Gentileza de Ecclesia, miércoles, 22 de julio de 2009
En el contexto del Año Sacerdotal, he aquí una selección y distribución de pensamientos del Papa Benedicto XVI sobre el sacerdocio. Antes es preciso recordar la finalidad del Año Sacerdotal y la figura que lo centra y contextualiza. "Deseo de corazón que el Año Sacerdotal ha afirmado Benedicto XVI- constituya para cada sacerdote una oportunidad de renovación interior y, en consecuencia, de firme revigorización en el compromiso de su misión".
Su modelo, en el ciento cincuenta aniversario de su muerte, es San Juan María Bautista Vianney, el Santo Cura de Ars. Lo que más resplandece en la existencia de este humilde ministro del altar: "su total identificación con el propio ministerio". Solía decir que "un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina". Y casi sin poder percibir la grandeza del don y de la tarea confiados a una pobre criatura humana, suspiraba: "¡Oh, qué grande es el sacerdote!... Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia".
Rezar, curar, anunciar
Según el Santo Padre, rezar, curar y anunciar son los tres imperativos esenciales de la vida y del ministerio de los presbíteros, quien, de este modo, será fiel a su ordenación y evitará convertirse en un burócrata de lo sagrado.
1.- La oración, que educa en el amor y abre el corazón a la caridad pastoral, es su primer deber, su primera tarea, su primer servicio. Sin una relación personal con el Señor nada de lo demás puede funcionar porque difícilmente podrá el sacerdote llevar a Dios a los demás si el sacerdote no practica y cultiva su propia relación con El.
En este sentido, la oración sacerdotal requiere de tres espacios vitales, diarias y fervientes. El primero de ello es la Eucaristía de cada día como encuentro fundamental donde el Señor habla con el sacerdote y el sacerdote con el Señor, se entrega en sus manos y se hace pan partida para la humanidad. La Liturgia de las Horas y la oración personal -añade Benedicto XVI- son los otros dos ámbitos ordinarios de santificación del sacerdote y de fecundidad apostólica. Sin ellos, el sacerdote se agosta. Con ellos el sacerdote se convierte en lo que debe ser: hombre de Dios, amigo de Jesucristo y fiel servidor de los hombres.
2.- La existencia y el ministerio sacerdotal está llamado también a la sanación, a curar a los enfermos, a los dispersos, a los necesitados. A través de él se visibiliza el amor de Jesucristo y de su Iglesia en favor de la humanidad doliente; a través de él se prolonga el ministerio del Señor que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo.
Esta misión sanadora del ministerio sacerdotal requiere que el sacerdote conozca a sus fieles, como el Buen Pastor conoce a sus ovejas. Que sepa de sus necesidades y dolencias. Que sea el nuevo y permanente buen samaritano. Que unja sus heridas con el aceite y con el vino nuevos de la salvación. Este quehacer sanador del ministerio sacerdotal se traduce en escucha y en diálogo, en compañía y en acompañamiento, en servicio y atención sociocaritativa. Se traduce, muy singularmente, en el ejercicio de su "munus santificandi" a través de los sacramentos, particularmente mediante el sacramento de la Reconciliación, cuya administración es un acto curativo extraordinario que el hombre precisa para estar sano en profundidad.
3.- Por fin, el sacerdote está llamado a anunciar el Reino de Dios, que no es una utopía lejana, sino que se hace ya totalmente próximo en Jesucristo. Por eso, anunciar el Reino de Dios significa hablar de Dios hoy, hacer presente la Palabra de Dios, el Evangelio que es presencia transformadora de Dios, y hacer presente a Dios a través del sacramento de su presencia, que es la Eucaristía. Este anuncio será tanto más creíble, será tanto fecundo, cuanto más y mejor sea vivido en primera persona por el sacerdote, cuanto más esté transido de la oración, de la humildad y de la comunión eclesial.
El sacerdote y las vestiduras sagradas
"Así como en el bautismo se da un intercambio de vestiduras, un intercambio de destino, una nueva comunión existencial con Cristo, también en el sacerdocio tiene lugar un intercambio en la administración de los sacramentos, en los que el sacerdote actúa in persona Christi. En los sagrados misterios el no se representa a sí mismo, ni habla expresándose a sí mismo, sino que habla en lugar de Otro, de Cristo".
Y es precisamente mediante los ornamentos o vestiduras litúrgicas dónde y cómo se puede mostrar esta identidad y misión del sacerdote. Revestirnos de ellos debe ser más que un hecho externo; significa entrar una y otra vez en el, adsum, en el sí de la misión sacerdotal. Los indumentos sacerdotales constituyen una profunda simbólica de lo que el sacerdote significa, ilustran lo qué es revestirse de Cristo, hablar y actuar en su Persona.
En el pasado y aún hoy en las órdenes monásticas, se colocaba ante todo en la cabeza el amito como una especie de capucha que se convertía en símbolo de la disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una celebración digna y correcta de la Eucaristía. El amito es, pues, expresión de que el sacerdote dispone sus sentidos, su corazón y su mente para servir mejor al pueblo que le ha sido confiado transmitiéndole al Señor.
El alba y la estola evocan la vestidura festiva que el padre de la parábola regaló al hijo pródigo, que había regresado a casa harapiento y sucio. Al revestirse del alba el sacerdote debería recordar que Jesucristo padeció por él y por todos y que en sus heridas hemos sido purificados. El alba y la estola son también signo de la vestidura nupcial de otra parábola evangélica. Es la vestidura del amor, de la alianza, de la luz de Jesucristo, que con su claridad llama al sacerdote a transmitirle limpio también él de culpa.
Por último, en la casulla se representa el yugo del Señor. El sacerdote está uncido a este yugo y está llamado a aprender de Jesús, que es manso y humilde de corazón. Aunque tantas veces parezca lo contrario, el yugo del Señor -como dice la Palabra de Dios- es ligero y llevadero porque ya lo llevó Jesús el primero, quien experimentó en sí mismo la obediencia, la debilidad, el dolor y la oscuridad, y con yugo -con su cruz- nos salvó.
Ser sacerdote es, pues, revestirse de Cristo. Es convertirse en personas que aman, que sirven y que experimentan la hermosura de cargar con su yugo, única fuente de salvación para aquellas personas que le han sido confiadas.
Al estilo del Buen Pastor
¿En qué consiste ser hoy día, en medio de una sociedad secularizada y hasta paganizada, sacerdote de Jesucristo? El sacerdote es, ante todo, el representante y la prolongación de Jesucristo el Buen Pastor. He aquí cuatro rasgos y consecuencias que se derivan del estilo del Buen Pastor:
1.- De este modo, el sacerdote es el que señala el camino, el primero en hacer lo que tienen que hacer los demás, el primero en emprender el camino que han de seguir los demás. Esto significa que, para discernir los caminos de luz de las cañadas oscuras, debe vivir de la Palabra de Dios, debe ser hombre de oración, de perdón, hombre que recibe y celebra los sacramentos como actos de oración y de encuentro con el Señor. El sacerdote ha de ser hombre de caridad vivida y celebrada, que transforme toda su actividad y ministerio en actos espirituales en comunión con Cristo para la salvación de los demás.
2.- Al igual que Jesús el Buen Pastor, el sacerdote debe ir también por delante de su grey en la entrega total hasta la cruz. Esta entrega, esta ofrenda de sí mismo es también participación en la cruz de Cristo, fuente de toda alegría y riqueza. Y sólo desde ella, el sacerdote puede escuchar, servir, consolar, ayudar e iluminar de manera creíble y fructífera.
3.- Al ejemplo de Jesús el Buen Pastor, el sacerdote debe llenar su actividad cotidiana de tiempos para los demás y de tiempos para el Señor. El sacerdote ha de nutrirse de espacios diarios y concretos para la celebración de la Eucaristía, la oración personal, el rezo y meditación de la Liturgia de las Horas y el rezo del rosario. Estos ejercicios son diálogos inexcusables con la Palabra de Dios. Y sólo así podrá crearse reservas para responder a las exigencias de la vida pastoral. Para dar el fruto verdadero que el mundo precisa.
4.- El sacerdote no lo es para sí mismo sino para los demás, a través de la Iglesia, de la que es ministro, voz y rostro. Los fieles ven y perciben en el sacerdote a la Iglesia. Y la Iglesia no es una gran superestructura, un cuerpo administrativo o de poder, una organización social. Es un cuerpo espiritual para la salvación del hombre. Por ello, el sacerdote estar con el pueblo, rezar con el pueblo, escuchar al pueblo, amar al pueblo, iluminarlo con la Palabra de Dios -muy singularmente mediante la homilía, nacida y crecida en la oración y en la escucha fiel de la Palabra- y con los Sacramentos, signos eficaces del amor de Jesucristo.
El hombre de Dios para portar a Dios a los hombres
Con una frase del apóstol San Pablo a su discípulo Timoteo, el Papa define al sacerdote como "el hombre de Dios". Y añade: "esta es la misión central del sacerdote: portar a Dios a los hombres.
1.- Y ciertamente sólo puede hacerlo si el mismo viene de Dios, si vive en unidad e intimidad con Dios". A continuación, Benedicto XVI cita el verso del salmo 15 "El Señor es el lote de mi heredad y mi copa: mi suerte está en tus manos". Y es que, en efecto, el verdadero y hasta único sentido de la vida del sacerdote, la base de su existencia, la tierra de su vida y de su promisión, es el Señor. Dios es el fundamento externo e interno de su vida. Dios mismo es la "parte" de su tierra y de su peregrinar.
2.- Y esta verdadera "teocentricidad" de la identidad y existencia sacerdotal es tanto más necesaria cuanto más desdibujada está en nuestro mundo la idea de Dios, en un medio de una sociedad totalmente funcionalística, donde todo está basado en prestaciones calculables, verificables, puestas siempre bajo el barómetro de la rentabilidad.
3.- Por ello, el sacerdote de hoy y de siempre debe conocer y reconocer a Dios desde dentro y así, como el mayor y el mejor de los servicios que necesitan y demandan, quizás sin saberlo, los hombres y mujeres de su tiempo, llevarles y transmitirles a Dios.
"Si en una vida sacerdotal -afirmaba textualmente Benedicto XVI- se pierde esta centralidad de Dios, se vacía también progresivamente el celo de su actividad". Si en el exceso de las cosas y acciones externas falta el centro que da sentido a todo y lo reconduce a la unidad, le falta entonces el verdadero fundamento de la vida, la "tierra" sobre la cual todo esto permanece y prospera.
4.- Desde esta centralidad del Señor en la vida del sacerdote, desde esta "teocrentidad" de la identidad y misión del sacerdote, se entiende y se sublima el celibato ministerial, que no es tanto una supuesta conveniencia práctica y funcional, sino que es expresión de amor en consagración a Dios -la parte de mi heredad- y en ofrenda a los hombres. El celibato no significa permanecer privado de amor. Todo lo contrario: es dejarse prender por la pasión por Dios y aprender, gracias a su intimidad con El, cómo servir más y mejor a los demás.
El celibato debe ser un testimonio de fe: la fe en Dios que se concreta y traduce en una forma de vida que sólo, partir de Dios, tiene sentido para el bien de aquellos a quienes el sacerdote ha sido enviado y quienes esperan de El que les sirva y transmita a Dios. A un Dios con quien el sacerdote ha de vivir esponsal y fecundamente unidos a través de su ordenación sacramental y de su celibato.
"Estar con Cristo y ser sus enviados al encuentro del hombre"
"Estar con Cristo y ser sus enviados para salir al encuentro de las gentes" es la definición que del sacerdocio ofrecía Benedicto XVI: "Estar con Cristo y ser sus enviados". "Nuestra tarea consiste -añadía- en convertirnos en personas a la escucha capaces de percibir su llamada, valiente y fieles para seguirlo y, al final, ser hallados siervos fiables que han sabido aprovechar bien el don que se les ha asignado".
1.- Para Benedicto XVI, el primer rasgo clave de la identidad y misión del sacerdote es vivir en la espiritualidad del siervo prudente, sabio y humilde. "Hago mi parte, hago lo que puedo", sabiendo reconocer con humildad los propios límites y desde la confianza en el Señor, que es quien guía a la Iglesia. Ante la multiplicidad de quehaceres y de retos en la vida actual del sacerdote, esta primera consideración está llena de verdad y de sabiduría.
2.- La esencialidad de la vida interior del sacerdote es la segunda y luminosa reflexión del Papa. Se trata de una vida interior centrada en la Eucaristía y en la liturgia de las horas. "El tiempo que dedicamos a la oración no es un tiempo sustraído a nuestra responsabilidad pastoral, sino que es precisamente trabajo pastoral". Es orar por y para los demás. Esta vida interior del sacerdote debe además nutrirse también de la espiritualidad de la cruz, desde la asunción de la experiencia del sufrimiento, pues "es hermoso madurar en los sacrificios y así trabajar para la salvación de los demás".
3.- Asimismo, Benedicto XVI, que pide a los sacerdotes que sepan delegar, que busquen colaboradores, que se abran a la comunión y corresponsabilidad eclesial, y que no caigan en la tentación de hacerlo todo ellos solos, llama a la vivir en la esperanza, pues la Iglesia está viva y "también en tiempos difíciles, cuando faltan las vocaciones, la palabra de Dios permanece para siempre". Dios tiene palabras de vida eterna, que no son palabras del pasado, sino que conservan siempre plena actualidad, y que han de suscitar en toda la Iglesia y particularmente en los sacerdotes una esperanza que nunca defrauda, a pesar de todos los pesares.
El siervo, la voz y el eco de Cristo
Con palabras de San Agustín de Hipona, Benedicto XVI definió al sacerdote como el siervo de Cristo. Cada fibra del ser personal del sacerdote debe estar en relación íntima con Jesús, con quien se identifica ontológicamente.
El sacerdote es también la voz de Cristo, voz y eco de quien es la Palabra, precursor y siervo de la Palabra, que no se convierte en el centro, sino el instrumento. El sacerdote es portador de Cristo y de su Palabra, no de sí mismo ni de ningún mensaje propio o adaptado por él.
Ser siervo y voz de Cristo revela la grandeza y la humildad del ministerio ordenado y muestra el camino para vivir en fidelidad y en fecundidad este ministerio, que no es otro que el de la íntima comunión con Jesucristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre. Para ello, el sacerdote necesita de la oración como el cuerpo necesita del oxígeno. El sacerdote, para ser siervo y voz de Cristo, debe vivir en autodonación, en desprendimiento personal, en itinerario pascual, en gratuidad, en alegría, en entrega constante.
Y la eficacia de la vida y de la acción ministerial y pastoral depende, en última instancia, no de las distintas obras y acciones, sino de la oración, pues, de lo contrario, su servicio se convertiría en vano activismo. De ahí, que el tiempo que el sacerdote pasa en contacto directo con Dios no sólo no es tiempo perdido, sino que es su verdadera prioridad y fuente de riqueza y fecundidad, pues la oración ha de ser para el sacerdote la respiración del alma y el motor de su apostolado.
Palabra y sacramento son las dos columnas del sacerdocio
"Considerando el binomio identidad-misión, cada sacerdote señalaba Benedicto en la audiencia general del pasado 1 de julio -puede advertir mejor la necesidad de la progresiva identificación con Cristo, que le garantiza la fidelidad y la fecundidad del testimonio evangélico. El título mismo del Año sacerdotal "Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote" pone de manifiesto que el don de la gracia divina precede a toda posible respuesta humana y realización pastoral, y así, en la vida del sacerdote, el anuncio misionero y el culto no se pueden separar nunca, como tampoco se deben separar la identidad ontológico-sacramental y la misión evangelizadora".
"Por lo demás, podríamos decir que el fin de la misión de todo presbítero es "cultual": para que todos los hombres puedan ofrecerse a Dios como hostia viva, santa, agradable a él (cf. Rm 12, 1), que en la creación misma, en los hombres, se transforma en culto, en alabanza al Creador, recibiendo la caridad que están llamados a dispensarse abundantemente unos a otros. Lo constatamos claramente en los inicios del cristianismo. Por ejemplo, san Juan Crisóstomo decía que el sacramento del altar y el "sacramento del hermano" o, como dice, el "sacramento del pobre" constituyen dos aspectos del mismo misterio. El amor al prójimo, la atención a la justicia y a los pobres, no son solamente temas de una moral social, sino más bien expresión de una concepción sacramental de la moralidad cristiana, porque a través del ministerio de los presbíteros se realiza el sacrificio espiritual de todos los fieles, en unión con el de Cristo, único Mediador: sacrificio que los presbíteros ofrecen de forma incruenta y sacramental en espera de la nueva venida del Señor".
"Esta es la principal dimensión, esencialmente misionera y dinámica, de la identidad y del ministerio sacerdotal: a través del anuncio del Evangelio engendran en la fe a aquellos que aún no creen, para que puedan unir al sacrificio de Cristo su propio sacrificio, que se traduce en amor a Dios y al prójimo".
"Frente a tantas incertidumbres y cansancios también en el ejercicio del ministerio sacerdotal, es urgente recuperar un juicio claro e inequívoco sobre el primado absoluto de la gracia divina, recordando lo que escribe santo Tomás de Aquino: "El más pequeño don de la gracia supera el bien natural de todo el universo" (Summa Theologiae, I-II, q. 113, a. 9, ad 2)".
Por tanto, la misión de cada presbítero dependerá, también y sobre todo, de la conciencia de la realidad sacramental de su "nuevo ser". De la certeza de su propia identidad, no construida artificialmente sino dada y acogida gratuita y divinamente, depende el siempre renovado entusiasmo del sacerdote por su misión. También para los presbíteros vale lo que escribí en la encíclica Deus caritas est: "No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. 1).
"Habiendo recibido con su "consagración" un don de gracia tan extraordinario, los presbíteros se convierten en testigos permanentes de su encuentro con Cristo. Partiendo precisamente de esta conciencia interior, pueden realizar plenamente su "misión" mediante el anuncio de la Palabra y la administración de los sacramentos".
"Después del concilio Vaticano II, en muchas partes se tuvo la impresión de que en la misión de los sacerdotes en nuestro tiempo había algo más urgente; algunos creían que en primer lugar se debía construir una sociedad diversa. En cambio, la página evangélica que hemos escuchado al inicio llama la atención sobre los dos elementos esenciales del ministerio sacerdotal. Jesús envía, en aquel tiempo y hoy, a los Apóstoles a anunciar el Evangelio y les da el poder de expulsar a los espíritus malignos. Por tanto, "anuncio" y "poder", es decir, "Palabra" y "sacramento", son las dos columnas fundamentales del servicio sacerdotal, más allá de sus posibles múltiples configuraciones".
"Cuando no se tiene en cuenta el "díptico" consagración-misión, resulta verdaderamente difícil comprender la identidad del presbítero y de su ministerio en la Iglesia. El presbítero no es sino un hombre convertido y renovado por el Espíritu, que vive de la relación personal con Cristo, haciendo constantemente suyos los criterios evangélicos. El presbítero no es sino un hombre de unidad y de verdad, consciente de sus propios límites y, al mismo tiempo, de la extraordinaria grandeza de la vocación recibida: ayudar a extender el reino de Dios hasta los últimos confines de la tierra".
"El sacerdote es un hombre todo del Señor, puesto que es Dios mismo quien lo llama y lo constituye en su servicio apostólico. Y precisamente por ser todo del Señor, es todo de los hombres, para los hombres".
La oración es el primer compromiso, el verdadero camino de santificación de los sacerdotes y el alma de la auténtica pastoral vocacional. El escaso número de ordenaciones sacerdotales en algunos países no sólo no debe desanimar, sino que debe impulsar a multiplicar los espacios de silencio y de escucha de la Palabra, a cuidar mejor la dirección espiritual y el sacramento de la Confesión, para que muchos jóvenes puedan escuchar y seguir con prontitud la voz de Dios, que siempre sigue llamando y confirmando. Quien ora no tiene miedo; quien ora nunca está solo; quien ora se salva. Sin duda, san Juan María Vianney es modelo de una existencia hecha oración". "Que María, la Madre de la Iglesia, ayude a todos los sacerdotes a seguir su ejemplo para ser, como él, testigos de Cristo y apóstoles del Evangelio".
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