Gentileza de Aceprensa, 26-06-2009
Frente a los riesgos del relativismo, una de las preocupaciones primordiales de Benedicto XVI es desarrollar una mirada nueva sobre la ley natural. Se trata de fundamentar una ética universal, tan necesaria en un mundo globalizado. A esta inquietud responde el documento que ha publicado la Comisión Teológica Internacional, síntesis de cinco años de reflexión sobre el tema.
Con fecha 12 de Junio de 2009, la Comisión Teológica Internacional, organismo consultivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha publicado un documento sobre la ley natural, titulado "A la búsqueda de una ética universal: nueva visión sobre la ley natural". Consta de 116 párrafos, distribuidos en cinco capítulos precedidos de una introducción de 11 párrafos, y cerrado por una breve conclusión de 4.
En los párrafos iniciales se presenta como una contribución a los retos éticos que plantea la globalización, el principal de los cuales consiste, precisamente, en reconocer la existencia de valores éticos universales que puedan guiarnos para afrontar los problemas comunes. En este contexto, el documento se refiere a problemas como el equilibrio ecológico, la protección del ambiente, la amenaza del terrorismo, el crimen organizado, nuevas formas de opresión y de violencia, los rápidos desarrollos de la biotecnología, etc.
Frente al relativismo que caracteriza a algunos sectores de la cultura contemporánea, el documento quiere llamar la atención sobre la universalidad de ciertos valores éticos, una de cuyas primeras manifestaciones es, precisamente, la admiración que determinados valores despiertan en nosotros y que por sí misma constituye un estímulo para la reflexión ética.
Un lenguaje ético común
Es precisamente el reconocimiento de esos valores lo que nos mueve a buscar un lenguaje ético común para todos los hombres, una tarea que en el último párrafo se describe como "necesaria y urgente" (n. 116). Ciertamente, el documento hace notar que la percepción de esta necesidad, que interpela también a los cristianos, es inseparable de una cierta experiencia de conversión, por la cual nos vemos instados a superar la indiferencia y las barreras que, de un modo u otro, solemos levantar ante los extraños (n. 4).
La percepción de la necesidad de dar con un lenguaje ético común ha conducido, en el curso del pasado siglo, a diversas iniciativas. El documento destaca tres: la Declaración universal de derechos del hombre tras la II Guerra Mundial, la propuesta de una ética mundial sobre la base de los consensos entre religiones, y las éticas dialógicas y del consenso.
Sin dejar de reconocer los elementos positivos presentes en estas iniciativas, el documento hace notar sus insuficiencias: ya sea la tendencia a interpretar los derechos del hombre separándolos de su dimensión ética y racional, ya sea la tendencia a plantear la ética mundial sobre bases puramente inductivas por sí mismas incapaces de proporcionar un fundamento absoluto a los valores, ya sea, finalmente, la tendencia a vaciar la ética de contenidos, reduciéndola a la sujeción a simples procedimientos formales (nn. 5-8).
Frente a estas aproximaciones, el documento invita a todos aquellos que se interrogan sobre los fundamentos últimos de la ética, del orden jurídico y político, a reconsiderar una exposición renovada de la doctrina de la ley natural (n. 10).
Convergencia de las tradiciones
El primer capítulo, que lleva por título "Convergencias", se plantea como un recorrido histórico, destinado a poner de manifiesto los puntos comunes que, desde distintas tradiciones sapienciales y religiosas, así como desde la reflexión filosófica, avalan el pensamiento de una ley natural.
Respecto a las sabidurías y religiones no cristianas (se mencionan hinduismo, budismo, taoísmo, tradiciones africanas y el islam) el documento hace notar cómo, más allá de las limitaciones que cabe detectar en muchos casos, el cristianismo ve en ellas un reflejo de la sabiduría divina que opera en el corazón de los hombres.
En el caso del pensamiento griego, destaca el clásico texto de la Antígona de Sófocles, el pensamiento de Platón y Aristóteles sobre el derecho natural, así como la elaboración estoica de la ley natural. En otro orden de cosas, muestra también cómo la Sagrada Escritura se hace eco de este patrimonio ético universal en los libros sapienciales, en la formulación positiva de la regla de oro por parte de Cristo, o en la predicación de San Pablo.
La síntesis clásica
Los escritos de los Padres de la Iglesia constituyen una nueva confirmación de este patrimonio ético, pues ellos hablan con frecuencia de una ley natural, aunque la proyecten en un horizonte metafísico y personal distinto del estoico. Esta doctrina patrística, juntamente con la tradición del ius gentium, pasaría a la reflexión medieval, periodo en el que la doctrina de la ley natural alcanza una forma clásica, especialmente en la obra de Tomás de Aquino.
Los rasgos que hacen de la exposición tomista de la ley natural una formulación clásica son resumidos por el documento en cuatro puntos:
a) representa una síntesis lograda de las reflexiones anteriores sobre la ley natural, paganas o cristianas;
b) intenta situar la ley natural en un cuadro metafísico y teológico general, presentándola como participación en la ley eterna por la criatura racional, gracias a la cual ésta entra de modo consciente y libre en los designios de la Providencia, de tal modo que no es un sistema cerrado y completo de normas morales sino una fuente de inspiración constante;
c) considera el orden ético y político como un orden racional, obra de la inteligencia humana, y que define un espacio de autonomía, que permite distinguirlo, sin separarlo, del orden propio de la revelación religiosa;
d) finalmente, a los ojos de los teólogos y juristas escolásticos, la ley natural representaba un punto de referencia y un criterio a la luz del cual valorar la legitimidad de leyes positivas y costumbres particulares (n. 27).
El descrédito tras las formulaciones modernas
Con las formulaciones modernas, sin embargo, se pierden elementos decisivos de esa síntesis clásica. Como factores desencadenantes del empobrecimiento y distorsión de la doctrina clásica de la ley natural, el documento destaca principalmente dos: por un lado, el voluntarismo, que introduce la tesis de la potencia absoluta de Dios, según la cual Dios podría obrar independientemente de su sabiduría y su bondad; esto supone relativizar todas las estructuras inteligibles existentes, y, en el caso del hombre, se traduce en una concepción de la libertad como pura capacidad de escoger entre opciones contrarias.
Por otro lado, el racionalismo que lleva a prescindir de la referencia a Dios como fundamento último de la ley natural, esperando encontrar únicamente en las esencias creadas la base de aquella ley. Este racionalismo, que lleva a plantear la ley natural "como si Dios no existiese", apoyándose en que las diferencias religiosas han sido históricamente motivo de conflicto, constituye una de las fuerzas secularizantes de la modernidad (nn. 29-31).
Ahora bien, las teorías de la ley natural inspiradas en este doble principio se caracterizan en general por cuatro rasgos: a) creencia esencialista en una naturaleza humana inmutable y a-histórica; b) abstracción de la situación concreta de la persona humana en la historia de la salvación, concretamente, del modo en que el pecado y la gracia afectan al conocimiento y la práctica de la ley natural; c) la idea de que se pueden deducir los preceptos de la ley natural a partir de la definición de la esencia humana; d) presentación de la ley natural como un código de preceptos que regula la totalidad del comportamiento (n. 33).
En la medida en que los desarrollos de las ciencias empíricas y de la conciencia histórica en los siglos XIX y XX han puesto en cuestión estos cuatro rasgos, se explica fácilmente el descrédito en el que ha caído la idea de ley natural entre muchas personas (n. 33).
Por qué la Iglesia invoca la ley natural
Sin embargo, siempre que el Magisterio de la Iglesia se ha referido a la ley natural ha tenido presente la versión clásica. Así lo hizo León XIII, en 1888 (Libertas praestantissimum), para identificar la fuente de la autoridad civil y fijarle límites, para proteger la propiedad privada, o defender el salario mínimo; Juan XXIII para fundar los derechos y deberes del hombre (Pacem in terris, 1963); Pío XI (Casti connubii,1930) y Pablo VI (Humanae vitae, 1968) en cuestiones de moral conyugal. Por otra parte, el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) hace notar que si bien la ley natural es común a creyentes y no creyentes, en la medida en que la Revelación asume las exigencias de la ley natural, la Iglesia, mediante su Magisterio, queda constituida en garante e intérprete de ella. Así también, Juan Pablo II en la Veritatis splendor (1993) asigna a la ley natural un puesto determinante en la exposición de la moral cristiana (n. 34).
En la actualidad, la Iglesia invoca la ley natural sobre todo en cuatro contextos:
a) frente a una cultura que con frecuencia opera con un concepto reducido de racionalidad, y abandona la vida moral al relativismo, la invocación de la ley natural es un recordatorio de la racionalidad de la ética, y representa por ello una base para el diálogo intercultural e interreligioso;
b) frente al individualismo relativista, que hace del individuo y sus intereses la fuente del valor y de la sociedad el resultado de un contrato, la apelación a una ley natural nos recuerda el carácter no convencional, sino natural y objetivo de las normas fundamentales que regulan la vida social y política;
c) frente al laicismo agresivo que quiere excluir a los creyentes del debate político, se invoca la ley natural para defender causas que no son confesionales sino simplemente humanas: derechos frente a la opresión, la justicia en relaciones internacionales, la vida y la familia, libertad de religión y de educación
d) frente al abuso de poder y el totalitarismo, implícito también en el positivismo jurídico, la Iglesia recuerda que las leyes civiles contrarias a la ley natural no obligan en conciencia (n. 35).
La percepción de los valores morales
Los dos capítulos siguientes son complementarios y constituyen la parte analítica del documento. El 2, titulado "La percepción de los valores morales", presenta la experiencia moral el bien ha de hacerse, como una experiencia en la que el bien "se impone al sujeto", con toda la fuerza de una ley que expresa una exigencia interna al propio espíritu (n. 43).
Con este bagaje conceptual se da cuenta, por un lado, de la universalidad de la ley natural, y el modo en que dicha universalidad es compatible con su historicidad; asimismo, se precisa el lugar de las disposiciones morales en el reconocimiento y actuación conforme a la ley natural, mostrando de paso la continuidad existente entre ley natural y virtud (nn. 55-59).
El capítulo 3, titulado "Los fundamentos de la ley natural", versa sobre la reflexión filosófica y teológica encaminada a hacer explícitos los fundamentos epistemológicos y metafísicos de la experiencia moral, tal y como ha sido expuesta en el capítulo anterior. En el plano de la fundamentación última, se destacan las nociones de creación y participación (nn. 62-63), desde las cuales se comprende la relevancia moral de las nociones de naturaleza y persona.
Apelaciones a la naturaleza y a la persona
El documento insiste en la necesidad de una comprensión cabal, metafísica, del concepto de naturaleza, a fin de evitar las malas interpretaciones de las que ha sido objeto la ley natural en el curso del siglo XIX y XX, tanto en contextos filosóficos el documento se refiere a la llamada "ley de Hume" y la naturalistic fallacy denunciada por Moore como teológicos, donde con frecuencia se han contrapuesto indebidamente las apelaciones a la naturaleza y a la persona (nn. 64-68).
Aclarar estos aspectos debería conducir a reconocer que "el concepto de ley natural supone la idea de que la naturaleza es, para el hombre, portadora de un mensaje ético, y constituye una norma moral implícita, que la razón humana actualiza" (n. 69). Para advertir que esto no supone ningún "fisicismo", sin embargo, se impone una reflexión de orden metafísico, que atienda a la analogía del ser, así como una filosofía de la naturaleza que se haga cargo de la profundidad inteligible del mundo sensible. Desde esta reflexión se podría también plantear los principios de una "ecología integral" (n. 82).
La ley natural y la ciudad
El capítulo 4, titulado "La ley natural y la ciudad", comienza indicando la relación entre persona y sociedad como clave que ilumina el tránsito de la ley natural al derecho natural. Si la persona, como fin en sí misma, está en el centro del orden social y político, su condición naturalmente social impide considerar la sociedad como el resultado de un puro contrato: las relaciones con los demás son necesarias para su realización como persona (nn. 83-85)
En este sentido, el bien común no es sólo el fin propio de la política, sino que también hace posible que la persona sea, cada vez más, persona humana. Para ello la sociedad debe promover la realización de las inclinaciones naturales de la persona humana. En este sentido, el documento destaca cuatro valores que, derivando de la ley natural, definen los contornos del bien común: la libertad, la verdad, la justicia y la solidaridad (nn. 86-87).
Cuando consideramos las relaciones de justicia entre los seres humanos, la ley natural se expresa como derecho natural (nn. 88-89). Éste no constituye una medida fija de una vez por todas, sino que enuncia el juicio de la razón práctica que valora lo que es justo (n. 90). Como tal, es medida del derecho positivo, el cual debe esforzarse por actualizar las exigencias del derecho natural, ya como conclusión el derecho natural prohíbe el homicidio, el positivo el aborto, ya en forma de determinación el derecho natural prescribe castigar al culpable, el positivo determina qué pena aplicar para cada delito (n. 91).
Los derechos naturales constituyen la medida de las relaciones humanas anteriores a la voluntad del legislador, y no se basan en los deseos fluctuantes de los individuos, sino en la estructura misma de los seres humanos y sus relaciones humanizadoras (n. 92).
La apelación al derecho natural entraña el reconocimiento de una medida ética intrínseca a la vida política, diversa de la medida religiosa. El documento recuerda que la revelación bíblica invita a la humanidad a considerar que el orden de la creación es un orden universal, en el que participa toda la humanidad, y que tal orden es accesible a la razón.
Invita asimismo a distinguir entre el orden racional de la política, y el orden de la gracia y de la escatología, extrayendo de esta distinción una doble consecuencia: el Estado no puede erigirse en poseedor del sentido último de la historia, pues el ámbito del sentido último, en la sociedad civil, es asunto de las organizaciones religiosas, la filosofía y la espiritualidad; y estas instancias, a su vez, deben contribuir al bien común reforzando los vínculos sociales y promoviendo los valores universales que fundan el mismo orden político.
Si, por un lado, "la ley natural contiene la idea de estado de derecho, que se estructura según el principio de subsidiariedad, respetando las personas y los cuerpos intermedios y regulando sus interacciones", por otro, la política, debe realizar un debate racional abierto a la trascendencia. (nn. 93-98).
El último capítulo trata sobre la relación entre ley natural y Evangelio; en esta línea se refiere a Jesucristo, "Logos" encarnado, ley viviente, como cumplimiento perfecto de la ley natural (n. 107), que además de constituir un modelo ético proporciona a los hombres la posibilidad real de cumplir la ley del amor; la gracia del Espíritu Santo, en efecto, constituye el elemento principal de la nueva ley, que es ley de libertad.
De este modo, la referencia a una ley natural aparece como una clave que, por un lado mantiene un vínculo con la nueva ley del Evangelio y, por otro, ofrece una amplia base de diálogo con toda clase de personas, con vistas a la búsqueda del bien común (n. 112).
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