Conferencia del Card. Julián Herranz Casado en Tarragona, el 23 de enero de 2009
Sumario
Introducción.- 1. La llamada «crisis posconciliar».- 2. La dictadura del relativismo y el fundamentalismo laicista.- 3. El necesario diálogo entre las culturas y las religiones. El encuentro de razón y fe.
Introducción
Magrada recordar aquestes paraules de Goethe: "El que fa amable i alegre la vida no és fer les coses que ens agraden, sino trovar-hi gust en les coses que hem de fer". Els hi asseguro que pera mi ha estat un plaer tan el fet dacceptar lhonorable designació del Sant Pare Benet XVI com Enviat especial a les celebracions del martiri del Bisbe San Fructuós i dels seus diaques San Auguri i San Eulogi, com lacceptar, temps després, la invitació del vostre estimat Arquebisbe, Monsenyor Jaume Pujol, a tenir aquesta conferència. Quant desitjaria poder seguir parlant en català, en la bonica llengua de Bernat Metge i Pompeu Fabra; però no estic en condicions de fer-ho sense ferir les seves oïdes amb la meva pobra pronunciació... I jo he vingut a Tarragona per commemorar al gran Bisbe màrtir, no per convertir-vos, a tots vosaltres, en màrtirs...
Em consola pensar que vostes tenen un gran cor, ple de paciència i comprensió, i em perdonareu si segueixo parlant en castellà, una llengua germana.
Queridos amigos: es mi intención hablaros del actual Romano Pontífice partiendo de una obligada premisa: yo no sé lo que dirán los historiadores de este pontificado, pero una cosa me parece justo afirmar ya. Y es que las particulares circunstancias actuales de la Iglesia y del mundo y las características personales del Papa-teólogo Benedicto XVI, lo emparientan, en la doble dimensión intelectual y pastoral, a los Padres de la Iglesia, que vivieron los acontecimientos eclesiales y sociales de los primeros siglos del Cristianismo con especial clarividencia doctrinal y un profundo sentido de responsabilidad pastoral.
Cada día son más numerosas las publicaciones que analizan la personalidad de Benedicto XVI con riqueza de razones y detalles desde distintos puntos de vista. Yo quisiera aludir ahora también por particulares vivencias personales junto a él a tres momentos históricos, correspondientes a tres grandes desafíos pastorales en los que me ha parecido y me parece ver especialmente reflejada la personalidad de Padre de la Iglesia del Cardenal y del Pontífice Joseph Ratzinger.
1. La llmada «crisis posconciliar»
Fue realmente una situación paradójica la denominada "crisis postconciliar" de los años 1965-1985, sucesivos al Concilio Vaticano II. Precisamente mientras el Espíritu Santo, superando humanas limitaciones, acababa de difundir sobre la Iglesia la luz potentísima del Vaticano II, sobre cómo presentar la Verdad salvífica de Jesucristo al mundo de hoy, se abrió un período dramático de oscuridad y de confusión en muchos sectores eclesiásticos, algunos de los cuales perseveran todavía en el error. Ciertas tendencias a actualizar falsamente la teología y la fe marginando la divinidad de Cristo, que quedaba reducido al "Jesús histórico" y a su solo mensaje moral. Una exclusiva desviación hacia lo temporal del mensaje evangélico de salvación, con consiguiente reducción socio-política de la misión de la Iglesia. Un replanteamiento calificado de "menos tridentino y sacramental" de la identidad sacerdotal, que llevó a muchos clérigos a laicizar su estilo de vida, y comportó lamentablemente una tremenda hemorragia de defecciones sacerdotales y religiosas. Un experimentalismo litúrgico frecuentemente anárquico y desacralizador, hecho en nombre de la llamada abusivamente "reforma litúrgica querida por el Concilio", y así sucesivamente. En este contexto la palabra "tridentino", sinónimo de "conservador retrógrado", adquirió para muchos un matiz denigratorio, casi de insulto; otros en cambio, por contraste, se aferraban a un tradicionalismo reductivo de la verdadera Tradición cristiana, incluso en abierta oposición al magisterio del Concilio.
«Frente a estas dos posiciones contrapuestas», advirtió el entonces cardenal Ratzinger en su famoso Informe sobre la fe , « hay que dejar bien claro, ante todo, que el Vaticano II se apoya en la misma autoridad que el Vaticano I y el concilio Tridentino: es decir, en la autoridad del Papa y del colegio de los obispos en comunión con él. En cuanto a los contenidos, es preciso recordar continuaba el autor de la famosa "Introducción al Cristianismo" que el Concilio Vaticano II se sitúa en rigurosa continuidad con los dos concilios anteriores y recoge literalmente su doctrina en puntos decisivos». Confieso que, leyendo esta entrevista del prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe con Vittorio Messori en la revista italiana "Jesús", me impresionó profundamente la valiente claridad y el lúcido realismo con que se exponían las desviaciones doctrinales y disciplinares de la "crisis postconciliar". Algunos de Vds. los menos jóvenes recordarán que este largo coloquio suscitó vivas reacciones tanto en ambientes eclesiásticos como en las primeras páginas de los periódicos, incluido un determinado sector de la prensa española con cierta alergia antirreligiosa, especialmente anticatólica.
El Informe sobre la fe fue justamente definido "denuncia profética" o "documento histórico en la hermenéutica conciliar", es decir, en la recta y serena interpretación del Concilio Vaticano II, visto en clave de unidad y de armonía en la vida y el Magisterio de la Iglesia. Yo diría que, al igual que en sus enseñazas de teólogo, el Pontífice Ratzinger vio siempre en el encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento filosófico griego la íntima relación entre la Revelación y la racionalidad , así también al interpretar el magisterio doctrinal y disciplinar del Concilio él ha sido y es constante en afirmar la íntima armonía existente entre la fidelidad a las exigencias de la verdadera Tradición y las también exigencias de evangelización de la moderna sociedad tendencialmente cientificista y agnóstica, la sociedad orientada en parte a vivir "etsi Deus non daretur", como si Dios no existiera. Veinte años después del "Informe sobre la Fe", en su primer discurso como Papa durante el tradicional encuentro navideño con la Curia romana, Benedicto XVI nos dijo:
«Nadie puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil, aunque no queremos aplicar a lo que ha sucedido en estos años la descripción que hace san Basilio, el gran doctor de la Iglesia, de la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea: la compara con una batalla naval en la oscuridad de la tempestad, diciendo entre otras cosas: "El grito ronco de los que por la discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe..." (De Spiritu Sancto XXX, 77: PG 32, 213 A; Sch 17 bis, p. 524). No queremos aplicar precisamente esta descripción dramática a la situación del posconcilio, pero refleja algo de lo que ha acontecido».
Y continuaba Papa Ratzinger: «Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. [...] Por una parte existe una interpretación que podría llamar "hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura"; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la "hermenéutica de la reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino».
Estas consideraciones no son sólo la reflexión de un teólogo, que desde su tesis doctoral sobre la Iglesia "Pueblo y casa de Dios en san Agustín" ha evidenciado la inseparable conexión conceptual entre Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Eucaristía. Son consideraciones que representan sobre todo así lo entendimos los Superiores eclesiásticos que escuchábamos su discurso, la meditación de un Pastor consciente de su responsabilidad frente a las almas del Pueblo de Dios que ha de apacentar. Por eso esa meditación evocaba la figura lejana pero siempre actual no sólo de san Basilio, que había sido citado, sino en general de los teólogos-pastores Padres de la Iglesia. Estos, efectivamente, con sus escritos (tratados teológicos, pero sobre todo discursos y homilías fruto de la asidua meditación de la Sagrada Escritura) transmitían a sus fieles un vigoroso alimento espiritual, e intervenían solícitamente cuando las circunstancias internas de la Iglesia o las externas de la cultura pagana hacían necesario definir bien a la luz también de los Concilios los contenidos, las exigencias y las propuestas del dictado evangélico y de la Tradición apostólica. Me sea permitido recordar en apoyo indirecto de esta tesis, y no se si cometiendo algún ligero pecado de vanidad que como señal de su especial veneración por los Padres de la Iglesia, el cardenal Ratzinger me escribió en la amable dedicatoria de un ejemplar en español de su Informe sobre la fe: «En comunión fraternal para monseñor Herranz, en la fiesta de san Atanasio de 1986. Joseph cardenal Ratzinger».
2. La dictadura del relativismo y el fundamentalismo laicista
No tanto de san Basilio, el monje Obispo de Cesarea de Capadocia, tenaz defensor de la ortodoxia nicena, o de san Atanasio, Obispo de Alejandría, el gran teólogo de la encarnación del Verbo, sino más bien de san Agustín, que con su Ciudad de Dios desvinculó el destino del cristianismo del destino político-cultural de la decadente sociedad imperial, pienso yo que procedió la claridad con que Joseph Ratzinger afrontó otro gran desafío. Me refiero a la fuerza con que el Decano del Colegio cardenalicio volvió a proponer en una histórica homilía la Verdad salvífica de Cristo frente a la decadencia racional y moral del agnosticismo y del relativismo imperantes hoy en determinados sectores culturales y políticos. Fue en la Santa Misa pro eligendo Romano Pontifice, la mañana del lunes 18 de abril de 2005. Ligeramente resfriado, pero con voz serena y pausada, el cardenal Ratzinger se refirió a la situación de la sociedad contemporánea, especialmente en el llamado "mundo occidental", y nos dijo a los Cardenales que íbamos a entrar en el Conclave:
«¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento! ( ). A quienes tienen una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se les aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el dejarse "llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina", parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus antojos».
Oyendo estas palabras venía a la mente la insistencia con que Juan Pablo II repetidas veces y también en los primeros capítulos de su último libro "Memoria e identidad" recordaba la necesidad de defender la conciencia de los cristianos y de la entera humanidad contra el mal intrínseco de dos grandes utopías ideológicas convertidas en sistemas jurídicos a escala mundial: la utopía totalitaria de la justicia sin libertad y la utopía relativista de la libertad sin verdad. La primera, encarnada en sistemas políticos totalitarios de derecha y de izquierda decaídos o en vías de extinción excepto en Asia, no constituye hoy un serio peligro para la sociedad. La segunda, en cambio, la utopía relativística y aparentemente democrática de la libertad sin verdad, representa una acuciante amenaza de perversión cultural y antropológica, especialmente en algunas naciones europeas. Más aún porque en el terreno político y legislativo encuentra el apoyo de dos influentes factores: de una parte, la llamada "ideología de género" (gender theory), que relativiza y desnaturaliza las nociones de matrimonio y de familia, replanteándolas a partir de los deseos subjetivos del individuo y no de la diferencia sexual inscrita en la realidad biológica del hombre y de la mujer; y de otra parte, el absoluto positivismo jurídico negador de la ley natural, es decir para ser más preciso negador de la recta antropología, del carácter objetivo y universal de la dignidad de la persona humana y de los verdaderos derechos que de esa dignidad dimanan. Se propugnan así falsos "derechos" candidatos a leyes, que dimanan solamente de los "deseos" subjetivos o intereses privados de una minoría o de un grupo de presión ideológica y mediática.
En relación con esta utopía relativística, el Cardenal Ratzinger, como Juan Pablo II, había ya recordado en más de una ocasión el comentario que Hans Kelsen máximo exponente del positivismo jurídico había hecho de la pregunta evangélica de Pilatos a Jesús: «¿Qué es la verdad? » (Juan, 18, 38). Kelsen comentaba que, en realidad, la pregunta del pragmático hombre político contenía en sí misma la respuesta, es decir: «La verdad es inalcanzable»; por eso Pilatos se comportó como un perfecto demócrata relativista, porque confió el problema de establecer lo verdadero y lo justo a la opinión de una mayoría manipulada, no obstante que él estaba personalmente convencido de la completa inocencia del Nazareno.
Algunos meses más tarde, ya como Benedicto XVI, Papa Ratzinger afirmaría en un discurso: «Una democracia sin valores se transforma en relativismo, en una pérdida de la propia identidad y, a la larga, puede degenerar en totalitarismo abierto o insidioso». Pero Ratzinger, como Wojtyła, no es hombre que se limite a señalar errores o peligros: él sabe que el Cristianismo es sobre todo el encuentro con la Verdad encarnada, con Cristo que como ha recordado la Constitución Gaudium et spes del Vaticano II, n. 21 revela al mundo y al hombre no sólo el misterio de Dios sino también el misterio del hombre, de su dignidad, de su naturaleza y de su destino eterno. Por eso, en la conclusión de la histórica homilía dirigida a los 115 cardenales electores que íbamos a entrar en cónclave, el Cardenal Decano añadió: «Nuestro ministerio es un don de Cristo a los hombres, para construir su cuerpo, el mundo nuevo» . Un mundo en el que el mensaje salvador de Cristo sea como han reconocido incluso no pocos intelectuales no católicos la medida del verdadero humanismo, y donde un sano concepto de laicidad del Estado que respete la dignidad natural de la persona humana y el derecho a la libertad religiosa que de esa naturaleza dimanan permita superar el fundamentalismo laicista, que insufla en algunas instituciones políticas nacionales e internacionales. No se trata de un problema político de izquierda o de derecha, sino de un acuciante problema humano de grande espesor cultural y moral.
Benedicto XVI no deja de advertir a los fieles cristianos que ese fundamentalismo laicista promovido por grupos mediáticos y poderes ocultos radicalmente hostiles a la relevancia familiar, cultural y social de la religión, está tratando de imponer una forma de filosofía política agnóstica y antitea, deseosa de cortar las raíces históricas y culturales de enteras naciones y continentes. Naturalmente, al ejercer con su magisterio el derecho-deber de iluminar las conciencias de los católicos, el Papa y los Episcopados nacionales no "hacen política", y mucho menos pretenden condicionar la legítima autonomía o el ejercicio de los poderes propios de los Estados democráticos. Son los mismos ciudadanos y estamentos sociales (familias y agrupaciones familiares, academias científicas, asociaciones profesionales, etc.) los que reaccionan pacífica pero tenazmente. Estas realidades sociales dialogan respetuosamente con los poderes públicos para que se respeten los derechos fundados en la identidad natural y en el bien social del matrimonio y de la familia, así como el derecho a la libertad religiosa de culto y de conciencia proclamado, tanto para el ámbito personal y privado como familiar y social, en el artículo 18 de la "Declaración universal de los derechos humanos".
Se ha dicho que en la rápida elección del cardenal Ratzinger confluyeron cuatro factores: el prestigio intelectual del gran teólogo, la legitimidad institucional del prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, la fama de hombre de profunda vida espiritual y experiencia pastoral y también la legitimidad de hombre de confianza de Juan Pablo II. Pienso que todo ello es verdad, y que estos cuatro años de pontificado han puesto de relieve sobre todo la continuidad del tenaz magisterio pontificio en lo que constituye el deber y gozo fundamental del divino mandato apostólico recibido: es decir, predicar al mundo la Persona y el Evangelio de Cristo. Dar a conocer y enseñar a tratar y amar al Verbo de Dios encarnado, a Jesús de Nazaret: principio de vida y de salvación para las almas que Ratzinger, como Wojtyła, sabe llevar a la realidad cotidiana de las almas, pero también luz necesaria para comprender y tutelar verdades y valores fundamentales de la persona, del matrimonio y de la familia "no negociables".
Se podría quizás afirmar que, en cierto modo, nos encontramos hoy ante una situación histórica no muy diferente de aquella en la que san Agustín, el Padre de la Iglesia quizás más venerado por Joseph Ratzinger, escribió "La Ciudad de Dios". Ante la decadencia del Imperio romano, las invasiones de nuevos pueblos y las críticas paganas (hoy diríamos "laicistas") al Cristianismo, el clarividente Obispo de Hipona interviene explicando, defendiendo, consolando, animando, proyectando ante la nueva época histórica el impulso evangelizador y la indefectible esperanza cristiana. Había ya preguntado San Agustín en un sermón: «¿Es que quizás Pedro ha muerto y ha sido sepultado en Roma para que no cayesen las piedras del teatro?» . Por eso, en "La Ciudad de Dios" expone con fortaleza y optimismo el plan divino de la salvación, en medio de los avatares de la historia humana y de la Iglesia que camina entre «las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios» .
Por su parte, dice Papa Ratzinger: «Desde la eternidad estamos ante los ojos de Dios, y Él ha decidido salvarnos». «La historia no está en las manos de poderes ocultos, del caso o de solas opciones humanas. Sobre el desencadenarse de energías malvadas, sobre el surgir de tantos flagelos y males, se eleva el Señor, árbitro supremo de la historia» . Por eso el Mensaje del Resucitado continúa siendo y lo será hasta el final de los tiempos una siembra de luz y de verdad, de paz y de alegría en la ciudad de los hombres. Una luz que ninguna utopía política o mediática, totalitaria o relativista, podrá apagar aunque intente obscurecerla.
3. El necesario diálogo entre las culturas y las religiones. El encuentro de razón y fe
Se suele afirmar que desde la primera lección académica en la Universidad de Bonn en 1959 titulada "El Dios de la fe y el Dios de los filósofos", hasta su reciente libro "Jesús de Nazaret" y el famoso discurso del 12 septiembre del 2006 en la Universidad de Ratisbona, el pensamiento teológico de Joseph Ratzinger sigue una línea de armonía se diría complementariedad, como en las enseñanzas de los Padres Capadocios o de san Agustín entre la razón y la fe, entre Atenas y Jerusalén. El Dios de la fe cristiana explica en su primera Encíclica no es una realidad inaccesible, como sostenían los filósofos de entonces o los agnósticos de hoy. Al contrario: el Dios de la Biblia, que es, sí, el Ser absoluto, el Dios de la metafísica, el Logos, ama al hombre, por eso no permanece en la región de la luz inaccesible sino que entra en nuestra historia en el espacio y en el tiempo. El Verbo se encarna en una Virgen y da vida a una maravillosa historia de amor y de salvación, que culmina en la Cruz y en la Eucaristía . El Dios que es el Ser el Logos el Verbo es también el Ágape, el Amor originario, infinito, paterno, el Dios que por amor ha creado el universo y el hombre, y se entrega en la Cruz para salvarlo.
Igual que Dios ama, crea, y se entrega libremente, la fe en Él explicó Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona ha de ser un acto racional y libre, ninguna autoridad civil o religiosa puede imponerlo o prohibirlo, violentando la libertad y la razón humanas. A la vez, es necesario al hombre ensanchar los espacios de la racionalidad, dilatar las fronteras de la Ilustración, del Iluminismo. Porque considerar absoluta y autosuficiente la limitación de la razón al sólo ámbito de las ciencias naturales y empíricas, sería inhumano: impediría al hombre preguntarse sobre realidades esenciales de su vida, como son: su origen y su fin, el sentido de la muerte, sus deberes morales, etc. Todas estas realidades esenciales y preguntas son coordenadas necesarias para un sereno y fructuoso encuentro entre la razón y la fe.
¿Se acuerdan Vds. de las violentas reacciones de la campaña mediática y fundamentalista maquinada en los países islámicos contra Benedicto XVI, tras ese discurso en la Universidad de Ratisbona? Como otros muchos más, yo también exhorté modestamente en una breve entrevista a un diario nacional italiano, a la lectura completa y serena de esa lección magistral, profundamente respetuosa de todas las religiones. Solo así y no basándose en síntesis periodísticas parciales o en fugaces flash televisivos los musulmanes razonables y moderados podrían comprender que las consideraciones históricas, filosóficas y teológicas de Benedicto XVI no sólo no eran denigratorias para el Islam, sino que habrían el mejor camino posible para el imprescindible diálogo entre las culturas (superando la "dictadura del relativismo") y entre las religiones (evidenciando las irrazonables raíces fundamentalistas del terrorismo religioso).
En efecto, la afirmación de que "no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios" representa el punto de partida para las sucesivas afirmaciones del Papa que en base a cuanto ya recordado sobre el pensamiento teológico de Ratzinger me atrevería a sintetizar así: «En principio era el Logos, y el Logos es Dios, nos dice el evangelista [Juan]. El encuentro del mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad [...]. En el fondo se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión [...]». Y tras señalar los límites de la razón puramente positivista, sorda ante las realidades espirituales, el Papa añade: «Porque, a la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Só1o lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a si misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir horizontes en toda su amplitud [...]. Sólo así seremos capaces de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las religiones, del cual tenemos urgente necesidad».
Pero ¿sobre cuáles sólidas bases entablar ese diálogo? Desde luego, es un diálogo que hay que realizar desde el mutuo respeto de la dignidad de la persona y de los derechos fundamentales que proceden de esta dignidad, entre ellos el derecho a la libertad religiosa, de culto y de conciencia, como el propio Benedicto XVI ha querido repetir en el viaje posterior a Turquía. Un viaje lo recordamos bien que fue considerado con razón en un primer momento "peligroso", incluso "temerario", y luego calificado como "triunfal" y "definitivo para el diálogo cristiano-musulmán".
Se trata, en efecto, de trabajar para construir serenamente un diálogo sincero y respetuoso, inteligente, que ayude a marginar la irracionalidad del fundamentalismo islámico, que tiende a imponer la ley islámica (la "sharia") como ley civil, incluso recurriendo al terrorismo del mismo nombre. Un diálogo que, mientras facilitaría la recepción de los musulmanes en las sociedades democráticas inspiradas al dualismo de "dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César" (Mt. 22,21), uniría a cristianos y musulmanes en la tarea común de hacer frente a un tipo de razón agnóstica y relativística, que excluye totalmente a Dios de la visión y de la vida moral del hombre. Lo explicó así el propio Benedicto XVI, el 22 de diciembre de 2006, hablando ante la Curia romana de su visita a Turquía: «Se trata de la actitud que la comunidad de los fieles debe adoptar ante las convicciones y las exigencias que se afirmaron con la Ilustración. Por una parte, hay que oponerse a una dictadura de la razón positivista que excluye a Dios de la vida de la comunidad y de los ordenamientos públicos, privando así al hombre de sus criterios específicos de medida. Por otra, es necesario aceptar las verdaderas conquistas de la Ilustración, los derechos del hombre, y especialmente la libertad de la fe y de su ejercicio, reconociendo en ellos elementos esenciales también para la autenticidad de la religión».
Es esta una frase que puede evocar también la clarividencia doctrinal y la apertura al futuro de los Santos Padres, sobre todo como ya recordado de san Ambrosio y san Agustín, en su tarea de afrontar, con serenidad y a la luz de la fe, la decadencia de la sociedad del Imperio romano y el comienzo esperanzador de otra época: la tarea de transmitir a la naciente Europa la herencia cultural clásica y cristiana. No deja de ser también significativa en este sentido sobre el valor perenne de la verdad del Evangelio y en el contexto de las celebraciones para conmemorar el martirio del Obispo San Fructuoso y de sus dos diáconos Augurio y Eulogio, la siguiente frase con que el Papa aludió el pasado 26 de diciembre al martirio en Roma del diácono San Lorenzo: «Alabemos a Dios porque esta victoria permite también hoy a tantos cristianos no responder al mal con el mal, sino con la fuerza de la verdad y del amor» . La verdad y el amor de Cristo, Aquel que en toda época el corazón humano espera.
Con esas hermosas palabras de Benedicto XVI voy a terminar mis modestas consideraciones sobre tres de los desafíos que más lo asemejan a los históricos Padres de la Iglesia. Me permitiría solamente tomar la libertad de, en nombre también de todos Vds., decir con cariño al Papa Benedicto XVI desde esta gloriosa y paulina Archidiócesis de Tarragona: Gracias, Santidad, porque nos enseña a vivir así: con el alma contemplativa inmersa en la gozosa amistad con Jesús de Nazaret y con la mirada atenta a los apasionantes acontecimientos humanos y a los desafíos intelectuales y apostólicos de nuestro tiempo.
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