Entrevista cedida por la gentileza de "Alfa y Omega" (nº 338, enero 2003). Habla el arzobispo español monseñor Justo Mullor, Presidente de la Academia en la que se forman los Nuncios Apostólicos.
Las tensiones internacionales han vuelto a poner en el primer plano del escenario mundial la actividad de la Santa Sede. Como en tiempos de Pío XII o de Juan XXIII, también ahora suenan tambores de guerra. Juan Pablo II se muestra particularmente sensible, como sus predecesores, a las amenazas a la paz en Tierra Santa, en Irak o en África. El peso de la Santa Sede en los últimos años en los foros internacionales ha aumentado claramente. Le Monde lo atribuye a dos motivos: la experiencia y la autoridad moral de Juan Pablo II, y la extraordinaria formación de sus representantes. Alfa y Omega ha entrevistado al Presidente de la Academia Pontificia Eclesiástica, el arzobispo español monseñor Justo Mullor, nacido en Los Villares, Almería, en 1932
Entrevista
¿Qué dice el formador de los futuros diplomáticos del Papa sobre la frágil situación que atraviesa la paz en puntos candentes del planeta?
La paz es siempre un hermoso árbol, agitado continuamente por los vientos de la Historia, que unas veces es brisa y otras viento huracanado. La Historia es el complejo entramado de la libertad humana, que unas veces produce frutos de fraternidad y otras de antagonismos entre hermanos, vecinos, aspirantes a resolver problemas de modos diferentes. Al impulso del mandato de Cristo, Príncipe de la Paz, los Papas son -todos ellos- heraldos de paz. Cuando hablan de paz, no hablan sólo para los católicos. Hablan para todos los hombres. Siempre están, por eso, en primera línea cuando la paz se siente amenazada. No lo hacen como políticos. Actúan como profetas.
Muchas personas se sorprenden de que la Santa Sede cuente con embajadores, con Nuncios Apostólicos, la mayoría de los cuales se forman en la Academia que usted dirige. ¿Qué es lo que distingue a un diplomático de la Santa Sede de un diplomático civil?
Para evitar equívocos, en las grandes Conferencias internacionales que configuraron la personalidad y las funciones de los diplomáticos -sobre todo las de Viena, de 1815 y de 1946, la primera celebrada tras la conclusión de las guerras napoleónicas, y la segunda al término de la segunda guerra mundial-, se llamó embajadores a los representantes de los Estados, y nuncios o legados apostólicos a los representantes de la Santa Sede. La semántica tiene una gran importancia. Los embajadores defienden intereses, jurídicos o materiales, relacionados con sus respectivos Estados. Los legados del Papa, más que intereses, suelen defender derechos propios de la Iglesia -comenzando por la libertad religiosa y cuanto de ella dimana-, o ajenos, en particular cuando éstos no cuentan con los debidos apoyos nacionales o internacionales.
¿Puede ofrecer un ejemplo concreto de este último aspecto de la actividad de los representantes del Romano Pontífice?
Cuando representaba a la Santa Sede en la sede ginebrina de las Naciones Unidas, más de una vez hube de prestar mi voz a aquellos países que carecían de ella, por la sencilla razón de que -dada su situación económica- carecían de representantes permanentes en aquella cosmopolita ciudad. En otras ocasiones, era imperativo defender la libertad religiosa de otras confesiones, o los derechos fundamentales de determinados grupos humanos, seriamente amenazados.
¿Qué siente un representante pontificio en esos momentos, y cómo reaccionan los demás participantes a ese tipo de reuniones?
Siente cuán acertada es la expresión de Juan Pablo II de que «el hombre es el camino de la Iglesia». Ésta no fue fundada por Cristo sólo en beneficio de sus seguidores inmediatos. Él vino al mundo, convivió con la gente, se dejó crucificar y resucitó por todos los hombres de todos los tiempos. La Iglesia sigue sus huellas y trata de realizar la misión que Él le confió; misión que tiene consecuencias personales y sociales bien precisas: afirmación de la fraternidad humana, extendida incluso al amor a los enemigos, capacidad de perdonar, apertura hacia los demás y a la parte de verdad que, de una u otra forma, todos vehiculan, disponibilidad a ayudar a quien precisa de ayuda material o moral... Las reacciones externas a estas actitudes de los legados del Papa pueden ser variadas. Pero, fundamentalmente, son positivas. No puedo olvidar la reacción de un colega civil -musulmán, por cierto- ante cuanto hube de expresar, en nombre del Santo Padre antes que en el mío propio, en uno de esos casos de apertura a las necesidades de un grupo mayoritariamente no cristiano: «Si la diplomacia del Vaticano no existiera, habría que inventarla. Ustedes no tienen fronteras: defienden un mundo justo, y no sólo los intereses de un país más o menos instalado en sus derechos». Le respondí: «No somos un país... Creemos que todos los hombres son hermanos».
En esa perspectiva, ¿pueden ser considerados pastores los nuncios? ¿En qué medida son tales y en qué medida son técnicamente diplomáticos?
El sucesor de san Pedro es el primer pastor de la Iglesia católica. Es normal que seamos pastores quienes lo representamos, tanto ante las Iglesias locales como ante los diferentes Estados. La dosis de cada una de estas funciones depende de cada momento. No es lo mismo hablar con una Conferencia Episcopal que con un Gobierno, fundamentalmente laico. De todas formas, lo que podríamos llamar el acento tónico de nuestra misión ha de ser siempre puesto en nuestra esencial pastoralidad. Hemos de saber ser pastores sin dejar de ser diplomáticos, y diplomáticos sin dejar de ser pastores.
¿Cuáles, en ese interesante equilibrio, son los obstáculos más frecuentes que debe afrontar un representante del Papa en el ejercicio de su labor, en particular en sus relaciones con los Gobiernos?
Mucho depende de las coyunturas históricas en que ese ejercicio se desarrolla, y de los Gobiernos con quienes el representante pontificio está llamado a dialogar. En determinados momentos será más fácil que en otros defender la libertad de la Iglesia y de los creyentes. No es lo mismo llevar a cabo esa constante defensa con una dictadura que con un Gobierno democrático. Mucho depende del Estado de Derecho vigente en cada país, y de las bases doctrinales en que cada Gobierno se siente sustentado, o de los valores que intenta promover. A la Iglesia, tanto local como universal, le interesa la auténtica libertad humana, aquella que promueve el respeto de las conciencias y de cada ser humano, la vida desde su comienzo hasta su conclusión, la familia y los derechos anejos a su misma existencia -salud, escuela, trabajo estable, vivienda-, ejercicio efectivo de la libertad religiosa, tanto en la esfera privada como en la social.
¿Cuáles son las cualidades que, según usted, son más necesarias para la formación de un representante pontificio?
Creo que son fundamentalmente tres: fidelidad al Papa, hermandad vivida con los obispos del país donde reside, e interés sincero por los hombres -católicos o no- con quienes debe convivir. De esas tres cualidades nacen todas las demás características necesarias para su misión: espíritu de acogida, capacidad de diálogo, pastoralidad, apertura al conocimiento real del país y de sus gentes.
¿No es fácil perder la vida espiritual propia de un obispo o de un sacerdote cuando una persona vive sumergida en el ambiente diplomático?
Todo depende de lo que se entienda por ambiente diplomático. La diplomacia del siglo XXI es muy diferente de la del siglo XIX o comienzos del XX. Hoy hay más trabajo y menos recepciones brillantes. Puedo asegurarle que conozco a muchos grandes diplomáticos civiles, excelentes cristianos, que no dejan de ser tales al estar sumergidos en su ambiente profesional. Igual acontece con quienes lo hacemos sintiéndonos obispos y sacerdotes las veinticuatro horas del día. Eso es, entre otras cosas, lo que tratamos de inculcar en esta Academia donde se forman los futuros diplomáticos de la Santa Sede o, mejor, los hombres petrinos del mañana.
¿Definiría usted a los representantes de la Santa Sede como misioneros de la diplomacia?
Considero muy acertada esa definición suya. Está emparentada con una afirmación que empleó Juan Pablo II, al recibirnos a todos sus representantes durante en Gran Jubileo del año 2000. Él habló entonces de la diplomacia del Evangelio. En este viejo Palacio Severoli, sede de nuestra Academia desde hace tres siglos, somos muy sensibles a todos los términos que definen a quienes de aquí salimos un día, o saldrán mañana como colaboradores petrinos. Cada día es incluso más acentuada esa sensibilidad: Con Pedro y a las órdenes de Pedro, tratamos de hacer Iglesia contribuyendo a que el mundo en que nos ha tocado vivir sea, aunque no todos ni siempre lo perciban, más cercano a los ideales evangélicos.
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Verdad y libertad |
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