EL SACERDOTE COMO FORMADOR DE CRISTIANOS
Mons. Jesús García Burillo
Obispo Auxiliar de Orihuela-Alicante
Ponencia pronunciada en Diálogos de teología 2002, organizados por la Asociación Almudí de Valencia y publicada en J. García Burillo, El sacerdote como formador de cristianos, en AA VV, “Sacerdotes para el tercer milenio”, pp. 73-90, (Edicep, Valencia 2002).
Agradezco a los organizadores de la Biblioteca Tabarca la invitación que me han hecho para compartir esta mesa redonda con los sacerdotes de nuestra diócesis de Orihuela-Alicante, dentro del plan de conferencias que la Prelatura del Opus Dei se ha trazado con ocasión del centenario del nacimiento de San Josemaría. Mi participación quiere ser también un gesto de gratitud a la Obra por su servicio durante largos años a nuestra Diócesis. Mi saludo, por tanto, a todos los sacerdotes reunidos en esta mañana.
Esta exposición tiene tres partes:
1. Mis experiencias en torno a la formación en la Obra; 2) El fundamento radical de la facultad de enseñar; 3) La pedagogía de la santidad.
1. Mis experiencias
Me gustaría comenzar estas reflexiones con la fórmula con que se inician los informes sobre personas o instituciones: “conozco a tal persona (o institución) desde el año...”. Pues bien, yo conozco de una manera formal a los miembros y labores apostólicas del Opus Dei desde que empecé a tener contacto con sacerdotes, profesores y alumnos de colegios y centros de la Obra a partir del año 1978, siendo secretario de la Vicaría III de la diócesis de Madrid, con el actual Sr. Arzobispo de Valencia, y más tarde siendo Vicario Episcopal de la misma Vicaría. Especialmente tuve relación con los colegios Senara y Los Olmos, donde conocí al entonces capellán D. Pablo Cabellos, con quien he mantenido una buena amistad. Más tarde, siendo Vicario de la Vicaría VIII, tuve relación con los colegios Orvalle y Retamar, situados en una espléndida zona, al NO de Madrid.
Durante años he administrado el sacramento de la Confirmación a promociones de alumnos de estos colegios que, todos sumados, superan ampliamente la cifra de un millar. Muchas veces he tenido charlas con ellos así como con los profesores y padres de los alumnos. En una ocasión administré los sacramentos de la iniciación cristiana a un joven de la Europa del Este, perteneciente al colegio Retamar
En la Vicaría existía también un centro específico para la pastoral familiar (Centro Parque, en la calle Reyes Magos), donde los laicos acudían para cimentar o desarrollar su formación cristiana. Aquellos temas formativos fueron siempre de interés para mí, dado el prolongado tiempo que he dedicado a la formación teológica siendo profesor de Teología en el IITD, con el que estoy vinculado desde hace más de 20 años.
Otros centros de formación eran los clubes juveniles, bien conocidos y acreditados por su servicio a la formación humana y espiritual de los jóvenes, donde pasaban -y pasan- largas horas de estudio y formación, dirección espiritual y actividades de tiempo libre Así mismo formaba parte de la Vicaría III la Basílica de S. Miguel y el Convictorio Sacerdotal de la C. Mayor. Allí nos reuníamos los sacerdotes del Arciprestazgo de la Paloma todos los meses para el retiro mensual y la convivencia sacerdotal. Era un espacio muy apreciado por los sacerdotes. Teníamos el retiro, comíamos y tratábamos cuestiones pastorales o se exponía algún tema formativo, frecuentemente de moral, expuesto casi siempre por algún sacerdote de la Prelatura. ¿Dónde se apoya la riqueza de formación que los sacerdotes de la Obra imparten en su ministerio pastoral? ¿Cuál es su fundamento? Sin duda se basa en el ministerio profético de los sacerdotes. Ministerio profético que los sacerdotes de la Obra, y otros muchos, naturalmente, ofrecen como un servicio de formadores de laicos cristianos. Se basa también en su especial preocupación e inquietud por dicha formación.
De entre los valores y virtudes que he observado en los sacerdotes de la Prelatura, y otros muchos pertenecientes a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, destacaría la preocupación por una formación cristiana auténtica, en fidelidad a la Doctrina del Magisterio de la Iglesia, fundamentada y precisa, capaz de transmitir verdades de fe y principios relativos a la conducta moral. En otras palabras, tengo la opinión de que los sacerdotes de la Obra procuran para sí mismos y para los laicos, una sólida formación en temas doctrinales y, en particular, en todo aquello que concierne al dogma y la moral cristiana.
Un fiel laico que haya sido formado en los centros de la Obra acostumbra a saber lo que debe y no debe creer, lo que debe y no debe hacer, cómo conducirse en asuntos relacionados con la moral familiar, en cuestiones económicas y sociales, en sus responsabilidades como padre cristiano, en la educación cristiana de los hijos, en la lucha por defender los derechos de los padres a la educación católica de los hijos, a elegir los colegios más adecuados para su formación... Los colegios, universidades y centros de formación profesional promovidos por fieles de la Prelatura y cooperadores y los que son obras corporativas del Opus Dei, han sido –probablemente las más de las veces- el resultado de este tesón de los padres por crear los centros de educación adecuados a las necesidades de formación humana, profesional y cristiana de sus hijos.
Los fieles de la Prelatura que yo he conocido manifiestan una conciencia bien formada. Cuando tienen dudas, tratan de resolverlas con principios doctrinales claros y aplicaciones lógicas a situaciones reales. Suelen acudir a la dirección espiritual. Me atrevería a decir que a los cristianos formados en la Obra se les puede reconocer por su toma de postura y decisión ante las situaciones problemáticas en que la vida nos sitúa continuamente. El relativismo intelectual, la duda metódica, no son fuentes en las que beban los laicos que acuden a los medios de formación en los centros de la Obra.
2. Fundamento radical de la facultad de enseñar
Ahora bien, y dando un paso más, ¿de dónde procede la estructura doctrinal, la fundamentación teológica en la que se basa la formación de los sacerdotes de la Obra?
Evidentemente, las líneas básicas de la formación de los sacerdotes de la Obra se apoyan en lo establecido por la Iglesia para la formación específica de los presbíteros, siguiendo con fidelidad todo lo establecido en esta cuestión por la Concregación para el Clero. Yo no soy un experto conocedor del pensamiento del Fundador del Opus Del, pero he ido recogiendo algunas de las obras y apuntes que en estos años me han facilitado gentilmente sus hijos e hijas. Me gustaría exponer brevemente aquellos aspectos, relativos a la formación, que me parecen esenciales en el pensamiento de aquel gran sacerdote que fue Mons. Escrivá de Balaguer.
En primer lugar, la vocación a la formación en el sacerdote nace de la mediación sacerdotal que el presbítero realiza en nombre de Jesucristo. El es, ciertamente, el único mediador entre Dios y los hombres: porque uno solo es Dios y uno solo también el mediador (eis kai mesites Zeolí) entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre, que se entregó a si mismo en redención por todos. (1 Tim 2,5-6) Así como Jesucristo es mediador entre Dios y los hombres, también el sacerdote, al representar a Cristo por el sacramento del orden, establece su mediación entre Cristo y el pueblo santo de Dios. Es esta una mediación del sacerdote que tiene lugar en los tres grandes ámbitos en que realiza su representación: función de santificar, función de regir y función de enseñar. Porque participa de la función mediadora de Cristo, el sacerdote es ministro de la Palabra y ejerce su función de enseñar. El sacerdote formador es un mediador de Cristo Maestro.
En la doctrina del Concilio Vaticano II, el sacerdote, al participar del oficio de Cristo, único mediador, adquiere la función de anunciar a todos los hombres la palabra divina (LG 28). El Decreto Presbiterorum Ordinis sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, fundamenta la predicación de los sacerdotes en un doble aspecto: cristológico y eclesiológico. Han de predicar para cumplir el mandato del Señor (Id y predicad), y para contribuir a la edificación de la Iglesia, como cooperadores del Obispo:
«Los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen por deber primero el de anunciar a todos el Evangelio de Dios, de forma que, cumpliendo el mandato del Señor “id por lodo el mundo y anunciad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15), formen y acrecienten el Pueblo de Dios. Porque, por la palabra de salvación, se suscita en el corazón de los que no creen y se nutre en el corazón de los fieles la fe, por la que empieza y se acrecienta la congregación de los fieles, según aquello del Apóstol: “la fe viene de la predicación, y la predicación por la Palabra de Cristo” (Rm 10, 17)»[1].
De aquí se deduce que la enseñanza que el presbítero debe transmitir no es su propia sabiduría, sino la Palabra de Dios. Sus palabras no son suyas sino de Aquel que le ha enviado. El presbítero no es dueño de la Palabra, sino su servidor. La fidelidad a la Palabra será por consiguiente la principal característica del predicador.
Por otra parte, al sacerdote se le exige una gran sinceridad y coherencia entre su palabra y su vida: Acuérdense de que con su conducta de cada día y con su solicitud, deben mostrar a los fieles e infieles, a los católicos y no católicos la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral, y de que están obligados a dar a todos el testimonio de verdad y de vida (LG 28). El sacerdote debe enseñar aquello en lo que cree y debe imitar aquello que enseña: «considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor» nos dijo el Obispo en nuestra ordenación de presbíteros.
El Papa resume esta cuestión diciendo que el sacerdote debe ser el primer creyente de la Palabra:
«El Sacerdote ha de cultivar una sensibilidad, un amor y una disponibilidad particular hacia la Tradición viva de la Iglesia y de su Magisterio, que no son extraños a la Palabra, sino que sirven para su recta interpretación y para custodiar su sentido auténtico»[2].
Y el Directorio para la vida y el ministerio de los presbíteros afirma:
«Este ministerio -realizado en la comunión Jerárquica- habilita a los presbíteros a dar testimonio oficial de la fe de la Iglesia. El Pueblo de Dios, en efecto, “es congregado sobre todo por medio de la Palabra de Dios viviente, que todos tienen derecho a buscar en los labios del sacerdote” (cfr. PO, 4)»[3].
San Josemaría, y con él los sacerdotes que sirven a la Iglesia desde la Prelatura, pretenden ser fieles al mandato del Señor: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura... enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado (Mt 28,19-20). Ellos saben que el ministerio de la Palabra se ejerce por la predicación, por la formación llevada a cabo en retiros y conferencias, clases de teología y de religión, en la dirección espiritual. No entraré en el área de la enseñanza en las universidades, con las cuales no he tenido ningún contacto. Pero de todos es conocida la importancia de la Universidad de Navarra, con veinte facultades, acreditada en nuestra patria y fuera de nuestras fronteras, y otros centros de estudios superiores: en Barcelona (IESE), en Perú (Universidad de Piura), en Colombia (Universidad de la Sabana) y en Filipinas (Universidad de Asia y del Pacífico). Así como otras obras de apostolado corporativo, esparcidas en todo el mundo. Sin olvidar, naturalmente, la Pontificia Universidad de la Santa Cruz en Roma, y las residencias universitarias, innumerables... Hace sólo unos días ha tenido lugar en Valencia una Jornada sobre el “Sentido del trabajo universitario”, con la participación de un buen elenco de catedráticos y profesores de universidad.
La función de evangelizar es una característica que los sacerdotes ejercen por el ministerio del sacramento del orden, ciertamente, pero brota ya del sacramento del Bautismo y alcanza a todos los bautizados. Todo cristiano que ha recibido el sacramento del bautismo participa también de la misión evangelizadora de Cristo: Como el Padre me envió, así os envío yo[4]. En consecuencia, todo miembro de la Obra sabe que ha de recibir una formación continua y ha de estar dispuesto a transmitirla en la medida de su propia formación y de la misión que le sea encomendada. Todos, sacerdotes y laicos, saben que han de ejercitar el apostolado de la Palabra.
No entro en el tema de la formación de los laicos, que ha sido objeto de la enseñanza del Magisterio Pontificio, especialmente en la Exhortación apostólica de Juan Pablo II Christifideles laici, la cual dedica el capítulo V a la formación de los laicos, y la Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, sobre los agentes de la evangelización. Es evidente la importancia que la evangelización y el apostolado de la palabra tienen para el fiel laico. La evangelización constituye, no ya una tarea particular del laico, sino un verdadero acto eclesial. Para ello, naturalmente, deberá ajustarse a la doctrina del Magisterio y haber recibido la encomienda para dicho ministerio.
La extensión numérica actual de la Obra (más de 80.000 miembros, de los cuales 1750 son sacerdotes, distribuidos en 80 países) se fundamenta en la acción del Espíritu, acompañada en gran manera por el ejercicio continuo del apostolado de la palabra. «Bien puede decirse, hijos de mi alma, que el fruto mayor de la labor del Opus Dei es el que obtienen sus miembros personalmente»[5] -decía su Fundador ya en el año 1940-. En la Obra todos reciben formación y están en disposición de ofrecerla a los demás.
Esta preocupación por la formación y el apostolado apareció de forma temprana en el Fundador, al promover, junto con Isidoro Zorzano, en la calle Luchana de Madrid, la academia “DYA”; es decir "Academia de Derecho y Arquitectura" o también “Dios y Audacia”, como le gustaba comentar a San Josemaría. (Tema éste, el de la audacia, que tendría rasgos muy característicos en la espiritualidad de la Obra). Pues bien, “DYA” fue el primero de los centros de formación de la Obra. En la actualidad los centros se han multiplicado con profusión. Sería imposible hacer una enumeración de todos los centros de formación que la Prelatura y sus fieles dirigen en la actualidad.
Otro detalle que revela el afán de Josemaría Escrivá por la formación, fue el texto que se hizo grabar en una de las puertas de su residencia de Roma. Corresponde a la 1ª carta de S. Pedro y en él se relaciona la naturaleza del cristiano con el ejercicio de su testimonio: porque el cristiano es elegido, santo y propiedad del Señor, precisamente por eso, ha de pregonar las maravillas de Dios. Estas son las palabras justas: vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su admirable luz...[6].
Ya en el año 1945 el Santo escribía una carta sobre la vocación sacerdotal, citada por Enrique de la Lama: «por exigencia de su vocación cristiana -como algo que exige el único bautismo que han recibido- el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad a la que son llamados, que es una participación en la vida divina (Cfr. S. Cirilo de Jerusalén. Catecheses 22,2). Esa santidad a la que son llamados, no es mayor en el sacerdote que en el seglar: porque el laico no es un cristiano de segunda categoría. La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina». La relación entre sacerdotes y laicos, llamados a la misma santidad pero por diferentes caminos, será una de las constantes en la doctrina de Josemaría Escrivá. A su admiración por el sacerdocio común de los fieles se une su asombro por el sacerdocio ministerial, propio de los sacerdotes. Todo cristiano tiene «alma sacerdotal» pero el sacerdote, que ha recibido el sacramento del Orden, ejerce el oficio sacerdotal «in persona Christi»; configurado con Cristo, le representa en el ejercicio de su ministerio. Por la oración consecratoria del Obispo se opera en el presbítero un vínculo ontológico específico, que une al Sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor[7].
La autoridad con la que el sacerdote predica no le viene propiamente de su sabiduría, de sus conocimientos de naturaleza bíblica, teológica o moral, los cuales son esenciales y necesarios, sino sobre todo de su identificación con Jesucristo Profeta, Sacerdote y Rey. El Santo Josemaría se refería a esta identificación en una Homilía en el año 1973:
«Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ípse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental»[8].
Destacaba a la vez el carácter de servicio que caracteriza la vida sacerdotal, y con ella su función de enseñanza: «sois ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios. Y lo que se pide a los administradores es que sean fieles»[9].
Don José María Lahiguera, cuya causa de beatificación ha sido incoada, siempre entregado a la santidad de los sacerdotes («¡Sacerdote santo!» exclamaba como una síntesis de su predicación) decía de San Josemaría: «Fue sacerdote semper et ubique, solo sacerdote, en todo sacerdote, siempre sacerdote».
Por último, para calibrar mejor la tarea formativa de los sacerdotes de la Prelatura es oportuno recordar que el Opus Dei se ha hecho presente en la vida de la Iglesia «como una trabazón u organismo apostólico, que consta de sacerdotes y de laicos –hombres y mujeres-, y que es a la vez orgánico e indiviso, dotado de una unidad que es simultáneamente, unidad de espíritu, de fin, de régimen y de formación»[10]. El Opus Dei constituye, en suma, una comunidad viva, formada por un Prelado, un presbiterio y un laicado, que comparten una común vocación y misión. Es competencia pues, de los sacerdotes y de los laicos la tarea pastoral formativa desarrollada por la Prelatura, aunque en mi presente exposición me haya detenido a contemplar sólo la tarea formativa que desarrollan los sacerdotes de la Obra.
3. Pedagogía de la santidad: camino de identificación con Cristo
La santidad está en estrecha relación con la disposición y la eficacia misma del formador. La santidad debe ser, en efecto, característica fundamental de todo fiel cristiano, la que le cualifica y dispone para toda forma de apostolado. La santidad capacita al sacerdote y al cristiano para dar testimonio de Jesucristo por medio de su palabra y su vida. En la medida que el formador está plenamente identificado con Cristo Maestro, su formación será más evangélica, auténtica y eficaz.
La santidad ha sido propuesta en los comienzos del tercer milenio como uno de los grandes objetivos a conseguir por la Iglesia universal. «No dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad» -afirma el Papa- Y continúa, recordando el capítulo V de la constitución Lumen Gentium, dedicado a la santidad: «si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante. (...) Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da en cada bautizado»[11].
La CEE acaba de aprobar su Plan de Pastoral para el cuatrienio 2002-2005. Presenta la santidad como una prioridad pastoral: «La santidad ha de ser la perspectiva de nuestro camino pastoral y el fundamento de toda programación. Esta opción está llena de consecuencias, porque supone no contentarse con una vida mediocre, una moral de mínimos o una religiosidad superficial. Es entrar en el dinamismo de la llamada a la perfección de la caridad, que tiene múltiples caminos y formas de expresión, según la vocación de cada cristiano, como de manera profética señaló el Concilio Vaticano 11 (LG 39-42).»[12].
Para alcanzar la santidad el Santo Padre propone un itinerario, un programa de santidad. ¿Acaso se puede programar la santidad? - se pregunta- Y propone una pedagogía de la santidad que debe estar enriquecida por asociaciones y otros movimientos reconocidos por la Iglesia. A continuación propone un itinerario de la santidad basado en la oración, la Eucaristía dominical, el sacramento de la Reconciliación, la primacía de la gracia, la escucha de la palabra y el anuncio de la Palabra, fundamentalmente[13]. Este programa ha de ser asumido por todos los formadores.
¿Cómo vivió San Josemaría estos aspectos de la santidad? Trataré de dar tan sólo unas breves pinceladas, unidas a algunas anécdotas, extraídas en su mayor parte de A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, (Madrid,1984)[14].
Empezando por la Santa Misa:
«Su espíritu, más que hoguera, era un volcán incandescente, alimentado de continuo por el fuego del amor a Cristo, y su núcleo de ignición: la Santa Misa, que definió como “la primera de las devociones”: ”la Misa es acción divina, trinitaria, no humana ( ... ) porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos”»[15].
Un residente de la primera residencia que impulsó el Fundador en la calle Ferraz describía así la celebración de la Santa Misa:
«Parecía como si en esos momentos, todo su espíritu sobrenatural, toda su fe y su amor, quedasen al descubierto. Le recuerdo subiendo al altar con una unción y dignidad que palpablemente nos decían que “se acercaba al Dios que era la alegría de su juventud”. Seguíamos siempre sus medidos y lentos movimientos en el altar; respiraba el sereno gozo, la profunda devoción del sacerdote que adora con los fieles y en nombre de ellos, al Dios vivo». Otro estudiante escribía de él: «Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un santo»[16]. Él estaba convencido de que la eficacia pastoral en la predicación, en toda clase de formación y apostolado, reside en la celebración eucarística. Lo confirma Juan Pablo II: «Un sacerdote vale lo que vale su vida eucarística, sobre todo su Misa»[17].
La CEE resalta este tema: «En diversas ocasiones hemos insistido en la importancia de la Eucaristía y en la necesidad de participar en ella de modo especial los domingos, considerándola no tanto como una obligación, sino como un don de Dios y una necesidad, fuente y cumbre de toda la vida cristiana»[18].
Sobre la oración, refieren los biógrafos de Josemaría Escrivá que fue el instrumento con el que construyó el Opus Dei:
«En medio del ajetreo material, el Fundador se pasó la vida construyendo la Obra y fortificándola sobrenaturalmente porque “el arma del Opus Dei no es el trabajo, es la oración: por eso convertimos el trabajo en oración”. Es decir, en útil contemplativo. [...] Desde el primer momento entendió el Fundador que aspirar a la santidad en el mundo, en plenos quehaceres sociales y profesionales, exigía transformar dichas labores en instrumentos de santificación personal. Es más, en materia santificable y en ocasión de apostolado. ¿Cómo, si no, su predicar con tanta insistencia lo de la vida contemplativa en la calle, en el hogar y en la fábrica?»[19].
La NMI, recordando la Exhortación postsinodal Reconciliatio et poenitentia (1984), afronta la crisis del sentido del pecado y presenta a Cristo como mysterium pietatis, en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo. Josemaría Escrivá aspiraba a que el sacramento del perdón constituyera como una pasión de los sacerdotes: para que ellos mismos se acercaran al sacramento, dando ejemplo, y para facilitar a los fieles el acceso a la Reconciliación. El Año Jubilar se caracterizó particularmente por el recurso a la penitencia sacramental: si muchos jóvenes se han acercado con fruto a este sacramento, probablemente es necesario que los Pastores tengan mayor confianza, creación y perseverancia en presentarlo y valorizarlo[20].
Los Obispos españoles abordan así este asunto:
«Observando las deficiencias que existen en la práctica del sacramento de la reconciliación, hemos de plantear una pastoral renovada que incluya una buena catequesis del sentido del pecado y un acompañamiento en los procesos de conversión, el significado del perdón eclesial y las condiciones de una buena celebración según las normas de la Iglesia»[21].
El anuncio de la Palabra (predicación y catequesis) viene presentado desde hace años por el magisterio pontificio bajo el lema de la nueva evangelización. «Hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés (...)» Hemos de dirigimos «a los adultos, a las familias, a los jóvenes, a los niños, sin esconder nunca las exigencias más radicales del mensaje evangélico»[22].
La predicación y la catequesis son, evidentemente, formas privilegiadas de formación de los fieles. Sobre la predicación del Fundador escribió lo siguiente una persona que asistió a una meditación: «no era una predicación, se trataba de la oración personal de un santo, hecha en voz alta». Claro está que una buena predicación o una catequesis no se improvisan. Han de estar cimentadas en el estudio, en el trabajo personal, en la formación permanente de todo sacerdote.
D. Josemaría «en el oratorio de la primera residencia (Ferraz), vació el ardor de su alma dando retiros y meditaciones [...] En esas meditaciones pulsaba temas muy dentro de su alma, tales como la Comunión de los Santos, y la constancia de los primeros cristianos en la oración, viviendo el mandatum novum, el “mandamiento nuevo” de caridad que tanto sorprendía a los paganos. O bien les exponía el versículo del Génesis: “el hombre ha sido creado para trabajar, ut operaretur!”. Escudriñaba piadosamente los textos del Evangelio, la vida oculta de Cristo, la devoción a la Señora o el Salmo II [...]. Y empedraba la charla con anécdotas sueltas e ilustrativas de sus visitas a niños y enfermos»[23].
La dirección espiritual es una práctica que se ha revalorizado en los últimos años, después de un tiempo de hibernación. Se ha vuelto a descubrir como un servicio importante que la Iglesia ofreció durante siglos al cristiano en su camino de fe, en su aspiración a las diversas formas de santidad vividas por diversos grupos de la comunidad eclesial.
El Fundador dio una importancia especial a esta forma de apostolado. Fue siempre maestro y director de almas mediante el ejercicio de la dirección o acompañamiento espiritual. La ejerció en las iglesias madrileñas, donde confesaba: Agustinas recoletas de Santa Isabel, parroquias de San José o Santa Bárbara; incluso en tiempos difíciles en la persecución y en tiempo de guerra. Sobre todo en los primeros tiempos, dirigió personalmente la formación espiritual de los miembros de la Obra, atendiendo incluso a los centros de provincias, y explicando a los confesores el espíritu de la Obra para que pudieran orientarles mejor.
De su talante como director espiritual habla Vázquez de Prada:
«Sabía escuchar atentamente, de modo que con sus preguntas y respuestas mantenía la fluidez de la conversación, con espontaneidad e intercalando gracejos. Cuando hablaba, a la par del gesto y vigor de la palabra, trascendía de toda su persona el tono vibrante y cálido de su espíritu, viéndose de inmediato el interlocutor frente a un alma prócer y ante el maestro de vida interior en quien confiar»[24].
Los Obispos españoles, además de lo dicho en el núm. 25 del Plan Pastoral, sobre el «acompañamiento en los procesos de conversión», e.d., sobre la dirección espiritual, plantean con urgencia, en un contexto más amplio, la cuestión de la transmisión de la fe en la Iglesia española:
«Uno de los hechos más graves acontecidos en Europa durante el último medio siglo ha sido la interrupción de la transmisión de la fe cristiana en amplios sectores de la sociedad. Perdidos, olvidados o desgastados los cauces tradicionales (familia, escuela, sociedad, cultura pública), las nuevas generaciones no conocen ni reconocen signos ni tienen memoria histórica ni saben del Dios viviente y verdadero, de la encarnación y muerte de Jesús por nosotros. Comprobamos que en proporciones altas no estamos logrando transmitir la fe a las generaciones jóvenes»[25].
Me parece que esta es una de las grandes preocupaciones de los miembros de la Obra, sacerdotes o laicos, como ya se ha dicho
En la vida cristiana, y especialmente en el camino de la santidad, siempre la acción de la gracia es la primera y la que todo lo puede. Sin embargo, a la gracia debe secundarle siempre la respuesta humana, aceptándola y colaborando con ella. Esta respuesta humana en ocasiones exige un gran esfuerzo, una enorme lucha interior, una vida verdaderamente ascética.
La entrega al trabajo hasta la extenuación fue una constante en la vida del Santo:
«Desde su asentamiento en Madrid, le vinieron meses de trabajo agotador. El camino se le tendía como una quimera inexpugnable. Había madrugadas -azules o plomizas- en que apenas sacaba fuerzas para levantarse. Su cuerpo se había caído roto de cansancio la víspera (...) En ocasiones, tan agotado estaba físicamente, que no podía ni dormir»[26].
Esta lucha se dio particularmente en los primeros años, pero duró toda la vida. De él se han recogido expresiones como «Estoy luchando todo el santo día», «Año nuevo, ¡lucha nueva!», «nadar contra corriente», «recomenzar de nuevo como el hijo pródigo», «luchar por amor hasta el último instante», «empeñarse en una hermosísima guerra de amor y de paz», «pelear en el frente de nuestras pasiones», «procurar vencer en la lucha diaria», etc.
Conclusión
El Cardenal Saraiva Martins presentó recientemente (20.XII.01) a San Josemaría como figura eminente del siglo XX. Promovió con fervor incansable la santidad laical y con muchas iniciativas llevó la levadura del Evangelio a la sociedad de nuestro tiempo. Así se presenta como modelo para sacerdotes formadores de laicos cristianos. ¿Cómo concretar nuestra tarea en este momento de la historia?
A la Carta apostólica Novo Millennio le cruza una preocupación trasversal:
«Duc in altum, rema mar a dentro (Lc 5,6). ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso ante el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra»[27].
Para realizar esta obra, el Señor necesita de sacerdotes llenos de espíritu apostólico, capaces de formarse y de formar profundamente a los laicos, comprometidamente, con sentido valiente y misionero. Es nuestra hora.
[1] PO, 4.
[2] PDV, 26.
[3] Directorio para la vida y el ministerio de los Presbíteros, 45.
[4] Jn, 20, 20.
[5] Cit. En A. VAZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, (Madrid 1984), p. 354.
[6] I Pe, 2, 9.
[7] Cfr. PDV, 11.
[8] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Hom. Sacerdote para la eternidad 13.1V.73, en
[9] I Cor 4, 1-2.
[10] JUAN PABLO II, Cons. apost. Ut sit, Proemio.
[11] NMI, 30.
[12] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Plan pastoral para el cuatrieno 2002-2005: «Una Iglesia esperanzada», n. 17. Se citará como PP y el número correspondiente.
[13] Cfr. NMI, 31-41
[14] A. VAZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, (Madrid 1984). En adelante se citará como VP y las páginas correspondientes.
[15] VP, 267. La cita interna de San Josemaría es de Es Cristo que pasa, nn. 86 y 87.
[16] VP, 183.
[17] JUAN PABL0 II, 16.II.84.
[18] PP, 24.
[19] VP, 323. La cita interna es de San Josemaría.
[20] NMI, 37.
[21] PP, 25.
[22] NMI, 40.
[23] VP, 160 y s.
[24] VP, 164.
[25] PP, 28.
[26] VP, 121 y s.
[27] NMI, 58.
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