Capacidad humana para comprender lo sobrenatural
Doctor en Teología y Bioquímica. Gentileza de Analisis Digital.com
Nuestro específico modo de ser condiciona nuestro modo de conocer. Somos, por querer divino, criaturas muy singulares, síntesis única de materia y espíritu. Criaturas poseedoras de una naturaleza capaz de Dios porque con ese designio intencional fuimos creados.
El Creador diseñó al hombre para que fuera como naturalmente es. Quiso crear un ser al que pudiera dar su propia vida y así lo hizo. Estamos destinados en su eterno designio a poseer algo realmente inimaginable si Él no nos lo hubiera revelado: la divinización.
Llevamos el sello de lo divino hasta el punto de participar en el alma espiritual de la imagen y semejanza de Dios y, a la vez, la singularidad de ser corpóreos y así constituir, cuerpo y alma unidos substancialmente, una e irrepetible persona. Este específico modo de ser nos otorga también un modo universal de conocer que nos es propio.
Somos capaces de conocer todo lo que es y en consecuencia capaces de amar todo lo bueno en su conjunto inabarcable: Dios, Ser y Bien infinitos. Nuestra condición corporal exige, no obstante, que todos los datos recibidos para tal proceso nos lleguen por los sentidos. La imaginación junto con la memoria se suma a la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto, para surtir de sensaciones nuestra capacidad intelectual de conocer.
Nadie ama lo desconocido por lo que se entenderá mejor lo que quiero decir a continuación: los hombres necesitan para amar, ver, tocar, recordar, imaginar, etc., lo amado. Por ejemplo, al besar un crucifijo se manifiesta amor a Jesucristo, pero cuantos más sentidos entren en juego
mejor. Leer, por ejemplo, el Evangelio es potenciado si se hace en voz alta; si, además tiene dibujos de las escenas, es mejor ya que con la vista facilita el ejercicio de la imaginación y hace que el pasaje leído de la vida de Cristo entre por los ojos, los oídos y la imaginación. De esta forma la oración discurre con más facilidad. Benedicto XVI lo dijo al presentar el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica.
El Verbo al hacerse Hombre y entrar en la esfera de lo sensible facilita de manera inmejorable su conocimiento. Desde luego los que experimentaron esto físicamente, los que pudieron ver con sus propios ojos, y tocar con sus manos la Palabra de vida como dice San Juan, nos producen una sana envidia. Con todo, gracias al don de la fe, su testimonio ofrece también un punto concreto de referencia para las generaciones cristianas sucesivas. Los Evangelios nos presentan el retrato moral perfecto del Dios hecho Hombre.
Por lo que respecta al conocimiento de Dios Padre éste se hace algo más difícil. No obstante es posible, pues aún permaneciendo en su transcendencia invisible e inefable, se manifiesta en el Hijo. Jesús mismo nos lo dijo "quién me ha visto a mí, ha visto a mi Padre" (Jn 14, 9). Dios Padre es la Paternidad absoluta de quien procede toda otra (Cfr. Efe 3, 15). Además, la "paternidad", a nivel divino, se puede conocer por analogía con la paternidad humana, que es un reflejo, aunque imperfecto, de la paternidad increada y eterna, como dice San Pablo.
Pero donde encontramos grandes dificultades es con la Persona del Espíritu Santo, ya que está radicalmente muy por encima de nuestros medios humanos de conocimiento. La misma génesis e inspiración del amor, que en el alma humana es un reflejo del Amor increado, no tiene la transparencia del acto cognoscitivo. Ahí radica el misterio del amor, a nivel psicológico y teológico, como observa Santo Tomás. El Amor en Persona, el Espíritu Santo, se manifiesta al hombre como lo hace éste en el amor humano: mediante símbolos. Y así lo da a entrever la Revelación.
Los enamorados se hacen regalos, tanto más valiosos y frecuentes cuanto más se quieren. De hecho el mayor regalo son sus mismas personas que desean no separarse jamás. En esta desinteresada e incondicional autodonación queda constituida la vida de amor. A la manera que la muerte es la separación del alma del cuerpo, para los que se aman separase es de algún modo morir. La vida la trasmiten los vivos; los muertos no engendran. El amor es creador en Dios y procreador en el hombre que con Él coopera. Es la vida de la fe, el apostolado, la actividad misionera propia del cristiano que sigue a la generación humana.
El amor humano necesita mostrarse externamente, y lo hace con un beso, un apretón de manos, una sonrisa, una mirada, el tono de voz, un recuerdo, un regalo, etc., pero siempre... ¡signos sensibles, símbolos! También aparecerá en la Sagrada Escritura el Espíritu Santo en esas simbólicas y múltiples formas: viento, brisa, aire, fuego, agua, rocío, nube, paloma, unción, etc., todos cargados de intensos significados.
Durante la visita de Pablo VI a India, un país en franca minoría católica, desde el aeropuerto a la Nunciatura se agolpó una muchedumbre de cientos de miles de personas. Los acompañantes del Papa no daban crédito a tal evento, pese a conocer la capacidad de convocatoria del Romano Pontífice. Eso les llevó a comentar que era mucha la gente que quería ver a Pablo VI, a lo que un alto eclesiástico del lugar replicó que era exactamente al revés. La multitud de personas que se agolpaban en el camino lo hacían con la esperanza de ser mirados por un hombre santo.
En ese país las gentes consideraban que la mirada de un hombre de Dios les beneficiaba y purificaba el espíritu. Ciertamente Pablo VI fue una bendición de Dios a la humanidad y a la Iglesia. A lo largo de la historia hasta Cristo, Dios ha mirado a su Pueblo y a la humanidad con infinito amor, pero fue durante la vida de Jesús y ahora, desde el Cielo al enviarnos al Paráclito, cuando mira sin cesar y lleno de amor a su nuevo pueblo, la Iglesia. Después de la Ascensión, a lo largo de la historia de la Iglesia el nuevo Pueblo de Dios sigue guiado por el Espíritu Santo.