Diálogos de Almudí 2006
Prof. en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
Conferencia pronunciada en la Biblioteca sacerdotal ESYRE; Murcia 26-enero-2006
Ponencia pronunciada en Diálogos de teología 2006, organizados por la Asociación Almudí de Valencia y publicada en F. M Arocena, La liturgia de la palabra: estructura y espiritualidad, en J. Palos y C. Cremades, “Perspectivas del pensamiento de Joseph Ratzinger”, (Edicep, Valencia 2006), pp.161-182 .
La conciencia que, ya desde sus albores, posee la Iglesia de la sacramentalidad de la palabra, se refleja en una ritualidad que es signo de su veneración a aquel cuyo misterio es el único objeto de su culto. Sacramentalidad y ritualidad no son realidades inconexas, sino subordinadas. El darse originario de la lex incarnationis es lo que determina la congruente expresión ritual. Se trata de una ritualidad puesta completamente al servicio de la sacramentalidad. Los ritos son diáconos del misterio; "son expresión fiel, madurada a lo largo de los siglos, de los sentimientos de Cristo y nos enseñan a tener los mismos sentimientos que él" [1]. Y es así ritualizada como la palabra vuelve a ser objeto de intercambio comunicativo entre Dios y el hombre.
En la tarde de Pascua, Jesús decía a sus apóstoles: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la ley de Moisés y en los profetas y en los salmos acerca de mí" [2]. A la vez que el Señor confirmaba que todo el Antiguo Testamento constituía una profecía global de su venida, la Iglesia vio en la secuencia de libros que Jesús menciona, el orden ritual de las lecturas. Y así, en la actual liturgia de la palabra de la Misa tenemos: la lectura del Antiguo Testamento (la ley de Moisés y los profetas) ’! el salmo responsorial (los salmos) ’! el evangelio ("acerca de mí" [3]). Algo más de un siglo después, en Justino mártir, que escribe hacia el año 155 para explicar al emperador Antonino Pío (ca.161) lo que hacen los cristianos, encontramos las grandes líneas de lo que se leía en la celebración eucarística: "«Se leen las memorias de los apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible». Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas. Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros (...) y por todos los demás donde quiera que estén, a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y en nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación eterna. Cuando termina esta oración nos besamos unos a otros" [4].
La primera lectura
La liturgia de la palabra se inicia de un modo muy significativo: su arranque consiste, sencillamente, en ponernos a la escucha. Nos invita a prestar oídos a Otro. Lo primero que hace la liturgia es situarnos en la presencia de Dios con el fin de escucharle. Se nos revela así la estructura misma de la fe, que es inciativa de Dios, antes que respuesta nuestra. El diálogo y la alteridad aparecen subrayados desde el principio. Los datos fundamentales de la fe están inscritos en el modo en que se celebra la liturgia [5].
El protagonismo de la sede ha terminado. El celebrante ha presidido desde ella los ritos de entrada que finalizan con la colecta. Esta oración es la plegaria con la que concluye la procesión de entrada. En realidad, el protagonismo de la sede ha terminado por ahora; lo recuperará más tarde, cuando el celebrante pronuncie la homilía desde ella, como hizo Jesús en Cafarnaúm: "Y enrollando el libro se lo devolvió al ministro, se sentó (...) y comenzó a decirles" [6].
A partir de ahora y durante toda la liturgia de la palabra, habrá un único polo de atención: el ambón , que es la sede de la palabra de Dios. Desde el ambón, el lector pronuncia las lecturas, el salmista canta el salmo, el diácono proclama el evangelio y un ministro puede proponer las intenciones de la oración universal. Otros atriles para usos auxiliares podrían ser oportunos, como por ejemplo delante de la sede, pero diseñados de tal manera que no resten significación ni protagonismo al único ambón.
El momento culminante en la vida del ambón es la noche santa de Pascua, cuando el diácono canta el pregón pascual. En esa noche, el canto del Exultet a la luz del cirio pascual da podríamos decir el "do" a la fiesta del ambón: es la noche dichosa que conoció el momento en el que Cristo resucitó de entre los muertos . Entonces, la procesión con el evangeliario no lleva ciriales porque el cirio pascual luce a su lado, transido de la presencia invisible del Resucitado en el hodie litúrgico que trasciende el espacio y el tiempo. R. Guardini dirige este elogio al cirio pascual [7]:
"En la cima oscila la llama, y en ella el cirio convierte su cuerpo puro en luz cálida e irradiante. Ante él, ¿no sientes que brota en ti algo noble? Mira cómo está, firme en su sitio, bien plantado, puro y noble. Adivina cómo todo en él está diciendo: «¡Yo estoy presto!» Cómo está donde corresponde: ante Dios. En él nada huye, nada se tuerce. Todo es en él clara determinación. Y se consume en su entrega transformándose constantemente en luz y calor. Tal vez tú digas: «¿Qué sabe el cirio de todo ello? Él no tiene alma». ¡Pues dásela tú! Conviértelo en expresión de tu alma. Haz que ante él brote una noble decisión: «¡Señor, aquí estoy!». Entonces sentirás que su forma espigada y pura es expresión de tu propio ánimo. Convierte tu decisión en auténtica fidelidad. Entonces sentirás esto: «¡Señor, en ese cirio yo estoy ante ti!» No pierdas tu decisión. Persevera. No preguntes el porqué y el para qué. El sentido más profundo de la vida consiste en consumirse por Dios en verdad y amor, como el cirio se transforma en luz y calor".
Quizá el ambón, de suyo prominente, se halle en un lugar que permita procesionar con el evangeliario hasta él y se encuentre a cierta altura como sugiere la etimología de ambón porque el anuncio salvífico desciende siempre de lo alto [8]. Podría ser, incluso, que, en alguna fecha señalada, tuviera el adorno de un paño y unas flores, como signo de homenaje y de acción de gracias a Dios por el don de su palabra [9]. Si quien ha diseñado el ambón ha utilizado un material determinado o un sugerente motivo ornamental para enriquecerlo, sería expresivo repetirlos también en la sede y en el altar con el fin de que ese proyecto iconográfico denote la unidad de los tres oficios en la persona de Cristo: los tria Christi munera. Él es rey en la sede, profeta en el ambón y sacerdote en el altar.
La presencia de un libro, llamado leccionario, es reveladora. Evita, de una parte, que el lector pueda pensar que es su palabra la que se proclama, e indica, de otra, que las palabras que la asamblea se dispone a escuchar no provienen de la fantasía del lector. El libro asegura, pues, una mediación esencial en el acto litúrgico: señala a los que escuchan que esa palabra proviene de Otro.
Un lector, especialmente formado para ser idóneo servidor de la palabra, se acerca al ambón haciendo previamente una reverencia al altar, porque hay un misterio del altar cristiano [10]. Esta presencia del lector, que bien podría ser un fiel distinto de quien preside la celebración, obedece a una comprensión teológica de la acción litúrgica: es más expresivo que quien representa a Cristo-Cabeza realice sólo las acciones capitales; no todas las acciones de la celebración, sino aquellas que le corresponden: al presidente le corresponden las presidenciales [11]. Es otro modo de manifestar que la celebración litúrgica expresa el misterio de la Iglesia: una comunidad sacerdotal, orgánicamente constituida, donde el sacerdocio bautismal concurre con el ministerial en la oblación de la Eucaristía [12].
Al llegar al ambón, el lector se encuentra con el leccionario: un libro precioso, cuidado, en cuya portada estará quizá grabado un símbolo alusivo al Logos encarnado o la figuración simbólica que el artista haya proyectado. De ese libro lee la primera lectura, sin decir primera lectura, porque esas dos palabras estás escritas en caracteres rojos. Es una lectura pausada de un texto inspirado cuyos grandes periodos podrían distinguirse por una recitación que los separa por medio de brevísimas pausas que faciliten su asimilación. Será una lectura nítidamente perceptible al oído de todos porque la acústica de la iglesia es perfecta. También la técnica está al servicio de la palabra de Dios. Si alguien ha leído una sucinta monición previa, útil para introducirnos en la lectura, ésta no se ha pronunciado desde el ambón. Terminada la lectura, se puede guardar un tiempo de silencio, según la coyuntura o circunstancias de la celebración, de la asamblea…
Al terminar la proclamación de la primera lectura, el lector dirige a la asamblea la aclamación "palabra de Dios". No es bueno postergar la respuesta "Demos gracias a Dios" (Deo gratias) porque indica que los fieles han oído a Dios. Deo gratias significa la mayoría de las veces que se ha oído y entendido lo que se acaba de decir [13].
El salmo responsorial
La recitación seguida y continua de un texto bíblico, sin más, no es la costumbre litúrgica de la Iglesia. Ella interrumpe, interviene. ¿Por qué? Porque es la Esposa. Y porque es la Esposa escucha, responde, se alza, aclama, vuelve a escuchar, canta, guarda silencio, da gracias, intercede. Por eso, a la primera lectura le sucede un salmo y cuando el lector abandona el ambón, un salmista le sustituye. Se produce un cambio del género literario: se ha pasado de la prosa a la poesía; un poema no es una carta. Y también se pasa de la recitación al canto; cuando el salmo se canta con una melodía simple, su belleza literaria y su contenido espiritual rompen la austeridad inherente a la mera recitación.
Si el canto de los salmos fue considerado en el Antiguo Testamento como canto de David, los cristianos entendieron que esos cantos habían brotado del corazón del verdadero David, Cristo. La Iglesia primitiva oró con los salmos y los cantó como himnos de Cristo [14]. Cristo mismo se convierte así en el director de coro que nos enseña el canto nuevo, que da a la Iglesia el tono y le enseña el modo de alabar a Dios y de unirse a la liturgia celeste [15].
El salmista se dirige al ambón para guiar la respuesta de la asamblea a la iniciativa de la palabra divina. Estamos, pues, inmersos en una estructura de diálogo. La liturgia vive siempre dentro de este diálogo eminente entre el Dios glorificado y los hombres santificados. Si la palabra de Dios "ha caído", una vez más, sobre el nuevo Israel, ahora la asamblea alza su canto de respuesta: siempre la dimensión descendente y la dimensión ascendente de la liturgia [16].
Pero el salmo no es una respuesta cualquiera, sino la adecuada. A partir de la reforma del Vaticano II, es una ley constante que cada día exista un salmo específico y congruente para cada lectura. Primera lectura y salmo responsorial son elementos ensamblados. ¿Porqué? Porque la finalidad del salmo es favorecer la meditación de la palabra de Dios [17]. Según sea el salmo que acompañe a la primera lectura así el significado con que la liturgia la entiende.
Guiada por el Espíritu, la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha escrutado con amor los salmos para encontrar en ellos a su Esposo. Cuando canta, por ejemplo, el salmo 22, "El Señor es mi pastor", sabe que celebraba en primer lugar a Yahwé, el "pastor de Israel". Pero, ¿no ha dicho Jesús: "Yo soy el buen pastor"? [18]. Entonces, el salmo recibe una nueva dimensión: el bautismo son esas "fuentes tranquilas" hacia las que el pastor conduce a su rebaño; la confirmación es "el perfume con que unge mi cabeza"; la "mesa que prepara ante mí" y la "copa rebosante" que me ofrece es la Eucaristía. En una palabra, el salmo 22 se cristifica. A propósito de esta cristificación, en la iglesia de un pueblo francés, llamado Vézelay, un capitel representa un molino en el que Abraham mete trigo; la cruz sirve de instrumento triturador y san Pablo recoge la harina resultante en un saco. Si la imagen vale para todo el Antiguo Testamento, también ilumina vivamente el canto de los salmos: gracias a la cruz de Cristo la oración judía se ha convertido en la oración cristológica de la Iglesia [19].
Pero si, además, el salmo 22 se emplea como respuesta orante a la lectura del texto de Daniel que nos narra el episodio de la casta Susana, como sucede en el lunes de la quinta semana de Cuaresma, entonces resulta que el salmo se convierte en el canto de Susana "cuyo corazón confiaba en el Señor" [20]. El salmo traduce el abandono de Susana en Dios que "prepara una mesa" —la del tribunal— "enfrente de sus enemigos" —los dos ancianos que la acusan— y Susana, al final, "nada teme porque el Señor es su pastor y nada le falta".
He aquí otro empleo de los salmos: como la oración que nuestros labios dirigen a Dios. Los Padres de la Iglesia se dedicaron a discernir lo que era voz de Cristo a su Padre —cristificar los salmos por abajo—, de lo que era voz de la Esposa al Esposo —cristificar los salmos por arriba—. En los salmos se escucha, a veces, la voz de Cristo a su Padre, la expresión de sus más íntimos sentimientos filiales. En este sentido, Ildefonso Schuster decía que hay un evangelio de la vida de Cristo, escrito por los cuatro evangelistas, y un evangelio de su corazón: los salmos. El evangelio nos ofrece la historia de Jesús, pero los salmos expresan su psicología [21]. Otras veces, los salmos transmiten la voz de la Esposa que manifiesta su amor o el fervor con que espera la venida del Amado.
Notemos que, si la actitud de la asamblea durante la proclamación de la primera lectura era pasiva, contemplativa, de pura acogida, ahora, sin embargo, cambia de signo y pasa a ser activa, protagonista. Que los cristianos se unan sinceramente en el canto del salmo debería implicar dos cosas: haber entendido por qué se canta el salmo que se canta e identificar la propia fe con esa respuesta. La primera es una tarea de la inteligencia ayudada por las luces del Espíritu, porque es Él quien da a los oyentes, según las disposiciones de interiores, la inteligencia espiritual de la palabra de Dios [22]. La segunda es una tarea de la voluntad. Para que la asamblea haga del estribillo que canta una verdadera respuesta de su fe, hemos de invitarla a meditar sobre el capitel de Vézelay. Si no se empieza por ahí, es probable que la asamblea no será una asamblea orante. De ella no se podrá decir que participa, como desea el Concilio, aunque todos externamente respondan y canten. Esta es la parte de la reforma litúrgica que hoy, a cuarenta años de la Sacrosanctum Concilium, resta aún por aplicar.
La segunda lectura
Cuando el salmista se retira del ambón, un nuevo lector podría sustituirle para proclamar el texto de un apóstol, si es domingo o solemnidad. Esta lectura de las cartas apostólicas es importante porque la Iglesia es apostólica, se apoya en el testimonio de los apóstoles. Lo mismo que los primeros cristianos, los del siglo XXI tienen necesidad de alimentar su fe con las fulgurantes incursiones de Pablo en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Al igual que les sucedía a los oyentes del apóstol, el pensamiento de Pablo sobre Cristo "nacido de mujer", pero al mismo tiempo "Señor de la gloria", nos prepara para recibir el evangelio, pues sus cartas son anteriores en más de diez años, al menos, a la redacción de los evangelios [23].
La procesión con el evangeliario
Al concluir del canto del salmo, podríamos quedar sorprendidos por el arranque simultáneo de no pocos ritos. Se produce una cierta escenificación que sugiere el inicio de algo valioso. En efecto, la asamblea, sentada desde hace tiempo, ahora se pone de pie. El diácono recibe la bendición del presidente [24]. Los ministros le acompañan al ambón con cirios encendidos. Llegan al olfato los primeros aromas del incienso. Relucen las perlas del evangeliario engastadas sobre la plata y el marfil de la portada. El libro es llevado en alto porque el evangelio no es para ser ocultado sino para que brille [25]. Y el canto del Alleluia se escucha durante la procesión al ambón.
Procesionar, desplazarse de un lugar a otro; desde el altar hasta el ambón. Además de los elementos acústicos y ópticos, además de los gestos, también el movimiento tiene un papel en la celebración. No es del todo acertado confundir liturgia con estática. La liturgia es acción (ergon); acción primero y sobre todo de Dios y luego de la Iglesia. En un momento fundante para el culto cristiano, como fue el cenáculo, Jesús dijo: "Haced esto en conmemoración mía". Dijo "haced", no dijo, por ejemplo, leed. Dispuso que la Iglesia realizara una acción. En consecuencia, la liturgia pide un lenguaje total en donde se conjuguen armónicamente la palabra, el canto, el gesto y también el movimiento del que la procesión antes del evangelio es un signo expresivo [26].
A la pregunta sobre qué indica el inicio simultáneo de todos aquellos ritos, se podría responder: la asamblea se dispone a recibir y saludar al Señor que va a hablarles [27]. He aquí lo importante: la sacramentalidad. Es el Señor que viene. Ecce Sponsus! Exite obviam ei! [28] Cristo se dispone a hablar a su Esposa, como habló a sus apóstoles la tarde de su resurrección. Dominus est! [29].
Es lógico y teológico que todos se hayan puesto de pie. Imaginemos que estamos sentados, descansando. Y llega de pronto una persona, para nosotros respetable, y nos dirige la palabra. Puestos al punto de pie, le escuchamos, y respondemos a sus preguntas erguidos. Estar de pie es actitud expectante y despierta. Implica ánimo dispuesto [30]. De pie, está uno listo para marchar, dispuesto para comenzar el trabajo que se le asigne. De pie participan los padrinos en los ritos bautismales junto a la pila del agua; de pie los novios cuando contraen matrimonio.
Hemos llegado al momento culminante de la liturgia de la palabra. La procesión se inicia tomando el evangeliario del altar. Haber colocado el evangeliario sobre el altar indica la unión entre el Verbo encarnado, simbolizado por el altar, y el Verbo escrito, simbolizado por el evangeliario [31]. El altar es símbolo de Cristo; si el evangeliario es palabra de Cristo, es lógico que proceda del altar. La procesión concluye en el ambón, la mesa desde donde se reparte la palabra [32].
Valoremos el carácter escénico de la procesión en toda su amplitud. Es una procesión llena de un simbolismo que crea un clima evocador de esa fiesta fascinante que suscita la proclamación y la acogida de la palabra [33]. Recuerda el ceremonial que realzaba en Bizancio la entrada de la majestad imperial (tamquam personæ præpotentis [34]). Sólo que aquí no nos quedamos en el recuerdo de un protocolo remoto y desfasado, sino que todo los ritos y los cantos nos hablan del señorío del Resucitado. Es significativo que en los primeros esquemas de reforma de este rito, estuviera previsto que la schola cantara siempre el mismo homenaje a Cristo en todas las celebraciones. "El Señor reina vestido de majestad" [35].
La proclamación del santo evangelio
Si la vida eterna significa contemplar al Dios que es Luz, también significa oír al Dios que es Palabra. Cuando el diácono deposita cuidadosamente el evangeliario sobre el ambón, todos los concelebrantes se vuelven hacia él [36]. Mirando a la asamblea, el diácono dice: "El Señor esté con vosotros". Es la primera vez que toma la palabra en la celebración y es la única que al diácono le está permitido decir ese saludo en presencia de un obispo o un presbítero. ¿Porqué? Porque no se puede dejar de manifestar por todos los medios posibles que ahora el Señor está con su Iglesia, dirige la palabra a su Iglesia: El Señor - con vosotros [37].
Tras el hecho de la tradición de que un laico no proclame el evangelio subyace una razón cristológica y eclesiológica. Si un fiel laico, que carece de título sacramental para tener la representatividad de Cristo-Cabeza, asumiera la proclamación litúrgica del evangelio, se constituiría en un signo inadecuado para manifestar la sacramentalidad inherente a la palabra de Dios en sede litúrgica. Predicar la misma palabra apostólica es un acto muy propio del ministerio de la sucesión apostólica. De otra parte, la ausencia del elemento jerárquico en un momento clave de la celebración eucarística, como es la proclamación del evangelio, haría de la liturgia de la palabra un hecho eclesial sustancialmente incompleto y, en consecuencia, la celebración no sería epifanía transparente de la Iglesia.
En las iglesias bizantinas, el diácono, antes de cantar el evangelio, pide la bendición al sacerdote, y elevando el libro sagrado, precedido de los acólitos, se dirige al ambón, mientras el sacerdote, desde la puerta del iconostasio , dirigiéndose a los fieles exclama: "¡Sabiduría! ¡De pie! Escuchemos el santo evangelio. Paz a todos". Sabiduría (Sophia) designa al Verbo de Dios, a la Sabiduría eterna anunciada al mundo a través del evangelio. Después, el sacerdote bendice al pueblo que exclama: "Y con tu Espíritu". El diácono pronuncia: "Lectura del santo evangelio según san N.". El sacerdote advierte: "Pongamos atención ". El pueblo aclama: "Gloria a ti, Señor, gloria a ti" [38].
Volviendo a la liturgia romana, el evangeliario se inciensa, como los cristianos orientales inciensan los iconos. Y sube el humo perfumado sin utilidad práctica alguna, bello derroche del incienso. Insistir en los ritos que acompañan normalmente a la proclamación del evangelio es destacar la importancia que la Iglesia concede a la escucha de Cristo. El diácono procede al canto del evangelio. En la liturgia papal, el evangelio se proclama en lengua primero latina y luego griega, recordando la época en que en Roma se usaban estos dos idiomas. Los obispos orientales se quitan el palio (homophorio) para escuchar la palabra del gran Pastor de toda la grey. Los obispos de rito romano dejan la mitra [39].
Cierto día podría suceder y de hecho sucede que el texto evangélico que se proclamara no contuviera ninguna palabra explícita de Jesús [40]. ¿Entonces? Si no se proclaman sus palabras, se proclaman sus acciones. La revelación se realiza con hechos y palabras". Para decir ambas cosas el idioma hebreo emplea una sola palabra: dabar. En hebreo, dabar se refiere a la cosa en sí y a la palabra que la designa. Y entonces, como escribe Agustín, "las acciones de la Palabra son para nosotros palabras" [41].
Al concluir la proclamación del evangelio, el diácono ha aclamado no "palabra de Dios", como sucedía en la primera y en la segunda lectura, sino "¡palabra del Señor!" a lo que la asamblea responde "¡Gloria a ti, Señor Jesús!" (Laus tibi, Christe!). En cierto sentido, podríamos decir que en ese tibi está buena parte de lo que significa celebrar la liturgia. Significa creer que estamos sumergidos en un diálogo; que estamos ante el abismo impenetrable incluso a los ojos de los Querubines; que los ritos son la celosía entre el umbral del misterio y la asamblea. Sin ese tibi, la liturgia no se entiende. Otras veces, los textos oracionales de la liturgia contienen, en vez de tibi, el adjetivo posesivo "tu": tu paz, tu familia, tu altar, tus dones... Eso significa que nuestra oración se abre, como una ventana, al misterio del diálogo con el Inefable. Esos adjetivos generan la paradoja del respeto que marca la distancia con Dios y el afecto que funda la filiación con Él [42].
Es importante también captar el sentido de este vocativo dos veces repetido: "Señor" ("¡palabra del Señor!") y "Señor Jesús" ("¡Gloria a ti, Señor Jesús!"). Señor expresa la señoría del Resucitado; nos recuerda que el diálogo litúrgico es siempre con el Kyrios. Y esta exclamación va dirigida a un sujeto ad quem a quien, por eso mismo, se considera vivo; pensar en otro sentido sería contradictorio. Es el modo que la asamblea tiene de confesar que el evangelio que ha escuchado no es letra muerta sino palabra pascual del Resucitado. Por último, el diácono besa el libro manifestando de ese modo la alegría y el amor que inspira la palabra de Dios, y pronuncia una oración cuyo sentido teológico ya lo hemos expuesto más arriba [43].
La homilía
La predicación de la homilía intra Missam, a diferencia de la proclamación del evangelio, es una acción primariamente presidencial. El pueblo se sienta en los bancos dispuestos en la nave y el celebrante principal ocupa la sede, como icono de Cristo maestro. Hasta ahora han permanecido de pie y orientados hacia el ambón mientras transcurría el momento culminante de la proclamación evangélica porque, entre todos los libros inspirados, la liturgia otorga un honor singular a los evangelios. En su momento cultual, los textos bíblicos proclamados no son todos iguales; la primacía la tienen los evangelios.
Durante la celebración eucarística, la orientación esencial de abajo a arriba, inherente al culto sacramental, se articula ahora con la orientación primariamente descendente propia de la comunicación. En efecto, si la sacramentalidad nos invitaba a descubrir la presencia mistérica de Cristo y del Espíritu en la proclamación, ahora la homilía iniciará un movimiento de descenso desde la "gracia" de la palabra hasta el acontecer del existencial cristiano.
La homilía no es una predicación inserta en la celebración, sino un elemento de la celebración misma [44]. La homilía forma parte de la liturgia de la palabra y en los documentos eclesiales aparece muy recomendada [45]. La homilía es como un punto que describe una órbita elíptica, es decir, en torno a dos focos: la homilía está al servicio de la palabra de Dios y simultáneamente al servicio de la asamblea. Sólo así tiene sentido cristiano. La homilía es un "venir ministerial" de la palabra, en la coyuntura histórica que vive la asamblea; tarea, pues, que requiere una sensibilidad particularmente solícita a sus problemas y expectativas del momento.
Esta realidad está cargada de consecuencias. Con la homilía no se trata de persuadir a los fieles para que piensen lo que piensa el predicador, sino de disponerles para que escuchen y acojan lo que les dice el Señor. Es Dios mismo quien en la liturgia quiere hablar con sus hijos. Hay que tener en cuenta que esta comunicación, que es directa, se realiza además en la Iglesia y, por tanto, con la mediación de varias autoridades: la Biblia, la tradición litúrgica, la predicación... Todo eso es el Sitz Im Leben de la palabra, su contexto eclesial y cultural. En realidad, el cristiano percibe la palabra de Dios en esa atmósfera, es decir, en medio de todas estas mediaciones mutuamente conexas entre sí. De ahí que el ambiente vital en donde la palabra de Dios se actualiza consiste en la concatenación de estos factores: el tiempo litúrgico que está viviendo la Iglesia, el triplete oportunamente articulado [lectura veterotestamentaria - salmo - evangelio], y, por último, la situación cultural y la coyuntura histórica de la asamblea.
En la homilía —ni demasiado larga ni demasiado breve [46]—, se trata de partir de las lecturas bíblicas para mostrar en el hoy litúrgico que vive la Iglesia, el acontecimiento que se celebra, de manera que el don de Dios se haga vida en el hoy histórico de cada cristiano. Cuando no se pronuncia homilía, se puede guardar un tiempo de silencio sagrado.
Pero la homilía no siempre se limitará a detenerse en los textos inspirados porque la homilía parte del texto sagrado [47]. Por texto sagrado se entiende aquí no sólo la voz del Esposo los textos bíblicos proclamados , sino también la voz de la Esposa la eucología , de la que trataremos más adelante [48]. Por eso, tiene sentido y en ocasiones podrá ser oportuno que una parte de la homilía ayude a descubrir la riqueza de las oraciones, del prefacio, de la secuencia... por medio de una explicación no erudita, pero sí espiritual, que transmita veneración por la lex orandi del rito romano.
Junto con los contenidos bíblicos, las frases del cuerpo del prefacio, tan sintéticas y adecuadas, la espiritualidad del tiempo un tiempo fuerte quizá que la Iglesia vive en ese día, las joyas engastadas en la oración colecta o en la postcommunio... el celebrante integra prudentemente algunos de estos datos, o el conjunto de todos ellos, a fin de conseguir que su explicación incida con eficacia y buen sentido en el corazón de cada bautizado, ayudándole a traducir en su vida el misterio pascual.
Para conseguirlo, conviene recordar que la palabra celebrada es una palabra encarnada, salvífica, eficaz. Requiere, en consecuencia, un lenguaje que es el propio de la liturgia, que no es discursivo, ni didactista, ni moralista, ni argumentativo lógico y deductivo , sino un lenguaje eminentemente simbólico, de tono evocativo, apto para involucrar a la asamblea y capaz de dejarla situada a las puertas del misterio de Dios. Este lenguaje es diríamos así el menos inadecuado para hacer presente la atmósfera del misterio que debe empapar todo el desenvolverse de la acción sagrada [49].
El símbolo de la fe
Una vez que el celebrante principal concluye la homilía, la asamblea guarda un espacio de silencio sagrado de cuyo sentido trataremos en su momento. Ahora la schola y la asamblea, juntos o alternados, o la sola asamblea canta o recita de pie el Símbolo de la fe los domingos, solemnidades u otros días señalados.
Cuando la Ordenación general del Misal Romano expone el qué y el cómo del Símbolo, emplea una redacción que conviene leer con atención: dice que mientras la asamblea pronuncia la regla de la fe, rememora los grandes misterios de la fe y los confiesa antes de comenzar su celebración en la Eucaristía [50]. Fijémonos en la ultima expresión: la asamblea rememora y confiesa y luego pasa a la "la celebración" de aquello mismo que ha rememorado y confesado antes. Esto indica que la plegaria eucarística entraña una confesión de fe particularmente plena, más intensa aún, podríamos decir, que la del Credo, porque en éste los misterios son conmemorados y confesados, mientras que en aquélla son celebrados, es decir, confesados, conmemorados y reactualizados, hechos de nuevo presentes in mysterio aquí y ahora. La liturgia de la palabra, ya en su tramo final, está mirando a la liturgia eucarística.
Esta sensibilidad del rito romano, que percibe la anáfora como la mejor profesión de fe, explica, en parte, porqué en la Urbe, el Credo no se introdujera en la misa dominical hasta el siglo XI y habitualmente no se dijera durante la semana.
La oración universal
Con una sensibilidad admirable, el evangelista Lucas ha situado el Padrenuestro después del episodio de Marta y María en Betania. Con esta disposición del discurso parece sugerirnos que el Padrenuestro es la respuesta a la enseñanza sobre lo único necesario. El unum necessarium es escuchar su palabra; después, recitar su plegaria. De nuevo propone Lucas el mismo esquema en el pasaje de Emaús: escuchar la explicación de la Escritura y luego partir el pan. De este modo, la escucha de la palabra y la oración, fruto consecuente de esa escucha, forman un todo inseparable. La oración universal se entiende precisamente en este contexto. Tras la acogida de la palabra de Dios, que renueva por dentro, la intercesión es como el fruto de la acción de la palabra en el alma de los fieles [51]. El Concilio ha querido repristinar esta plegaria, cuyos vestigios encontramos en fuentes muy antiguas [52].
Al interceder en favor de todo el género humano ante el Padre, la asamblea experimenta la conciencia de su condición de cuerpo sacerdotal de Cristo. Participa de un modo simbólico pero eficaz, o sea sacramental, en la intercesión perenne del Kyrios ante el Padre. De ahí que, en la Iglesia primitiva, los catecúmenos fueran invitados a abandonar la asamblea al comienzo de esta oración: por carecer del sacerdocio bautismal, no eran mediadores, no podían interceder. ¡Qué sensibilidad tan exquisita tenían las primeras comunidades sobre su condición de pueblo sacerdotal! Y de ahí también el nombre de oración de los fieles que no significa que hasta entonces lo fieles no hayan orado la liturgia es la Iglesia en oración , sino que es una plegaria que sólo puede ser pronunciada por quienes han sido regenerados por el agua y el Espíritu. La participación de los fieles en la intercesión del único Mediador se expresa mediante la respuesta litánica, que es lo sustancial; respuesta a la invitación del diácono o del ministro que pronuncia las intenciones, las cuales pueden redactarse con una docta libertad (sapienti libertate) [53].
Las intenciones, que son necesarias pero adjetivas en relación a lo verdaderamente sustantivo, que es la respuesta litánica del pueblo, obedecen siempre a un molde preestablecido. Las intenciones, ordinariamente cuatro, se suceden unas a otras y se refieren, con formas literarias diversas, a estos argumentos: la primera, por las necesidades universales de la Iglesia; la segunda, por las naciones del mundo; la tercera, por quienes se hallan sometidos a varios tipos de dolores y sufrimientos; la última, por la asamblea litúrgica la sinaxis reunida en ese lugar [54].
En ocasiones señaladas y sin apartarse de ese molde, podría resultar expresivo que las intenciones se construyeran en torno a un mismo texto que podría haber sido proclamado en la liturgia de la palabra, como si fuera su eco. Podría ser el caso, por ejemplo, de un formulario de oración universal para una liturgia de difuntos construido en torno al salmo 22, que ha sido cantado por la asamblea como salmo responsorial [55]:
—Para que la bondad y su misericordia del Señor acompañen siempre a nuestro hermano N. (nuestra hermana N.) y viva eternamente alegre en la casa Dios, roguemos al Señor.
—Para que el Señor le conceda gozar de las fuentes del paraíso y lo haga recostar en las praderas de su reino, roguemos al Señor.
—Para que a nosotros, que caminamos aún por las cañadas oscuras de este mundo, nos guíe por el sendero justo y su vara de pastor nos sosiegue y nos conforte siempre, roguemos al Señor [56].
La repetición, cantada o rezada, de una misma respuesta litánica, no una vez sino insistentemente y con idéntica sencilla melodía, transmite con viveza la imagen de un pueblo que intercede ante Dios, como antaño los grandes mediadores Moisés, Esther, Judith..., hombres y mujeres que prefiguraron en la primera Alianza al único mediador, Jesucristo; un pueblo —decíamos— que cuando intercede, se siente solidario con las grandes necesidades de todos los hombres. El carácter marcadamente universalista de las intenciones de la Iglesia desde sus albores, justifica que este oración sea denominada "oración universal".
Esta expresividad, propia de la intercesión litánica y que brilla de manera especial en esta oración, quedaría desvirtuada si se adoptaran para ella los formularios correspondientes a las Preces del Oficio divino. El contexto de una y de otras es diverso, como los es también su misma justificación. Las Preces de laudes sirven para consagrar a Dios el día y el trabajo; las Preces de vísperas son plegarias de intercesión, pero de modo distinto a las que se hacen en la Misa. Mientras que la oratio universalis, que pertenece a la estructura de la liturgia de la palabra, es un modo de respuesta a la palabra proclamada, las Preces constituyen el despliegue natural de la alabanza que les ha precedido, constituyen el momento intercesor del Oficio y completan el esquema de la beraká judía [57].
Terminadas la letanía, el celebrante principal, de pie en la sede con las manos extendidas, se dirige a Dios y pronuncia una plegaria que se llama oratio super sindonem, oración sobre el lienzo de lino. El nombre aludiría a que, en el momento en que el celebrante rezaba esa oración, los diáconos estaban extendiendo los manteles sobre el altar preparando ya el inicio de la liturgia eucarística [58].
Merece la pena destacar la fisonomía propia de esta plegaria, sobre todo en los domingos. En algunos repertorios de oraciones universales, publicados en España, se proponen colectas conclusivas específicas para cada domingo que, en la medida en que aluden al mensaje bíblico de ese día, contienen algún eco de la liturgia de la palabra [59]. El hecho de que la oración se profiera después de la proclamación de las lecturas no resta protagonismo a la palabra de Dios, a diferencia de lo que sucede con las nuevas colectas para las misas dominicales del Misal italiano, las cuales se han diseñado asumiendo el contenido de las perícopas que inmediatamente después serán proclamadas [60]. Se produce así un adelantamiento que resta impacto a la palabra. En general, estas colectas proceden más del collage de textos bíblicos, que de la ruminatio que caracteriza a la antigua eucología romana, verdaderamente experta en explotar la riqueza evocativa y mistérica de la palabra de Dios.
En el momento en que se dice esta colecta, el pueblo, que ya ha escuchado las lecturas y la homilía, y consecuentemente puede revivir este mensaje en clave de oración. En ocasiones, incluso, podrá darse la coincidencia y no sería malo de que las líneas maestras de la homilía coincidieran con aquellos acentos de los textos bíblicos que la oratio super sindonem destacará; sería un precioso servicio a la coherencia interna de la liturgia de la palabra.
Un ejemplo concreto podría enriquecer la exposición: en el domingo 17 (ciclo C) el evangelio refiere la escena de María, hermana de Lázaro y Marta, escuchando la palabra de Jesús en su casa de Betania. Una oratio super sindonem dice así:
Dios de bondad, Padre santo,
escucha nuestras oraciones
y danos un corazón humilde y sencillo,
que escuche la palabra de tu Hijo
y lo acoja en la persona de nuestros hermanos [61].
La expresión "escucha nuestras oraciones" es una cláusula inicial frecuente que se refiere a que la asamblea ya ha intercedido por el mundo. "Danos un corazón humilde y sencillo que escuche la palabra de tu Hijo" alude a las disposiciones de María. En el sintagma "acoger al Señor en la persona del prójimo" encontramos un eco de la entrañable acogida que el Señor encontraba en Betania y sugiere el "conmigo lo hicisteis", es decir, la invitación a reconocer presencia de Cristo en cada hombre, en cada mujer.
Notas
[1] Instrucción Redemptionis sacramentum 5; cfr. A. Jungmann, La messa nel Popolo di Dio, Roma 1974, 113.
[2] Lc 24, 44.
[3] El esquema sencillo que proponemos no tiene en cuenta la compleja variabilidad que la estructura de la liturgia de la palabra ha ido teniendo a lo largo de los siglos. Para una primera aproximación a este tema, cfr. A. Nocent, El porvenir de la liturgia, Barcelona 1972, 115-141; más específicamente, 118-125.
[4] Iustinus, Apologia I, 65; 67, en D. Ruiz, Padres apologistas griegos, Madrid 1954, 257 (El entrecomillado es nuestro).
[5] Cfr. P. De Clerck, L’intelligenza della liturgia, Città del Vaticano 1999, 6.
[6] Lc 4, 20a.21a. No hay inconveniente en pronunciar la homilía también desde el ambón puesto que se trata de una acción verdaderamente litúrgica. Si se hace de pie desde el ambón, se subraya que la homilía forma parte de la liturgia de la palabra, cuya sede es el ambón, y se expresa, por tanto, que es una predicación que se ha de entender desde el estatuto teológico de la liturgia; si se predica sentado en la sede, se subraya la autoridad del munus docendi del que el presidente participa directamente de Cristo-profeta, mientras predica. La Ordenación General del Misal Romano nombra ambos lugares, por este orden, primero la sede y luego el ambón (cfr. OGMR (2002) 136).
[7] R. Guardini, Signos sagrados, Barcelona 1957, 56. Por respeto a la veracidad del signo, conviene que el cirio sea de cera, nuevo cada año, relativamente grande, nunca ficticio, para que pueda evocar realmente que Cristo es la luz del mundo (cfr. Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos, Carta sobre las fiestas pascuales, 83, en Documentación Litúrgica Postconciliar 4525).
[8] Cfr. C. Valenziano, Scritti di Estetica e di Poietica - Su l’arte di qualità liturgica e i beni culturali di qualità ecclesiale, Bologna 1999, 150.
[9] Etimológicamente "ambón" significa "subido", "levantado", deriva del verbo griego anabainein, que significa "subir". No es un invento cristiano; existía ya en las sinagogas. El uso del ambón se fue perdiendo y desapareció en el siglo XIV, coincidiendo con la aparición del púlpito, que utilizaban los frailes mendicantes para predicar al aire libre.
[10] De cara a una auténtica vivencia de la espiritualidad litúrgica, el diseño adecuado y la correcta disposición del espacio litúrgico del que el altar es uno de los focos primordiales así como la ordenada distribución del tiempo litúrgico, no es algo opcional (cfr. C. Valenziano, La riforma liturgica del Concilio - Cronaca, teologia, arte, Bologna 2004, 103).
[11] Es un principio de la Sacrosanctum Concilium que en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o fiel, al desempeñar su oficio, haga todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y de las normas litúrgicas. (cfr. SC 28). Las acciones presidenciales están reseñadas en OLM 38-43.
[12] Cfr. LG 10 y 11.
[13] Según la Regla de Benito, cuando el portero dice Deo gratias al que acaba de llamar a la puerta de la abadía, no es tanto para dar las gracias, cuanto para significar al mismo tiempo que ha oído (cfr. Benedictus a Nursia, Regula Benedicti, De ostiario monasterii 66: "Et mox ut aliquis pulsaverit aut pauper clamaverit, Deo gratias respondeat…".
[14] Cfr. A.-G. Martimort, Fonction de la psalmodie dans la liturgie de la parole, en H. Becker-R. Kacynski (eds.), Liturgie und Dichtung, Ein interdisziplinäres Kompendium, Eos Verlag, Band II (= Pietas litúrgica 2), St. Ottilien 1983, 837-856.
[15] Cfr. J. Ratzinger, Un canto nuevo para el Señor, Salamanca 1999, 116.
[16] Cfr. Is 9, 7: Una palabra ha proferido el Señor en Jacob, y ha caído en Israel.
[17] Cfr. OGMR (2002) 61.
[18] Jn 10,11.
[19] Cfr. P. Jounel, La Misa ayer y hoy, Barcelona 1988, 90.
[20] Dan 13,35.
[21] Cfr. I. Schuster, Liber Sacramentorum: note storiche e liturgiche sul Messale Romano, vol. I, Torino 1924, 257-258.
[22] Cfr. CCE 1101: "El Espíritu Santo es quien da a los lectores y a los oyentes, según las disposiciones de sus corazones, la inteligencia espiritual de la Palabra de Dios. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que constituyen la trama de una celebración, el Espíritu Santo pone a los fieles y a los ministros en relación viva con Cristo, Palabra e Imagen del Padre, a fin de que puedan hacer pasar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y realizan en la celebración".
[23] Gal 4, 4; 1 Cor 2, 8; cfr. P. Jounel, La Misa ayer y hoy, Barcelona 1988, 87.
[24] En el rito ambrosiano, a diferencia del romano, hay una bendición no sólo para el diácono cuando se dispone a proclamar el evangelio, sino también para cada uno de los lectores que intervienen en la proclamación de cada lectura.
[25] Cfr. Mt 5,15; Lc 11,33.
[26] Cfr. J. Aldazábal, Gestos y símbolos, Barcelona 19944, 206-207.
[27] Cfr. Ordo Lectionum Missæ 23: "En sí misma, la aclamación del Alleluya tiene el valor de un rito con el que la asamblea de los fieles recibe y saluda al Señor que va a hablarles". El Alleluya resuena cuatro veces en los cantos celestiales del Apocalipsis (Ap 19, 1.3.4.6). Son como doxologías celestes. Alleluya es una aclamación con un mensaje: ¡Hallelu Ya! Se forma del imperativo del verbo hebreo Hallel (alabar) y el nombre de Dios Yahwé, pero apocopado: Ya. Entonces, Hallelu-Ya equivale a decir, ¡Alabad a Yahwé!, ¡Alabad al Señor!
[28] Mt 25,6: "¡He aquí al Esposo, salid a su encuentro!".
[29] Jn 21,7: "¡Es el Señor!".
[30] Cfr. R. Guardini, Los signos sagrados, Barcelona 1957, 27. Una explicación, muy similar, cinco siglos antes, en N. Cabasilas, Explication de la divine liturgie, 21, 5, en SCh 4 bis, 153.
[31] Para una primera noticia sobre la teología del altar, cfr. P. Farnés, Construir y adaptar las iglesias, Barcelona 1989, 25-70.
[32] Este simbolismo se había diluido con motivo del Misal plenario de Pío V. Convivían en un mismo volumen textos inspirados y oracionales y a lo largo de toda la celebración descansaba sobre el altar.
[33] L. Maldonado, Cómo se celebra, en D. Borobio (dir.), La celebración en la Iglesia, vol. I, Salamanca 1990, 246.
[34] Cfr. Pseudo-Alcuinus, De divinis officiis 11, en PL 101, 1248B.
[35] Ps 92, 1. Actualmente se canta la frase probablemente más significativa del evangelio que va a ser proclamado, con el riesgo de atenuar ligeramente su protagonismo (cfr. P. Jounel, La Misa ayer y hoy, Barcelona 1988, 91).
[36] Durante la baja Edad Media, era costumbre cantar el evangelio de cara al norte, símbolo de las tinieblas, donde ha de resplandecer la luz del evangelio.
[37] Según la teología de los Padres, sobre todo los de la iglesia antioquena, en la respuesta del pueblo "Y con tu espíritu", el sustantivo "espíritu" alude a la efusión del Espíritu Santo que el presbítero recibió en su ordenación. Por ese motivo, el diácono, en presencia de un presbítero, no emplea esa expresión y es tanto más significativo que la pronuncie excepcionalmente cuando va a proclamar el Evangelio. Por el mismo motivo, se comprende que en Laudes y Vísperas el saludo "el Señor esté con vosotros" sólo se pronuncia si es un presbítero quien preside la celebración; el diácono sólo saluda de ese modo en ausencia de presbítero (cfr. OGLH 54).
[38] Cfr. E. Fortino, Liturgia greca, Roma 1970, 33. El sacramentario Gelasiano (n. 302) testimonia que cuando los evangelios son leídos por vez primera a los catecúmenos, el diácono les dice: "Permaneced de pie en silencio y escuchad con atención" (Et adnuntiat diaconus dicens: State cum silentio, audientes intente).
[39] Cæremoniale Episcoporum 140.
[40] Sería el caso, por ejemplo, de las lecturas que se proclaman en la solemnidad de la Asunción de María (15.08) donde el evangelio nos trae las voces de Isabel (Lc 1, 42: "Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre...") y de María (Lc 1, 46: "Glorifica mi alma al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador:..."); en estos textos Jesús no habla sencillamente porque aún no ha nacido. Otro ejemplo lo constituye el evangelio de la genealogía de Cristo, que la liturgia proclama el día 17 de diciembre. Ese elenco de nombres tiene una intención inmediata: demostrar que Jesús no es un ángel, sino que está arraigado en un pueblo concreto, el de Israel y se ha encarnado plenamente en la historia humana, lo cual nos ayuda a comprender mejor el misterio del Dios-con-nosotros (cfr. J. Aldazábal, Enséñame tus caminos, 1, Barcelona 2000, 73). Pero hay otros muchos ejemplos: evangelio para la memoria de la Natividad de María (08.09)...
[41] Cfr. DV 2: "Revelationis œconomia fit gestis verbisque intrinsece inter se connexis". Augustinus Hipponensis, Tractatus in Ioannem, 24, 2, en BAC 13, 620-621 (PL 35, 1593): "factum Verbi verbum nobis est".
[42] Cfr. Ioannes Chrysostomus, Homilia 4, en PG 51, 179-180: "Considera en qué misterios te ha sido dado participar, cómo has danzado con los Serafines, cómo has conversado con el Señor".
[43] El diácono puede también llevar el evangeliario al obispo para que lo bese, el cual puede impartir la bendición a los fieles con él (cfr. Cæremoniale Episcoporum, 74; OGMR (2002) 177). Tomás de Kempis exhorta a "besarlo con la misma ternura que lo hizo el anciano Simeón con el niño Jesús" (T. de Kempis, Doctrinale iuvenum, en M. J. Phol 1918, vol. 4, cap. 5, p. 186, lin. 21; cit. en R. Calatayud, Beso humano y ósculo cristiano, Valencia 2003, 1229, not. 90). Con el discurrir de los tiempos, el beso del evangeliario fue adquiriendo una carga de honor y privilegio que se traducía en la manera de realizarlo, es decir, quiénes lo pueden besar y quién lo tiene que besar primero; quiénes lo besan abierto y quiénes cerrado. Y así, poco a poco, las rúbricas evolucionaron hasta dar más relieve al sujeto que al objeto del beso. El honor del beso se trasladaba del besado al que besa. La reforma litúrgica ha corregido esta desviación otorgando todo el honor del beso al signo del evangeliario y no a las personas a quienes les competería besarlo.
[44] El término "homilía", del griego homilein (conversar, departir), connota el estilo conversacional de quien se dirige a amigos de un modo amistoso y confiado. Para este tema seguimos a R. De Zan, Il dialogo tra individualità celebrativa e assamblea genera l’omelia: linee per una metodologia, en Dove rinasce la parola- Bibbia e liturgia, Padova 1993, 201-232.
[45] Algunos documentos eclesiales relativos a la homilía, en SC 52; OGMR (2002) 65-66; Iœ 54; ID 3; OLM 41.
[46] Cfr. OLM 24.
[47] Cfr. OLM 24: "La homilía, en la cual, en el transcurso del año litúrgico, y «partiendo del texto sagrado (ex textu sacro)», se exponen los misterios de la fe y las normas de vida cristiana..." (el entrecomillado es nuestro).
[48] Así se desprende de la Instrucción Inter œcumenici 54 e OGMR (2002) 65.
[49] Cfr. D. Borobio, Lenguaje litúrgico y cultura actual, en Pastoral Litúrgica 233 (1996) 30-45.
[50] Cfr. OGMR (2000) 67: "El Símbolo o profesión de fe tiende a que todo el pueblo congregado responda a la palabra de Dios, que ha sido anunciada en las lecturas de la sagrada Escritura y expuesta por medio de la homilía, y, para que pronunciando la regla de la fe con la fórmula aprobada para el uso litúrgico, rememore los grandes misterios de la fe y los confiese antes de comenzar «su celebración» en la Eucaristía" (el entrecomillado es nuestro).
[51] Consilium ad exsequendam constitutionem de sacra liturgia, de oratione communi seu fidelium - Natura, momentum ac structura,criteria atque specimina cœtibus territorialibus Episcoporum proposita, Città del Vaticano 1966, 4: "Est enim hæc oratio quasi fructus actionis verbi Dei in animis fidelium".
[52] Iustinus, Apologia I, 67; Pseudo-Hippolytus Romanus, Traditio apostolica, 21, en B. Botte, La tradition apostolique de saint Hippolyte - Essai de reconstitution, Münster 1989, 54-55.
[53] Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Carta circular Eucharistiæ participationem (27 de abril 1973), 16, en Documentación Litúrgica Postconciliar 977. El adjetivo sapienti aludiría a conocer bien la identidad litúrgica de esta intercesión, su historia y los principios y rúbricas que la rigen, de manera que las composiciones que se redacten estén en consonancia con el espíritu de la liturgia.
[54] Cfr. Consilium ad exsequendam constitutionem de sacra liturgia, de oratione communi seu fidelium - Natura, momentum ac structura, criteria atque specimina cœtibus territorialibus Episcoporum proposita, Città del Vaticano 1966, 9-10, n. 9).
[55] Cfr. P. Farnés, Roguemos al Señor - Plegarias de los fieles, Barcelona 1996, 554 (Las palabras en letra cursiva son las que se han tomado del salmo 22).
[56] Algo análogo podría hacerse, por ejemplo, con el Magnificat de María. Este cántico del Nuevo Testamento podría ser la base inspirativa para componer un formulario de oración universal para una memoria de María.
[57] Cfr. F.-M. Arocena, Las Preces de la Liturgia Horarum - Una aproximación teológico-litúrgica a los formularios pascuales, Città del Vaticano 2003, 42 ss.
[58] Cfr. P. Borella, L’oratio super sindonem, en Ambrosius 34 (1958) 173-176. Cfr. A. Chavasse, L’oraison super sindonem dans la liturgie romaine, en Revue Bénédictine 70 (1960) 313-323. En la liturgia antigua, era costumbre en algunos lugares que el altar se revistiese con el mantel al inicio de la liturgia eucarística.
[59] Es el caso, por ejemplo, de P. Farnés, Roguemos al Señor - Plegarias de los fieles, Barcelona 1996, 606 pp. De la conveniencia de que la plegaria conclusiva de la oración de los fieles dependa de la palabra que ha sido proclamada se ha ocupado E. Bianchi, La parola pregata: l’eucologia come risultato dell’ascolto, en Scriptura crescit cum orante, Padova 1993, 48-67; especialmente 65-66.
[60] Cfr. R. De Zan, L’eucologia antica e recente, come expressione e risonanza di temi biblici: la Scrittura ricompresa, en Scriptura crescit cum orante, Padova 1993, 169-186; especialmente, 185-186). La colecta para el formulario de las témporas de acción de gracias (05.10), tal y como la recoge el Misal castellano, adelanta también, a su modo, el contenido de la primera lectura. La parte final de la oración se inspira en Dt 8, 17, que se leerá como primera lectura (cfr. Misal Romano (1989) 727).
[61] P. Farnés, Roguemos al Señor - Plegarias de los fieles, Barcelona 1996, 171.
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