Exigencias de la celebración litúrgica
Andrés Pardo
Ponencia pronunciada en Diálogos de teología 2006, organizados por la Asociación Almudí de Valencia y publicada enA. Pardo, Exigencias de la celebración litúrgica, en J. Palos y C. Cremades, “Perspectivas del pensamiento de Joseph Ratzinger”, (Edicep, Valencia 2006), pp.147-160 .
1. La celebración litúrgica [1]
En primer lugar, resulta necesario comenzar aclarando qué se entiende por celebración, desde un punto de vista que llamaríamos genérico o secular; para después centrarse en su dimensión litúrgica.
Todos sabemos que la vida cristiana, como la humana, tiene dos dimensiones: una ética y otra estética. A la dimensión ética corresponde, de una manera más predominante, la actividad evangelizadora: el testimonio de la fe; aunque este testimonio también vale para la dimensión estética. Pero la estética se centra más propiamente en la capacidad de contemplar: de reconocer lo que nos es dado gratuitamente; lo que en sí mismo es distinto de "nuestras" obras. Admitir, en definitiva, todo lo que nos llega como don y no es fruto, por tanto, del simple esfuerzo o del pago de un acuerdo legal. La estética nos mueve a percibir todo lo que nos es regalado (desde la vida hasta una hermosa puesta de sol o una sonrisa) mediante las facultades humanas más espirituales y sensitivas. Este apercibimiento desemboca y provoca la alegría, el elogio, la alabanza, el gozo.
La estética es inseparable de la belleza, que es una perfección de orden trascendente; definida, ya lo sabemos, como "esplendor en el orden", "verdad en la verdad", "equilibrio entre fondo y forma", etc. Tal dimensión estética –fácil es suponerlo– afecta de manera muy directa a la celebración.
Es necesario entender la celebración –en el sentido más humano– con matices que se plasman en verbos o sustantivos muy seculares, pero que nos ayudarán a entrar en una presentación de la celebración litúrgica. Celebrar podría definirse como poner en tono alto el "volumen" de nuestra vida. O, si se quiere, poner en juego nuestra vida: jugarnos la vida, como se la juega el torero en la plaza. Este juego hace aflorar el esplendor de nuestras energías, de nuestras capacidades; provocando una calidad de existencia que nos muestra que vale la pena vivirla.
Celebrar supone también –en el mismo plano genérico– sosiego, desasimiento: un quehacer felicitario, opuesto al quehacer trabajoso. Por ello la celebración supone libertad originaria: una "libertad de" y una "libertad para"; una libertad con finalidad clara. Precisamente por eso, celebrar nos ayuda a contemplar la belleza: a alcanzar lo que trasciende las circunstancias concretas.
Pienso que nuestra cultura debería aprender de los orientales a ser más contemplativos. Contemplar la belleza es contemplar la verdad y contemplar el bien. Y, sobre todo, contemplar el mundo y la vida como misterio. Para nosotros, cristianos, un misterio de salvación y, por ello, con regusto estelar de eternidad.
Celebrar es también festejar, hacer fiesta. Toda celebración se expresa necesariamente en un ambiente festivo. La noción de fiesta es muy compleja y, por compleja, muy rica. Supone una afirmación, un "sí": sí a la vida, al mundo, y sobre todo –como veremos– sí a Dios. Por eso la fiesta yuxtapone dos notas típicas: el exceso y la alegría; una yuxtaposición, también, entre la vida cotidiana y lo que solemos llamar –entre comillas– la "otra vida". El tiempo de la fiesta es un tiempo fuera de lo ordinario. En él se rebasan los límites, y en él nos sentimos realmente felices.
Podríamos hablar mucho sobre los aspectos que entraña la fiesta, pero quizás es más perentorio centrarnos en los aspectos estrictamente litúrgicos. Toda fiesta necesita ritualizarse. Frente a una manifestación espontánea, originaria, poco a poco se impone una ritualización: una conciencia de estar tocando lo sagrado, que afecta al carácter comunitario y solemne de lo que hacemos, de lo que celebramos. Celebrar nos obliga a sacrificar parte de espontaneidad, para provocar la coincidencia; y así saber todos juntos qué es lo que hacemos, por qué lo hacemos y para qué lo hacemos. El sentido comunitario es, aquí, fundamental.
La fiesta no se puede celebrar aisladamente. Un pobre alcohólico que hiciera su propia fiesta, en la esquina de una acera de la ciudad, y que invitase a los que pasan a tomar de su tetrabrick, produciría lástima. Estaría solo; le faltaría la esencial dimensión comunitaria. Su alegría sería fruto del alcohol etílico: algo externo, que no brota del interior de la persona.
Toda auténtica fiesta es verdadera celebración. En algunas fiestas populares, soñadas y preparadas durante tiempo, hay exceso por todas partes. Se ahorra para vivir el exceso y el derroche de vida y alegría de ese momento. Algo que a veces resulta necesario frente a lo trabajoso y reiterativo de cada día.
Noción de liturgia [2]
Antes de hablar de la celebración litúrgica, conviene recordar brevemente qué es la Liturgia y subrayar la definición que se desprende del Concilio Vaticano II. La Liturgia es la acción sagrada a través de la cual y de sus ritos, en la Iglesia y mediante la Iglesia, se ejerce y continúa la obra sacerdotal de Cristo; es decir, la santificación del hombre y la glorificación de Dios [3].
Acción sagrada es algo que se "hace". Por tanto, no se "dice", ni se "oye", como a veces nos traicionan nuestros propios verbos. La celebración se hace, y tenemos que hacerla cada uno y todos juntos, No es posible descargar en los demás la responsabilidad. No es acción solamente del presbítero, sino acción conjunta de toda la asamblea.
A través de la cual, es decir, la Liturgia siempre es un medio, un instrumento. Se ejecutará de acuerdo con un rito, o diversos ritos, y con diferente graduación de significado y simbolismo; pero en conjunto aclaran lo que hacemos y lo que queremos actualizar: qué presencialización queremos hacer en esa asamblea que es la Iglesia.
Una Iglesia –bien entendida– que es siempre el Cuerpo vivo y real de Cristo: Cristo-cabeza y miembros. Cristocabeza que está presente –lo sabemos– donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Por eso se hace en la Iglesia, porque la Iglesia es el Cuerpo unido a la Cabeza, y mediante la Iglesia. La Liturgia no es "obra privativa" de un sacerdote, ni "a gusto" del celebrante, sino de la Iglesia. Es importante subrayar que el misterio de Cristo se actualiza mediante la acción de la Iglesia
La obra sacerdotal de Cristo supone la dimensión trinitaria. Él viene y proviene del Padre, y actúa en unidad con el Espíritu. Y la Iglesia también obra, por la fuerza del Espíritu, por medio de Cristo. Concluir las oraciones con la fórmula "por Cristo Nuestro Señor", no tiene como finalidad que la asamblea sepa responder "Amén", sino explicitar la mediación sacerdotal de Cristo, dirigida al Padre. La Liturgia continua tal mediación; y la pone en acto, al ejercitarse como rito, porque la obra de Cristo no ha acabado: es eterna. La Liturgia es siempre el último momento de la historia de la salvación. Nuestra Liturgia de hoy, la que celebremos o hemos celebrado, es el último momento de la historia de la salvación; la de mañana será también el último momento, ya superado el de hoy.
Así la Liturgia es la obra sacerdotal de Cristo: la obra total de la Encarnación, que Cristo el Señor hizo para salvarnos. Él es el Mediador, que nos une con Dios –o mejor diríamos–, que une a Dios con los hombres y a los hombres con Dios. Todo ello mediante la actualización de su misterio pascual –de su sacrificio–, y todo para santificación del hombre y glorificación de Dios. Es decir, aquella obra de Cristo, que glorificó al Padre y santificó y salvó al hombre, es la que ahora actuamos y hacemos presente.
Así, la acción de la Liturgia, y la Liturgia misma, es en resumen la obra sacerdotal de Cristo y de su Iglesia: culto al Padre, santificación del hombre, ejercicio del sacerdocio, culto público íntegro y acción sagrada, bajo un régimen de signos sensibles y eficaces. Acciones, gestos y objetos, que significan, cada uno a su modo y en proporcionalidad, aquel culto a Dios y aquella santificación; sabiendo que, además de significarlo, realizan verdaderamente esa santificación y ese culto.
En la Liturgia intervienen numerosos conceptos teológicos. Trataré de centrarme brevemente en la celebración litúrgica. Pero sin olvidar que la celebración litúrgica es la fe celebrada, la teología celebrada. O sea, cuanto sabemos y está contenido en la Biblia y en la teología, lo expresamos en la celebración litúrgica. Podríamos parafrasear el dicho popular "dime cómo celebras", y te diré qué Cristología subyace en esa celebración y qué Eclesiología la condiciona. Me gusta concretarlo así porque, a veces, al leer determinados textos de cierta creatividad que podríamos llamar ‘salvaje’, se ve enseguida que en ellos subyace una eclesiología quizás de moda, pero que no es la verdadera, auténtica y fiel. Por ejemplo, en ciertos lugares, una "teología de la liberación o del compromiso" que tergiversa y empequeñece la celebración objetiva de la fe de la Iglesia.
Ésta sólo tiene lugar, sólo acontece y sólo se expresa, en la verdadera celebración litúrgica. Por eso la celebración litúrgica tiene su propio estilo, su propio lenguaje. El mejor lenguaje eclesial es el lenguaje litúrgico, pero el verdadero lenguaje litúrgico expresa siempre el auténtico lenguaje de fe de la Iglesia. Sabemos que a través del lenguaje manifestamos estilos de vida muy diferentes. El estilo celebrativo debe ser expresión comunitaria y personal, estética y simbólica, del celebrante y de la asamblea. De toda la asamblea como sujeto integral de la celebración; de todos los que tomamos parte en ella. De aquí nacen las exigencias litúrgicas, que citábamos al inicio.
Estilos celebrativos [4]
Puede haber diferentes estilos celebrativos litúrgicos. Hay a veces un estilo sagrado que podría entenderse como el predomino de lo íntimo, de lo devocional, de lo personal, del celebrante. A éste estilo se opondría el estilo secularizado, manifiestado por el abandono de algunos signos: el vestido sagrado, la alergia a la casulla, etc. Abandonar las vestiduras litúrgicas es no saber presentarse como ministro y servidor de la Asamblea. En el Banquete al que somos invitados, como dice el Evangelio, se debe ir con el traje de fiesta, porque si vamos vestidos indignamente seremos echados fuera. A algún celebrante quizás no deberían dejarle salir de la sacristía, por ir mal vestido; del mismo modo que en una plaza de toros no se permite que un torero, aunque sea el mes de agosto y haga calor, salga sin chaleco y corbata, sin el traje de luces completo.
Existe también un estilo más didáctico o catequético, frente a un estilo más mistagógico. El estilo catequético, por desgracia, se ha impuesto en muchas celebraciones: se hace catequesis, pero no se hace Liturgia; se ilustra, se explican los gestos, pero se añaden elementos un tanto ajenos, o no del todo adecuados, con la Liturgia. El buen estilo mistagógico, por el contrario, da a la palabra, al gesto, a los símbolos, al mismo silencio o al canto, la importancia justa; el tiempo medido, la amplitud requerida en el conjunto de la celebración, para no desequilibrarla. La mistagogia supone una verdadera iniciación y educación para la celebración.
En ocasiones se produce un desequilibrio entre la Liturgia de la Palabra y la Eucarística. Cuando un sacerdote mira el reloj y ve que se ha pasado de tiempo en la homilía, parece que entra la precipitación y pasa por la Liturgia eucarística trepidantemente. Lo más importante de la celebración es orar la plegaria eucarística; no pronunciarla, sino "orarla", porque es el centro de la celebración. Ahí es donde el celebrante tiene que manifestarse como verdadero orante. En la Liturgia de la Palabra, en cambio, el celebrante es el primer oyente de la palabra; tiene que demostrarlo en su gesto –no estar distraído, por ejemplo, buscando en el libro de la sede, que tiene en las manos, la inmediata oración de los fieles–, sino estando pendiente de la Palabra que se proclama y se actualiza.
Hay un estilo individualista y un estilo comunitario. El estilo individualista es el que algunos celebrantes o presidentes imprimen a la celebración, olvidándose de que hay una asamblea de fieles, que acaban dejados a su aire, casi abandonados, sin animarlos y sin dirigirlos; incluso cuando se les habla –en la homilía–, el sacerdote se sitúa fuera de la asamblea, o al lado, o por debajo: el celebrante tiene que sentirse insertado en ella. El buen estilo, que debe imperar en toda Liturgia, es el estilo comunitario, aunque la asamblea no sea numerosa. Todos los asistentes son concelebrantes, entendido en su justo sentido: si todos somos comunidad, el lenguaje deberá ser siempre ‘nosotros’, y no ‘vosotros’.
Hay un estilo dinámico y un estilo pasivo. El estilo dinámico y participativo exige que cada uno de los asistentes a la celebración realice –como dice la Sacrosantum Concilium– todo y sólo aquello que le corresponde, por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas. El estilo pasivo sería una actitud meramente soportadora, receptiva y a veces un tanto desconectada de la acción litúrgica; se está, pero no se participa; parece que la Liturgia es cuestión privativa del sacerdote, que no incumbe a los demás.
Unido a esto se da también un estilo creativo o rutinario. El estilo creativo, sanamente creativo en la fidelidad, consiste en dar vida, fuerza y expresividad a cada elemento de la celebración. El estilo rutinario implica falta de preparación de la celebración: por ejemplo, salir al altar y comenzar a buscar la Misa del día, porque no se han preparado el libro de la sede, ni el leccionario, ni la oración de los fieles. Pues no sólo hay que preparar la celebración, sino que hay que prepararse para la celebración; y esto sí que es una ‘exigencia’ enormemente personal y de gran responsabilidad para todos los presidentes. No hay que confundir nunca la sana creatividad, permitida en muchos momentos por la Liturgia, con la improvisación; una novedosidad y un morcilleo, semejante a un falso actor que corrigiera el texto propio del autor, o un falso director de orquesta, que suprimiera pentagramas o notas, corrigiendo a Beethoven o a Mozart, creyendo que así suena mejor.
En resumen, existe un estilo litúrgico y una exigencia litúrgica requeridos por la misma celebración. Tal estilo tiene una matriz de naturaleza teológica y salvífica. Es un estilo acorde con lo sagrado, porque realiza lo más importante de la acción ministerial y pastoral. Y se realiza en la celebración de la Liturgia: el momento más pleno y expresivo de la fe, que requiere la primacía debida.
Ser liturgista no es ser un maniaco de las velas –si son 6 ó 4 para la Exposición del Santísimo–, o del conopeo; sino ser consciente de qué es lo que se vive y qué es lo que se actualiza; y celebrarlo y vivirlo como quien está unido a la entera Iglesia, formando una asamblea que actualiza el misterio de Cristo. Permítanme ahora que desemboque de manera especial en la Eucaristía, a la que nos llevan las precipitadas y quizás deshilvanadas rápidas afirmaciones que hemos venido haciendo.
2. La celebración eucarística
Todos sabemos que la Eucaristía es la síntesis espiritual de la obra de Cristo y de la obra de la Iglesia. Una acción plena de comunión con Dios y con los hombres; verdadero medio de santificación; el signo de identidad y de pertenencia a la Iglesia. Si alguien dijera: "yo soy creyente, pero no voy a la Eucaristía", sería una gran contradicción.
La Eucaristía es la mejor y la más profunda experiencia de lo divino. Por eso es fuente de los valores eternos, y el momento privilegiado que posibilita el encuentro con Dios y el encuentro con los hermanos. Celebramos la Eucaristía no para especular, para alcanzar un enriquecimiento intelectual, sino ante todo para orar. Orar, con la más variada y completa gama de matices que tiene la oración, y de la cual es expresión y síntesis perfecta la Eucaristía: oración de bendición, de alabanza, de acción de gracias, de súplica, de confesión de fe, de penitencia. Todos los matices que encierra el arco de la celebración, están vividos y expresados en distintos momentos de la Eucaristía.
En ella actualizamos el misterio de Cristo. Sentimos, con primacía, la fuerza del banquete, del sacrificio, la preeminencia del altar donde se actualiza ese misterio, y también la fuerte expresividad de la palabra salvadora. Porque la Eucaristía se ejercita y se hace presente Cristo Sacerdote y Pastor, simbolizado en la sede. También Cristo que se ofrece como sacerdote y víctima, en el altar. Y Cristo, que es Palabra, en el ambón.
* * * * *
Con frecuencia, antes de la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II, se acudía a la Eucaristía, no tanto para celebrar el hecho de la Redención o el Misterio de Cristo en la acción comunitaria, sino más bien con una actitud privada y personal; con ausencia del sentido comunitario.
Ciertamente, la devoción privada y la oración individual es buena y, sin duda, necesaria. Es el Espíritu Santo quien nos la inspira. Pero el mismo Espíritu nos conduce de la oración privada a la oración comunitaria –de la Eucaristía o de la Liturgia de las Horas–, donde el carácter eclesial se evidencia y hace visible. No se trata, pues, sólo de ‘asistir’, o de ‘estar’; tenemos el deber de inculcar a los fieles esta dimensión de toda oración.
Por la misma razón, para nosotros sacerdotes, no se trata sólo de ‘presidir’. Cuánto habría que hablar de la presidencia litúrgica, de modo que se evitasen los extremismos de una presidencia absolutista y dominante, o de una presidencia claudicante de su oficio como tal. De ahí que sean fundamentales los tres polos celebrativos: altar, ambón y sede. Y subrayo que hablo de ‘sede’, y no ‘sedes’; pues hay todavía un cierto eco de la sede triple. Sólo preside uno, aunque se trate de una gran concelebración. Por ello se debe evidenciar la sede, destacándola del resto del presbiterio. Si hubiera ministros o acólitos, acudirán a ayudar cuantas veces sea necesario, sin permanecer al lado del ministro. (Como sucede, perdónenme, en un restaurante: el camarero no se sienta al lado del cliente, y permanece allí todo el tiempo; cambiará el plato y servirá el vino y luego se retirará). Hay que hacer ver que preside uno; sin copresidencias o presidencias honoríficas. Sólo se destaca al que preside, evitando imperativos arrastrados de antiguo (por ej: la triple sede: preste, diácono y subdiácono).
La reforma del Vaticano II cortó los altares largos, yuxtapuestos al retablo por exigencias de la amplitud del presbiterio. Aquellos altares cumplían la función noble de la mesa del sacrificio, y también eran mesa de la palabra (el lado de la epístola, así lo designaban las rúbricas, y el lado del evangelio). La reforma litúrgica ha cortado ambos lados del altar y ha independizado la Mesa de la Palabra. La mesa de la palabra, el ambón, debe manifestar su propia identidad y nobleza; también estética, artística y materialmente: si el altar es de mármol, el ambón debería ser de mármol. Poner un ambón de madera junto a un altar de mármol, y un ambón de quita y pon –que a veces parece que estorba– junto al altar fijo, supone no dar a la Palabra la estabilidad y relieve que tiene. Yo tengo envidia, a veces, de los ambones laicos de los parlamentos o mítines políticos, estables, amplios; frente a esos atriles que, si se tropieza con ellos, parece que se bambolea la Palabra de Dios. El atril es para sostener la partitura de música, si la hay, o para otras cosas; pero el ambón requiere una dignidad y estabilidad físicas, porque ocupa un espacio celebrativo, no es sólo un mueble.
Por su parte, el altar tiene una triple funcionalidad esencial: es ara, es mesa y es centro de la acción de gracias. Ara del sacrificio de Cristo. Antiguamente se buscaba la primacía del aspecto como ara; era obligatorio que hubiese un ‘ara’, con reliquias. Hoy día ya no es necesario, pero sigue siendo el ara donde se actualiza la oblación y el sacrificio del Señor. También es mesa del banquete de comunión con Dios: la comunión que el Señor nos ofrece del pan de su Cuerpo y de la bebida de su Sangre. E igualmente es el centro de la acción de gracias. Lo cual implica que sea el centro del presbiterio, aunque no sea exactamente el centro geográfico, pues en ocasiones la colocación de la sede y del ambón pueden exigir un cierto leve desplazamiento. Pero en todo caso, tiene que ser central. Y cuando se entra a un templo, lo primero que debe verse es el altar.
Antes, se subrayaba el sentido del altarara. Durante el postconcilio hubo momentos en que primaba el sentido del altarmesa. Incluso se colocaba una simple mesa, con cuatro patas; algo provisional. Y, por horror al vacío o por evitar que se viera el alba corta del celebrante, se ponía un florero debajo del altar. Las flores nunca se ponen debajo de una mesa, sino encima. Esta moda ha sido y es, a veces, una práctica por desgracia frecuente. La provisionalidad de muchos altares, después de 40 años de reforma, es hora de que desaparezca: que se piensen opciones estables y dignas, que den carácter y den fe de la renovación litúrgica más importante de la historia de la Iglesia.
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¿Qué actitudes básicas necesitamos para celebrar, qué exigencias por parte del celebrante y por parte de la asamblea? Sería demasiado largo enumerar todas. En primer lugar, diría que necesitamos una elemental iniciación bíblica. Después de estar 40 años proclamando la palabra de Dios en la lengua del pueblo, quizás muchas personas de Misa diaria, siguen siendo analfabetos de la Palabra de Dios. Preguntémonos y hagamos que se pregunten los fieles: ¿qué he escuchado? ¿qué proclamación se ha hecho de la Palabra de Dios? Pensemos también en cómo adecuar a nuestra asamblea la auténtica Cristología y Eclesiología que se encierran en aquella Palabra. Debemos iniciarles mistagógicamente a la expresividad simbólicolitúrgica de la celebración. Para ello hay que superar la tendencia a cierta rigidez anquilosada: hacemos lo nuevo, celebramos la liturgia renovada, con la misma mentalidad antigua, con esa mentalidad ya superada en palabras y en gestos. Podrían ponerse muchísimos ejemplos.
Hay que superar también la tentación del rubricismo jurídico, que lleva a que prevalezca el rubrum sobre el nigrum. Lo importante es el texto oracional; y para orar el texto oracional –la letra en negro– es necesario conocer el rubrum. No para proclamarlo, claro, (la letra roja está prohibido pronunciarla en voz alta). Mal se empieza cuando no hemos enseñado así a un lector, y comienza por decir: ‘primera lectura’; y quizá la frase síntesis que la antecede; o incluso la misma cita bíblica: ‘lectura del profeta Isaías, 61, 1-6’.
En la misma línea, se hace necesario superar un intervencionismo exagerado. Participar no significa intervenir, o que todos intervengan. En este aspecto, puede haber un cierto desorden: una mala iniciación; especialmente en las misas con niños, para que ‘no se aburran’, para que ‘todos se sientan iguales’, que ‘todos hagan algo’. Es ilustrativa la comparación con un concierto: si acudo a un concierto, aunque fuese violinista, no iría con mi violín, para acompañar a la orquesta; voy a escuchar, participo escuchando. Lo mismo sucede en la celebración. Hay que superar –y hacer superar, nosotros los presidentes– ese frío formulismo que denota falta de espiritualidad y, sobre todo, un tremendo verbalismo.
El mundo actual adolece de miedo al silencio y podemos contagiarnos de él. El silencio no es mutismo; en el silencio, en los breves silencios litúrgicos que debemos subrayar, Dios nos habla; y Dios habla más fuertemente a veces que nuestras palabras. Puede ser mejor una homilía que dure siete minutos estrictos, y dejar uno de silencio; que no llegar a nueve minutos porque queremos decirlo todo. Quizá convendrá que los fieles se sientan interpelados por el silencio y por nosotros mismos: ¿qué me ha dicho, a mí, lo que he escuchado? En ocasiones se han realizado encuestas a la salida de un templo: –Oiga, dígame algo sobre la homilía de hoy"; –Sí, me ha gustado, ha estado un poco larga...; –Y dígame, ¿qué lecturas ha habido?; –Sí, espere, me acuerdo pero espere un momento; –¿De quién ha sido la primera lectura; de quién ha sido el evangelio? Tampoco se recuerda qué evangelio se ha proclamado... El verbalismo rompe y arruina el silencio sonoro, el silencio importante para que Dios nos hable.
Análogamente sucede con el espacio litúrgico del presbiterio: la acumulación de mobiliario, de reclinatorios, de sillones… ‘Es que lo tenemos preparado para la boda vespertina’. Bueno, pues se saca en el momento de la boda..., pero un reclinatorio nunca es un polo litúrgico permanente, ni los sillones, aunque estén dorados y bien tapizados en terciopelo rojo, tienen que estar permanentemente allí. Debe brillar la única sede, el altar y el ambón.
También hay que superar en muchas ocasiones el ruido ambiental: ayudar a que la asamblea sea puntual y evitar que la celebración o la Palabra sea un ruido más que se suma a los otros ruidos. Para eso, en la celebración tenemos que sentirnos actores. No autores, el autor es Cristo y también la Iglesia. Pero el actor da vida al autor; y es mejor actor el que es más fiel al texto. El celebrante actúa in persona Christi et in nomine Ecclesiae, y esta es una doble tensión y un reto enorme: dar vida a las palabras de Cristo, sin desfigurarlas. Algunos parece que juegan a ser autores, y por desgracia, además, son malos autores. Todo el que ha osado corregir, con creatividad salvaje, una plegaria eucarística o un texto, normalmente lo empobrece. Bastante creatividad tenemos en la homilía, y en la monición de entrada o en la introducción al Padre Nuestro, y no infrecuentemente fracasamos; querer además corregir la plegaria eucarística es una gran osadía pues tiene tanta importancia, como confesión de fe eclesial, como el Símbolo. En ella confesamos verdaderamente, dentro de la perspectiva pascual, nuestra común fe eclesial en los misterios salvíficos.
En definitiva, el celebrante tiene que orar y ayudar a orar a la asamblea. De ahí que sea necesario potenciar el aspecto estético de la belleza en la verdad. Hay que hacer degustar la belleza de la celebración, los ritos, el equilibrio en las vestiduras (la casulla con que celebramos, renovada y no con una casulla preconciliar de guitarra). En el Vaticano hay bellísimas casullas antiguas, pero el Papa nunca celebra con una casulla corta, aunque sea dorada, porque la casulla es un manto.
Entre todos –y ante todo– debemos potenciar el sentido orante de la celebración. Celebrar es hacer, realizar, actuar, estar juntos, recordar, alegrarse de ser servidores y manifestar el esplendor de la vida; poner lo mejor de nuestra vida en movimiento y disfrutar contemplando el Bien: contemplando, sobre todo, la infinita acción de Dios con regusto de eternidad.
Todo esto lo lograremos, como celebrantes, siendo servidores de la Palabra, servidores del Pueblo de Dios, servidores del misterio. Sabiendo presidir; es decir, situarse en el plano sacramental y carismático. Presidir es un arte –el arte de la presidencia litúrgica–, que debemos ejercer bien y dignamente. Por eso, la misión y el servicio y el ministerio de la presidencia litúrgica, en una asamblea eucarística, comienza ya antes de la propia celebración; para que, de verdad, en ésta se exprese un encuentro real entre las necesidades de cada comunidad y las exigencias que nos pide la fe eclesial.
Dar la debida importancia a la oración litúrgica, es el medio excelente de comunicación y de formación. Se debe armonizar toda la acción sagrada con ritmo y con el suficiente sosiego para no desequilibrar la liturgia de la palabra en detrimento de la liturgia eucarística, o viceversa
Como creyentes, como cristianos, como sacerdotes, lo más importante que hacemos es celebrar bien la Eucaristía y cumplir el mandato que nos dejó el Señor: "Haced esto en conmemoración mía".
Notas
[1] Si se quiere profundizar en el planteamiento que sobre estos temas hace el Card. Ratzinger, cfr. El espíritu de la Liturgia, Ed. Cristiandad, 2001, pp 31-73. Otros libros suyos sobre estas cuestiones serían, La fiesta de la fe: ensayo de teología litúrgica, Desclée, Bilbao 1999. Un canto nuevo para el Señor: la fe en Jesucristo y la liturgia, Sígueme, Salamanca 1999.
[2] Es importante la exposición que hace el Catecismo de la Iglesia Católica de la teología de la liturgia, nn. 1077-1112.
[3] Cfr. Const. Apostólica, Sacrosantum Concilium, Concilio Vaticano II.
[4] Si se quiere profundizar en la visión que sobre el tema tiene el Card. Ratzinger, cfr. op. cit, 181-251.
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