Una huella difícil de medir
Las distancias cortas son malas para los retratos intelectuales. Falta perspectiva. Los católicos que hemos vivido conscientemente los últimos veinticinco años, tenemos, como es lógico, una huella muy profunda del largo pontificado de Juan Pablo II, en nuestras ideas y en nuestro vivir cristiano. En esto se suman, la devoción cordial que sentimos habitualmente hacia el Papa, centro visible de la comunión que es la Iglesia. Y, además, las características singulares que adornan a este pontífice. Sólo el tiempo permitirá distinguir lo que es fruto de una adhesión personal, pues al Papa actual le sucederá otro, y lo que es una huella intelectual perdurable en la vida de la Iglesia.
Dicho esto, es difícil evitar la impresión de que se trata de una huella gigantesca. Todo, en el pontificado de Karol Wojtyla, además de su duración, parece tener dimensiones extraordinarias. La preparación del milenio, la caída y evaporación del mundo comunista, las convocatorias de sínodos de la Iglesia en todos los continentes, los viajes apostólicos por todo el orbe, por todas las diócesis italianas y por todas las parroquias de Roma, su presencia en los organismos y en las grandes cuestiones internacionales, las jornadas mundiales de la juventud, sus constantes desvelos por el diálogo ecuménico, la enorme cantidad de documentos relevantes, y proyectos de ejecución tan difícil como el Código de Derecho Canónico y el Catecismo de la Iglesia Católica, verdadero hitos en la historia cristiana. Y todo esto partiendo de un posconcilio pendiente de encauzar. Con síntomas agudos de desorientación de contestación interna, y con un acoso cultural que sentía la Iglesia cuando él llegó con su espíritu jovial y decidido. Además, sabía combinar un sentido sincero de la trascendencia con una chispa de humor. Fue un viento fresco y una enorme dosis de seguridad y aplomo en un momento de crisis.
Una convicción providencial
Para quienes lo vivimos, será difícil olvidar el sentimiento de extrañeza, a la vez que simpatía, que produjeron sus primeros discursos, ya en la Misa de inicio de su Pontificado (17.X.1978). Pronunciados con tanta convicción, con tanta energía y, al mismo tiempo, con un lenguaje desacostumbrado y, al principio, casi ininteligible. No porque no se entendieran sus palabras, sino porque no se percibía su contexto y su intención. Con el tiempo, sus modos de pensar y de expresarse se nos han hecho familiares. Y, además, hemos aprendido a encuadrar mejor sus ideas en su historia personal y en la historia de la Iglesia.
Hay en esto también algo singular. Desde que fue elegido Papa, en octubre de 1978, Juan Pablo II tuvo clara conciencia de tener una misión providencial. Las mismas circunstancias de su elección parecían indicarlo, tras la temprana e inesperada muerte del Papa Juan Pablo I y, al ser el primer papa no italiano después de cuatro siglos y medio. Cualquier persona con fe cree que los acontecimientos de la historia están gobernados por la Providencia divina. Pero, además, Karol Wojtyla estaba seguro de que había sido elegido Papa precisamente para aportar las convicciones que la Providencia había grabado en su espíritu, a la vida de la Iglesia: después de un concilio Ecuménico, en un momento de crisis y con la perspectiva del próximo milenio. Esto era lo extraordinario. Y es la explicación de que se expresara. desde el principio, en unos términos tan seguros y, al mismo tiempo, tan poco convencionales.
La luz de una fe vivida y las raíces culturales
Desde fuera no podemos introducirnos en las profundidades de su conciencia para determinar sus resortes principales. En primer lugar, porque la parte más importante se refiere a su relación con Dios. Y en esa intimidad y en ese diálogo, es donde las convicciones de la fe se graban de manera viva en el alma y adquieren su luz intelectual y su fuerza moral. Nos consta que Karol Wojtyla ha sido y es un hombre de oración. Nos consta incluso por testimonios tan peregrinos como los informes de la KGB, que proceden del archivo Mitrokhin (coronel de la KGB que se fugó a Londres en 1992): "Este se pasaba a menudo de seis a diez horas al día rezando; entrando en su capilla privada, los ayudantes se lo encontraban a veces tendido inmóvil en el suelo de mármol con los brazos en cruz".
Otros rasgos de su personalidad nos resultan más accesibles. En primer lugar, lo que podríamos llamar su "experiencia polaca" o incluso su nacionalismo polaco. Un nacionalismo no puramente sentimental, sino reflexionado, como es propio de un intelectual, y también iluminado por la fe. Juan Pablo II es un hombre muy enraizado en la fe y en su historia personal. El amor a la identidad de su patria, a la historia de su cultura y de su lengua, se forjó en los tiempos difíciles de la invasión alemana y de la guerra. Y se desarrolló después bajo el dominio comunista. Aprendió a reconocer el valor salvador -oxigenante y provocador- de la verdad. Adquirió para siempre un sentido de los valores culturales y también, de la peculiar relación entre fe y cultura, que en la tradición polaca había dado tantos frutos. Una relación que era, en sí misma, un argumento frente al despótico totalitarismo comunista, que pretendía troquelar a su imagen, sin ningún respeto y sin ningún derecho, las estructuras de la sociedad y las mentes de los hombres. Más tarde, al fundar el Pontificio Consejo para la Cultura, les diría: "Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida.
Reflexiones sobre la antropología y la ética
Karol Wojtyla es un hombre de estudio, con un itinerario intelectual bien conocido, jalonado por sus publicaciones. Con una formación teológica tomista, que recibió en el seminario clandestino de Cracovia, cuando se preparaba para su sacerdocio. Siempre ha agradecido ese patrimonio, que le dio, principalmente, un instrumental intelectual muy depurado, con los grandes conceptos de la ontología y la psicología racional. Su tesis doctoral sobre la fe en San Juan de la Cruz, que realizó en Roma (1946-1948), desarrollaría su interés por el papel la verdad en la transformación moral de la persona. Y una posterior tesis de habilitación sobre el sistema moral de Max Scheler (1953) le acercarían al método fenomenológico y le harían descubrir a la persona como fuente de los valores morales. De ese interés surgirá más tarde su ensayo filosófico Persona y acción (1969).
Desde entonces, como profesor de ética en la Universidad de Lublin (1954), prosiguió una amplia reflexión sobre los grandes temas en que la antropología conecta con la moral: la acción humana, el papel de la verdad en la conciencia, y el sentido del amor conyugal, dando lugar a su ensayo Amor y responsabilidad (1964), libro muy original en su género. El tema es muy importante en el pensamiento de Karol Wojtyla, en primer lugar por sus propias experiencias pastorales, que le hacían sentir la necesidad de una doctrina más profunda, y, más adelante, por las reacciones que surgieron tras la publicación de la Humanae Vitae, de Pablo VI (1968). No cabe duda de que en la cuestión de la sexualidad, del amor conyugal y de la familia, hay un serio punto de contraste entre la doctrina cristiana y las modernas tendencias hacia la libertad sexual que están dispuestas a prescindir de una parte de la naturaleza humana (la familia y la procreación), para quedarse sólo con otra (el sexo).
Por eso, su reflexión continuó sobre la teología del cuerpo, en su cátedra de Lublin, acumulando ideas y materiales, y publicando algunos artículos. Y cuando fue elegido Papa, le pareció conveniente desarrollar el tema en unos cursos durante casi 140 audiencias pontificias (1979-1984). Merece la pena subrayar lo insólito del asunto, ya que, hasta ese momento, las audiencias habían sido alocuciones más bien ocasionales, adecuándose al público asistente. Mientras que Juan Pablo II las aprovechó sistemáticamente (casi implacablemente), primero, para desarrollar la doctrina sobre el lenguaje del cuerpo, el amor humano, el celibato y la castidad. Y, después, para hacer un larguísimo comentario al Credo. Es evidente que tenía alguna razón profunda para hacerlo.
El comentario al Credo es un repaso de toda la doctrina cristiana que se enraíza en la tradición pero que discierne y sabe recoger lo mejor del pensamiento teológico del último siglo. En cierto modo, ha servido de contexto y preparación para el nuevo Catecismo. Pero es más sorprendente su doctrina sobre el cuerpo humano, la sexualidad, el amor, la castidad, que, al enraizarse más directamente en su reflexión personal, sin duda forma parte de los contenidos de los que él se sentía portador. Toda esa antropología es la que han intentado recoger y desarrollar los diversos Institutos Juan Pablo II que se han creado en todo el mundo.
El aliento de Gaudium et spes
Con todo, desde una perspectiva providencial, el rasgo intelectual más definitorio de Juan Pablo II ha sido su participación en el Concilio Vaticano II (1962-1964). Acudió siendo un obispo auxiliar muy joven. Pero destacó por su interés, sus propuestas y sus iniciativas, y llegó a formar parte de la comisión que redactó Gaudium et spes. Tenemos constancia de que fue una colaboración muy activa. Karol Wojtyla dejó una huella en Gaudium et spes y Gaudium et spes en Karol Wojtyla. En este momento, gracias a distintos testimonios y trabajos de investigación lo estamos conociendo mejor.
Hay que recordar que en ese documento se recoge lo que la Iglesia tiene que decir al mundo moderno. La constitución tiene una larga primera parte que es aproximadamente un compendio de la antropología cristiana. Por eso, sintonizó tan rápidamente con ella el entonces joven obispo de Cracovia. Y por eso se empapó de esos temas. A los pocos años del Concilio, redactó un curioso y amplio documento La renovación en sus fuentes (1972) para que sirviera de base para la aplicación del Concilio en su diócesis. El documento tiene un método: desea profundizar en los contenidos de la fe subrayados por el Concilio, para lograr una reacción adecuada (una renovación, unas nuevas actitudes) en la vida cristiana.
Cuando fue elegido Papa, Juan Pablo II se sabía un "obispo del Concilio". Estaba seguro de que su misión tenía que consistir en desarrollar su impacto. Y, al dirigirse al mundo, no podía dejar de asumir el enfoque de Gaudium et spes. La Iglesia ofrece al mundo moderno (y este puede apreciar) una doctrina de lo que es el hombre y unas energías morales inagotables para defender teórica y prácticamente su dignidad contra todo tipo de reduccionismos y abusos. Desde su primera encíclica, Redemptor hominis, ha repetido incansablemente, inspirándose en el número 22 de la Constitución, "Cristo revela el hombre al hombre". Esta convicción, desde luego vertebra no sólo el pensamiento teológico de Juan Pablo II, sino también su idea de la situación y el papel de la Iglesia en el mundo; el enfoque que ha dado a la evangelización; e incluso, en un nivel práctico, la actuación diplomática de la Santa Sede.
Balance de un Pontificado
Desde el punto de vista doctrinal, el Pontificado de Juan Pablo II aporta estas novedades, aunque ha desarrollado muchos otros temas doctrinales de gran envergadura. Destacan las tres encíclicas trinitarias; el conjunto de sus documentos sociales y ecuménicos; sus encíclicas dedicadas a temas básicos de enfoque como Fides et ratio y Splendor veritatis; el ciclo de los tres últimos años del milenio; su amplia doctrina sobre la familia y la mujer, etc.; sobre el dolor y el sufrimiento. Y, por supuesto, el Código de Derecho Canónico y el Catecismo.
Se trata, no cabe duda, de un legado gigantesco y renovador. Y se necesitarán bastantes años para que tantas y variadas sugerencias, que ya han ampliado los horizontes doctrinales, se expresen ordenadamente en la docencia y en la vida de la Iglesia. Es muy difícil establecer comparaciones, porque han cambiado mucho las formas y las proporciones. Con sólo mirar las estanterías, se puede afirmar, que el Pontificado de Juan Pablo II ha sido el que ha generado más documentos en toda la historia de la Iglesia católica. Es muy posible que también sea el de mayor impacto intelectual en muchos siglos (sería difícil medir en cuántos). Aunque esto no depende sólo de sus esfuerzos -que han sido titánicos- sino también de lo que trabajen quienes lo lean.
La historia nos deja siempre esta incómoda y, al mismo tiempo, estimulante perspectiva abierta al futuro. En el momento de su elección, Juan Pablo II estaba seguro de que su misión era introducir a la Iglesia en el tercer milenio de la era cristiana; introducirla con la inspiración renovadora del Concilio Vaticano II; y relanzar una nueva evangelización. No cabe duda de que ha cumplido su parte.
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