La profesora norteamericana Mary Ann Glendon, catedrática de la Universidad de Harvard, recientemente doctora Honoris Causa por la Universidad de Navarra, ha escrito en Estados Unidos un interesantísimo artículo, La hora del laicado, del que ofrecemos un extracto según la traducción de la revista Nuestro Tiempo, a la que agradecemos la gentileza de facilitárnosla. Publicado también en Alfa y Omega, el 5-VI-2003.
No resulta sorprendente que Juan Pablo II, con su historial de estrecha colaboración con hombres y mujeres laicos, haga frecuentes referencias al laicado, equiparándolo a un gigante dormido. Ahora que el gigante dormido comienza a despertarse -debido al alcance que han tenido en la prensa las conductas sexuales de algunos clérigos- empieza a parecer que el gigante tiene la fe de un pre-adolescente. Tras una larga espera, ¿podría ser ésta la hora del laico? ¿Están los aproximadamente 63 millones de católicos -y que representan más de un quinto de la población- evangelizando la cultura, tal y como ha de hacer cada cristiano, o la cultura les está evangelizando a ellos?
Dado que muchas veces los poetas y novelistas nos ayudan a ver las cosas de una forma nueva y con más claridad, propongo acercarnos a esta cuestión a través del prisma de un observador literario del mundo moderno. Vargas Llosa ha escrito sobre los habladores, personas que recuerdan la historia, historia que ayudaba a la tribu a mantener su propia identidad, pasara lo que pasase. Gentes dispersas recuerdan quiénes son y, por tanto, lo que les hace ser personas. Es el problema central de las dificultades con las que se enfrenta la Iglesia (que podría ser traducida como la gente-llamada-a estar unida), pase lo que pase, dentro y fuera de temporada.
Desde el principio, los católicos que llegaron a América del Norte eran extranjeros en una tierra protestante. A principios del siglo XX, con sus doce millones de miembros, la Iglesia católica era la comunidad religiosa más numerosa y la que crecía con mayor rapidez. Luchando por sobrevivir en un ambiente hostil, los católicos inmigrantes construyeron sus propios colegios, hospitales y universidades. Aprovechando la tendencia natural de los americanos a asociarse, formaron innumerables organizaciones. Los protestantes tenían a los masones y a la Estrella del Este, y los católicos a los Caballeros de Colón y a las Hijas de Isabel.
En 1931, en el cuarenta aniversario de la histórica encíclica social Rerum novarum, Pío XI pidió ayuda a los católicos para que hicieran de contrapeso a la transformación comunista o fascista de la sociedad. La respuesta de los católicos en Estados Unidos fue todo lo positiva que el Papa hubiera podido desear. Fueron instrumentos para romper la influencia comunista en el movimiento obrero, y convirtieron al Partido Demócrata del norte urbano en el partido de los vecinos, de la familia y del trabajador. Fueron esas décadas en que los católicos estuvieron profundamente involucrados, como católicos, en la parroquia, en el trabajo y en el barrio.
A medida que los católicos escalaban peldaños sociales, cambiaron sus viejos barrios por casas en las afueras de las ciudades. Los padres empezaron a mandar a sus hijos a colegios públicos y a universidades no católicas. Las vocaciones religiosas decrecieron.
Con la llegada de los años 60, la gente-llamada-a estar unida se embarcó en lo que Morris describe con acierto como «un proyecto peligroso de cortar su conexión entre la religión católica y la cultura (...) individualista, que había sido siempre su dinamismo, su atractivo y su poder». La elección como Presidente de John F. Kennedy, un católico muy integrado, enseñó a los descendientes de inmigrantes que todas las puertas estaba abiertas para ellos, siempre y cuando no fueran demasiado católicos. Más tarde, la rotura de amarras en el campo sexual, el incremento de familias separadas y la entrada masiva de madres con niños pequeños al mundo laboral constituyó un experimento social masivo, una revolución demográfica sin precedentes, para la que ni la Iglesia ni las sociedades afectadas estaban preparadas.
Un paso al frente
Las sociedades católicas sufrieron presiones para tratar su religión como un asunto absolutamente privado. Muchos de sus habladores -teólogos, educadores religiosos y el clero- sucumbieron a la misma tentación. En este contexto, era difícil que las exigentes demandas del Concilio Vaticano II se escucharan. Por si eso fuera poco, los buenos mensajes llegaron, en multitud de ocasiones, distorsionados. En los años setenta, Andrew Greeley observó que, «de todos los grupos minoritarios en este país, los católicos son los menos preocupados por sus propios derechos». Hasta que mi marido, que es judío, me hizo reflexionar sobre este tema, siento decir que soy un ejemplo de ello. En los años setenta, yo daba clase en la Facultad de Derecho de Boston College; durante las vacaciones de verano, alguien quitó los crucifijos de las paredes. Aunque la mayoría de los miembros del profesorado éramos católicos y el Decano era un sacerdote jesuita, ninguno protestó. Cuando se lo conté a mi marido, no se lo podía creer. Me dijo: «¿Qué os pasa a los católicos? Si alguien hubiera hecho algo parecido con los símbolos judíos, habría habido un escándalo. ¿Por qué los católicos aceptáis estas cosas?» Ése fue un momento de cambio para mí. ¿Por qué les damos tan poca importancia a temas relacionados con la fe por los que nuestros antepasados hicieron tantos sacrificios?
En muchos casos, la contestación tiene su base en la necesidad de progresar y de ser aceptados. Pero, para la mayoría de los católicos de la diáspora americana, creo que el problema es más profundo: ya no saben hablar sobre lo que creen, o por qué creen. ¿Cuántos católicos laicos han leído cualquiera de las encíclicas que los Papas les han enviado a lo largo de los años?; ¿cuántos saben dar una explicación lógica de temas elementales sobre lo que enseña la Iglesia en materias cercanas a ellos, como la Eucaristía o la sexualidad; o qué decir del apostolado laico?
Ahora que el gigante dormido está empezando a dar signos de recobrar su conciencia católica, la Iglesia va a tener que aceptar que el laicado más educado de la historia ha olvidado gran parte de su historia. Al dejar fuera del cuadro la evangelización y el apostolado social, muchos laicos de prestigio están promoviendo algunos errores bastante básicos: que la mejor forma para que el laicado sea activo requiere estudiar términos de gobierno de la Iglesia; que la Iglesia y sus estructuras son equivalentes a agencias del Gobierno o compañías privadas; que hay que mirar con desconfianza a la Iglesia y a sus ministros; y que la Iglesia necesita estar supervisada por reformadores seglares. Si esas actitudes toman cuerpo, harán que sea muy difícil para la Iglesia salir de esta crisis y progresar sin comprometer sus enseñanzas o su libertad para ejercer su misión, la cual está garantizada constitucionalmente.
Es de sentido común el que la gran mayoría de nosotros estamos idealmente equipados para cumplir nuestra vocación en los lugares donde vivimos y trabajamos. Juan Pablo II elaboró este tema en la Exhortación apostólica Christifideles laici, donde señaló que esto será posible en sociedades secularizadas sólo «si los fieles saben cómo superar la separación existente entre el Evangelio y la realidad de sus vidas, para, una vez más, tomar en su vida diaria, en sus familias, su trabajo y la sociedad en la que se desenvuelven una unidad de vida que se manifiesta por la inspiración y fuerza del Evangelio». La Iglesia lleva tiempo suplicando a hombres y mujeres laicos para que den un paso al frente y asuman posiciones a todos los niveles. Ningún buen pastor va a invitar a los lobos a cuidar su rebaño.
Ni qué decir tiene que la Iglesia deberá realizar reformas estructurales con el fin de ir más allá de la presente crisis, y muchas de las llamadas de reforma vienen de hombres y mujeres bien intencionados. Pero los "eslóganes" sobre reforma estructural y reparto de poder tienen su propio origen. Personas de mayor edad miembros de una generación de teorías fallidas -políticas, económicas y sexuales- han saltado sobre la presente crisis como su última oportunidad para transformar el catolicismo de su época en algo más compatible con el espíritu de la época de su juventud. Es, como apunta Michael Novak, su última oportunidad de ir a tirar el muro.
Juan Pablo II sigue mandando esas Cartas resistentes, recordándonos a los que con generosidad llama fieles, que los cristianos no tienen que conformarse con el espíritu de los tiempos, que han de buscar lo que es bueno, gustoso y perfecto ante Dios. Por enésima vez, explica que «no es cuestión de inventar un programa nuevo. El programa ya existe: el plan es el que encontramos en el Evangelio y en la Tradición viva; es el mismo de siempre». Pero el hecho es que demasiados teólogos católicos, educados en Facultades de Teología sin denominación alguna, han recibido poca base en su propia tradición. Demasiados materiales de educación religiosa están impregnados de rabia y fracasos por parte de quienes, en su día, fueron sacerdotes y monjas que trabajaron en editoriales religiosas porque su formación les permitía poco más. Y demasiados obispos y sacerdotes han dejado de predicar la Palabra de Dios en su contenido más pleno, incluidas las enseñanzas más difíciles de seguir en una sociedad hedonista y materialista. El abandono de sus obligaciones por parte de demasiados habladores ha dejado a un número excesivo de padres de familia mal equipados para poder luchar con competidores más poderosos en la formación de las almas de sus hijos.
Un eslogan letal
El padre Richard John Neuhaus ha dicho que la crisis de la Iglesia católica en 2002 tiene tres facetas: fidelidad, fidelidad y fidelidad. Los altavoces de la cultura de la muerte han subido el volumen a la hora de explotar la debilidad de la Iglesia. Hace más o menos treinta años, aparecieron con uno de los "eslóganes" más destructivos jamás inventados: «Personalmente, estoy en contra del aborto, divorcio, eutanasia..., pero no puedo imponer mis opiniones a otros». Este eslogan es la anestesia moral que ofrecen quienes están preocupados por la decadencia moral, pero que no saben cómo exponer sus puntos de vista, especialmente en público. Pero la anestesia fue eficaz a la hora de silenciar el testimonio de innumerables hombres y mujeres de buena voluntad. Y, por supuesto, el eslogan fue un éxito para políticos cobardes y faltos de principios.
Si la educación religiosa se queda atrás en relación con la educación secular a nivel general, los cristianos están perdidos en la defensa de sus creencias incluso ante sí mismos. Resulta irónico, dada su rica herencia intelectual, que tantos católicos se sientan incapaces de responder incluso a las formas más simplistas del fundamentalismo secular que prevalece entre la clase con educación media. Tradicionalmente, ha sido una de las glorias de su fe que los católicos puedan dar razones para las posiciones morales que mantienen, razones accesibles a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Recientemente, el doctor John Haas, Presidente del Centro de Bioética Católica Nacional, se reunió con un conocido científico que está involucrado en la clonación humana. En el transcurso de esa reunión, el científico le dijo a Haas que la formación que había recibido de pequeño había sido protestante evangélica, pero que hubo un momento en «el que supe que tenía que decidirme entre la religión y la ciencia, y opté por la ciencia». La respuesta del doctor Haas fue, obviamente: «Pero si no tiene que elegir...» Y como buen evangelizador que es, comenzó a exponer las enseñanzas de la Fides et ratio. La reunión, de treinta minutos, duró varias horas.
Ya es hora de que los católicos (no sólo en América) reconozcamos que hemos hecho poco caso a las obligaciones que tenemos en virtud de nuestra herencia intelectual, de la que somos custodios. Tocqueville tenía razón cuando dijo que el catolicismo puede ser bueno para la democracia americana, pero que eso sólo puede ocurrir si el catolicismo es fiel a sí mismo. ¿Es posible que la actividad laical producida por los escándalos de 2002 sea el principio de una época de reforma auténtica y de renovación? Si uno tiene esperanza, se pueden divisar algunos signos positivos. Varias asociaciones laicales recientemente constituidas, por ejemplo, están formando grupos de estudio para leer documentos de la Iglesia. El signo más prometedor de que vienen tiempos mejores es la generación creciente de católicos jóvenes, que lo son sin mayores respetos humanos; y eso incluye a muchos sacerdotes, que han sido inspirados por la heroica vida y las enseñanzas de Juan Pablo II.
El panorama demográfico en Estados Unidos está siendo, una vez más, transformado por la inmigración, esta vez principalmente del sur. La gran mayoría de estos recién llegados han sido formados en las culturas católicas de América Central, del Sur y del Caribe. Es verdad que muchos han olvidado su pasado pero, a pesar de ello, tienen una forma católica de ver la realidad. Con las tasas de natalidad actuales, Estados Unidos será el país con la tercera población católica más numerosa del mundo, después de Brasil y México.
Allá donde quiera que se encuentren los hijos e hijas de la diáspora católica estadounidense, un hecho es cierto: la gente-llamada-a estar unida busca el hilo conductor de su historia, aquello que les permita dar sentido a sus vidas. La mujer en el autobús que, ávidamente, lee en el periódico de la mañana su horóscopo, busca darle sentido a su vida; el profesor que idolatra esta u otra ideología, busca un credo, un porqué y para qué vivir. Las encuestas de opinión que nos dicen que la mayoría de los americanos creemos que el país vive en un declive moral, no sienten que puedan imponer su moralidad a otros, y justifican esta conclusión, que aflige a la gente de buena voluntad, en momentos en que a los mejores les falta convicción, mientras que los peores están llenos de pasión. ¿Que pasaría si los fieles católicos de la diáspora recordaran y abrazaran la herencia que les pertenece? ¿Que pasaría si volviéramos a descubrir lo novedoso de nuestra fe y su poder para juzgar la cultura que nos rodea?
¡Menudo despertar tendría el gigante dormido! A Juan Pablo II le gusta repetir a los jóvenes: «¡Si sois lo que deberíais ser -es decir, si vivís vuestro cristianismo sin condiciones-, encenderíais el mundo!».
No sorprenden las muchas razones para alegrarse del largo pontificado de Juan Pablo II. Al igual que los habladores más extraordinarios, ha sabido mantener la historia de su gente radiantemente viva, llevándola a todos los rincones de la tierra en uno de los momentos más oscuros de la Humanidad.
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