Sumario
Introducción.- Infancia.- Adolescencia.- Fundación del Opus Dei.- Los primeros tiempos.- La expansión del Opus Dei.- La defensa de un carisma fundqacional.- El amor al Santo Rosario.- Detalles de su amor a la Virgen.- Caricias de Madre.- El Santuario de Torreciudad.- Su ida al Cielo.
Introducción
En una ocasión escribía el Fundador del Opus Dei: «Mi preferencia va a los gestos y a las palabras que han quedado entre cada alma y la Madre de Dios; a esos millones de jaculatorias, d.e piropos callados, de lágrimas contenidas, de rezos de niños, de tristezas convertidas en gozo al sentir en el alma la caricia amorosa de Nuestra Madre» [1]. Esta riqueza de lo inexpresable por su sencillez, es aplicable a él mismo: a lo largo de su existencia, el Beato J osemaría desarrolló una familiaridad creciente con la Virgen; gestos y palabras, jaculatorias y piropos callados, lágrimas contenidas, rezos de niño y de hombre maduro con espíritu de infancia ante Dios, dolores convertidos en gozo por el consuelo de Santa María.
¿Cómo adentrarse en el interior de un hijo que 4a amado apasionadamente desde la infancia a su Madre, y que siempre ha tenido la seguridad de que Ella le correspondía con su querer? Es una intimidad amorosa tan llena de contenido, tan natural y amplia una vida entera fecundísima, que no es posible abarcar.
Comenzó en su infancia como un venero de agua que brota entre las nieves de la montaña, y se hizo arroyo, con sus reflejos y transparencias, y luego río caudaloso que lleva consigo la riqueza a toda la vega, a tantas almas del mundo entero que nos acercamos a él y le oímos hablar de la Virgen Santísima con acentos y matices inolvidables. Después de Jesús, Santa María fue su gran querer, y se traslucía constantemente, con pudor de hijo en lo que se refería a sí mismo y con su conducir siempre a la Madre de Dios, como quien no puede dejar de llevar a todos hacia la persona amada.
Cuántos recuerdos concretos y personales vendrán a la mente de tantos a los que nos ha llegado su espíritu: unos pequeños y otros decisivos en nuestras vidas. Recuerdos que conllevan un profundo agradecimiento hacia Mons. Escrivá de Balaguer de millares de personas esparcidas por el mundo, porque somos conscientes de que hemos recibido de él un fuerte impulso en nuestra devoción a la Madre de Dios.
«Sé de María y serás nuestro» [2], escribió en un breve punto de Camino. Así fue siempre, pero también es verdad que ser suyo, estar a su lado, vivir su espíritu, seguir su ejemplo, era y sigue siendo ser de María, porque no podía suceder de otra manera: su amor a la Virgen lo transmitía de un modo espontáneo, atrayente, vivo, hondo, sin que uno realizase casi ningún esfuerzo.
Quien más le ha conocido y querido, Mons. Alvaro del Portillo, actual Prelado del Opus Dei, explica bien esa característica del Fundador de la Obra, cuando dice: «Junto al Padre como justamente le llamamos sus hijos y millares de otras personas se estaba bien. Todos en el Opus Dei y también un número incontable de personas que no pertenecen a la Obra hemos experimentado esa realidad. Se estaba bien, con alegría humana y sobrenatural. El Padre, de forma continua, trataba al Señor, a su Madre Santa María, a San José, a quien tanto quería y quiere. Estaba «siempre con los tres, con esa «trinidad de la tierra» como le gustaba decir que le llevaba a la Trinidad del Cielo» [3].
En otra entrevista, también Mons. Alvaro del Portillo, ante la pregunta acerca de cuál es el rasgo del carácter del Fundador del Opus Dei que más le había impresionado, contestó con exactitud. Aunque la cita es extensa, parece oportuno recogerla aquí porque resume con precisión el tenor de la vida del Beato Josemaría. Así respondió a esta cuestión Mons. Alvaro del Portillo:
«Podría detenerme en muchos detalles de su modo de ser y de trabajar, de su completa personalidad humana, de su cultura amplia, etc. Prefiero, ahora, señalar un rasgo que me impresionó siempre, que, a mi juicio, lo define íntegramente. Mons. Escrivá de Balaguer era un sacerdote que tenía a flor de piel las cosas esenciales. Su vida entera iba derecha a un fin: a llevar a la conversión, a la amistad con Dios, a centrar a su interlocutor el hombre de la calle, el hombre o la mujer embebidos en sus quehaceres ordinarios ante el significado profundo y exigente de la vocación cristiana como llamada personal a la santidad. Y esto, con urgencia, porque no se andaba con rodeos. y esto con todos, porque a todos descubría que una vocación divina daba sentido a su existencia secular.
Iba y llegaba derecho al alma, con desenvoltura y con una finura espiritual que cautivaba desde el primer momento. Su contagiosa simpatía era un gran don de Dios, que removía y animaba a recorrer con alegría el camino de la Cruz. Poseía una singular capacidad para persuadir a personas a las que quizá jamás se les había pasado por la cabeza embarcarse en una aventura donde Cristo lo exigía todo a vivir a fondo, sin medias tintas, la vocación cristiana. Mostraba en toda su entereza, sin tapujos, las consecuencias de ser de Cristo. Quizá esto explique la enorme atracción que ha ejercido y ejerce su espíritu entre las personas sinceras, que no se contentan con un cristianismo pasado por agua.
Indudablemente, todo este modo de ser y de obrar era el fruto y la manifestación de una profunda vida interior. Mons. Escrivá no tenía miedo a urgir a los hombres a estar metidos de lleno en el ciclón de los quehaceres temporales, porque enseñaba con mayor urgencia y como prioridad esencial a vivir metidos en Dios y a comprender como llamada de Dios el lugar de cada uno en el mundo. Por esto le gustaba repetir que la vocación al Opus Dei es la de «contemplativos en medio del mundo». Yo diría que ha gastado su existencia en enseñar a hacer oración, y a convertir en oración todo el trabajo humano. Su vida estaba enraizada en la continuidad de un filial coloquio con Dios. De aquí provenía toda su fuerza, que ha abierto tantos caminos divinos en esta tierra.
La conciencia de la inhabitación trinitaria en el alma adquiría en Mons. Escrivá de Balaguer tales dimensiones que podía decir que la veía: tan cierto estaba de la presencia y del amor divinos en cada uno de los hombres, que todo lo que le acaecía le hablaba de Dios, le empujaba a un diálogo amoroso y confiado con Él. Vivía esta certeza con naturalidad y sencillez, sin rarezas de ningún género, sin envaramiento o posturas sofisticadas, con espontaneidad, con buen humor interno y externo, pronto para el comentario adecuado y agudo, para la frase que ayudaba a sonreír y a sentirse hijo de Dios.
Se advertía, estuviera en lo que estuviera en la conversación o en el trabajo, paseando o atendiendo a una visita, estudiando un asunto o leyendo un periódico, que su alma permanecía abierta a Dios, sedienta de su trato» [4].
Abierto a Dios, saber que la Santísima Trinidad se albergaba en su interior, alegría contagiosa, ver a las almas amadas por su Padre Dios, adentrarse en los corazones humanos con simpatía y finura espiritual para provocar una conversión... ¿No son acaso estas características las de un hijo que se parece a su Madre la Virgen? Qué fácil era, al vede actuar, descubrir el tono de Santa María que sabe pasar oculta y desaparecer, y a la vez se desvive por las almas, movida por su inmenso querer a Dios.
Esta semejanza es lógica en quien tuvo un amor permanente a la Virgen, y a lo largo de su vida cumplió el consejo que dio en su juventud: «¡Madre! Llámala fuerte, fuerte. Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha» [5].
A continuación, unos breves trazos abocetan e! inmenso querer del Beato Josemaría a su Madre Santísima.
Infancia
Nació el Fundador de! Opus Dei en Barbastro (Huesca), el día 9 de enero de 1902. El Señor me hizo nacer explicaba él mismo en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome una libertad muy grande desde chico,y vigilándome al mismo tiempo con atención. Trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a uno de religiosas, y desde los siete a otro de religiosos [6].
Su madre, Doña Dolores, tenía gran devoción a una advocación de Nuestra Señora, cuya imagen se encontraba en una ermita a unos kilómetros de Barbastro: la Virgen de Torreciudad. Cuando Josemaría tenía dos años, cayó enfermo; dos médicos le desahuciaron como un caso sin remedio. Uno de ellos le dijo a su padre, con franqueza de amigo, que el niño moriría esa misma noche. Su madre puso la vida de su hijo bajo el patrocinio de la Virgen de Torreciudad, y le prometió que si le curaba, lo llevaría a esa ermita mariana. A la mañana siguiente, cuando volvió el médico preguntando a qué hora había muerto el niño, su padre le comunicó que Josemaría estaba totalmente curado y dando alegres brincos en la cuna. Al poco tiempo, sus padres fueron a la ermita de la Virgen de Torreciudad y le ofrecieron el niño a la Madre de Dios [7].
Mons. Escrivá de Balaguer conoció después, de boca de su madre, este hecho que le ayudó a crecer en devoción y agradecimiento a la Santísima Virgen. Desde muy niño, cuando salía en la conversación familiar el tema, escuchaba el comentario habitual de su madre: «para algo grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo» [8].
Su padre, don José, también quería mucho a Santa María, y la misma mañana de su muerte, a primerea hora, antes de acudir al trabajo, estuvo rezando un buen espacio de tiempo ante la imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa que tenía en casa. Después jugó un rato con su pequeño hijo Santiago, y a poco le dio un síncope ante el cual no pudieron hacer nada los médicos [9].
En este ambiente familiar, Josemaría aprendió de niño oraciones de párvulos; una de ellas era: «Dulce Corazón de María, sed la salvación mía» [10]. Más tarde su madre le enseñó el ofrecimiento de obras a la Virgen, que Mons. Escrivá rezaría todos los días de su vida: «La repito explicó pasados muchos años por la mañana y por la noche, con mucha alegría, y me viene muy bien. Mientras me visto, mientras me afeito no hay nadie más que mi Dios..., rezo en voz alta: «Oh, Señora mía, oh Madre mía,yo me ofrezco enteramente a vos. Y en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día en esta noche mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón...; ¡una enumeración maravillosa!» [11].
Adolescencia
Después de duros avatares, llevados por sus padres con fidelidad cristiana, la familia se trasladóde Barbastro a Logroño. Allí J osemaría comenzó a tener barruntos como siempre los llamaba de que Dios le pedía algo, y, para estar más disponible a esa voluntad de Dios, decidió hacerse sacerdote. Se lo dijo a su padre, y don José reaccionó como un buen cristiano, con sentido común y sobrenatural. A los dieciséis años fue Josemaría alumno externo del seminario de Logroño. Dos años más tarde, en septiembre de 1920, acudió a Zaragoza, al Seminario de San Francisco de Paula, para proseguir los estudios teológicos a la vez que cursaba la carrera de Derecho.
Respecto a aquella época, escribió en un periódico aragonés: «La Virgen es nuestra Madre. Una verdad que he tratado de hacer mía, que he predicado de continuo y que todo católico ha oído y repetido mil veces, hasta colocarla muy en lo íntimo del corazón, y asimilarla de una manera personal y vivida. Cada cristiano puede, echando la vista hacia atrás, reconstruir la historia de sus relaciones con la Madre del Cielo. Una historia en la que hay fechas, personas y lugares concretos,favores que reconocemos como venidos de Nuestra Señora,y encuentros cargados de un especial sabor. Nos damos cuenta de que el amor que Dios nos manifiesta a través de María, tiene toda la hondura de lo divino y, a la vez, la familiaridad y el calor propios de lo humano.
Mi devoción a la Virgen del Pilar me ha acompañado siempre: mis padres, con su piedad de aragoneses, la inculcaron en mi alma desde niño. Ahora, al pensar en Santa María, vuelven a mi cabeza tantos ratos de oración y tantos sucesos, pequeños en apariencia; grandes, si se ven con ojos de amor.
Durante el tiempo que pasé en Zaragoza haciendo mis estudios sacerdotales, mientras frecuentaba las aulas de la Facultad de Derecho Civil, mis visitas al Pilar eran por lo menos diarias.
Como tenía buena amistad con varios de los clérigos que cuidaban la Basílica, pude un día quedarme en la iglesia después de cerradas las puertas. Me dirigí hacia la Virgen, con la complicidad de uno de aquellos buenos sacerdotes ya difunto, subí las pocas escaleras que tan bien conocen los infanticos y, acercándome, besé la imagen de Nuestra Madre. Sabía que no era esa la costumbre, que besar el manto se permitía exclusivamente a los niños y a las autoridades: entonces, cuando el Cardenal Soldevila ya me había nombrado Director del viejo y queridísimo seminario de San Francisco., no había recibido ni las órdenes menores, sólo la tonsura. Sin embargo, estaba y estoy seguro de que, a mi Madre del Pilar, le dio alegría que me saltara por una vez los usos establecidos en su catedral. Más tarde, corría el mes de marzo de 1925, en la Santa Capilla, ante un puñado de personas, celebré sin ruido mi primera Misa.
Después, en 1966, tuve ocasión de repetir aquel gesto de amor a María. El señor arzobispo de Zaragoza al que me une un cariño fraterno me invitó a celebrar la misa en un pequeño oratorio del palacio arzobispal, donde hace tantos años recibí la tonsura. Concluida la acción de gracias, desayunamos juntos y me preguntó si me gustaría visitar con él el Pilar. Fuimos, y pude así besar de nuevo el manto y la imagen de mi Madre Santísima. Cuando me aproximaba, uno de los infanticos intentó detenerme, diciendo: «no se puede». Sonreí y repliqué: «el señor arzobispo dice que puedo». Y señalé al prelado, que tranquilizó al niño con un gesto afirmativo. Entonces, el chico me dejó paso, y se apresuró a colocar un cojín para que pudiera arrodillarse con comodidad el arzobispo.
Son sólo pequeñas pinceladas marianas que me gusta revivir con cariño de hijo. Porque, aunque materialmente me encuentre lejos de allí, no se irán nunca de mi memoria ni el Pilar ni la Madre de Dios del Pilar. La sigo tratando con amor filial. Con la misma fe con que la invocaba por aquellos tiempos, en torno a los años veinte, cuando el Señor me hacía barruntar lo que esperaba de mí: con esa misma fe la invoco ahora. Si en ocasiones se presentan sucesos desabridos, duros, injustos o de cualquier otra manera desagradables salpicaduras de cieno, que un cristiano no remueve, se me convierten en flores hermosas, que con el cotazón pongo ante ese «Pilar sagrado», como cantamos los aragoneses, y digo: «Señora, te ofrezco tamblén esto». Bajo su protección, continúo siempre contento y seguro.
Para eso quiere Dios que nos acerquemos al Pilar: para que, al sentirnos reconfortados por la comprensión, el cariño y el poder de nuestra Madre, aumente nuestra fe, se asegure nuestra esperanza, sea más viva nuestra preocupación por servir con amor a todas las almas. Y podamos, con alegría y con fuerzas nuevas, entregarnos al servicio de los demás, santificar nuestro trabajo y nuestra vida: en una palabra, hacer divinos todos los caminos de la tierra» [12].
Durante aquellos años de sus estudios en Zaragoza, de su ordenación el 28 de marzo de 1925, de su labor sacerdotal en el pueblo aragonés de Perdiguera y de otros encargos pastorales, y después, ya en Madrid a partir del 20 de abril de 1927 -con veinticinco años de edad-, el Señor le siguió urgiendo interiormente a realizar algo que él no sabía. Sólo le quedaba el recurso de trabajar, de mortificarse muy duramente y de rezar, rezar con intensidad a Jesús y a su Madre bendita. «A una sencilla imagen de la Virgen del Pilar confiaba yo por aquellos años mi oración, para que el Señor me concediera entender lo que ya barruntaba mi alma. Domina! le decía con términos latinos, no precisamente clásicos, pero sí embellecidos por el cariño, ut sit!, que sea de mí lo que Dios quiere que sea.
He tenido luego muchas pruebas palpables de la ayuda de la Madre de Dios: lo declaro abiertamente como un notario levanta acta, para dar testimonio, para que quede constancia de mi agradecimiento, para hacer fe de sucesos que no se hubieran verificado sin la gracia del Señor, que nos viene siempre por la intercesión de su Madre» [13].
En Madrid, al año y medio, tendría la respuesta clara de lo que -con intensidad creciente- le urgía el Señor, y lo que él por su parte le pedía ver a Jesús y a su Santísima Madre.
Fundación del Opus Dei
El 2 de octubre de 1928, mientras el Beato Josemaría se encontraba recogido en su habitación, participando en unos ejercicios espirituales en la Residencia de los Padres Paúles de Madrid, anexa a la iglesia de la Virgen de la Medalla Milagrosa [14], en la calle García de Paredes, Dios se dignó iluminarle: vio el Opus Dei, tal como el Señor lo quería y cómo debería ser a lo largo de los siglos. Entonces los barruntos que tenía de que el Señor quería algo de él se iluminaron de una manera plena y precisa: Dios le hizo ver y le pedía que dedicara su vida entera a promover, en servicio de la Iglesia, esta tarea sobrenatural cuyo fin consiste en que personas de toda condición social, con una específica llamada de Dios y conscientes de la grandeza de la vocación cristiana, se esfuercen por buscar la santidad y ejerciten el apostolado entre sus familiares, compañeros y amigos, cada uno en su propio ambiente, profesión y trabajo en el mundo, sin cambiar de estado [15].
En palabras del Fundador, «el Señor suscitó el Opus Dei en 1928 para ayudar a recordar a los cristianos que, como cuenta el libro del Génesis, Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazaret trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación.
El espíritu del Opus Dei recoge la realidad hermosísima olvidada durante siglos por muchos cristianos de que cualquier trabajo digno y noble en lo humano puede convertirse en un quehacer divino. En el servicio de Dios, no hay oficios de poca categoría: todos son de mucha importancia.
Para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto [16]. Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas» [17].
Los más importantes dones sobrenaturales los recibió Mons. Escrivá de Balaguer este 2 de octubre de 1928, cuando vio el Opus Dei, y el 14 de febrero de 1930 y el 14 de febrero de 1943, días en los que el Señor le iluminó ulteriormente, en la Santa Misa, sobre la tarea fundacional que le había encomendado. Los otros dones puede decirse que fueron como una preparación o un corolario de esas luces sobrenaturales, una ayuda que le fortificó y le socorrió en los designios del Cielo [18].
Se ha insistido en estas páginas en el valor que tuvo este día fundacional en la vida del Beato Josemaría, humana y sobrenaturalmente, pues dio un sentido nuevo a toda su existencia, y así se puede valorar en su pleno significado la afirmación que hizo en muchas ocasiones: «Nuestro Opus Dei nació y se ha desarrollado bajo el manto de Nuestra Señora. Por eso son tantas las costumbres marianas que empapan la vida diaria de los hijos de Dios en esta Obra de Dios» [19].
A la Virgen invocó constantemente durante años para saber qué era lo que Dios le pedía, repitiendo incansablemente las jaculatorias Domina, ut sit! ¡Señora, que sea! Domina, ut videam! ¡Señora, que vea! El 2 de octubre de 1928 se celebraba la festividad de los Santos Ángeles Custodios, y aquella mañana sonaban a voleo las campanas de la cercana parroquia de Nuestra Señora de los Angeles, con motivo de la fiesta de su Patrona; un repique gozoso de campanas que, decía Mons. Escrivá de Balaguer, «nunca han dejado de sonar en mis oídos» [21].
A lo largo de tantas vicisitudes de su vida para sacar el Opus Dei adelante, puso en manos de su Madre las dificultades que se presentaban algunas humanamente irresolubles, y Ella iba abriendo el camino.
La Madre de Dios siempre fue su refugio, esperanza y modelo.
Los primeros tiempos
«El Padre -ha dicho Mons. Alvaro del Portillo comenzó el trabajo apostólico de la Obra con una intensidad, con una fe y con una carencia de medios tan grande, que verdaderamente se puede asegurar que el Opus Dei se fue haciendo al paso de su oración intensa y de su mortificación continua, y sólo se explica su existencia y expansión como fruto de un querer divino. Con este convencimiento nos lo explicaba el Padre: «desde ese momento 2 de octubre de 1928 no tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada; pero comencé a trabajar, a moverme, a hacer: a poner los fundamentos.
Me puse a trabajar, y no era fácil: se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua. Además, había la incomprensión más brutal: porque lo que hoy ya es doctrina corriente en el mundo, entonces no lo era. Y si alguien afirma lo contrario, desconoce la verdad.
Tenía yo veintiséis años repito, la gracia de Diosy buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso. Había que crear toda la doctrina teológica y ascética, y toda la doctrina jurídica. Me encontré con una solución de continuidad de siglos: no había nada. La Obra entera, a los ojos humanos, era un disparatón. Por eso, algunos decían que yo estaba loco y que era un hereje, y tantas cosas más.
El Señor dispuso además los acontecimientos para que yo no contara ni con un céntimo, para que también así se viera que era Él».
Para vencer todas esas dificultades continúa explicando el actual Prelado de la Obra, el Padre acudía, en primer término, a los recursos sobrenaturales: a la intercesión de Nuestra Madre, a San José, a los Santos Ángeles Custodios, al tesoro de la oración de los niños y de los enfermos. Y con esa preparación, se lanzaba a un trabajo sacerdotal intenso, sin concederse descanso, porque el fuego de Dios le consumía.
«¿Qué medios puse yo? (...). Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada, entre niños con mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios (...). Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más. Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si es que se puede llamar casas a aquellos tugurios... Eran gente desamparada y enferma; algunos con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis.
De modo que fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios en todos esos sitios. Mientras tanto, trabajaba y formaba a los primeros que tenía alrededor (...).
Fueron años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta (...). La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas.
Estas son las ambiciones del Opus Dei, los medios humanos que pusimos: enfermos miserables, pobres abandonados, niños sin familia .Y sin cultura, hogares sin fuego y sin calor y sin amor. Y formar a los primeros que venían, hablándoles con una seguridad completa de todo lo que se haría, como si ya estuviera hecho (...).
Luego, Dios nos llevó por los caminos de nuestra vida interior (...). ¿Qué buscaba yo? Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Y acudía a San José, mi Padre y Señor (...); a la intercesión de los Santos (...); y a la devoción a los Santos Ángeles Custodios (...). ¿Qué puede hacer una criatura que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre ya su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos... Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás» [22].
Explicando su sentir en aquellos primeros tiempos y lo que fue una constante de su vida, decía a los setenta y tres años, pocos meses antes de su ida al Cielo: «¡Cuántas horas de caminar por aquel Madrid mío, cada semana, de una parte a otra, envuelto en mi manteo! (...) aquellos Rosarios completos rezados por la calle como podía, pero sin abandonarlos, diariamente (...). Nunca pensé que sacar la Obra adelante llevaría consigo tanta pena, tanto dolor físico y moral: sobre todo moral (...), Iter para tutum! ¡Madre mía! ¡Madre!; ¡no te tenía más que a Ti! Madre, ¡gracias! (...) Madre. Cor Mariae Dulcissimum! ¡Oh, cuánto he acudido a Ti!
Y otras veces, hablando y predicando, dándome cuenta de que no valía nada, de que no era nada, pero con una certeza... ¡Madre!, ¡Madre mía! ¡no me abandones!, ¡Madre!, ¡Madre mía! [23].
La expansión del Opus Dei
El Opus Dei nació con miras universales. La guerra civil de España y poco después la segunda guerra mundial no hicieron posibles los proyectos que Mons. Escrivá de Balaguer tenía el año 1935, cuando ya preparaba la ida a Francia de algunos hijos suyos [24], Pero en cuanto se pudo, comenzó la expansión por los cinco continentes: Portugal (1945), Italia (1946), Francia, Inglaterra e Irlanda (1947), Estados Unidos y México (1949), Chile y Argentina (1950), Colombia y Venezuela (1951), Alemania (1952), Perú y Guatemala (1953), Ecuador (1954), Uruguay y Suiza (1956), Brasil, Austria y Canadá (1957), El Salvador, Kenia y Japón (1958), Costa Rica (1959), Holanda (1960), Paraguay (1962), Australia (1963),Filipinas (1964), Nigeria y Bélgica (1965), Puerto Rico (1969), etc. [25].
Es difícil explicar lo que esto suponía para el Fundador: enviaba a sus hijos y a sus hijas sin nada más que su bendición y siempre con una imagen de la Santísima Virgen, poniéndolos bajo su protección maternal. Su corazón de Padre marchaba también a su lado, por lejos que fuesen; por ellos rezaba insistentemente y hacía rezar, se mortificaba, les escribía y recibía sus noticias con inmensa alegría, orientaba e impulsaba aquellos primeros pasos apostólicos, y luego la labor cuajada en frutos. Cuando en abril de 1958 recibió la primera carta del que había ido a Japón para preparar la ida estable a ese país, en el sobre escribió con aquella letra amplia suya, lleno de gozo: «¡La primera carta del Japón! Sancta Maria, Stella maris, filios tuos adiuva!».
Era el clamor agradecido a su Madre porque veía realizado un afán esperado durante tantos años. Cuando próxima la Navidad de ese año se comenzó la labor allí, nos hablaba de la Comunión de los Santos, e insistía en lo cerca que debíamos estar de los que habían ido a Japón, y cómo debíamos encomendarles a la Virgen Santísima con esa jaculatoria.
Y así país a país, con todos los contentos y sufrires propios del roturar nuevas tierras. La Dra. Ana Sastre, en su biografía de Mons. Escrivá de Balaguer [26], relata los comienzos de la expansión del Opus Dei por algunos países; al leer ese libro, se comprueba cómo la devoción a la Virgen Santísima está presente en todos los pasos que ha dado el Fundador del Opus Dei, y también cómo enseñó a hacer lo mismo a sus hijas e hijos.
Defensa del carisma fundacional
Desde el 2 de octubre de 1928 hasta que el Señor se lo llevó al cielo, en junio de 1975, transcurrieron casi cuarenta y siete años. Todo ese tiempo lo dedicó con plena fidelidad a cumplir el querer de Dios: realizar el Opus Dei. Un aspecto importante de esa misión fue la defensa del carisma fundacional y esculpirlo en el cauce jurídico adecuado, para que la Obra permaneciese siempre como el Señor la había querido. «No olvidéis, hijos míos escribía en 1934, que no somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena. Esto es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo» [27].
En los primeros años después de la fundación, tenía que caminar con las luces que le iba comunicando el Señor y con la experiencia que adquiría con el paso del tiempo, contando únicamente con la aprobación diocesana.
Por la expansión de la Obra en muchos países, la necesidad de que algunos laicos del Opus Dei se ordenasen sacerdotes para atender a los demás miembros de la Obra, y también debido a fuertes contradicciones externas, llegó el momento en que se hizo necesario que el Opus Dei tuviese una constitución jurídica, adecuada a su carácter universal, dentro del Derecho Canónico de la Iglesia. «¿Qué es lo que yo quería? explicará pasado el tiempo el Beato Josemaría: un lugar para la Obra en el derecho de la Iglesia, de acuerdo con la naturaleza de nuestra vocación y con las exigencias de la expansión de nuestros apostolados; una sanción plena del Magisterio a nuestro camino sobrenatural, donde quedaran, claros y nítidos, los rasgos de nuestra fisonomía espirtual» [28].
En estas páginas no se va a tratar del largo y doloroso sendero que tuvo que recorrer don J osemaría hasta dejarlo todo preparado, y así pudiesen ser aprobados, siete años después de su muerte, la solución jurídica definitiva de la Obra y los Estatutos que él había redactado. Ante tan largo caminar, ante tantas dificultades, sólo se va a considerar con brevedad cómo Mons. Escrivá de Balaguer acudió constantemente a Nuestra Madre la Virgen para que se solucionase este grave asunto.
El año 1946, don Alvaro del Portillo -que estaba en Roma enviado por el Fundador-le escribió dos cartas al Padre, diciéndole que a su juicio era necesario que fuese a Roma para allanar los obstáculos, agilizar los pasos subsiguientes y obtener la aprobación pontificia. Por tener entonces Mons. Escrivá de Balaguer una diabetes muy fuerte, el médico le desaconsejó ese viaje a Italia, pues podía provocar un proceso de agravamiento e, incluso, un fatal desenlace. A pesar de todo, él decidió ir: «Ante esas dificultades escribiría vine a Roma, con el alma puesta en mi Madre la Virgen Santísima y con una fe encendida en Dios Nuestro Señor» [29].
Fue de Madrid a Barcelona, deteniéndose en Zaragoza para rezar a la Madre de Dios en el Pilar, y luego en el Monasterio de Montserrat. En Barcelona, acudió a la Basílica de Nuestra Señora de la Merced, Patrona de la ciudad, para poner en manos de la Virgen las intenciones que le llevaban a la Ciudad eterna. Cuatro meses más tarde en otro viaje que hizo de España a Roma acudió de nuevo a esta Basílica para seguir pidiéndole a la Virgen de la Merced por la feliz solución de sus gestiones romanas.
Pasaron los años y el camino jurídico definitivo no se solucionaba todavía de forma definitiva y plenamente adecuada al carisma fundacional; don ].osemaría seguía con la idea clara de que la Obra estaba «bajo el manto de la Virgen», y acudía constantemente a Ella con la jaculatoria ya mencionada: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum, Corazón dulcísimo de María, prepara un camino seguro. Apoyaba esa oración con sus sacrificios y un apostolado agotador, pidiendo incesantemente a sus hijos y amigos que ofreciesen Misas, oraciones, horas de trabajo, sufrires..., todo lo posible para alcanzar del Señor y de su Madre bendita esta gracia, esta voluntad divina.
En 1951, el Beato Josemaría presentía graves daños para el Opus Dei, pero no sabía de qué se trataba. Acudió a la Madre de Dios. Comentando este hecho, escribió más tarde: «No sabiendo a quién dirigirme aquí en la tierra me dirigí, como siempre, al cielo. El 15 de agosto de 1951, después de un viaje ¿por qué no decirlo? penitente, hice en Loreto la consagración de la Obra al Corazón dulcísimo de María» [30]. Al poco, la Virgen deshizo lo que se estaba fraguando contra el Opus Dei: gente ajena a la Obra intentaba romper su unidad, y así disgregarla [31].
Dispuso, además, que cada año se renovara esta Consagración de la Obra a la Virgen en todos los Centros del Opus Dei del mundo entero, el 15 de agosto [32]. Con el paso del tiempo renovó esta Consagración repetidas veces, en diferentes santuarios dedicados a la Madre de Dios: Lourdes; Fátima; Nuestra Señora del Pilar, en Zaragoza; Einsiedeln; Willesden; la Medalla Milagrosa, en París; Pompei; Guadalupe, en México; etc.
A lo largo de su vida, a la vez que con fortaleza heroica defendía el carisma fundacional y asentaba las bases jurídicas definitivas, hizo innumerables romerías a la Virgen aprovechando viajes apostólicos, pidiendo por la Iglesia y por esa intención. A los citados anteriormente, se pueden añadir como ejemplo pues son incontables las iglesias y santuarios mari anos que visitó sus romerías a la Aparecida, en Brasil; Chartres, en Francia; Lo V ásquez, en Chile; Torreciudad, en España; Luján, en Argentina; María Potsch, en Viena, y N otre Dame, en París.
Su amor al Santo Rosario
En todos los santuarios marianos, en los viajes por diversos países, en familia, en su intensa labor sacerdotaL.., recitaba constantemente el Rosario.
Aprendió a rezarlo de niño y a llevarlo siempre consigo: un sucedido de aquella época muestra su espontáneo acudir a esta devoción mariana, Ocurrió cuando al comenzar el bachillerato en Barbastro debía ir a Lérida o Huesca para examinarse con sus compañeros en el Instituto de segunda enseñanza; tendría entonces J osemaría unos Once o doce años. En esos viajes, algunos chicos decían palabras malsonantes, sostenían conversaciones menos convenientes, etc. Eso le hacía sufrir a Josemaría, y más de una vez se durmió por la noche rezando el Rosario para desagraviar por lo que decían aquellos compañeros [33].
Más tarde, en el Seminario, recitaba diariamente las tres partes del Rosario, y así lo hizo toda su vida. Impulsó esta devoción con gran afán apostólico, explicando con garbo que «el Rosario es una oración que está «al alcance de todas las fortunas», porque es muy fácil cerrar un poco los ojos, representarse la escena del misterio, decir unas palabricas de cariño, y luego repetir Padrenuestros, Avemarías, y Glorias, y las letanías: tantas invocaciones que son piropos encendidos a la Virgen, muestras de cariño» [34].
Movido por el amor a esta devoción mariana, después de celebrar la Santa Misa, un día de 1931, escribió de corrido su libro Santo Rosario, que publicó por primera vez en 1934. Ya se han hecho ochenta y tres ediciones ae esa obra, en dieciocho idiomas, y ha llevado a tantas almas a vivir con sencillez esta devoción. A propósito del libro, señalaba: «Hace años escribí, con la ayuda de Dios, un pequeño libro para enseñar a rezar el Rosario a la gente; no para que lo recen como yo, sino para que se suelten (...). Leed ese folleto, y después rezad el Rosario por vuestra cuenta, como queráis. Veréis qué bien, qué contentas estaréis y qué contentos, porque es de hombres esta devoción. ¡De hombres es rezar el Rosario!» [35].
Al final de su vida, resumió su larga experiencia acerca de los frutos maravillosos de esta plegaria explicando al dorso de millares y millares de estampas con imágenes de la Virgen: «El rezo del Santo Rosario, con la consideración de los misterios, la repetición del Padrenuestro y del Avemaría, las alabanzas a la Beatísima Trinidad y la constante invocación a la Madre de Dios, es un continuo acto de fe, de esperanza y amor, de adoración y reparación» [36].
Detalles de su amor a la Virgen
En este breve resumen de la devoción de Mons. Escrivá de Balaguer a la Madre de Dios, no pueden dejar de citarse algunos textos que tratan de este querer y que pertenecen a un artículo de Mons. Javier Echevarría, que ha convivido con el Fundador unos veinticinco años, y por tanto, además de la hondura que encierran, tienen el valor de estar redactados por un testigo muy cercano.
Al considerar el afán de santidad del Beato Josemaría, dice: «Muy alta fue la mira que el Padre se impuso: llegar aquí a una intimidad estrecha con el Señor, en medio de los quehaceres habituales, para gozarle después eternamente. y, en su esfuerzo de s?-ntificación cotidiana, destaca con relieve un rasgo que viene a ser como la pauta, como la regla de oro de su caminar: su devoción a María Santísima» [37].
Este amor a Nuestra Madre, Mons. Escrivá de Balaguer lo llevaba a la práctica diaria de modo constante: «La Virgen, Madre del Señor y Madre nuestra, comentaba de modo gráfico, es el atajo para llegar a Dios.
Con qué ilusión diaria recorría el Padre personalmente ese trayecto. Apenas comenzaba su mañana, después de un serviam! rendido a la T rinidad, le hemos visto coger cuidadosamente una imagen de la Virgen, que tenía junto a la cabecera de su cama, y en sus manos con un beso de devoción daba ya su primer paso, se podía decir que coincidía con su primer paso físico, porque luego se adelantaba para dejar en su sitio la imagen. A continuación, en cauce sereno, recordando oraciones aprendidas de sus padres, renovada para aquel día el ofrecimiento de todo su ser y de todo su quehacer, aceptando lo que el Señor dispusiera.
¿Cómo era su devoción a la Virgen, expresada sin interrupción, contando con Ella para todo ya desde el punto de la mañana? Tierna y recia, honda y sincera, alegre y serena, entusiasmada y piadosa, cada vez con más renovado amor de enamorado apasionado. No era posible oírle hablar de la Madre de Dios sin quedarse removidos o, al menos, convencidos de que la amaba con locura. En sus palabras se unían una piedad filial, que desarmaba toda resistencia, y una sabiduría teológica, que atraía por la fuerza convincente de su luz» [38].
Considerando ese vivir en la presencia de la Madre de Dios, comenta Mons. Javier Echevarría: «solía el Padre, en su trabajo, en sus traslados de un lugar a otro, en sus oraciones vocales, en su conversación habitual..., siempre, buscar el recurso mariano quizá con una mirada a una imagen, y pensaba cómo se comportaría Ella en esa ocupación concreta: hazlo, nos ha repetido con incansable machaconería, «y comprobarás que con la Virgen hasta lo difícll se vuelve fácll, y lo que parece monótono adquiere un relieve distinto y atractivo». Tenía en la mesa donde trabajaba una tabla pequeña con una Dolorosa. N o se recataba en besarla piadosamente muchas veces, también cuando el peso de la fatiga se hacía sentir, y luego recogía de nuevo su atención sobre los papeles, que salían de sus manos con la seguridad de que Ella había presidido su estudio y de que el Señor había dirigido su decisión» [39].
Todo ese querer a la Madre de Dios fue, lógicamente, correspondido del modo inefablemente generoso con que Nuestra Madre se vuelca con sus hijos: «Que la Virgen Santísima nos oye, es una realidad que Mons. Escrivá de Balaguer exponía con todo el vigor de su fe. operativa: porque, desde que era muy pequeño y luego, durante todos sus años, se fió de Ella con entera confianza, creyó y se abandonó a su protección como creen y se abandonan los niños en brazos de su madre, y la Virgen siempre llenó su corazón saturándolo con creces, como sólo Ella sabe dar» [40].
Caricias de madre
El Beato Josemaría recibió innumerables gracias y luces divinas, que le convirtieron en un instrumento fiel para fundar el Opus Dei el 2 de octubre de 1928, y abrir así, en servicio de la Iglesia, un nuevo camino de santificación y apostolado en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano, tomando como ocasión para buscar la santidad el propio trabajo y oficio.
Esta vocación suya le hizo amar más aún Fo ordinario y el quehacer habitual, pues sabía que eso es lo que debía vivir con heroísmo para ofrecer toda la tarea cotidiana a Dios, como una prolongación del Sacrificio del Altar. Toda su conducta y su predicación fueron precisamente una exaltación del «valor extraordinario santificador de lo ordinario» [41].
Como ya se ha indicado, las más elevadas gracias las recibió en la fundación del Opus Dei, el 2 de octubre de 1928, y el 14 de febrero de 1930 y el 14 de febrero de 1943, cuando el Señor le comunicó nuevas luces en la Santa Misa, sobre la tarea fundacional. Hubo en su vida otras gracias extraordinarias, orientadas a fortalecerle y socorrerle en esa misión divina.
Él prácticamente nunca hablaba de estos dones extraordinarios, pues quería dejar claro que era lo ordinario lo que Dios quería que santificásemos.
Al recibir alguna de esas gracias, su primera reacción era de sorpresa, y después abría su alma al confesor: «a él acudía yo escribía el 6 de diciembre de 1963, especialmente cuando el Señor o su Madre Santísima hacían con este pecador «alguna de las suyas», y yo, después de asustarme, porque no quería «aquello», sentía claro y fuerte y sin palabras, en el fondo del alma: «ne timeas!, que soy Yo» [42].
Una y otra vez insistía: «El fundamento de la Obra no son los milagros, ni las manifestaciones sobrenaturales de carácter extraordinario, que las ha habido porque Dios ha querido, sino la filiación divina, el trabajo constante de cada día, siempre con optimismo y buena cara» [43].
De entre las gracias extraordinarias que recibió de la bondad maternal de la Virgen Santísima, sólo se van a relatar unas pocas que vienen recogidas en los Artículos del Postulador.
Don José Luis Múzquiz narró en su testimonial: «Si alguna vez nos hablaba de gracias más especiales, lo hacía siempre con un tono de humildad. Un día le oí contar que en los primeros tiempos de la Obra pasaba por grandes dificultades y una imagen de la Virgen, colocada en la fachada de una casa situada en una calle de Madrid, le sonrió. Pero lo que más me impresionó del Padre fue la sencillez y humildad con que comentó: «es lo que necesitaba entonces» [44].
También en los Artículos del Postulador se explica: «Otra elocuente manifestación de esta especial providencia de Dios con su Siervo, ocurrió el 22 de noviembre de 1937, durante las duras jornadas en las que el Siervo de Dios, con un pequeño grupo de hijos suyos, atravesaba a pie los Pirineos, en plena guerra civil, para dirigirse a la otra zona de España, pasando por Andorra y Francia. El Siervo de Dios, en una dolorosa noche, pidió a la Santísima Virgen una precisa señal de si era Voluntad del Señor que siguiera adelante. A la primera hora del 22 de noviembre, quienes le acompañaban lo encontraron sereno, alegre, llevando en la mano una rosa de madera estofada: la señal precisa que había pedido a Nuestra Señora»; don Pedro Casciaro añade cómo ante esta delicadeza de la Madre de Dios vio que el Padre tenía el «rostro radiante de alegría y de paz» [45]. Esa rosa de madera se encuentra en la Sede Central del Opus Dei, en Roma.
Otra gracia especial, relacionada con una estatuilla a la que don Josemaría llamaba la «Virgen de los Besos», y que besaba siempre al salir de casa, la recoge Mons. Alvaro del Portillo en una amplia entrevista sobre el Fundador del Opus Dei publicada en un reciente libro:
«Ahora que disponemos de algunos de sus apuntes íntimos, encontramos en el quinto cuaderno esta anotación suya que refleja al mismo tiempo los favores divinos de los que fue objeto nuestro Fundador, su humildad y su obediencia:
«Octava del patrocinio de San José, 20-IV-32: (...) Ahora quiero anotar algo, que pone ¡una vez más! de manifiesto la bondad de mi Madre Inmaculada y la miseria mía. Anoche, como de costumbre, me humillé, la frente pegada al suelo, antes de acostarme, pidiendo a mi Padre y Señor San José y a las Ánimas del purgatorio que me despertaran a la hora oportuna. (...) Como siempre que lo pido humildemente, sea una u otra la hora de acostarme, desde un sueño profundo, igual que si me llamaran, me desperté segurísz'mo de que había llegado el momento de levantarme (...).
Me levanté y, lleno de humillación, me postré en tierra (...) y comencé mi meditación. Pues bien: entre seis y media y siete menos cuarto vi, durante bastante tiempo, como el rostro de mi Virgen de los Besos se llenaba de alegría, de gozo. Me fije bien: creí que sonreía, porque me hacía ese efecto, pero no se movían los labios. Muy tranquilo, le he dicho a mi Madre muchos piropos.
Ésto, que acabo de contar de intento con tantos y tan nimios detalles, me había sucedido otras veces, no atreviéndome casi a creer lo. Llegué a hacer pruebas, por si era sugestión mía, porque no admito fácilmente cosas extraordinarias. Inútilmente: la cara de mi Virgen de los Besos, cuando yo positivamente, tratando de sugestionarme, quería que sonriera, seguía con la seriedad hierática que tiene la pobre escultura. En fin, que mi Señora Santa María, en la octava de San José, ha hecho un mimo a su niño. ¡Bendita sea su pureza! Día de San Marcos, 25-IV-32: Esta mañana estuve con mi padre Sánchez. Tenía decidido contarle lo del día 20: sentí cierta repugnancia o vergüenza. Me costó, pero se lo dije» [46].
El santuario de Torreciudad
El año 1956, movido por su querer a la Virgen, y para que muchas personas intensificaran la práctica de la fe cristiana, Mons. Escrivá de Balaguer quiso reavivar el culto a Nuestra Señora de Torreciudad. Todos sus hijos e hijas del Opus Dei y muchos amigos de la Obra del mundo entero, secundaron esa iniciativa y pusieron en marcha las gestiones para construir este nuevo santuario en tierras de Aragón.
En un libro publicado recientemente [47] se narra, con rigor científico y con viveza, la historia de esa imagen de la Virgen y de la construcción del santuario y de las obras: restauración de la antigua ermita, el retablo, las galerías de los misterios del Rosario, el Via Crucis, los Dolores y Gozos de San José, el centro de formación social, los edificios destinados a retiros espirituales, cursos y convivencias, un centro sobre la historia y la cultura aragonesas, y otro de formación rural de la mujer, etc. Esta obra se lee sin sentir porque relata una epopeya de amor de unos hombres que, alentados por el querer del Beato Josemaría, superan todos los obstáculos y alzan ese canto arquitectónico a la Virgen. «Sólo una devoción mariana tan grande como la que caracterizó al Siervo de Dios dice Mons. Alvaro del Portillo en la presentación del libro explica la construcción del nuevo santuario en un tiempo record, así como el impulso experimentado por el culto mariano en este lugar. Además, la veneración a la Virgen bajo la advocación de Torreciudad ha cruzado tierras y mares, para arraigar sólidamente en comarcas bien lejanas del Alto Aragón e incluso en otros Continentes» [48].
Después, el Prelado de la Obra explica cómo se han hecho realidad aquellos afanes de Mons. Escrivá de Balaguer cuando escribía absolutamente convencido, lleno de fe en Dios y de confianza en la bondad de la Santísima Virgen: «Un derroche de frutos espirituales espero que el Señor querrá hacer a quienes acudan a su Madre Bendita ante esa pequeña imagen, tan venerada desde hace siglos. Por eso me interesa que haya muchos confesonarios, para que las gentes se purifiquen en el santo sacramento de la penitencia y renovadas las almas confirmen o renueven su vida cristiana, aprendan a santificar y amar el trabajo, llevando a sus hogares la paz y la alegría de Jesucristo: la paz os doy, la paz os dejo. Así recibirán con agradecimiento los hijos que el cielo les mande, usando noblemente del amor matrimonial, que les hace participar del poder creador de Dios: y Dios no fracasará en esos hogares, cuando Él les honre escogiendo almas que se dediquen, con personal y libre dedicación, al servicio de los intereses divinos.
¿Otros milagros? Por muchos y grandes que puedan ser, si el Señor quiere honrar así a su Madre Santísima, no me parecerán más grandes que los que acabo de indicar antes, que serán muchos, frecuentísimos y pasarán escondidos, sin que puedan hacerse estadísticas» [49].
En mayo de 1975 un mes antes de su ida al cielo hizo su última visita al santuario de T orreciudad, que estaba prácticamente acabado. Se llenóde gozo al contemplar hecha realidad aquella locura, y comentó refiriéndose al predominio del ladrillo visto: «Con material humilde, de la tierra habéis hecho material divino» [50].
Miles y miles de personas han sentido en T orreciudad la caricia materna de Santa María, que les ha conducido a reconciliar sus almas con Dios mediante el sacramento de la Penitencia, cumpliéndose así el deseo del Beato Josemaría cuando afirmaba: «Espero frutos espirituales: gracias que el Señor querrá dar a quienes acudan a venerar a su Madre bendita en su Santuario. Ésos son los milagros que yo deseo: la conversión y la paz para muchas almas» [51].
También la Madre de Cristo ha respondido a todos los deseos que llevan los peregrinos en su corazón, y que -algunos de ellos- manifiestan en un libro que se conserva en la ermita [52], donde se puede leer escrito por un niño de diez años: «Madre mía, ayúdame a tener vocación de sacerdote»; unos trazos toscos: «Con todo el cariño del fontanero que te quiere como cuando era niño»; una madre: «Que mi hijo se cure de la droga. Volveré»; y de tantos lugares de la tierra: «Madre, por favor, protege a Qui, a Tai, y a todos tus hijos vietnamitas», «Por la paz del Líbano», «Madre, desde Chile venimos para agradecerte todo», «Por el Papa y la Iglesia en el mundo entero»...
Su ida al Cielo
A primeros de abril de 1970, Mons. Escrivá de Balaguer inició un viaje de penitencia para rezar expresamente por la Iglesia en varios santuarios marianos. En mayo fue al de Guadalupe, en México, en donde realizó una novena a la Madre de Dios del 16 al 24 de ese mes [53]. Era la primera vez que rezaba en esa Basílica. En su encuentro inicial ante la Virgen de Guadalupe se quedó absorto en oración durante hora y media. Los días siguientes hizo la novena desde una tribuna del santuario. Allí pasaba las horas rezando, algunas veces en voz alta, en una intimidad completa y confiada. Le decía: «Te ofrezco un futuro de amor, con muchas almas. Yo que no soy nada, que solo no puedo nada me atrevo a ofrecerte muchas almas, oleadas de almas, en todo el mundo y en todos los tlempos, decididas a entregarse a tu Hijo,y al servicio de los demás, para llevarlos a Él» [54].
«Madre mía le pedía hazme niño, para que pueda yo estar en tus brazos y me puedas apretar contra tu corazón» [55].
Después se quedó un mes más en México, haciendo una profunda catequesis con grupos pequeños o de miles de personas. Un día, en Jaltepec, dirigió la palabra a unos sacerdotes. Al terminar, se retiró fatigado a una habitación; había en el cuarto un cuadro de la Virgen de Guadalupe dándole una rosa a Juan Diego. Le dijo el Padre a quien le acompañaba: «Así querría morir: mirando a la Santísima Virgen, y que Ella me dé una flor» [56]. Y Dios oyó su plegaria, porque acababa de mirar una imagen de la Virgen de Guadalupe que hay en el cuarto donde trabajaba cuando su corazón cesó de latir [57].
Esto ocurrió al mediodía del 26 de junio de 1975; cinco años después de esta estancia en México: cinco años de predicación incesante en numerosos países. El día de su fallecimiento había celebrado la Santa Misa votiva de la Virgen, después de hacer -como siempre- media hora de oración. Más tarde fue a ver a sus hijas a Castelgandolfo, y allí les habló del ;tIma sacerdotal que todo cristiano ha de tener, y les dijo casi al terminar: «me imagino que (...) de todo sacáis motivo para tratar a Dios y a su Madre bendita, Nuestra Madre,y a San José, nuestro Padre y Señor, y a nueStros Ángeles Custodios, para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre, que está tan necesitada, que lo está pasando tan mal en el mundo, en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia,y al Papa, cualquiera que sea. Pedid al Señor que sea eficaz nuestro servido para su Iglesia y para el Santo Padre» [58].
Tuvo que interrumpir la charla a los veinte minutos, porque se encontró indispuesto. Esperó en Castelgandolfo unos instantes para reponerse, e hizo el viaje de vuelta a Roma sereno y contento. Al llegar, poco antes de las doce, saludó al Señor en el oratorio con una genuflexión pausada, devota, acompañada de un acto de amor, como solía hacer. A continuación, subió a su cuarto de trabajo y miró el cuadro de la Virgen de Guadalupe que está en la habitación, y se desplomó en el suelo. Se pusieron todos los medios posibles, tanto espirituales como médicos, para que se recobrase. Pero a pesar de los esfuerzos que se llevaron a cabo, no se recuperó del paro cardíaco. Los dos únicos que estaban presentes cuando el Padre entró en la habitación fueron Mons. Alvaro del Portillo y Mons. Javier Echevarría.
El primero escribió: «Para nosotros, ciertamente, se ha tratado de una muerte repentina; para el Padre, sin duda, ha sido algo que venía madurándose me atrevo a decir más en su alma que en su cuerpo, porque cada día era mayor la frecuencia del ofrecimiento de su vida por la Iglesia» [59].
Mons. Javier de Echevarría explica así lo sucedido: «La última vez que le vi en vida, pocos segundos antes de dejarnos en la mañana del 26 de junio de 1975, puso con ternura su mirada en la imagen de la Virgen de Guadalupe, ¡en Ella!, que ya le esperaba impaciente, para acompañarle en el paso que separa la tierra del Cielo: de la mano de Nuestra Señora entró el Padre en la morada eterna, para recibir de Dios ese abrazo interminable que con tanto ardor deseó desde su adolescencia. Santa María se ocupó de hacerle realidad, a partir de entonces con nuevas y definitivas características, la jaculatoria que, para descubrir la Voluntad divina, se compuso el Fundador del Opus Dei: Domina, ut videam! Desde ese mediodía romano, Nuestra Madre abrió la mirada, para siempre, a quien tan incansablemente esperó ver el rostro de Dios» [60].
A lo largo de su vida había ido creciendo en su corazón un apasionado amor a la Madre de Dios, desde su infancia hasta el fin de su caminar en este mundo. Un amor fiel hasta el último momento, como el 17 de mayo de 1992, día de la beatificación del Fundador del Opus Dei, rememoraba el Romano Pontífice Juan Pablo II: «en los últimos momentos de su vida terrena monseñor Escrivá dirigió una intensa mirada al cuadro de la Virgen de Guadalupe, que tenía en su habitación, para encomendarse a su intercesión maternal y pedirle que lo acompañara hacia el encuentro con Dios» [61].
Con sus palabras, con sus escritos, y sobre todo con su vida, el Beato Josemaría cumplió la misión que Dios puso en su alma, con una respuesta siempre generosa. De esa herencia, él -en su humildad- decía a sus hijos del Opus Dei: «Si en algo quiero que me imitéis, es en el amor que tengo a la Virgen» [62].
Notas
[1] VP p. 98.
[2] C 494
[3] Del Portillo, A., El camino del Opus Dei, entrevista publicada en AA.VV. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, Eunsa, 2.ª,Pamplona, 1985, p. 53. En el Opus Dei, querido por Dios como familia de vínculos sobrenaturales, al Fundador y a sus sucesores se les llama Padre, con gan sencillez y naturalidad. La expresión «trinidad de la tierra» es clásica en la literatura ascética.
[4] Palabra (159), XI-1978, p. 22.
[5] C 516.
[6] Bernal, S., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Rialp, 6.ª, Madrid, 1980, p.34. Para este capítulo se han utilizado los siguientes libros, que se mencionarán abreviadamente: Artículos del Postulador, Roma 1979; Del Portillo, A., Una vida para Dios: Reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, 1992; Echevarría, J., El amor a María Santísima en las enseñanzas de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Cuadernos MC, n. 19, Palabra, Madrid, 1978; Registro Histórico del Fundador (RHF), citado por número de archivo y página del documento; V ázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid, 1983; Gondrand, F., Al paso de Dios, Rialp, Madrid, 1984 (trad. del francés); Velasco, M., La huella de un hombre de Dios: Mons. Escrivá de Balaguer, Palabra, Madrid, 1977; Berglar, P., Opus Dei, vida y obra del Fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, 1987 (trad. del alemán); Sastre, A., Tiempo de caminar, Rialp, Madrid, 1989; West, W. J., Opus Dei, ficción y realidad, Rialp, Madrid, 1989 (trad. del inglés); Helming, D. M., Huellas en la nieve. Biografía ilustrada de Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, Palabra, Madrid, 1987 (trad. del inglés) Seco, L. I., La herencia de Mons. Escrivá de Balaguer, Magisterio Español, Madrid, 1976; Le Tourneau, D., EI Opus Dei, Oikos-tau, Vilassar de Mar (Barcelona), 1986 (trad. del francés); AA.VV. Estudios sobre Camino, Rialp, Madrid, 1988; AA.VV. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, o.c.; A. Fuenmayor, V. Gómez-Iglesias, J. L. Illanes, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Eunsa, Pamplona, 1989.
[7] Cfr. Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, a.c., pp. 5052.
[8] Artículos del Postulador, a.c., n.7.
[9] Cfr. Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, a.c., p.89.
[10] Ibid, p.35; RHF 20163, p.1237; RHF 20770, p.114.
[11] Ibid, p. 41; RHF 20760, p.748; RHF 20161, p.725.
[12] RP. 13 VP p. 97.
[14] Cfr. Santuarios marianos de Madrid, Delclaux, F., y Sanabria, J. M., Ediciones Encuentro, Madrid, 1991, pp. 135-140.
[15] Cfr. Artículos del Postulador, o.c., n.45. Cfr. además, sobre la fundación del Opus Dei, Illanes, J. L., Dos de octubre de 1928: alcance y significado de una fecha, en Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, o.c., pp. 59-99; y, lógicamente, todas las biografías sobre Mons. Escrivá de Balaguer indicadas en la cita 6 de este capítulo.
[16] Cfr. Mt 5,48.
[17] Cv 55.
[18] Cfr. Artículos del Postulador, a.c., n.1216.
[19] Ibid., n.396.
[20] Cfr. Echevarría, J., El Amor a María Santísima en las enseñanzas de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, a.c., p. 14.
[21] Cfr. Del Portillo, A., Una vida para Dios: Reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer, a.c., p. 31.
[22] Citado por Del Portillo, A, en Ibid., pp. 34-35.
[23] 19-3-75; citado por Del Portillo, A., «Discurso pronunciado en la sesión de clausura de XI Simposio Internacional de Teología, Pamplona, 24-4-1990», en Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid, 6.ª 1991. Sobre su espíritu de filiación a la Madre de Dios, cfr. Escartín, J. M., Devoción y amor a María en Camino, y Orozco, A., Aprender en Camino el amor a la Virgen, en Estudios sobre Camino, o.c., pp. 319-337 y 339-358.
[24] Cfr. Gondrand, F., Al paso de Dios, o.c., pp. 109-110.
[25] Le Tourneau, D., El Opus Dei, o.c., p. 17.
[26] Tiempo de caminar, o.c.
[27] Instrucción, 19-III-1934, n.27. Citado en El itinerario jurídico del Opus Dei, o.c., p. 41. En ese extenso trabajo se relatan con exactitud científica y abundantes documentos, las vicisitudes que vivió el Fundador de la Obra para que el espíritu del Opus Dei. quedase perfectamente adecuado en un cauce jurídico. Este largo proceso culminó felizmente el 28 de noviembre de 1982, con la Constitución Apostólica Ut sit, mediante la cual el Romano Pontífice Juan Pablo II erige la Obra como Prelatura personal, y da fuerza de ley pontificia a los Estatutos o derecho particular del Opus Dei. Con lo cual, la situación jurídica del Opus Dei es, en síntesis, la de una Prelatura personal de ámbito universal, dotada de Estatutos propios y con sede central en Roma. Véase abundante bibliografía sobre este tema en la nota 63 de la página 458 de ese libro.
[28] Ibid, pp. 147-148; Carta, 25-1-1961, n. 18.
[29] Ibid, p.157; Carta, 25-1-1961, n.18.
[30] Cfr. Santarelli, L. M., Josemaría Escrivá de Balaguer. Amar al mundo, Rialp, Madrid, 1991, p. 31.
[31] Cfr. Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, o.c., pp.260-261.
[32] Cfr. Artículos del Postulador, o.c., n. 396.
[33] Cfr. Ibid, a.c., n. 12.
[34] Hoja informativa, Vicepostulación del Opus Dei en España, 9 (1988), p. 3; RHF 20162, p.756.
[35] Ibid., p.4; RHF 20771, p. 421.
[36] SR p.11.
[37] Echevarría, J., El amor a María Santísima en las enseñanzas de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, o.c., pp. 11-12.
[38] Ibid., pp. 16-17.
[39] Ibid, pp. 18-19.
[40] Ibid, p.22.
[41] Artículos del Postulador, o.c., n. 1215.
[42] Ibid, n.1225.
[43]Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, o.c., p. 493, cita n. 13; RHF 20157, p. 1075.
[44] Artículos del Postulador, o.c., n. 1217.
[45] Cfr. Ibid., o.c., n. 1220. Una narración detallada se describe en el testimonio de D. Juan Jiménez Vargas, Catedrático de Fisiología en la Universidad de Navarra.
[46] Del Portillo, A., lntervista sul Fondatore dell'Opus Dei, a cura di C. Cavalleri, Ares, Milán, 1992, pp. 217-218. La traducción al castellano está en prensa.
[47] Torreciudad, editado por el Patronato del Santuario, Rialp, 1988.
[48] Ibid, n. 10
[49] Ibid, p. 63.
[50] Ibid., p. 65.
[51] Ibid, p. 63.
[52] Cfr. Vidal Quadras, J. A., Torreciudad, un santuario a la Virgen, Patronato de Torreciudad, Huesca, 1978, p. 27, y los Boletines de Torreciudad, en donde se encuentran otras peticiones; las aquí recogidas son unas pocas de entre las más recientes.
[53] Cfr. Artículos del Postulador, o.c., nn.221-225.
[54] Echevarría, J., El amor a María Santísima en las enseñanzas de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, o.c., p. 31.
[55] Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, o.c., p. 371; RHF 20159, p. 1006.
[56] Ibid., p. 372; RHF 20165, ppi 451,692.
[57] Cfr. Artículos del Postulador, o.c., n.402.
[58] Ibid., o.c., n. 1264.
[59] Ibid, o.c., n. 1265.
[60] Echevarría, J., El amor a María Santísima en las enseñanzas de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, o.c., pp. 13-14.
[61] L 'Osservatore Romano (ed. castellana), 22.5.92, p.9.
[62] Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, o.c., p. 368; RHF 20124, p.49.
El culto a la Virgen, santa María |
Ecumenismo y paz |
Verdad y libertad I |
La razón, bajo sospecha. Panorámica de las corrientes ideológicas dominantes |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis IV |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis III |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis II |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis I |
En torno a la ideología de género |
El matrimonio, una vocación a la santidad |
¿De dónde venimos, qué somos, a dónde vamos? |
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
La Justicia Restaurativa en España y en otros ordenamientos jurídicos |
Justicia Restaurativa: una respuesta democrática a la realidad en Méxicoxico |
Tengo derecho a no perdonar. Testimonios italianos de víctimas del terrorismo |