
1. Grande sois, Señor, y muy digno de toda alabanza, grande es vuestro poder, e infinita vuestra sabiduría: y no obstante eso, os quiere alabar el hombre, que es una pequeña parte de vuestras criaturas: el hombre que lleva en sí no solamente su mortalidad y la marca de su pecado, sino también la prueba y testimonio de que Vos resistís a los soberbios. Pero Vos mismo lo excitáis a ello de tal modo, que hacéis que se complazca en alabaros; porque nos criasteis para Vos y está inquieto nuestro corazón hasta que descanse en Vos.
Pero enseñadme, Señor, y haced que entienda si debe ser primero el invocaros que el alabaros, y antes el conoceros que el invocaros.
Mas ¿quién os invocará sin conoceros?, porque así se expondría a invocar otra cosa muy diferente de Vos, el que sin conoceros os invocara y llamara. O decidme, si es menester antes invocaros, para poder conoceros.
Mas ¿cómo os han de invocar, sin haber antes creído en Vos?, y ¿cómo han de creer, si no han tenido quien les predique y les dé conocimiento de Vos? Pero también es cierto que alabarán al Señor los que le buscan: porque los que le busquen, le hallarán, y luego que le hallen, le alabarán.
Pues concededme, Señor, que os busque yo invocándoos, y que os invoque creyendo en Vos, pues ya me habéis anunciado y predicado. Mi fe, Señor, os invoca: la fe, digo, que Vos me habéis dado e inspirado por la humanidad de vuestro santísimo Hijo, y por el ministerio de vuestros apóstoles y predicadores.
Capítulo II
Que Dios está en el hombre y el hombre en Dios
2. ¿Y cómo he de invocar a mi Dios y Señor? Llamándole para que venga a mí, esté dentro de mí mismo. Pues ¿qué lugar hay en mí adonde pueda venir y estar mi Dios? ¿Cómo ha de venir a mí aquel soberano Dios, que crió el cielo y la tierra?
¿Por ventura, Dios y Señor mío, hay en mí alguna cosa adonde podéis caber Vos? ¿Acaso cabéis en los cielos y tierra que Vos hicisteis, y en que me criasteis? ¿O es mejor el decir que estáis en todo lo que tiene ser, por cuanto ninguna cosa pudiera existir sin Vos?
Pues si yo también existo y tengo ser, ¿para qué os suplico que vengáis a mí, no pudiendo yo existir ni tener ser si no estuvierais ya en mí? En todas partes estáis, y aun en el infierno, donde yo no estoy; pues como dice David, aunque bajara al infierno, allí os hallara también.
Luego es verdad, Dios mío, que yo no existiría ni tendría ser alguno si Vos no estuvierais en mí. ¿O sería mejor decir que no existiría ni tendría ser si yo mismo no estuviera en Vos, de quien, por quien y en quien tienen ser todas las cosas? Así es también, Señor; también así es verdad. Pues si yo estoy en Vos, ¿para dónde os llamo?, ¿o desde dónde habéis de venir a mí?, ¿o qué paraje tengo que buscar que esté fuera del cielo y de la tierra, para que desde éstos venga mi Dios a mí, que tiene dicho por Jeremías: Yo lleno el cielo y la tierra?
Capítulo III
Cómo Dios está en todas partes
3. Mas ¿por ventura cabéis en el cielo y tierra, aunque es cierto que les llenáis? ¿O los llenáis de tal modo que sobre todavía, porque no cabéis todo en cielo y tierra? Pues ¿adónde derramáis todo eso que de Vos ha sobrado, después de haber llenado tierra y cielo? ¿No será mejor decir que para estar Vos en vuestras criaturas no es necesario que os contengan ellas, siendo, por el contrario, que sois Vos quien las contiene a todas? Así, los vasos que están llenos de Vos, no son ellos los que os contienen, haciéndoos allí estable y permanente; pues aunque ellos se rompan, Vos no os derramaréis. Y cuando os derramáis sobre nosotros, no es cayendo Vos, sino antes más bien levantándonos a nosotros que estábamos caídos; y lejos de desuniros Vos y disiparos, nos recogéis y reunís a nosotros.
Pero, Señor, supuesto que llenáis todas las cosas, ¿las llenáis con todo vuestro ser?, o acaso, porque no pueden ellas abarcaros todo entero y de una vez, ¿no reciben más que una parte de Vos? ¿Y esa misma parte la reciben también y al mismo tiempo todas las criaturas?, ¿o cada una de ellas recibe distinta parte, y más grande las mayores, y más pequeñas las que son menores? En tal caso habría en Vos alguna parte que fuese mayor que otra. Pero ¿no es más cierto que todo Vos estáis en todas partes y que ninguna cosa hay que os abarque ni comprenda todo?
Capítulo IV
Que la majestad y perfección de Dios son inexplicables
4. Pues, Dios mío, ¿qué ser es el vuestro?, ¿qué es lo que Vos sois sino mi Dios y Señor? Porque ¿qué otro Señor hay sino este Señor mismo?, ¿o qué Dios sino el Dios nuestro? Vos sois, Dios mío, un soberano Ser, altísimo, perfectísimo, poderosísimo, omnipotentísimo, misericordiosísimo y justísimo, ocultísimo y presentísimo, hermosísimo y fortísimo; tan estable como incomprensible; inmutable y que todo lo mudáis; nunca nuevo y nunca viejo; renováis todas las cosas, y dejáis envejecer a los soberbios sin que lo reconozcan; siempre estáis en acción y siempre quieto; recogiendo y no necesitando; lleváis, llenáis y protegéis todas las cosas; las criáis, aumentáis y perfeccionáis todas. Buscáis sin que os falte cosa alguna; tenéis amor y no tenéis inquietud; tenéis celos y estáis seguro; os arrepentís y no tenéis pesadumbre; os enojáis y tenéis tranquilidad; mudáis vuestras obras sin mudar de parecer.
Recibís también lo que halláis, sin haber jamás perdido cosa alguna; nunca sois pobre y os alegráis con las ganancias; nunca avariento y nos pedís usuras; en obras de supererogación os damos algo de más, y Vos os constituís nuestro deudor; pero todo eso que os damos, ¿de quién sino de Vos lo recibimos?, ¿ni quién tiene cosa alguna que no sea dádiva vuestra? Finalmente, pagáis deudas sin deber a nadie; y perdonáis lo que os deben sin perder nada de lo que os es debido.
Pero Dios mío de mi vida y dulzura de mi alma, ¿qué es todo esto que acabo de decir, respecto de lo que Vos sois?, ¿y qué es cuanto puede decir cualquiera que hable de Vos? Y así, infelices y desgraciados aquellos que de Vos no hablan; pues aun los que hablan mucho de Vos se quedan tan cortos como si fueran mudos.
Capítulo V
Pide Agustín a Dios perdón de sus pecados
5. ¡Oh!, ¡quién pudiera descansar en Vos! ¿Cuándo tendré yo la dicha de que vengáis a mi corazón y le poseáis enteramente, y le embriaguéis de vuestro espíritu, para que olvide yo todos mis males, y me abrace y una estrechamente con Vos, que sois mi único y verdadero bien? Decidme Vos, Dios mío, ¿qué es lo que sois para mí? Usad conmigo esta misericordia, para que yo lo pueda decir con vuestra gracia.
Pero ¿qué soy yo para Vos, que me mandáis que os ame, y si yo no lo ejecuto, os enojáis conmigo y me amenazáis con el castigo de la mayor infelicidad? ¿Y es por ventura pequeña infelicidad el mismo dejar de amaros? ¡Ay de mí, si tal hiciera!
Pues decidme, Dios mío y Señor, por vuestra infinita misericordia, lo que Vos sois para mí. Responded diciendo a mi alma: Yo soy tu salud eterna. Mas decídselo de tal modo que lo oiga bien y lo entienda. He aquí, Señor, delante de Vos, los oídos de mi corazón abridlos Vos y decid a mi alma: Yo soy tu salud. Que al oír esta voz, yo correré siguiéndola, y me abrazaré con Vos. No me ocultéis la hermosura de vuestro rostro. Muera yo para verle, y no moriré dejándole de ver.
6. Estrecha es, Señor, la casa de mi alma, para que vengáis a ella; pues ensanchadla Vos. Está para caerse y amenaza ruina; pues reparadla Vos y fortalecedla. Tiene varias cosas que desagradan a vuestros ojos: bien lo conozco y confieso; pero ¿quién sino Vos puede limpiarla?, ¿o a quién sino a Vos he de clamar diciendo: Limpiadme, Señor, de las ocultas manchas de mis culpas, y no imputéis a vuestro siervo las ajenas?
Yo creo y tengo fe, y por eso hablo y me explico de este modo: bien lo sabéis Vos, Señor. ¿No es verdad, Dios mío, que habiéndoos -25- confesado yo mis culpas y acusándome a mí mismo, Vos ya habéis perdonado las impiedades de mi corazón? No alego esto con ánimo de entrar a juicio con Vos, que sois la suma Verdad; pues no quiero engañarme a mí mismo lisonjeándome de ser justo; no sea que entonces se verifique en mí que mi propia iniquidad mintió y se engañó a sí misma. No quiero, pues, entrar en juicio con Vos; porque si Vos, Señor, atendéis a todas nuestras culpas, ¿quién podrá comparecer en vuestra presencia?
Capítulo VI
Describe Agustín su infancia, y alaba la eternidad y providencia divina
7. Permitid, Señor, que no obstante ser yo polvo y ceniza, hable delante de vuestra misericordia. Permitidme hablar, Señor, pues vuestra misericordia es a quien hablo y no a los hombres, que harían burla y se reirían de mí. Y si acaso os riereis Vos también, estoy muy cierto de que lo convertirías en provecho mío, volviendo a tener misericordia de mí.
Pero ¿qué es lo que yo intento deciros, Dios y Señor mío, sino que ignoro de dónde haya venido a esta vida, que no sé si la llame vida mortal o muerte vital? Aquí estaban ya para recibirme los consuelos y favores de vuestra misericordia, según oí de los padres que me engendraron y de quien hicisteis que yo naciera, porque a mí no me ha quedado especie alguna de lo que entonces pasó. Recibiéronme, pues, los consuelos y favores que me previno vuestra misericordia, proveyéndome y surtiéndome de la leche que había de mamar y necesitaba para mi sustento. Porque ni mi madre ni las amas que me criaban se llenaban los pechos a sí mismas, sino que Vos, Dios mío, erais quien se los llenaba, ministrándome por medio de ellas el alimento propio de mi infancia, según las determinaciones de vuestra providencia, que surte abundantísimamente de cuanto es necesario a todas las criaturas.
También era don vuestro el que yo no quisiese más que aquello que me dabais; y que las amas que me criaban quisiesen también darme lo que para mí les dabais: como efectivamente lo hacían, dándome con mucho afecto y amor bien ordenado lo que habían recibido de Vos con abundancia. Porque era bueno y conveniente para ellas darme aquel mismo bien que de ellas recibía; aunque, a la verdad, no de ellas sino de Vos me venía aquel bien por ministerio de ellas: porque todos los bienes, sean corporales o espirituales, vienen siempre de Vos, Dios y Señor mío, de quien depende toda la salud y felicidad de mi cuerpo y alma: como lo advertí después, reflexionando la multitud de beneficios que interior y exteriormente me habéis hecho, que son tantas voces que me habéis dado para que lo reconozca. Mas por entonces lo que yo sabía era mamar, y entretenerme con las cosas que me eran agradables; y llorar y disgustarme con las que me eran incómodas y molestas: esto era lo que sabía, y nada más.
8. Después también comencé a reír: primeramente mientras estaba dormido, y después también reía estando despierto. Así me lo han contado, y yo lo he creído, porque lo mismo vemos en los otros niños; pues yo no me acuerdo de estas cosas.
Poco a poco iba también conociendo dónde estaba, y procuraba manifestar mi voluntad y deseos a los que podían cumplírmelos; pero no podía manifestárselos bien, porque mis deseos estaban dentro de mí, y aquellas personas estaban fuera; y por ninguno de sus sentidos podían recibir ni penetrar el interior de mi alma. Por eso me agitaba, daba voces, y hacía aquellas pocas señas y ademanes que podía, para significar mis deseos interiores; a los cuales no se parecían ni eran bastante semejantes mis ademanes y acciones. Y cuando no me daban los gustos que pedía, o por no haberme entendido, o porque no me hiciese daño, me indignaba con mis mayores porque no me obedecían, y con las personas libres porque no se me sujetaban y servían, y me vengaba de todos con llorar. Lo mismo he visto que hacen todos los niños que yo he podido observar: y que yo fui también como ellos, mejor me lo han dado a entender los mismos niños que lo ignoran, que los que me criaron, que lo saben.
9. Pues he aquí que mi infancia murió hace ya mucho tiempo y, no obstante, yo todavía estoy vivo; pero Vos, Señor, sois el único que siempre vive y en quien nada muere, porque vuestro ser es antes del principio de los siglos, y antes de todo cuanto se puede decir antes. Vos sois el Dios y Señor de todo lo que criaseis, en Vos están permanentes e inmutables las causas y principios de todas las cosas mudables y transitorias; en Vos viven inalterables y eternas las ideas y razones de todas las criaturas temporales y destituidas de razón.
10. Yo os confieso y alabo, soberano Señor del cielo y de la tierra, por aquellos primeros principios de mi vida y de mi infancia, de que no me acuerdo: lo cual quisisteis que los hombres lo infiriesen y conjeturasen de lo que ven y experimentan que sucede a los otros, y creyesen muchas cosas de sí mismos, solamente por la autoridad de aquellas mujeres que los asistieron en aquella edad.
Yo entonces verdaderamente ya tenía algún ser, y también tenía vida; y al írseme acabando aquella edad de mi infancia, buscaba indicios y señas con que darme a entender a otros, y hacerles conocer mis pensamientos y deseos. ¿Quién sino Vos, Dios mío, había de ser el autor de una tal criatura? ¿Por ventura puede alguno ser la causa o artífice de sí mismo?, ¿o hay algún otro conducto por donde se nos comunique el ser y la vida fuera de Vos, que nos hacéis y formáis, y en quien el ser y el vivir no son dos cosas realmente distintas, sino que Vos mismo sois la suma vida y el sumo ser?
Sumo sois, y no sois capaz de mutación; ni este día, que para nosotros pasa y se hace sucesivamente, pasa también para Vos, no obstante que él está en Vos, donde están todas las cosas, porque no tuvieran camino alguno por donde ir pasando si no estuvieran contenidas en Vos. Como vuestros años no pasan ni se acaban, por eso todos ellos no son más que un día presente siempre continuo. ¿Cuánta multitud de días nuestros y de nuestros padres han pasado ya por ese vuestro día siempre presente, y de él tomaron su modo de existir, y efectivamente existieron a su modo, y todavía han de pasar por él otros muchos que tomarán de él su modo de ser sucesivamente, y existirán y serán según su modo?
Pero Vos, Señor, siempre sois el mismo; y todas las cosas que han de ser mañana y en los demás días adelante, y todas las que fueron ayer y en los demás días antecedentes, en ese hoy vuestro las haréis, y en ese hoy las habéis hecho.
¿Qué importará si alguno no entendiere esto que digo? Alégrese él, no obstante, y exclame diciendo: ¡Qué misterio tan grande será ése! Alégrese, vuelvo a decir, aunque no lo entienda bien; y quiera más hallaros sin entenderlo, que entenderlo sin hallaros.
Capítulo VII
Que aun la primera edad de la infancia no está libre de pecados
11. Sedme propicio, Dios mío, y aplacad vuestro enojo contra los pecados de los hombres. Aunque sea un pecador el que os invoca, tenéis misericordia de él, porque Vos hicisteis al hombre, pero no a su pecado.
¿Quién podrá hacer que yo me acuerde de los pecados de mi infancia? Porque nadie está limpio de pecado en vuestra presencia, aunque sea el infante recién nacido, que hace un solo día que vive sobre la tierra. Pues ¿quién me los podrá traer a la memoria? ¿Por ventura me los podrá recordar cualquier niño tamañito, en quien echo de ver lo que de mí no me acuerdo?
Pero ¿en qué podía yo pecar entonces? ¿Por ventura sería en pedir el pecho ansiosamente y llorando? Porque si ahora pidiera yo el alimento correspondiente a mi edad con tanta ansia como entonces el pecho, con razón se burlarían de mí los hombres, justísimamente sería reprendido. Luego es verdad que también entonces hacía algunas cosas reprensibles, aunque ni la razón ni la costumbre permitieran que fuese yo reprendido entonces, pues no podía entender a quien me reprendiese. Es verdad que después, conforme vamos siendo mayores, vamos perdiendo también y echando fuera de nosotros esos malos resabios y propiedades; pero también lo es que jamás se habrá visto que un hombre cuerdo y juicioso, cuando quiere limpiar o purificar alguna cosa, quite y arroje de ella lo que tenía de bueno.
¿Se puede acaso decir que eran buenas propiedades respecto de aquella edad pedir llorando aun aquello que le seria dañoso, indignarse fuertemente con los que no son sus criados, con las personas libres y respetables por su mayor edad, con los mismos que le dieron el ser y con otros muchos sujetos prudentes, que no quieren obedecer a las insinuaciones de su voluntad, y procurar también, cuanto le es posible, maltratarlos con araños y golpes, porque no obedecen a lo que el niño manda, cuando le sería perjudicial y dañoso que le obedecieran? De donde puede inferirse que en la infancia la pequeñez y delicadeza de aquel cuerpecito no puede hacer daño; pero que el ánimo, aun en aquella edad, no es inocente.
Yo mismo he visto y experimentado a un niño de pecho, que aún no sabía hablar, y tenía tales celos y envidia de otro hermanito suyo de leche, que le miraba con un rostro ceñudo y con semblante pálido y turbado. ¿Y quién hay que pueda ignorar esto? Dícese que las madres y las armas enmiendan estos y semejantes defectos de los niños usando de no sé qué remedios.
Mas ¿podrá decirse que también es inocencia no poder sufrir un niño que de aquella fuente de leche copiosa y abundante participe el otro que está necesitado, y solamente puede vivir con aquel alimento? No obstante, se les toleran con facilidad y se les disimulan estas cosas, no porque sean de ninguna o muy poca importancia, sino porque han de acabarse con aquella edad. Y aunque Vos, Señor, aprobéis que con los niños se tenga esta conducta, no obstante, si aquellas propiedades se advirtieran en otro de más años, no debieran disimularse ni sufrirse.
12. Vos, pues, Dios y Señor mío, que disteis al niño aquella vida de que goza y aquel cuerpo dotado de sentidos, como lo vemos, y, adornado de sus miembros y figura bien proporcionada; y para la conservación e integridad de todo esto le disteis también los conatos y esfuerzos que son propios de un viviente animado y sensitivo, me mandáis que por todo esto os alabe y bendiga, os confiese y cante a vuestro nombre cánticos de alabanzas, ¡oh altísimo y soberano Señor de cielo y tierra!, pues verdaderamente os dais a conocer por Dios todopoderoso y sumamente bueno, aunque no hubierais hecho más que estas cosas, que nadie puede hacer sino Vos sólo, de quien únicamente provienen todos los modos y diferencias que tienen de ser las criaturas, y como hermosísimo dais hermosura a todas las cosas, y las ordeñáis y gobernáis por las justísimas leyes que les habéis impuesto a todas ellas.
Esta mi edad, Señor, que yo por mí no me acuerdo haberla tenido ni pasado, acerca de la cual tengo que creer lo que de ella otros me refieren, y que yo mismo conjeturo haberla vivido, por lo que veo y experimento en los demás niños (bien que esta conjetura es muy segura y cierta), no me determino a juntarla con la vida que tengo ni a contarla por una parte de lo que he vivido en este mundo. Porque en cuanto a estar envuelta en las oscuras tinieblas de mi olvido, es igual y semejante a la que tuve y pasé en el vientre de mi madre. Pues decidme, Dios mío, habiendo yo sido concebido en culpa, y viviendo en ella en el seno de mi madre, ¿en dónde, Señor, yo, siervo vuestro, estuve sin pecado, o en qué tiempo he sido inocente? Pero dejo aparte toda aquella edad, porque ¿qué he de hacer ni decir de ella, si no ha dejado algún rastro en mi memoria?
Capítulo VIII
Del modo con que aprendió a hablar, cuando llegó a la niñez
13. Creciendo insensiblemente y adelantando en edad todos los días, llegué desde la infancia a la puericia, o por mejor decir, la puericia llegó y sucedió a mi infancia. Ni ésta se retiró o apartó de mí, porque ¿adónde se ha ido?, pero verdaderamente dejó de ser y se acabó aquella edad. De modo, que ya no era yo infante, esto es, sin habla, sino niño que podía hablar y hablaba.
Yo me acuerdo bastante de esto y he reflexionado después el modo con que aprendí a hablar, porque no fue esto por medio de alguna enseñanza de mis maestros o mayores, que me fuesen diciendo las palabras con determinado orden y método de doctrina, como poco después me enseñaron a leer; sino que yo mismo aprendí, valiéndome del entendimiento que Vos, Dios mío, me disteis. Porque viendo que ni con gemidos y voces diferentes, ni con varios movimientos y ademanes del cuerpo, podía explicar como quería los interiores efectos y deseos de mi voluntad, de modo que me entendiesen todos, y todo lo que les quería decir para que me obedeciesen, pronunciaba yo mentalmente las voces y palabras que oía, cuando ellos nombraban alguna cosa; y cuando en correspondencia de alguna palabra que habían dicho se movían corporalmente hacia alguna cosa, lo veía y observaba, y entonces conocía que aquella cosa se nombraba con aquella misma voz que ellos habían pronunciado, cuando querían mostrarla o significarla. Se conocía que ellos querían esto por las acciones y movimientos del cuerpo, que son como palabras naturales y lenguaje de que usan todas las naciones, y se forman, ya con todo el rostro, ya con los ojos solamente, ya con otras señas de los demás miembros del cuerpo, y ya finalmente con el sonido de la voz: con cuyas señas y acciones dan a entender las afecciones del alma en orden a pedir, retener, desechar, huir o aborrecer estas o aquellas cosas.
De este modo iba yo aprendiendo poco a poco muchas palabras en varias sentencias y proposiciones que oía, puestas y colocadas en sus propios y correspondientes lugares; y oyendo unas mismas palabras muchas veces, iba aprendiendo lo que significaban. Finalmente, adiestrándose mis labios y lengua en formar aquellas mismas palabras, conseguí explicar con ellas los deseos de mi voluntad. De este modo comencé a hablar con los que andaban a mi lado, y éste fue como el primer paso que di en la carrera peligrosa del trato y sociedad humana, dependiendo siempre de la autoridad de mis padres y voluntad de mis mayores.
Capítulo IX
Del aborrecimiento que los muchachos tienen al estudio,
amor al juego y temor al castigo
14. ¡Qué de miserias y engaños, Dios y Señor mío, comencé desde luego a experimentar en la sociedad humana! Porque desde la tierna edad de mi puericia me proponían y enseñaban que era recto y justo obedecer a los que me aconsejaban que procurase lucir y florecer en este siglo, aventajándome y sobresaliendo en el estudio de aquellas artes y facultades parleras que sirven para adquirir reputación y honor entre los hombres, y las riquezas del mundo vanas y falaces.
En consecuencia de esto me pusieron a la escuela para que aprendiese a leer y escribir: en lo que yo no advertía qué utilidad pudiese haber y, no obstante, me azotaban cuando era negligente en aprender. Este rigor era alabado de mis padres y mayores; pero ello es cierto que muchos que nos han precedido en esta vida nos han dejado abiertos -30- unos caminos trabajosos, por los cuales nos hacen ir por fuerza, multiplicando así los dolores y penalidades a los hijos de Adán.
Pero hallé y tuve maestros que os invocaban, Dios y Señor mío, y en sus necesidades se encomendaban a Vos, y yo también lo aprendí de ellos. Desde entonces conocí yo, según los alcances de mi corta edad, que Vos erais una cosa tan grande y excelente, que podíais oírnos y favorecernos, aunque no os manifestarais a nuestros sentidos. Por lo cual desde niño acostumbraba acudir a Vos como a mi defensa y amparo, y rompía los nudos de mi lengua para invocaros y pediros favor; y aun siendo yo tan pequeño, os suplicaba con el mayor fervor que no me azotasen en la escuela. Y cuando (para bien mío) no me lo concedíais, los hombres, y aun mis padres, que no me deseaban mal alguno, se reían de que me hubiesen azotado; siendo así que era para mí entonces el mayor y más grave mal que pudiera sucederme.
15. ¿Hay por ventura, Señor, algún ánimo tan grande, y unido a Vos con un amor tan fino y excelente, que se burle tanto de los trabajos por vuestro amor? (porque la insensatez puede también hacerlo): ¿hay, pues, algún hombre, vuelvo a decir, que en fuerza del amor y caridad fervorosa con que os ama, esté tan grandemente apasionado de Vos, que se burle de los potros, garfios de hierro y de otros tormentos semejantes? (para librarse de los cuales y compelidos del gran temor que les tienen los hombres, en todo el universo acuden a Vos con fervorosas súplicas): ¿hay, pues, alguno que los juzgue todos tan leves y de tan poca consideración, que se burle tanto de los que temen aquellas penas y martirios como nuestros padres se reían y burlaban de los tormentos con que los muchachos éramos afligidos de nuestros maestros? Pues a la verdad, ni yo los temía menos que aquellos otros puedan temer los tormentos insinuados, ni os suplicaba con menos fervor que ellos que me libraseis de semejantes castigos, no obstante que los mereciese por mi negligencia en aprender, haciendo menos de lo que me pedían y mandaban en cuanto a leer y escribir. Porque a mí no me faltaba memoria ni ingenio, pues Vos, Señor, me lo disteis muy suficiente para aquella edad; pero gustaba del juego, y por él me castigaban los que tenían el mismo gusto y ejecutaban lo propio. Pero los juegos y diversiones de los que son ya hombres hechos se llaman quehaceres, negocios y ocupaciones; y los juegos y entretenimientos de los muchachos son castigados de los maestros y mayores como delitos; y no hay quien tenga lástima ni se compadezca de aquéllos, o de éstos, o de unos y de otros.
En efecto, cualquier hombre que juzgue bien y rectamente de las cosas no me parece que aprobaría que yo fuese azotado por jugar a la pelota en aquella edad, porque el juego me impedía aprovechar en un estudio, con el cual había yo de jugar, cuando mayor, con modo más culpable y reprensible; ni tampoco negaría que el mismo que me azotaba incurría en semejantes o mayores defectos, pues si en alguna disputa era vencido por otro maestro quedaba más atormentado de cólera y envidia, que podía yo quedar cuando en el juego de la pelota era vencido del compañero con quien jugaba.
Capítulo X
Cómo por amor al juego no se aplicaba al estudio
16. No obstante, ello es cierto que yo pecaba, Dios y Señor mío, autor y ordenador de todas las criaturas (aunque de los pecados solamente ordenador, mas no autor), es cierto que yo pecaba, obrando contra lo que me mandaban mis padres y maestros: pues podía hacer buen uso de aquellas letras que querían que aprendiese, fuese su ánimo entonces el que fuese. Porque, a la verdad, yo no dejaba de hacer aquello que me mandaban, por ocuparme en otras cosas mejores, sino por la afición que tenía al juego, en cuyos lances deseaba con cierto aire de soberbia quedar siempre victorioso; y también porque gustaba de oír fingidos cuentos y fábulas, que cada vez me aficionaban más, y excitaban en mí mayor deseo de oírlas; y avivándose más y más mi curiosidad, y pasándose de los oídos a los ojos, me inclinaba y hacía desear ardentísimamente hallarme en aquellos espectáculos y juegos a que los hombres ya grandes solían asistir: los cuales espectáculos y juegos los disponen y mandan ejecutar unos sujetos tan autorizados y de tan superior dignidad en la república, que casi todos los demás hombres desearían que sus hijos llegasen a verse en estado de mandar y disponer aquello mismo; y no obstante, llevan a bien y consienten que sean castigados, si por divertirse en ver aquellos juegos, dejan de adelantar en el estudio con el cual desean que lleguen algún día a poder dar al pueblo aquellos espectáculos y diversiones.
Mirad, Señor, con ojos de misericordia estas contrariedades de los hombres, y libradnos de incurrir en ellas a todos los que os invocamos; y librad también a los que todavía no os invocan, para que lo hagan, y los libréis enteramente.
Capítulo XI
Afligido con una enfermedad pide el Bautismo;
pero habiéndose mejorado prontamente, se dilata el dárselo por consejo de su madre
17. Desde mi niñez había oído hablar algunas veces de la vida eterna que nos está prometida por el abatimiento y humildad de Jesucristo, Dios y Señor nuestro, que se dignó bajar hasta nosotros para curar nuestra soberbia: y por el cuidado y solicitud de mi madre, que tenía puesta en Vos su confianza, desde que nací era yo santiguado en vuestra Iglesia con la señal de la cruz, y había sido participante de su misteriosa sal. Pues ya sabéis, Señor, que siendo, yo muy pequeño todavía, me vi acometido repentinamente de un gravísimo dolor de estómago, que me puso en términos de morir. Vos, Dios mío, que velabais como mi guarda y amparo sobre la salud de mi alma, visteis con cuánta ansia y anhelo de mi corazón, y con cuánta fe pedí a mi piadosa madre, y a la que es madre de todos nosotros, vuestra Iglesia católica, que me concediese el bautismo de Jesucristo, vuestro Hijo, Dios y Señor nuestro.
Este accidente conturbó mucho a mi madre, pero como deseaba mi salud eterna, y con el más fino amor y caridad me paría espiritualmente a vuestra fe, procuró a toda prisa que se me confiriese aquel saludable Sacramento, con que había de ser lavado de todas las manchas de mis culpas, confesando a mi Señor Jesucristo para lograr el perdón de todos mis pecados hubiera tenido efecto nuestra intención entonces, a no ser porque mejoré prontamente y quedé fuera de aquel peligro. Así se dilató para más adelante mi bautismo, en que se había de haber lavado y purificado mi alma, creyendo que después de aquel lavatorio serían mayores y más peligrosas las manchas de mis delitos; como si fuera inevitable y forzoso volver a mancharme, si quedaba vivo.
De modo, Señor, que desde aquella edad ya creía yo en Vos juntamente con mi madre y toda nuestra familia, exceptuando a mi padre solamente, cuyo respeto y autoridad nunca preponderó en mi estimación a la que yo tenía y hacía de la piedad de mi madre; y así no pudo él con su ejemplo apartarme del creer en mi Señor Jesucristo. Y por otra parte ponía mi madre toda su atención en procurar que a Vos, Dios mío, os tuviese por mi padre verdadero, más bien -33- que al que me había engendrado. Y Vos, Señor, la ayudabais, haciendo que su dictamen y piedad prevaleciesen en mí, respecto de la autoridad y ejemplo del varón a quien ella no obstante obedecía y servía, siendo mejor que él; porque conocía que en esto os servía y obedecía a Vos, que se lo mandabais.
18. Pero quisiera saber, Dios mío (si esto fuere conforme a vuestra voluntad), con qué fin se dilató mi bautismo por entonces: y si acaso fue para mi provecho que con aquella dilación me dejasen como sueltas las riendas para pecar; o si verdaderamente no fue esto dejármelas sueltas para el pecado. Porque si no es así, ¿qué fundamento puede tener lo que aún ahora por todas partes oímos decir de muchos: Dejadle que haga lo que quiera, pues aún no está bautizado? Pero en verdad, que hablando de la salud del cuerpo no decimos: Dejadle que reciba más heridas, o que tenga más llagas, pues todavía no ha sanado él de las primeras.
Pues ¿cuánto mejor hubiera sido que se me hubiese dado cuanto antes la salud, y que mis cuidados y los de mis padres se ocupasen en conservar y asegurar mediante vuestra protección la salud de mi alma, que hubiera entonces recibido de Vos? Mejor hubiera sido ciertamente. Pero las muchas y grandes olas de tentaciones que me amenazaban, y después de pasada la puericia habían de acometerme, ya mi madre las presentía y conocía anticipadamente; y más quiso exponer a los golpes de aquellas olas el barro de que había de formar después mi imagen, que no la misma imagen, formada ya y perfecta.
Capítulo XII
Cómo le compelían y forzaban al estudio, y cómo Dios volvía en bienes sus males
19. En aquella misma edad de mi puericia, en que había menos que temer que en la juventud, no amaba yo las letras, ya aborrecía que me precisasen a estudiarlas. En esto me hacían bien, y yo era el que obraba mal, porque no hubiera aprendido si por fuerza no me hubieran obligado; y porque ninguno hace bien aquello que hace por fuerza, aunque sea bueno aquello mismo que hace.
Ni tampoco me hacían bien los que me violentaban al estudio; sino que todo el bien que se me hacía en esto de Vos provenía, Dios y Señor mío. Porque ellos no miraban ni atendían a qué fin podía yo ordenar aquellas letras que por fuerza me hacían aprender, más que a saciar los insaciables deseos de una rica pobreza y de una afrentosa gloria. Pero Vos, que tenéis contados todos los cabellos de nuestra cabeza, del error que cometían todos aquellos que me violentaban, usabais Vos y os servíais para mi provecho; y del que yo cometía no queriendo aprender, os valíais para mi castigo: que no dejaba de merecerlo, siendo en aquella edad tamañito muchachuelo y tamaño pecador. Así, Señor, de los que no hacían bien en lo que hacían conmigo, sacabais bien y provecho para mí; y de mi mismo pecado sacabais justamente mi castigo. Porque Vos tenéis dispuesto (y se cumple puntualmente el orden vuestro) que todo ánimo desordenado sea verdugo de sí mismo.
Capítulo XIII
A qué estudio se aficionaba más
20. Desde mi tierna edad me hacían aprender el griego; pero yo aborrecía semejante estudio: y no sé por qué le tenía tanta aversión entonces, que aún ahora no he podido acabar de averiguar el motivo.
Al contrario me sucedió con el latín, al cual me aficioné mucho; no digo aquel latín que podían enseñarme los maestros de primeras letras, sino el que enseñan los que se llaman gramáticos, porque aquel otro estudio de las primeras letras, en que se aprende a leer, escribir y contar, no le tenía por menos pesado y penoso que el de todo el griego.
Pues ¿de dónde podía dimanar esta aversión, sino de mi pecado, y de lo caduco de esta vida, por ser el hombre compuesto de carne animada de un espíritu, cuya vida es como un soplo de aire pasajero que va y no vuelve? Porque a la verdad el estudio de aquellas primeras letras era mejor y más sólido; pues con él podía conseguir, como de hecho conseguí entonces y también ahora, ya el leer lo que hallo escrito, ya también escribir todo lo que quiero. Pero en el otro estudio, a que yo me incliné más, me obligaban a aprender los errados rumbos de no sé qué Eneas olvidándome de lo errado de los míos y a llorar la desgracia de Dido, que por amor de Eneas se mató a sí misma; cuando yo, miserable de mí, no lloraba la muerte que a mí mismo me daban estas fábulas, apartándome de Vos, que sois mi Dios y mi vida.
21. ¿Qué cosa más digna de compasión y lástima que un hombre infeliz y miserable que no tenía lástima ni se compadecía de sí mismo, y que lloraba la muerte de Dido, causada de su grande amor a Eneas, no llorando mi propia muerte, causada de no amaros a Vos, Dios mío, luz de mi corazón, sustento y fortaleza de mi alma, y virtud que la fecundáis, llenando toda la capacidad de mi entendimiento?
No os amaba yo, Señor; antes bien os era desleal. Y andando así perdido, por todas partes oía mis aplausos. Porque tener amistad con este mundo es apartarse de Vos; y por ese apartamiento recibe el hombre aplausos en el mundo, para que se avergüence, si no persevera en la unión y amistad de quien le aplaude tanto.
No lloraba yo esto, y lloraba a Dido, que por último extremo de su amor se mató a sí misma; siendo así que yo amaba extremadamente a vuestras criaturas dejándoos de amar a Vos, y portándome como terreno en tener puesta mi afición en cosas de la tierra. Y estaba tan aficionado y adherido a aquella lectura, que si me estorbaran leer aquellas cosas, lo sentiría mucho, porque no me dejaban leer lo que me causaría sentimiento. Pues estas y semejantes locuras son reputadas como mejores estudios y aplaudidas con el nombre de bellas letras; -35- y su estudio se juzga de más utilidad que el otro en que me enseñaron a leer y a escribir.
22. Pero al presente, Dios mío, dad voces en el interior de mi alma y clame allí vuestra verdad diciéndome: No es así, no es así; mejor es sin duda aquella doctrina y enseñanza primera. Porque a la verdad yo más quisiera que se me olvidaran los rodeos por donde anduvo Eneas y las demás historietas a este modo, que el escribir y leer.
Bien sé que las puertas de sus aulas las cubren los gramáticos con una especie de velos o cortinas, pero éstas no tanto sirven para significar los misterios que sus fábulas ocultan, cuanto para encubrir los errores y desvaríos que allí se enseñan.
No tienen que alborotarse ni dar voces contra mí, que no les temo desde que en vuestra presencia, Dios mío, confieso los afectos y deseos de mi alma, y he resuelto acusarme de las erradas sendas que he seguido, para enmendar lo que he errado, y seguir de aquí adelante el camino de vuestras santas leyes y preceptos.
No se me opongan, ni griten contra mí los que viven de vender y comprar las doctrinas y reglas de la gramática; porque si yo les pregunto si es verdad que Eneas vino alguna vez a Cartago, como dice Virgilio, los menos instruidos responderán que no lo saben, pero los que saben algo más, dirán que aquello no es verdad. Pero si les preguntase con qué letras se escribe el nombre de Eneas, todos los que aprendieron a escribir responderán uniformemente y conformándose con aquellas reglas y forma de caracteres que están instituidos y determinados por el convenio y voluntad de los hombres, y será verdadera su respuesta. Y finalmente, si les preguntara cuál sería mayor daño para esta vida, olvidársele a un hombre el leer y el escribir, u olvidársele todas aquellas ficciones poéticas, ¿quién no ve lo que respondería cualquiera que no estuviese olvidado enteramente de sí mismo?
Luego aun siendo muchacho hacía yo mal en amar y aficionarme más al estudio de aquellas cosas tan vanas, que al de éstas, que son más útiles y provechosas, o por mejor decir, obraba mal amando aquéllas y aborreciendo éstas. Pues ¿qué diré de mi repugnancia a los primeros principios de la aritmética? Era para mí una canción insufrible el oír a los otros, y repetir yo mismo: uno y uno son dos, dos y dos son cuatro; cuando por otra parte era para mi gusto un pasaje muy delicioso, el de aquel caballo de madera lleno de gente armada, el incendio de Troya y la sombra de Creúsa.
Capítulo XIV
Del aborrecimiento que tenía al estudio de la lengua griega
23. Pues ¿cómo aborrecía yo también la gramática griega, que enseña estas y semejantes fábulas?, porque Homero verdaderamente es destrísimo en tejer estas ficciones, y es dulcísimamente vano; y no obstante, era bien amargo para mí cuando muchacho. Yo creo que lo mismo les sucederá respecto de Virgilio a los muchachos griegos de nacimiento cuando los obliguen a aprenderle, como a mí me obligaban a aprender a Homero.
Esto debía consistir en que la gran dificultad que generalmente hay en aprender una lengua extraña servía de amarga hiel con que se rociaban todas las dulzuras que yo hallaba en la narración de las fábulas griegas. Pues cuando aún no sabía palabra de aquel idioma, me obligaban con terribles amenazas y crueles castigos a que le aprendiera.
Es verdad que también durante algún tiempo de mi infancia estuve sin saber palabra alguna de la lengua latina; y con todo eso solamente de oírla hablar la aprendí (sin que me hostigasen con miedos ni tormentos), entre los halagos y caricias de las amas, y entre las chanzas y juegos de los que me entretenían o se divertían conmigo. Pero si la aprendí, sin que ninguno me estimulase con castigos ni amenazas, fue porque mi mismo corazón me obligaba a que manifestase sus interiores afectos; lo que no pudiera hacer si no hubiera aprendido algunas palabras, no de los que las enseñaban, sino de los que hablaban en mi presencia, en cuyos oídos procuraba yo también ir pariendo a mi modo mis conceptos. De donde se infiere que para aprender estas cosas conduce más una curiosidad voluntaria que el temor y la violencia.
Pero ya conozco, Dios mío, que es voluntad vuestra serviros de este freno para reprimir el exceso de aquella curiosidad, siendo éste uno de los efectos de vuestras leyes y determinaciones, que comprenden y abrazan todas las edades de los hombres, desde las palmetas que sufren los niños de mano de sus maestros, hasta las torturas que padecen de los tiranos los mártires; y de este modo vuestras divinas leyes nos hacen volver a Vos, porque van mezclando saludables amarguras en los mismos deleites ponzoñosos que nos habían apartado de Vos.
Capítulo XV
Oración del Santo a la Majestad divina
24. Oíd, Señor, benignamente la súplica que os hago, y concededme que mi alma no desfallezca siguiendo los documentos de vuestra enseñanza, y no cese yo de alabaros y bendeciros por las misericordias que conmigo habéis usado, sacándome de todos los perversos caminos de la iniquidad, por donde yo andaba perdido. Haced, Dios mío, que perciba en Vos una dulzura incomparablemente mayor que la de todos los engañosos deleites que antes seguía; y así os ame ardentísimamente y cuanto me fuere posible, y que con todas las fuerzas de mi alma me abrace vuestra mano poderosa, para que me saquéis victorioso de todas las tentaciones que hasta el fin de mi vida me puedan acometer.
Y pues Vos, Señor, sois mi verdadero Rey y mi Dios, quiero emplear en servicio vuestro todo cuanto bueno y útil aprendí de muchacho. Sea, vuelvo a decir, para servicio vuestro todo cuanto aprendí y adelanté en hablar, en leer, en escribir y en contar, lo cual yo os consagro en reconocimiento de lo que me castigasteis por la adhesión que tenía a aquellas vanidades de las fábulas y de que me habéis perdonado los pecados de deleitarme en ellas. Es cierto que estudiándolas aprendí muchos buenos vocablos y palabras útiles, pero -37- también lo es que se pueden aprender en otros escritos, que no son tan fabulosos y vanos; y éste es el camino seguro por donde se había de llevar a los muchachos.
Capítulo XVI
Reprueba el método que comúnmente se observa en la enseñanza de la juventud
25. Pero ¡oh funesto y caudaloso río de la costumbre! ¿Quién te podrá resistir?, ¿hasta cuándo ha de durar tu corriente sin secarse?, ¿hasta cuándo envolverás en tus olas a los hijos de Eva, dando con ellos en este mar profundo y espantoso que apenas en la sagrada nave de la cruz se puede vadear? ¿Por ventura no fue la costumbre la que puso en mi mano aquellos libros, en que leí que Júpiter truena en el cielo y adultera en la tierra? Y verdaderamente él no pudiera hacer estas dos cosas; pero esto se fingió con la mira de que el adulterio verdadero tuviese un modelo autorizado con un trueno fingido.
Pero ¿qué filósofo de buen juicio oye con serenidad de ánimo y con paciencia lo que el otro de su misma profesión está clamando y diciendo: Estas cosas las fingía Homero, que trasladaba a los dioses las flaquezas de los hombres, y más quisiera yo que hubiera trasladado a nosotros las virtudes de los dioses? Es muy cierto que Homero fingió todas estas cosas, pero fue siempre atribuyendo divinidad o haciendo dioses a unos hombres viciosos y malvados, para que los delitos más enormes no pareciesen tales; y para que se juzgase que cualquiera que hiciese aquellas maldades no imitaba a unos hombres perdidos, sino a unos dioses que habitaban en los cielos.
Y no obstante eso, ¡oh río infernal de la costumbre!, a ti se arrojan los hijos de los hombres con los estipendios que dan por aprender unas máximas tan perjudiciales, y se tienen por una gran cosa cuando esto se ejecuta públicamente en la plaza y con autoridad de las leyes que determinen se den salarios y gratificaciones, además de sus ordinarios estipendios, y entonces conmovidas tus piedras con el imperio de tus olas, hacen gran ruido diciendo: aquí se aprende a hablar bien; aquí se adquiere elocuencia, tan necesaria para persuadir las cosas y explicar las sentencias. Pues qué, ¿no podríamos saber estas palabras, rocío de oro, regazo, engaño, bóveda del cielo, y otras tales voces que se hallan escritas en la misma fábula, si Terencio no hubiera introducido en una de sus comedias a aquel joven lascivo que toma a Júpiter por ejemplo de su impureza, mirando una pintura que había en la pared, donde se representaba el modo con que dicen que Júpiter engañó a Dánae, bajando a su regazo disfrazado y transformado en rocío o lluvia de oro? Y ve aquí cómo aquel joven se provoca a sí mismo a deshonestidad, diciendo de este modo: «Pero ¿qué dios fue el que cometió este estupro? No menos que aquel dios tan poderoso, que con los truenos hace que se estremezcan y retumben las bóvedas del cielo. Pues yo, que soy un hombre mortal y flaco, ¿tendré por cosa indigna de ejecutarse lo que se dice haber ejecutado un dios tan grande? Lo hizo efectivamente con toda voluntad».
De donde se sigue que la obscenidad y torpeza de esta fábula no es la que sirve y conduce para que se aprendan mejor aquellas expresiones; antes al contrario, por medio de semejantes palabras se obra con mayor libertad aquella torpeza. No acuso yo las voces o palabras, que son como unos vasos preciosos y exquisitos, sino el vino del error que nos daban a beber en ellos unos maestros embriagados ya de él, y que nos castigaban si no queríamos beberlo, sin que nos fuera permitido apelar a algún juez sobrio y que no estuviese preocupado como ellos y poseído del error.
Y no obstante eso, yo, Dios mío, en cuya presencia hago memoria de estas cosas con seguridad, las aprendí gustoso y, pobre de mí, me deleitaba en ellas; y por eso se decía de mí que era un muchacho de grandes esperanzas.
Capítulo XVII
Continúa reprendiendo el modo acostumbrado de ejercitar a los jóvenes en el estudio
27. Permitidme, Dios mío, que diga también algo del ingenio que Vos me disteis y de los desatinos en que lo ejercitaba.
Se me daba un asunto, sobre el cual había de componer, y esto causaba bastante desasosiego e inquietud en mi alma, ya por ganar el premio de alabanza, ya por el deshonor a que me exponía, ya por el miedo de los azotes con que me amenazaban. Se me proponía, pues, por asunto, que dijera yo las palabras que diría Juno airada y muy sentida porque no podía impedir que abordase a Italia el rey de los troyanos, cuyas palabras nunca había oído que Juno las dijese; pero nos obligaban a que, siguiendo las huellas de las ficciones poéticas, dijésemos en prosa algo que fuese semejante a lo que el poeta hubiera dicho en verso. Y aquél era más alabado que con más propiedad había sabido contrahacer y remedar los afectos -39- de ira y sentimiento correspondientes a la dignidad de la persona de Juno que él representaba, y que había usado de palabras más propias y expresivas para adornar y vestir con majestad oportuna las sentencias.
Pero ¡oh Dios mío y verdadera vida mía!, ¿de qué me servía, que cuando llegaba yo a decir lo que me tocaba, recibía más alabanzas y aplausos que los otros mis coetáneos y condiscípulos?, ¿era más que humo y aire todo aquello?, ¿por ventura no había otra cosa mejor en que se ejercitasen mi ingenio y mi lengua? Vuestras alabanzas, Señor, vuestras alabanzas, de que están llenas vuestras Santas Escrituras, hubieran suspendido y fijado la instabilidad de mi corazón para que no fuese agitado y arrebatado por el aire de aquellas vanidades, para venir a ser ignominiosamente la presa de los inmundos espíritus y potestades aéreas; pues no es uno solo el modo con que se sacrifica a los ángeles apóstatas.
Capítulo XVIII
Que los hombres ponen cuidado en guardar las leyes y preceptos de los gramáticos,
y no lo ponen en observar los mandamientos de Dios
28. Pero ¿qué hay que admirar que me dejase llevar tanto de las vanidades y anduviese tan apartado de Vos, Dios mío, en un tiempo en que se me proponían para mis modelos unos hombres que se llenaban de confusión y vergüenza si les enmendaban algún solecismo o barbarismo que hubiesen cometido al tiempo de referir algunas acciones propias suyas, que no eran defectuosas, y por el contrario, se gloriaban de verse aplaudidos cuando referían sus deshonestidades y torpezas con voces propias, expresivas, y con retórico adorno y elegancia?
Vos, Señor, veis estos desórdenes y calláis como paciente, misericordioso y fiel en vuestras promesas; mas ¿por ventura habéis de callar siempre? También ahora os dignáis sacar de este profundo abismo a un alma que os busca sedienta de vuestros deleites, y os dice de corazón: Yo he buscado, Señor, y siempre he de buscar la luz de vuestro rostro; pues muy lejos están de ver los que siguen la ciega oscuridad de sus pasiones.
Porque el apartarse de Vos, o el volver a Vos, no se hace con pasos del cuerpo, ni consiste en distancia de lugares. ¿Acaso aquel vuestro hijo menor, de quien habla el Evangelio, tomó algún caballo, coche o nave, o voló con alas materiales y visibles, o echó a andar y se valió de sus pies para apartarse de Vos y llegar a aquella región remota y extraña, donde viviendo pródigamente desperdició y malgastó cuanto le disteis al tiempo de su partida? Dulce y amoroso padre fuisteis cuando le disteis todos aquellos bienes, pero más dulce, benigno y amoroso cuando volvió a Vos tan pobre y necesitado. Conque el estar un hombre apartado de la luz de vuestro rostro es estar sumergido en las espesas tinieblas de sus vicios.
29. Mirad, Dios y señor mío, y miradlo con la paciencia que acostumbráis, cómo observan los hijos de los hombres con mucho -40- cuidado las reglas que han dejado establecidas los maestros antiguos para el uso y pronunciación de las letras y de las sílabas, haciendo tan poco aprecio de las eternas leyes que Vos les habéis dado en orden a su salvación. De suerte que si alguno de los que hacen profesión de saber, o enseñar aquellas reglas en que convinieron los antiguos maestros, pronunciase o escribiese sin aspiración la primera sílaba de esta palabra ombre, desagradaría a los hombres mucho más, que si contra vuestras leyes aborreciese a un semejante suyo. Como si a un hombre pudiera otro enemigo hacerle mayor daño que él se hace a sí mismo con aquel odio con que se irrita contra su prójimo; o como si un hombre persiguiendo a otro pudiera hacer con él mayor estrago que el que causa en su propio corazón. Y a fe que no es tan íntima a su alma la ciencia de las letras como es la conciencia propia suya, donde está escrito que en este odio y aborrecimiento ejecuta él con otro lo que no quisiera que ejecutaran con él mismo.
¡Qué ocultos son vuestros juicios, Dios mío! Sólo Vos sois grande y habitáis en lo alto de los cielos silenciosamente, y por inmutables decretos de vuestra justicia esparcís por el mundo las ceguedades, que sirven de castigo y pena a los deseos desordenados de los hombres.
¡Qué mayor ceguedad que la de un hombre que, deseoso de adquirir fama de elocuente, acusa a otro hombre enemigo suyo, y persiguiéndole con odio crudelísimo, alega contra él en presencia de un juez, que es hombre también como ellos, y a vista de un concurso numeroso de hombres! Éste, pues, tiene grandísimo cuidado de que por ignorancia de la lengua no se le escape algún solecismo, como si en latín dijera inter hominibus, y en castellano entre de los hombres; y no se le da cuidado, ni se guarda de aquel odio, con que tira a quitar aquel hombre de entre los hombres.
Capítulo XIX
Que algunos vicios de la puericia pasan también a otras edades del hombre
30. A la entrada de semejantes costumbres yacía yo infeliz cuando muchacho, y en tal palestra y doctrina comenzaba a ejercitarme, temiendo más cometer un barbarismo, que tener envidia a otros que no lo cometían.
Yo os confieso, Dios mío, todas estas cosas, que me las alababan aquéllos a quienes yo deseaba agradar y en esto juzgaba entonces que consistía la rectitud y honestidad de mi vida, porque no veía el abismo de fealdad en que estaba sumergido y lo apartado que estaba de Vos. Pues aun entre aquellas gentes, ¿qué cosa había más fea y corrompida que yo, que aun siendo ellos tales les desagradaba engañando con innumerables mentiras a mi ayo, a mis maestros y a mis padres, por amor al juego y por la afición a ver vanos espectáculos y a imitar con inquietud bulliciosa los juegos y habilidades que en ellos se ejecutaban?
También hurtaba lo que podía de la despensa de casa y de la mesa de mis padres, ya por golosina, ya por tener que dar a otros muchachos que me vendían el gusto de jugar conmigo, no obstante que se divertían tanto como yo en el juego. En él comúnmente hacía trampas para quedar victorioso, siendo yo verdaderamente el vencido de aquel vano deseo de sobresalir y de quedar superior. Y no había cosa que menos pudiese sufrir que el que me hiciesen las mismas trampas que les hacía a ellos, ni había cosa que más severamente reprendiese en los otros, cuando los cogía en alguna de ellas; y cuando a mí me cogían y reprendían, más quería enfadarme con todos y reñir, que ceder y darles la razón.
¿Es acaso ésta la que se puede llamar inocencia pueril? No lo es, Señor, no lo es, Dios mío, porque estas mismas propiedades ejecutadas con los ayos y maestros, con las nueces, bolitas y pajarillos, pasan después a ejecutarse con los gobernadores y reyes, con el oro, posesiones y esclavos; estos mismos procederes pasan ciertamente a las otras edades mayores, que suceden y se siguen a la puericia, como a las palmetas de los muchachos suceden otros mayores castigos.
Conque, mi Dios y mi Rey, cuando Vos dijisteis que el reino de los cielos es de aquéllos que eran tales como los párvulos, no tanto fue aprobar en ellos la inocencia, cuanto la humildad que simbolizan por su pequeña estatura.
Capítulo XX
Da gracias a Dios San Agustín por los beneficios que le hizo en la puericia
31. No obstante, Dios mío y mi Señor, sumamente bueno y excelentísimo Criador y gobernador del Universo, bien conozco que os debería dar infinitas gracias, aun cuando no me hubierais concedido que llegase a la edad de la juventud. Porque aun entonces tenía ser, vivía, sentía y cuidaba también de mi conservación (lo cual es como un rastro e indicio de aquella ocultísima e imperceptible unidad que compone todas las cosas, y de donde también yo procedía); guardaba con el sentido interior de mi alma la integridad de mis sentidos externos, y me deleitaba con la verdad que hallaba y descubría aun en las cosas pequeñas, y con los pensamientos que yo podía formar de tales cosas.
Además de esto, aun en aquella edad de mi puericia no quería ser engañado; tenía una memoria feliz, con el trato y comunicación me iba instruyendo; me era deliciosa la amistad; huía del dolor y pena, del menosprecio y de la ignorancia. En una criatura como ésta, ¿qué cosa hay que no sea admirable y digna de alabanza?
32. Pues todas estas cosas son dádivas de mi Dios, porque yo no me las di a mí mismo, y todas ellas son buenas, y yo consto y me compongo de todas ellas. Luego es bueno mi Hacedor, y Él es todo mi bien, y le bendigo y alabo alegremente por todas aquellas bondades de que constaba yo aun cuando muchacho. En lo que entonces pecaba yo era porque en lugar de buscar en Él los deleites, las honras, las verdades y aun a mí mismo también, buscaba todo esto en sus criaturas y, por eso, venía a caer en sentimientos, en confusiones y en errores.
Bendito seáis, Dios mío, dulzura mía, honra mía y mi única confianza. Gracias os doy, Señor, por todos vuestros dones; pero guardádmelos y conservádmelos Vos, y de este modo me guardaréis a mí, se aumentarán y perfeccionarán los bienes que me disteis, y lograré estar con Vos, que me disteis el ser.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
El perdón. La importancia de la memoria y el sentido de justicia |
Amor, perdón y liberación |
San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |