Siempre es arriesgado explicar una situación social a partir de una sola interpretación. Sin embargo, algunas claves abren más puertas que otras. Desde hace mucho estoy convencido del hecho que la secularización se ha convertido en una palabra-clave para pensar hoya nuestras sociedades, pero también a nuestra Iglesia. La secularización representa un proceso histórico muy antiguo, porque nació en Francia a mitad del siglo XVIII, antes de extenderse al conjunto de las sociedades modernas. Sin embargo, la secularización de la sociedad varía mucho de un país a otro.
En Francia y en Bélgica, por ejemplo, ella tiende a desterrar de la esfera pública los signos de la pertenencia religiosa y a remitir la fe a la esfera privada. Se observa la misma tendencia, pero menos fuerte, en España, en Portugal y en Gran Bretaña. En Estados Unidos, por el contrario, la secularización se armoniza fácilmente con la expresión pública de las convicciones religiosas, lo cual hemos poder visualizarlo también con ocasión de las últimas elecciones presidenciales.
Desde hace una década a esta parte ha surgido entre los especialistas un debate muy interesante. Hasta ahora, parecía que se debía dar por descontado que la secularización a la europea constituía la regla y el modelo, mientras que la de tipo americano constituía la excepción. Pero ahora son numerosos los que -por ejemplo, Jürgen Habermas- piensan que es verdad lo opuesto y que también en la Europa post-moderna las religiones desempeñarán un nuevo rol social.
Recomenzar desde el Catecismo
Cualquiera sea la forma que haya asumido, la secularización ha provocado en nuestros país un derrumbe de la cultura cristiana. Los jóvenes que se presentan en nuestros seminarios no conocen nada o casi nada de la doctrina católica, de la historia de la Iglesia y de sus costumbres. Esta incultura generalizada nos obliga a efectuar revisiones importantes en la práctica que se ha seguido hasta ahora. Mencionaré dos.
En primer lugar, me parece indispensable prever para estos jóvenes un período un año o más de formación inicial, de "recuperación'de tipo catequético y cultural al mismo tiempo. Los programas pueden ser concebidos en forma diferente, en función de las necesidades específicas de cada región. Personalmente, pienso en un año entero dedicado a la asimilación del Catecismo de la Iglesia Católica, el cual está presentado en la forma de un compendio muy completo.
En segundo lugar, sería necesario revisar nuestros programas de formación. Los jóvenes que ingresan al seminario saben que no saben. Son humildes y están deseosos de asimilar el mensaje de la Iglesia. Se puede trabajar verdaderamente bien con ellos. Su falta de cultura tiene de positivo que no cargan con los prejuicios negativos de sus hermanos mayores, lo cual constituye una feliz circunstancia, gracias a lo cual podemos construir sobre una "tabla rasa". Éste es el motivo por el que estoy a favor de una formación teológica sintética, orgánica y que apunte a lo esencial.
Esto implica, por parte de los profesores y de los formadores, la renuncia a una formación inicial signada por un espíritu crítico -como ha sido el caso de mi generación, para la cual el descubrimiento de la Biblia y de la doctrina se ha visto contaminado por un sistemático espíritu de crítica- y por la tentación de lograr una especialización demasiado precoz, precisamente porque le falta a estos jóvenes el necesario background cultural.
Permítanme confiarles algunos interrogantes que me surgen en este momento. Hay miles de motivos para querer dar a los futuros sacerdotes una formación completa y de alto nivel. Como una madre atenta, la Iglesia desea lo mejor para sus futuros sacerdotes. Por eso se han multiplicado los cursos, pero al punto de recargar los programas en una forma que me parece exagerada. Probablemente ustedes han percibido el riesgo del desaliento en muchos de vuestros seminaristas. Pregunto: ¿una perspectiva enciclopédica es adecuada para estos jóvenes que no han recibido ninguna formación cristiana de base? ¿Esta perspectiva no ha provocado quizás una fragmentación de la formación, una acumulación de cursos y una impostación excesivamente historicista? ¿Es realmente necesario, por ejemplo, dar a los jóvenes que no han aprendido jamás el catecismo una formación profunda en las ciencias humanas o en las técnicas de comunicación?
Yo aconsejaría elegir la profundidad más que la extensión, la síntesis más que los detalles, la arquitectura más que la decoración. Otras tantas razones me llevan a creer que el aprendizaje de la metafísica, en tanto obligatorio, representa la fase preliminar absolutamente indispensable para el estudio de la teología. Los que vienen a nosotros han recibido con frecuencia una sólida formación científica y técnica -lo cual es una fortuna- pero la falta de cultura general no les permite ingresar con paso decidido en la teología.
Dos generaciones, dos modelos de Iglesia
En numerosas ocasiones he hablado de las generaciones: de la mía, de la que me ha precedido y de las generaciones futuras. Esta es, para mí, la encrucijada de la situación presente. Ciertamente, el pasaje de una generación a otra ha planteado siempre problemas de adaptación, pero lo que vivimos hoyes absolutamente peculiar.
El tema de la secularización debería ayudarnos, también aquí, a comprender mejor. Ella ha conocido una aceleración sin precedentes durante los años Sesenta. Para los hombres de mi generación, y todavía más para los que me han precedido, la mayoría de ellos nacidos y criados en un ambiente cristiano, esa aceleración ha constituido un descubrimiento esencial, la gran aventura de su existencia. Han llegado a interpretar la "apertura al mundo" invocada por el Concilio Vaticano como una conversión a la secularización.
Así, de hecho hemos vivido, o inclusive favorecido, una auto-secularización potente en la mayor parte de las Iglesias occidentales.
Los ejemplos abundan. Los creyentes están dispuestos a comprometerse al servicio de la paz, de la justicia y de las causas humanitarias, ¿pero creen en la vida eterna? Nuestras Iglesias han llevado a cabo un esfuerzo inmenso para renovar la catequesis, ¿pero esta misma catequesis no tiende a desatender las realidades últimas? Nuestras Iglesias se han embarcado en la mayor parte de los debates éticos del momento, incitados por la opinión pública, ¿pero cuántos hablan del pecado, de la gracia y de la vida teologal? Nuestras Iglesias han desplegado felizmente tesoros ingeniosos para que los fieles participen mejor en la liturgia, ¿pero ésta última no ha perdido en gran parte el sentido de lo sagrado? ¿Alguien puede negar que nuestra generación, quizás sin darse cuenta, ha soñado una "Iglesia de creyentes puros", una fe purificada de toda manifestación religiosa, poniendo en guardia contra toda manifestación de devoción popular como las procesiones, las peregrinaciones, etcétera?
El impacto con la secularización de nuestras sociedades ha transformado profundamente a nuestras Iglesias. Podríamos adelantar la hipótesis que hemos pasado de una Iglesia de "pertenencia'en la cual la fe era comunicada por el grupo de nacimiento, a una Iglesia de "convicción", en la que la fe se define como una elección personal y valiente, con frecuencia en oposición al grupo de origen. Este tránsito ha sido acompañado por variaciones numéricas impresionantes. A ojos vista, las presencias han disminuido en las iglesias, mas también en los seminarios. Pero hace años el cardenal Lustiger mostró, con cifras en la mano, que en Francia la relación entre el número de sacerdotes y el de los practicantes había sido siempre la misma.
Nuestros seminaristas, al igual que nuestros jóvenes, pertenecen también a esta Iglesia de "convicción". No llegan más tanto de las campiñas, sino más bien de las ciudades, sobre todo de las ciudades universitarias. Con frecuencia han crecido en familias divididas o "estalladas", lo que deja en ellos huellas de heridas y, tal vez, una especie de inmadurez afectiva. El ambiente social al que pertenecen no los sostiene más: han elegido por convicción ser sacerdotes y han renunciado, por ello, a toda ambición social (lo que digo no vale para todos por igual; conozco comunidades africanas en las que la familia o el pueblo valoran todavía las vocaciones surgidas en su seno). Por eso ellos ofrecen un perfil más determinado, individualidades más fuertes y temperamentos más valientes. Respecto a esto, tienen derecho a toda nuestra estima.
La dificultad sobre la cual quisiera atraer la atención de ustedes supera entonces la cornisa de un simple conflicto generacional. Mi generación, insisto, ha identificado la apertura al mundo con la conversión a la secularización, frente a la cual ha experimentado una cierta fascinación. Por el contrario, los más jóvenes han nacido efectivamente en la secularización, la cual representa su ambiente natural, y la han asimilado con la leche nutricia, pero buscan ante todo tomar distancia de ella y reivindican su identidad y sus diferencias.
¿Adaptación al mundo o contestación?
Existe ahora en las Iglesias europeas, y quizás también en la Iglesia americana, una línea divisoria, a veces de-fractura, entre una corriente "conciliadora" y una corriente "contestataria".
La primera nos lleva a observar que existen en la secularización valores de fuerte matriz cristiana, como la igualdad, la libertad, la solidaridad y la responsabilidad, razón por la cual debe ser posible llegar a acuerdos con tal corriente y a identificar los campos de cooperación.
La segunda corriente, por el contrario, invita a tomar distancia. Considera que las diferencias o las oposiciones, sobre todo en el campo ético, llegarán a ser cada vez más marcadas. En consecuencia, propone un modelo alternativo al modelo dominante, y acepta sostener el rol de una minoría contestataria.
La primera corriente ha resultado ser la predominante luego del Concilio; ha proporcionado la matriz ideológica de las interpretaciones del Vaticano 11 que se han impuesto a fines de los años Sesenta y en la década siguiente.
Las cosas se han invertido a partir de los años Ochenta, sobre todo -pero no exclusivamente- por la influencia de Juan Pablo 11. La corriente "conciliadora" ha envejecido, pero sus adeptos detentan todavía los puestos claves en la Iglesia. La corriente del modelo alternativo se ha reforzado considerablemente, pero todavía no se ha convertido en dominante. Así se explicarían las tensiones del momento en numerosas Iglesias de nuestro continente.
No me sería dificil ilustrar con ejemplos la contraposición que he descrito en líneas generales.
Las universidades católicas se distribuyen hoy según esta línea divisoria. Algunas juegan la carta de la adaptación y de la cooperación con la sociedad secularizada, a costa de encontrarse obligadas a tomar distancia en sentido crítico respecto a este o ese aspecto de la doctrina o de la moral católica. Otras, de inspiración más reciente, ponen el acento en la profesión de fe y en la participación activa en la evangelización. Lo mismo vale para las escuelas católicas.
Lo mismo se podría afirmar, para retomar el tema de este encuentro, respecto a la fisonomía típica de los que llaman a la puerta de nuestros seminarios o de nuestras casas religiosas.
Los candidatos de la primera tendencia se han tornada cada vez más raros, con gran disgusto de los sacerdotes de las generaciones más ancianas. Los candidatos de la segunda tendencia se han tornado hoy más numerosos que los primeros, pero dudan en cruzar el umbral de nuestros seminarios, porque muchas veces no encuentran allí lo que buscan.
Ellos son portadores de una preocupación por la identidad (con un cierto desprecio son calificados a veces como "identitatarios"): por la identidad cristiana -¿en qué nos debemos distinguir de los que no comparten nuestra fe?- y por la identidad sacerdotal, mientras que la identidad del monje o del religioso es más fácilmente perceptible.
¿Cómo favorecer la armonía entre los educadores -que pertenecen muchas veces a la primera corriente- y los jóvenes -que se identifican con la segunda? ¿Los educadores continuarán aferrándose a criterios de admisión y de selección que remiten a su época, pero que no se corresponden más con las aspiraciones de los más jóvenes? Me contaron el caso de un seminario francés en el que las adoraciones del Santísimo Sacramento habían sido desterradas durante una buena veintena de años, porque se las consideraba muy devocionales. Allí, los nuevos seminaristas han debido luchar durante la misma cantidad de años para que fueran restablecidas las adoraciones, mientras algunos docentes han preferido presentar la renuncia frente a lo que juzgaban como un "retorno al pasado"; al ceder a los requerimientos de los más jóvenes, tenían la impresión que renegaban de aquello por lo cual se habían batido durante toda la vida.
En la diócesis de la que fui obispo he conocido dificultades similares cuando los sacerdotes más ancianos y también comunidades parroquiales enteras- experimentaban grandes dificultades para responder a las aspiraciones de los sacerdotes jóvenes que les habían sido mandados.
Comprendo las dificultades que ustedes encuentran en el ejercicio del ministerio de rectores de seminarios. Más que el tránsito de una generación a otra, ustedes deben asegurar armoniosamente el pasaje de una interpretación del Concilio Vaticano II a otra, y probablemente de un modelo eclesial a otro. La posición de ustedes es delicada, pero es absolutamente esencial para la Iglesia.
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