Artículo publicado en PALABRA núm. 236, III-1985 (140-141), en la sección "MEDITACION", evocando el 20º aniversario de su ordenación sacerdotal. Corregido y abreviado el 15-VIII-1989, Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora, evocando sus Bodas de Plata sacerdotales y la próxima ordenación de un amigo.
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Con sosegada emoción, se leen estas palabras antiguas de muy cierta sabiduría: "Tengo entendido que muchas mercedes nos dexa de hacer nuestro buen Dios, por selle desagradecidos a las ya hechas; pues el pecado de la ingratitud es muy vil" (1). Semejantes sentencias producen un dolor saludable, de amor, vivificante, sobre todo cuando se celebra un redondo aniversario de la propia ordenación sacerdotal o se comienza a andar el año 30º (que es nuestro caso).
Acontece que en un instante inmenso, sin mérito ni derecho, de golpe se encuentra el llamado, convertido en el mismo Cristo. «Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero -enseña san Josemaría Escrivá- en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental» (2). «Por el sacramento del Orden el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad» (3). «En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía» (4).
Has escogido Señor a tus sacerdotes, entre millones de hombres, y no ha de maravillar a quienes algo nos conozcan, pues bien sabido es lo que asevera el Apóstol: «ha escogido Dios más bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada a lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios» (5). «Un don -dice el papa Juan Pablo II- no puede tratarse como si no fuera un don» (6). ¡Cómo tratar, entonces, cómo agradecer y corresponder a un don que excede infinitamente a la criatura! He aquí el problema.
Lo que puede hacer el sacerdote es pensar y rezar así: He sido asumido por Tí, Señor, Cabeza de la nueva humanidad por Ti redimida, y, dentro de tu Cuerpo Místico, me has situado en la Cabeza, en el centro neurálgico, para ser (con los debidos matices, sin mixturas ontológicas, sin confusión de personas, pero en inefable identidad viva) otro Tú, y vivir en tu Yo, y -desde tu Yo- pronunciar con mi voz palabras tuyas: «Esto es mi Cuerpo», «Esta es mi Sangre...», «Yo te absuelvo...», «En verdad, en verdad os digo...»
Lo digo todos los días in persona Christi, virtute Spiritus Sancti, «en la persona de Cristo, con el poder del Espíritu Santo». Esta añadidura de Juan Pablo II -virtute Spiritus Sancti- a la síntesis doctrinal -in persona Christi-, es encantadora. Recuerda que, en efecto, estoy ungido por el Espíritu que, con su Amor todopoderoso, me traspasa, me impregna, me empapa, como el aceite al tejido, y opera mi configuración contigo (7), me convierte en instrumento apto para realizar el gran milagro de la transustanciación en la Santa Misa, y el de la aniquilación de las culpas de los pecados de mis hermanos, los hombres, en el Sacramento de la Penitencia.
La «identidad» sacerdotal
Realmente, misteriosamente, sacramentalmente, soy Tú. Como sacerdote, no tengo identidad propia; no tengo nombre mío: mi nombre es «Cristo». Porque sólo Tú, Señor, eres EL SACERDOTE, el catholicus sacerdos (8), el Sacerdote único universal. Los sacerdotes, en plural, no hacemos «número» contigo; nuestro sacerdocio no se suma al tuyo, único Mediador. En rigor, el sacerdocio no es «algo», sino «Alguien»; eres Tú, Señor. El «problema» de la «identidad sacerdotal» ha sido -¿es todavía?- un fantasma creado por la ignorancia en la fe. ¿Cuál es mi identidad, sino la tuya? ¿Qué debo ser yo, sino Tú? No sólo en los privilegiados momentos en que hablas en mí, y en mí y por medio de mí obras aquellos grandes prodigios: siempre he de transparentarte en mi conducta, de modo que sea patente lo que soy en lo más profundo de mi ser.
Qué ingratitud -y traición e hipocresía-, sería presentarme «como uno más» ante el mundo. ¡Yo no soy uno más! Mi naturaleza es humana, humanísima: nada humano me es ajeno, tanto la ilimitada capacidad de heroísmo, como la de vileza común a todos los mortales. Pero, desde aquel 19 de marzo de 1964, mi persona es distinta: ha sido consagrada, ¡es sagrada! Mi naturaleza es la misma, pero mi «yo» es distinto. No soy más «fiel» que los demás fieles, pero sí más sacerdote, esencialmente más; esto es verdad de fe.
«¿Desacralizarme»? ¿«desacralizar» el sacerdocio? Sería tanto como «desmanzanizar» una manzana: aniquilarlo. Es lo que pretende el demonio que no cesa. Pero ni siquiera el infierno reunido con todo su poder, podrá jamás lograrlo. La sacralización de mi persona ha tenido lugar de un modo irreversible. Y de nuevo se aviva el temblor de gratitud: sacerdos in aeternum!, sacerdote para siempre, para siempre, para siempre... «El sacerdote cristiano es esencialmente -tocamos así la única comprensión posible de su naturaleza- una misión eminentemente sagrada: tanto por su origen (es Cristo quien la otorga) como por su contenido (los divinos misterios) y por la forma misma en que se confiere: un sacramento» (9).
«En la persona de Cristo»
Ofrezco el Sacrificio Santo del Altar in persona Christi, «lo cual quiere decir -explica el Papa- más que "en nombre", o también "en vez" de Cristo. "In persona", es decir, en la identificación específica, sacramental con el "Sumo y Eterno Sacerdote", que es el Autor y el Sujeto principal de este su propio Sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie».
Cómo se comprenden aquellos «¡Oh!» de antiguos escritores espirituales: O venerabilis sanctitudo manum!, ¡Oh, qué venerables son las manos del sacerdote!; O felix exercitium!, ¡Oh, qué función tan gozosa!; Qui creavit me, ipse creavit se mediante me, Quien me ha creado sin mí, se crea (sobre el altar) por medio de mi. Conclusión -matizada, mas no negada por el rigor teológico-: el sacerdote, post Deum, terrenus Deus, después de Dios, es «Dios en la tierra». (Ver al final: Observación)
Según el Crisóstomo, Dios me dice: «Yo he hecho el cielo y la tierra: yo te doy, oh sacerdote, el poder de cambiar la tierra en un cielo resplandeciente. Yo he suspendido los astros en la bóveda de los cielos: enciende tú en el firmamento de la Iglesia los astros más brillantes de la santidad. Tú no puedes crear al hombre, pero puedes convertirlo en Dios. Ya ves, oh sacerdote, con cuánta ternura te he amado, puesto que te he concedido el poder de eclipsar con tus milagros la obra de la creación».
[¿Vas comprendiendo, lector amable, la dimensión de nuestro problema de gratitud? ¿Querrías unir tu voz a la nuestra, para formar entre muchos una gran voz, un canto hermoso, humilde, vibrante, encendido, en alabanza al Autor de tan grandes maravillas?].
Pero me asalta una duda: ¿No causarán envidia estas palabras mías, esta oración en voz alta? ¿No sería mayor humildad callar, fingir «ser uno más», pasar inadvertida la sacralización de mi persona, mi configuración Contigo Cabeza de la Iglesia?
De envidia, no hay razón. Cada uno puede -y debe- escalar desde su sitio, sin salirse del lugar donde le ha puesto Dios en el mundo, la más alta cumbre del Amor. Allá están, en primer lugar, la Santísima Virgen; y en segundo lugar, el Patriarca San José. Son los primeros en la escala del Cielo, sin haber recibido lo que llamamos ministerio sacerdotal o sacramento del Orden, y muy por encima de los "ministros" del Señor. El sacerdote es un don para toda la Iglesia, para todo el mundo. Por eso, la Iglesia entera, y las criaturas todas aun sin saberlo, se unen a la acción de gracias que da el sacerdote por el don que le convierte a él en don. De otra parte, ¿cómo esconder una ciudad que se alza sobre la cumbre? ¿Ocultar una luz divina bajo el celemín? ¡Si ha de alumbrar a toda la casa, al mundo entero! (10).
Confesor y penitente
No hay motivo de soberbia, ni de clericalismo, en mi afirmación sacerdotal... si todos los días hago examen de conciencia. Tengo un amigo a quien le digo, cuando nos vemos y nos despedimos hacia el final del día: "estoy cansado, ¿quieres hacerme el examen de conciencia?". Ambos sabemos que es pedir peras al olmo. El examen de conciencia es absolutamente intransferible, cosa sólo de dos: Dios y yo. Pero quiero decir que, a pesar de todas las cosas que veo cada día, en mi conciencia, durante el examen, es el mío un poder infinito; eso sí, prestado y depositado en una vaso de barro. ¡Cuánto más bella aparece de tal guisa -por contraste- la infinitud!
El vaso no quisiera romperse nunca; quisiera ser sin la más leve fisura, duro como el diamante, brillante como el oro fino y antiguo, a la medida del Corazón de Cristo. Pero se quiebra mil veces -nada humano me es ajeno- en mil pequeñas o grandes cosas. Por eso debo ofrecer sin cesar sacrificios, no sólo "por los pecados del pueblo", sino por los míos propios; y someterme a un constante proceso de purificación, por la humildad y la penitencia.
También yo, yo el primero, he de postrarme en ese «lugar privilegiado y bendito -el confesonario- desde el cual, canceladas las divisiones, nace nuevo e incontaminado un hombre reconciliado, un mundo reconciliado» (11). Qué alegría, qué paz, qué vigor sobrenatural brota de este nuevo nacimiento en el abrazo estrecho contra el corazón de mi Padre Dios. Ser un poco menos indigno, más digno, más eficaz, bien vale una penitencia. La acción de gracias se hace aún más encendida. Nos acercamos a lo que entendía Santo Tomás que debe ser el sacerdote: deiformissimus et Deo simillimus, máximamente «deiforme» y semejante a Dios. Sólo así el sacerdote podrá ser muy humano y reflejar a Cristo perfecto Dios y perfecto hombre.
Que sean muchos los escogidos
¿Por qué somos tan pocos los escogidos? ¿No podríamos ser más, muchos más? ¿Crisis de fe, universal? No creo, no creo que ahí esté la razón profunda. Quizá sucede que soy todavía demasiado «uno más»; quizá he de luchar más para alcanzar la coherencia precisa, y que el frecuente acudir al Sacramento de la reconciliación me conduzca a las obras de penitencia.
Pero tan cierto como esto, lo es que también puedo gritar a tantos que son llamados y no oyen, ¡que no miren mis pecados, que comprendan que el sacerdocio es Él, infinitamente más grande que yo. Que comprendan, Señor, que han de fijarse en Ti, y comprender el misterio de la Redención y que, si luchamos, entre todos lograremos dar una imagen que refleje de veras tanto la tremenda y grave seriedad como la inmensa alegría del sacerdocio; y gozarán, como nosotros, de los más sabrosos frutos que maduran en el árbol glorioso de tu Cruz; y sembrarán a voleo semillas divinas que multiplicarán los frutos por los surcos que Tú no cesas de abrir en todos los caminos de la tierra; y gozarán -disfrutarán a su sabor- del impresionante misterio que encierran las palabras tuyas: «Esto es mi Cuerpo», «Esta es mi Sangre», «Yo te absuelvo», «En verdad, en verdad os digo...», en boca de tus sacerdotes.
¿Se comprende también en las encantadoras iglesias domésticas que el mayor don de Dios a las familias cristianas es el sacramento del Orden para alguno de los hijos? «El primero y mejor seminario de vocaciones» es -ha de ser- la familia (12); lugar donde se abre «a los jóvenes los horizontes de las diversas vocaciones cristianas, como un desafío de plenitud a las alternativas del consumismo hedonista o del materialismo ateo»(13). Es claro que esto requiere, ante todo que haya familias, y cuanto más numerosas, mejor.
Pero «un don no puede tratarse como si no fuera don. Se debe rezar con insistencia -dice el Papa- para conseguir tal don. Se debe pedirlo de rodillas» (14). Con perseverancia. Y así llegan las vocaciones. O «¿es lícito acaso dudar que Tú puedas y desees dar a tu Iglesia verdaderos «administradores de los misterios de Dios» y, sobre todo, verdaderos ministros de la Eucaristía? ¿Es lícito acaso dudar que Tú puedas y quieras despertar en las almas de los hombres, especialmente de los jóvenes, el carisma del servicio sacerdotal, del modo como éste ha sido acogido y actuado en la tradición de la Iglesia?» (15). En los interrogantes del Vicario de Cristo se contiene ya la respuesta. Por eso hacemos nuestra su oración: «Haz que nosotros, en conformidad interior con la economía de la gracia y con la ley del don, roguemos sin cesar al dueño de la mies, y que nuestra invocación brote de un corazón puro, que tenga en sí la sencillez y la sinceridad de los verdaderos discípulos. Entonces Tú, Señor, no rechazarás nuestra súplica» (16). Sobre todo si te llega con el dulce e intenso aroma de la intercesión de tu Santísima Madre; Madre, especialmente, de tus sacerdotes (17).
Y quizá esta súplica nuestra sea hoy nuestra mayor muestra de gratitud. Y no «dexarás» de hacernos «muchas mercedes», porque no mirarás nuestros pecados, sino nuestra acción de gracias, y el amor y la fuerza con que te pedimos: ¡haz santos a tus sacerdotes; danos muchos sacerdotes santos!
Observación: [En su Mensaje del Año Sacerdotal (2009), el papa Benedicto XVI, cita al santo Cura de Ars, con estas palabras: "Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: "Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo".5 Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: "Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor... Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros" (leer más: Benedicto XVI, Carta a los sacerdotes al comenzar el Año Sacerdotal, proclamado con motivo del 150 aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, conocido como el cura de Ars, 19 de junio de 2009)]
Notas
(1) P. MALON DE CHAIDE, Libro de la conversión de la Magdalena, Ed. Aguilar, Madrid 1963, p. 686.
(2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Sacerdote para la eternidad, 5ª ed. Madrid 1978, p. 19.
(3) Ibid., pág 20: palabras citadas por Juan Pablo II, Homilía del 2-VII-1980, n. 4.
(4) Ibid.
(5) 1 Cor 1, 27-29.
(6) JUAN PABLO II, Oración del Jueves Santo de 1982.
(7) Cfr. CONCILIO VATICANO II, Presbyterorum Ordinis, n. 2.
(8) TERTULIANO, Adversus Marcionem, IV, 9.
(9) ALVARO DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Ed. Palabra, 4ª ed., Madrid 1976, p. 101.
(10) Cfr. Mt 5, 14-15.
(11) JUAN PABLO II, Exh. Apost. Reconciliatio et poenitentia, n. 31.
(12) JUAN PABLO II, Exh. Ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 53.
(13) Ibid.
(14) JUAN PABLO II, Oración del Jueves Santo de 1982, n. 8.
(15) JUAN PABLO II, l.c., n. 5.
(16) Ibid., n. 8.
(17) Cfr. Ibid.
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