1. Pentecostés: fiesta de la mies.- 2. Pentecostés como teofanía.- 3. Pentecostés, efusión de vida divina.- 4. Pentecostés: el don de la filiación divina.- 5. Pentecostés: realización de la Nueva Alianza.- 6. Pentecostés, la ley del Espíritu.
1. Pentecostés, fiesta de la mies (5-VII-1989)
1. De las catequesis que hemos dedicado al artículo de los Símbolos de la fe acerca del Espíritu Santo se puede deducir el rico fundamento bíblico de la verdad pneumatólogica. Sin embargo, es preciso al mismo tiempo señalar el diferente matiz que, en la Revelación divina, tiene esta verdad en relación con la verdad cristológica. En efecto, de los textos sagrados se deduce que el Hijo eterno, consubstancial con el Padre, es la plenitud de la autorrevelación de Dios en la historia de la humanidad. Al hacerse «hijo del hombre», «nacido de mujer» (cfr Gal 4,4), Él se manifestó y actuó como verdadero hombre. Como tal también reveló definitivamente al Espíritu Santo, anunciando su venida y dando a conocer su relación con el Padre y con el Hijo en la misión salvífica, y por consiguiente en el misterio de la Trinidad. Según el anuncio y la promesa de Jesús, con la venida del Paráclito comienza la Iglesia, Cuerpo de Cristo (cfr 1 Cor 12,27) y sacramento de su presencia «con nosotros hasta el fin del mundo» (cfr Mt 28,20).
Sin embargo, el Espíritu Santo, consubstancial con el Padre y con el Hijo, permanece como el «Dios escondido». Aun obrando en la Iglesia y en el mundo, no se manifiesta visiblemente, a diferencia del Hijo, que asumió la naturaleza humana y se hizo semejante a nosotros, de forma que los discípulos, durante su vida mortal, pudieron verlo y «tocarlo con la mano», a Él, la Palabra de vida (cfr 1 Ioh 1,1).
Por el contrario, el conocimiento del Espíritu Santo, fundado en la fe en la revelación de Cristo, no tiene para su consuelo la visión de una Persona divina vi-viente en medio de nosotros de forma humana, sino sólo la constatación de los efectos de su presencia y de su actuación en nosotros y en el mundo. El punto clave para este conocimiento es el acontecimiento de Pentecostés.
2. Según la tradición religiosa de Israel, Pentecostés era originariamente la fiesta de la siega. «Tres veces al año se presentarán todos tus varones ante Yahvéh, el Señor, el Dios de Israel» (Ex 34,23). La primera vez era con la ocasión de la fiesta de Pascua; la segunda, con ocasión de la fiesta de la siega, y la tercera, con oca-sión de la fiesta de las Tiendas.
La fiesta de la siega, «de las primicias de sus trabajos, de lo que hayas sembrado en el campo» (Ex 23,16) se llamaba en griego Pentecostés, puesto que se celebraba 50 días después de la fiesta de Pascua. Solía también llamarse fiesta de las semanas, por el hecho de que caía siete semanas después de la fiesta de Pascua. Luego se celebraba por separado la fiesta de la cosecha, hacia el fin del año (cfr Ex 23,16; 34,22). Los libros de la Ley contenían prescripciones detalladas acerca de la celebración de Pentecostés (cfr Lev 23,15 ss.; Num 28,26-31), que a continuación se transformó también en la fiesta de la renovación de la Alianza (cfr 2 Chr 15,10-13), como veremos a su tiempo.
3. La bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre la primera comunidad de los discípulos de Cristo que en el Cenáculo «perseveraban en la oración, con un mismo espíritu» en compañía de María, la madre de Jesús (cfr Act 1,14), hace referencia al significado veterotestamentario de Pentecostés. La fiesta de la siega se convierte en la fiesta de la nueva «mies», que es obra del Espíritu Santo: la mies en el Espíritu.
Esta mies es el fruto de la siembra de Cristo-Sembrador. Recordemos las palabras de Jesús que nos refiere el Evangelio de Juan: «Pues bien, yo os digo: alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega» (Ioh 4,35). Jesús daba a entender que los Apóstoles recogerían ya tras su muerte la mies de esta siembra: «Uno es el sembrador y otro el segador: yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga» (Ioh 4,37-38).
Desde el día de Pentecostés, por obra del Espíritu Santo, los Apóstoles se transformarán en segadores de la siembra de Cristo. «El segador recibe el salario, y recoge fruto para la vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador» (Ioh 4,36). Y, en verdad, ya el día de Pentecostés, tras el primer discurso de Pedro, la mies se manifiesta abundante porque se convirtieron «cerca de tres mil personas» (Act 2,41) de forma que eso constituyó motivo de una alegría común: la alegría de los Apóstoles y de su Maestro, el divino Sembrador.
4. Efectivamente, la mies es fruto de su sacrificio. Si Jesús habla de la «fatiga» del Sembrador, ella consiste sobre todo en su pasión y muerte en la cruz. Cristo es aquel «Otro» que se ha fatigado para esta siega. «Otro» que ha abierto el camino al Espíritu de verdad, que, desde el día de Pentecostés, comienza a obrar eficazmente por medio del kerygma apostólico.
El camino ha sido abierto mediante la ofrenda que Cristo hizo de sí mismo en la Cruz: mediante la muerte redentora, confirmada por el costado atravesado del Crucificado. En efecto, de su corazón «al instante salió sangre y agua» (Ioh 19,34), señal de la muerte física. Pero en este hecho se puede ver también el cumplimiento de las misteriosas palabras que dijo en una ocasión Jesús, el último día de la fiesta de las Tiendas, acerca de la venida del Espíritu Santo. «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: de su seno correrán ríos de agua viva.». El Evangelista comenta: «Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él» (Ioh 7,37-39). Quiere decir que los creyentes recibirían mucho más que la lluvia implorada en la fiesta de las Tiendas, alcanzando una fuente de la que vendría en verdad el agua regeneradora de Sión, anunciada por los profetas (cfr Zach 14,8; Ez 47, 1ss.).
5. Acerca del Espíritu Santo Jesús había pro-metido: «Si me voy, os lo enviaré» (Ioh 16,7). Verdaderamente el agua que mana del costado atravesado de Cristo (cfr Ioh 19,34) es la señal de este «envío». Será una efusión «abundante»: incluso, un «río de agua viva», metáfora que expresa una especial generosidad y benevolencia de Dios que se da al hombre.
Pentecostés, en Jerusalén, es la confirmación de esta abundancia divina, prometida y concedida por Cristo mediante el Espíritu. Las mismas circunstancias de la fiesta parecen tener en la narración de Lucas un significado simbólico. La bajada del Paráclito sucede efectivamente, en el apogeo de la fiesta. La expresión usada por el Evangelista alude a una plenitud, ya que dice: «Al llegar el día de Pentecostés...» (Act 2,1). Por otra parte, San Lucas refiere incluso que «estaban todos reunidos en un mismo lugar», lo que indica la totalidad de la comunidad reunida: «todos reunidos», no sólo los Apóstoles, sino también la totalidad del grupo originario de la Iglesia naciente, hombres y mujeres, en compañía de la Madre de Jesús. Es un primer detalle que conviene tener presente. Pero en la descripción de aquel acontecimiento hay también otros detalles que, siempre desde el punto de vista de la «plenitud», se revelan igualmente importantes.
Como escribe Lucas, «de repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban... y quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Act 2,2.4). Observemos la insistencia en la plenitud («llenó», «quedaron todos llenos»). Esta observación puede relacionarse con lo que dijo Jesús al irse a su Padre: «pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Act 1,5). «Bautizados» quiere decir «inmersos» en el Espíritu Santo: es lo que expresa el rito de la inmersión en el agua durante el bautismo. La «inmersión» y el «estar llenos» significan la misma realidad espiritual, obrada en los Apóstoles, y en todos los que se hallaban presentes en el Cenáculo, por la bajada del Espíritu Santo.
6. Aquel «estar llenos», vivido por la pequeña comunidad de los comienzos el día de Pentecostés, se puede considerar casi una prolongación espiritual de la plenitud del Espíritu Santo que «habita» en Cristo, en quien reside «toda plenitud» (cfr Col 1,19). Como leemos en la Encíclica Dominum et vivificantem todo «lo que dice (Jesús) del Padre y de sí como Hijo, brota de la plenitud del Espíritu, que está en Él y que se derrama en su corazón, penetra su mismo "yo", inspira y vivifica profundamente su acción» (n. 21). Por eso el Evangelio puede decir que Jesús «se llenó de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Así la «plenitud» del Espíritu Santo, que se halla en Cristo, se manifestó el día de Pentecostés «llenando de Espíritu Santo» a todos aquellos que estaban reunidos en el Cenáculo. Así se constituyó aquella realidad cristológica-eclesiológica a que alude el apóstol Pablo: «alcanzáis la plenitud en Él, que es la Cabeza» (Col 2,10).
7. Se puede añadir que el Espíritu Santo en Pentecostés «se transforma en amo» de los Apóstoles, demostrando su poder sobre la comunidad. La manifestación de este poder reviste el carácter de una plenitud del don espiritual que se manifiesta como poder del espíritu, poder de la mente, de la voluntad y del corazón. En efecto, San Juan escribe que «Aquel a quien Dios ha enviado... da el Espíritu sin medida» (Ioh 3,34): esto vale en primer lugar para Cristo, pero puede aplicarse también a los Apóstoles, a quienes Cristo dio el Espíritu, para que ellos a su vez lo transmitieran a los demás.
8. Por último, observemos que en Pentecostés se han cumplido también las palabras de Ezequiel: «infundiré en vosotros un espíritu nuevo» (Ez 36,26). Y verdaderamente este «soplo» ha producido la alegría de los segadores, de forma que se puede decir con Isaías: «Alegría por su presencia, cual la alegría en la siega» (Is 9,2). Pentecostés --la antigua fiesta de la siega--, ha adquirido ahora en Jerusalén un significado nuevo, como una especial «mies» del divino Paráclito. Así se ha cumplido la profecía de Joel: «... yo derramaré mi Espíritu en toda carne» (Ioel 3,1).
2. Pentecostés como «teofanía» (12-VII-1989)
1. Nuestro conocimiento del Espíritu Santo se basa en los anuncios que de Él nos da Jesús, sobre todo cuando habla de su partida y de su vuelta al Padre. «Si me voy... vendrá a vosotros el Paráclito» (Ioh 16,7). Esta «partida» pascual de Cristo, que se realiza mediante la cruz, la resurrección y la ascensión, halla su «coronamiento» en Pentecostés, es decir en la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, «que perseveraban en la oración» en el Cenáculo «en compañía de la Madre de Jesús» (cfr Act 1,14), y del grupo de personas que formaban el núcleo de la Iglesia originaria.
En aquel acontecimiento el Espíritu Santo permanece el Dios «misterioso» (cfr Is 45,15), y como tal permanecerá durante toda la historia de la Iglesia y del mundo. Se podría decir que Él está «escondido» en la sombra de Cristo, el Hijo-Verbo consubstancial con el Padre, que de forma visible «se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Ioh 1,14).
2. En el acontecimiento de la Encarnación el Espíritu Santo no se manifiesta visiblemente --permanece el «Dios escondido»-- y envuelve a María en su misterio. A la Virgen, mujer elegida para el decisivo acercamiento de Dios al hombre, dice el Ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). De la misma manera en Pentecostés el Espíritu Santo «extiende su sombra» sobre la Iglesia naciente, a fin de que bajo su soplo reciba la fuerza para anunciar «las maravillas de Dios » (cfr Act 2,11). Lo que había sucedido en el seno de María en la Encarnación, encuentra ahora una nueva realización. El Espíritu obra como el «Dios escondido», invisible en su persona.
3. Sin embargo, Pentecostés es una teofanía, es decir, una poderosa manifestación divina, que completa la teofanía del Sinaí cuando salió Israel de la esclavitud de Egipto bajo la guía de Moisés. Según las tradiciones rabínicas, la teofanía del Sinaí tuvo lugar cincuenta días después de la Pascua del éxodo, el día de Pentecostés.
«Todo el monte Sinaí humeaba, porque Yahvéh había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia» (Ex 19,18). Ésa había sido una manifestación de la majestad de Dios, de la absoluta trascendencia de «Aquel que es» (cfr Ex 3,14). Ya a los pies del monte Horeb Moisés había escuchado aquellas palabras que salían de la zarza que ardía y no se consumía: «No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada» (Ex 3,5). Y a los pies del Sinaí el Señor le ordena: «Baja y conjura al pueblo que no traspase las lindes para ver a Yahwéh, porque morirían muchos de ellos» (Ex 19,21).
4. La teofanía de Pentecostés es el punto de llegada de la serie de manifestaciones con que Dios se ha dado a conocer progresivamente al hombre. Con ella alcanza su culmen aquella autorrevelación de Dios mediante la que Él ha querido infundir a su pueblo la fe en su majestad y trascendencia, y al mismo tiempo en su presencia inmanente de «Emmanuel», «Dios con nosotros». En Pentecostés se realiza una teofanía que, con María, toca directamente toda la Iglesia inicial, completándose así el largo proceso iniciado en la Antigua Alianza. Si analizamos los detalles del acontecimiento del Cenáculo, como los presentan los Hechos de los Apóstoles (Act 2,1-13), encontramos en ellos diversos elementos que nos recuerdan las teofanías precedentes, sobre todo la del Sinaí, que Lucas parece tener presente al describir la venida del Espíritu Santo. La teofanía del Cenáculo, según la descripción de Lucas, se realiza mediante fenómenos semejantes a los del Sinaí. «Al llegar el día de Pentecostés estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Act 2,1-4).
Se trata de tres elementos --el ruido del viento, las lenguas de fuego, el carisma del lenguaje--, ricos por su valor simbólico, que conviene tener presente. A la luz de estos elementos se comprende mejor qué pretende decir el autor de los Hechos cuando afirma que los presentes en el Cenáculo «quedaron todos llenos del Espíritu Santo».
5. «Un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso». Desde el punto de vista lingüístico aflora aquí la afinidad entre el viento (el soplo) y el «espíritu». En hebreo, así como en griego, para decir «viento» se usa la misma palabra que para «espíritu»: «ruah» - «pneuma». Leemos en el Libro del Génesis (Gen 1,2): «Un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas», y en el Evangelio de Juan: «El viento (pneuma) sopla donde quiere» (Ioh 3,8).
El viento fuerte en la Biblia «anuncia» la presencia de Dios. Es la señal de una teofanía. «Sobre las alas de los vientos planeó» leemos en el Segundo Libro de Samuel (22,11). «Vi un viento huracanado que venía del Norte, una gran nube con fuego fulgurante»: es la teofanía descrita al comienzo del Libro del Profeta Ezequiel (Ez 1,4). En particular, el soplo del viento es la expresión del poder divino que saca del caos el orden de la creación (cfr Gen 1,2). Y es también la expresión de la libertad del Espíritu: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va» (Ioh 3,8).
«Un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso» es el primer elemento de la teofanía de Pentecostés, manifestación del poder divino operante en el Espíritu Santo.
6. El segundo elemento es el fuego: «Se les a-parecieron unas lenguas como de fuego» (Act 2,3). El fuego siempre está presente en las teofanías del Antiguo Testamento: por ejemplo, con ocasión de la alianza establecida por Dios con Abraham (cfr Gen 15,17); también en la zarza que ardía sin consumirse cuando el Señor se manifestó a Moisés (Ex 3,2); e igualmente en la columna de fuego que guiaba por la noche a Israel a lo largo del camino en el desierto (cfr Ex 13,21-22). El fuego está presente, de manera especial, en la teofanía del monte Sinaí (cfr Ex 19,18), y en las teofanías escatológicas descritas por los profetas (cfr Is 4,5; 64,1; Dan 7,9, etc). El fuego simboliza, por tanto, la presencia de Dios. La Sagrada Escritura afirma muchas veces que «nuestro Dios es fuego devorador» (Heb 12,29; Dt 4,24; 9,3). En los ritos de holocausto lo que más importaba no era la destrucción del objeto ofrecido sino más bien el «suave perfume» que simbolizaba el «elevarse» de la ofrenda hacia Dios, mientras el fuego, llamado también «ministro de Dios» (cfr Ps 103/104,4), simbolizaba la purificación del hombre del pecado, así como la plata es «purificada» y el oro es «probado» en el fuego (cfr Zach 13,8-9).
En la teofanía de Pentecostés está también el símbolo de las lenguas de fuego, que se posan sobre cada uno de los presentes en el Cenáculo. Si el fuego simboliza la presencia de Dios, las lenguas de fuego que se dividen sobre las cabezas, parecen indicar la «venida» de Dios-Espíritu Santo sobre los presentes, su donarse a cada uno de ellos para su misión.
7. El donarse del Espíritu, fuego de Dios, toma una forma especial, la de «lenguas», cuyo significado queda explicado inmediatamente cuando el autor añade: «Se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Act 2,4). Las palabras que provienen del Espíritu Santo son «como fuego» (cfr Ier 5,14; 23,29), tienen una eficacia que las simples palabras humanas no poseen. En este tercer elemento de la teofanía de Pentecostés, Dios-Espíritu Santo, donándose a los hombres, produce en ellos un efecto que es al mismo tiempo real y simbólico. Es real en cuanto fenómeno que se refiera a la lengua como facultad del lenguaje, propiedad natural del hombre. Pero también es simbólico porque las personas, que son «de Galilea» y por tanto capaces de servirse de la lengua o dialecto de su propia región, hablan «en otras lenguas» de manera que, en la muchedumbre reunida rápidamente en torno al Cenáculo, cada uno oye «la propia lengua», aunque se encontraban representados en ella diferentes pueblos (cfr Act 2,6).
Este simbolismo de la «multiplicación de la lenguas» está lleno de significado. Según la Biblia, la diversidad de lenguas era señal de la multiplicidad de los pueblos y de las naciones; más aún, de su dispersión tras la construcción de la torre de Babel (cfr Gen 11,5-9), cuando la única lengua común y comprendida por todos se disgregó en muchas lenguas, recíprocamente incomprensibles. Ahora bien, al simbolismo de la torre de Babel sucede el de las lenguas de Pentecostés, que indica lo contrario de aquella «confusión de lenguas». Se podría decir que las muchas lenguas incomprensibles han perdido su carácter específico, o por lo menos han dejado de ser símbolo de división, cediendo el lugar a la nueva obra del Espíritu Santo, que mediante los Apóstoles y la Iglesia lleva a la unidad espiritual pueblos de orígenes, lenguas y culturas diversas, para la perfecta comunión en Dios anunciada e invocada por Jesús (cfr Ioh 17,11.21-22).
8. Concluyamos con las palabras del Concilio Vaticano II en la constitución sobre la Divina Revelación: «Cristo... se manifestó a sí mismo y a su Padre con obras y palabras, llevó a cabo su obra muriendo, resucitando y enviando al Espíritu Santo. Levantado de la tierra, atrae a todos hacia sí (cfr Ioh 12,32), pues es el único que posee palabras de vida eterna (cfr Ioh 6,68). A otras edades no fue revelado este misterio, como lo ha revelado ahora el Espíritu Santo a los Apóstoles y Profetas (cfr Eph 3,4-6) para que prediquen el Evangelio, susciten la fe en Jesús Mesías y Señor, y congreguen a la Iglesia» (Dei Verbum,17). Ésta es la gran obra del Espíritu Santo y de la Iglesia en los corazones y en la historia.
3. Pentecostés, efusión de vida divina (22-VII-1989)
1. El acontecimiento de Pentecostés en el Cenáculo de Jerusalén constituye una especial teofanía. Ya hemos considerado sus principales elementos «externos»: «un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso», «lenguas como de fuego» sobre los que se encontraban reunidos en el Cenáculo, y finalmente el «hablar en otras lenguas». Todos estos elementos indican no sólo la presencia del Espíritu Santo, sino también su particular «venida» sobre los presentes, su «donarse», que provoca en ellos una trasformación visible, como se puede apreciar por el texto de los Hechos de los Apóstoles (2,1-12). Pentecostés cierra el largo ciclo de las teofanías del Antiguo Testamento, entre las que se puede considerar como principal la realizada a Moisés sobre el monte Sinaí.
2. Desde el inicio de este ciclo de catequesis pneumatológicas, hemos aludido también al vínculo que existe entre el evento de Pentecostés y la Pascua de Cristo, especialmente bajo el aspecto de «partida» hacia el Padre mediante la muerte en cruz, la resurrección y la ascensión. Pentecostés contiene en sí el cumplimiento del anuncio que hizo Jesús a los Apóstoles el día anterior a su pasión durante el «discurso de despedida» en el Cenáculo de Jerusalén. En aquella ocasión Jesús había hablado del «nuevo Paráclito»: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad» (Ioh 14,16-17), subrayando: «Si me voy, os lo enviaré» (Ioh 16,7).
Hablando de su partida mediante la muerte redentora en el sacrificio de la cruz, Jesús había dicho: «Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros si me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis» (Ioh 14,19).
Éste es un nuevo aspecto del vínculo entre la Pascua y Pentecostés: «Yo vivo». Jesús hablaba de su resurrección. «Vosotros viviréis»: la vida, que se manifestará y confirmará en mi resurrección, se convertirá en vuestra vida. Ahora bien, la «transmisión» de esta vida, que se manifiesta en el misterio de la Pascua de Cristo, se realiza de modo definitivo en Pentecostés. En la palabra de Jesús se hacía alusión a la parte conclusiva del oráculo de Ezequiel, en el que Dios prometía: «Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis» (Ez 37,14). Por consiguiente, Pentecostés está vinculado orgánicamente a la Pascua y pertenece al misterio pascual de Cristo: «Yo vivo y también vosotros viviréis».
3. En virtud del Espíritu Santo, por su venida, también se ha cumplido la oración de Jesús en el Cenáculo: «Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que Tú le has dado» (Ioh 17,1-2). Jesucristo, en el misterio pascual, es el artífice de esta vida. El Espíritu Santo «da» esta vida, «tomando» de la redención obrada por Cristo («recibirá de lo mío», Ioh 16,14). Jesús mismo había dicho: «El espíritu es el que da la vida» (Ioh 6,63). San Pablo, de la misma manera, proclama que «la letra mata, mas el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6). En Pentecostés brilla la verdad que profesa la Iglesia con las palabras del Símbolo: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida».
Junto con la Pascua, Pentecostés constituye el coronamiento de la economía salvífica de la Trinidad divina en la historia humana.
4. Más aún: los primeros que experimentaron los frutos de la resurrección de Cristo el día de Pentecostés fueron los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén en compañía de María, la Madre de Jesús, y otros «discípulos» del Señor, hombres y mujeres.
Para ellos Pentecostés es el día de la resurrección, es decir, de la nueva vida, en el Espíritu Santo. Es una resurrección espiritual que podemos contemplar a través del proceso realizado en los Apóstoles en el curso de todos esos .días: desde el viernes de la Pasión de Cristo, pasando por el día de Pascua, hasta el de Pentecostés. El prendimiento del Maestro y su muerte en cruz fueron para ellos un golpe terrible, del que tardaron en reponerse. Así se explica que la noticia de la resurrección, e incluso el encuentro con el Resucitado, hallasen en ellos dificultades y resistencias. Los Evangelios lo advierten en muchas ocasiones: «no creyeron» (Mc 16,11), «dudaron» (Mt 28,17). Jesús mismo se lo reprochó dulcemente: «Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón?» (Lc 24,38). Él trataba de convencerlos acerca de su identidad, demostrándoles que no era «un fantasma» sino que tenía «carne y huesos». Con este fin consumió incluso alimentos bajo sus ojos (cfr Lc 24,37-43).
El acontecimiento de Pentecostés impulsa a los discípulos a superar definitivamente esta actitud de desconfianza: la verdad de la resurrección de Cristo penetra plenamente en sus mentes y conquista su voluntad. Entonces de verdad «de su seno corrieron ríos de agua viva» (cfr Ioh 7,38), como había predicho de forma figurativa Jesús mismo hablando del Espíritu Santo.
5. Por obra del Paráclito, los Apóstoles y los demás discípulos se transformaron en «hombres pascuales»: creyentes y testigos de la resurrección de Cristo. Hicieron suya, sin reservas, la verdad de tal acontecimiento decisivo y anunciaron desde aquel día de Pentecostés «las maravillas de Dios» (Act 2,11). Fueron capacitados desde dentro: el Espíritu Santo obró su transformación interior, con la fuerza de la «nueva vida»: la que Cristo recuperó en su resurrección y ahora infundió por medio del «nuevo Paráclito» en sus seguidores. Se puede aplicar a esa transformación lo que Isaías había predicho con lenguaje figurado: «Al fin será derramado desde arriba... un espíritu; se hará la estepa un vergel, y el vergel será considerado como selva» (Is 32,15). Verdaderamente brilla en Pentecostés la verdad evangélica: Dios «no es Dios de muertos sino de vivos» (Mt 22,32), «porque para Él todos viven» (Lc 20,38).
6. La teofanía de Pentecostés abre a todos los hombres la perspectiva de la «novedad de vida». Aquel acontecimiento es el inicio del nuevo «donarse» de Dios a la humanidad, y los Apóstoles son el signo y la prenda no sólo del «nuevo Israel», sino también de la «nueva creación» realizada por obra del misterio pascual. Como escribe San Pablo: «la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida... Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,18-20). Y esta victoria de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado, lograda por Cristo, obra en la humanidad mediante el Espíritu Santo. Por medio de Él fructifica en los corazones el misterio de la redención (cfr Rom 5,5; Gal 5,22).
Pentecostés es el inicio del proceso de renovación espiritual, que realiza la economía de la salvación en su dimensión histórica y escatológica, proyectándose sobre todo lo creado.
7. En la Encíclica sobre el Espíritu Santo Dominum et vivificantem escribí: «Pentecostés es un nuevo inicio en relación con el primero, inicio originario de la donación salvífica de Dios, que se identifica con el misterio de la creación. Así leemos ya en las primeras páginas del Libro del Génesis: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra... y el Espíritu de Dios (ruah Elohim) aleteaba por encima de las aguas» (Gen 1,1.2). Este concepto bíblico de creación comporta no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios» (n. 12). En Pentecostés el «nuevo inicio» del donarse salvífico de Dios se funde con el misterio pascual, fuente de nueva vida.
4. Pentecostés: el don de la filiación divina (26-VII-1989)
l. En la teofanía de Pentecostés en Jerusalén hemos analizado los elementos externos que nos ofrece el texto de los Hechos de los Apóstoles: «un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso», «lenguas como de fuego» sobre aquellos que están reunidos en el Cenáculo, y finalmente aquel fenómeno psicológico-vocal, gracias al cual entienden lo que dicen los Apóstoles incluso aquellas personas que hablan «otras lenguas». Hemos visto también que entre todas estas manifestaciones ex-ternas lo más importante y esencial es la transformación interior de los Apóstoles. Precisamente en esta transformación se manifiesta la presencia y la acción del Espíritu-Paráclito, cuya venida Cristo había prometido a los Apóstoles en el momento de su vuelta al Padre.
La venida del Espíritu Santo está estrechamente vinculada con el misterio pascual, que se realiza en el sacrificio redentor de la cruz y en la resurrección de Cristo, generadora de «vida nueva». El día de Pentecostés los Apóstoles --por obra del Espíritu Santo-- se hacen plenamente partícipes de esta vida, y así madura en ellos el poder del testimonio que darán del Señor resucitado.
2. Sí, el día de Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta como Aquel que da la vida; y esto es lo que confesamos en el Credo, cuando proclamamos: «Dominum et Vivificantem». Se realiza así la economía de la autocomunicación de Dios, que comienza cuando Él se «dona» al hombre, creado a su imagen y semejanza. Este donarse de Dios, que constituye originariamente el misterio de la creación del hombre y de su elevación a la dignidad sobrenatural, después del pecado se proyecta en la historia en virtud de la promesa salvífica, que se cumple en el misterio de la redención obrada por Cristo, Hombre-Dios, mediante el propio sacrificio. En Pentecostés, debido al misterio pascual de Cristo, el «donarse de Dios» encuentra su cumplimiento. La teofanía de Jerusalén significa el «nuevo inicio» del donarse de Dios en el Espíritu Santo. Los Apóstoles y todos los presentes en el Cenáculo en compañía de la Madre de Cristo, María, aquel día fueron los primeros que experimentaron esta nueva «efusión» de la vida divina que --en ellos y por medio de ellos, y por tanto en la Iglesia y mediante la Iglesia-- se ha abierto a todo hombre. Es universal como la redención.
3. El inicio de la «vida nueva» se realiza mediante «el don de la filiación divina», obtenida para todos por Cristo con la redención, y extendida a todos por obra del Espíritu Santo que, en la gracia, rehace y casi recrea al hombre a semejanza del Hijo unigénito del Padre. De esta manera el Verbo encarnado renueva y consolida el «donarse» de Dios, ofreciendo al hombre mediante la obra redentora aquella «participación en la naturaleza divina», a la que se refiere la Segunda Carta de Pedro (cfr 2 Pet 1,4); y también San Pablo, en la Carta a los Romanos, habla de Jesucristo como de Aquel que ha sido «constituido Hijo de Dios, con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (1,4).
El fruto de la resurrección, que realiza la plenitud del poder de Cristo, Hijo de Dios, es por tanto participado a aquellos que se abren a la acción de su Espíritu como nuevo don de filiación divina. San Juan, en el prólogo de su Evangelio, tras haber hablado de la Palabra que se hizo carne, dice que «a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (1,12). Los dos Apóstoles, Juan y Pablo, fijan el concepto de la filiación divina como don de la nueva vida al hombre, por obra de Cristo, mediante el Espíritu Santo.
Esta filiación es un don que proviene del Padre, como leemos en la Primera carta de Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Ioh 3,1). En la Carta a los Ro-manos, Pablo expone la misma verdad a la luz del plan eterno de Dios: «Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos» (8,29). El mismo Apóstol en la Carta a los Efesios habla de una filiación debida a la adopción divina, habiéndonos predestinado Dios a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (1,5).
4. También en la Carta a los Gálatas, Pablo se refiere al plan eterno concebido por Dios en la profundidad de su vida trinitaria, y realizado en la «plenitud de los tiempos» con la venida del Hijo en la Encarnación para hacer de nosotros sus hijos adoptivos: «Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gal 4,4-5). A esta «misión» (missio) del Hijo, según el Apóstol, en la economía trinitaria está ligada la misión del Espíritu Santo, y de hecho añade: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gal 4,6).
Aquí tocamos el «término» del misterio que se expresa en Pentecostés: el Espíritu Santo viene «a los corazones» como Espíritu del Hijo. Precisamente porque el Espíritu del Hijo nos permite a nosotros, hombres, gritar a Dios junto con Cristo: «Abbá, Padre».
5. En este gritar se expresa el hecho de que no sólo hemos sido llamados hijos de Dios, ¡sino que lo somos! como subraya el Apóstol Juan en su Primera Carta (1 Ioh 3,1). Nosotros --por causa del don-- participamos de verdad en la filiación propia del Hijo de Dios, Jesucristo. Ésta es la verdad sobrenatural de nuestra relación con Cristo, la cual puede ser conocida sólo por quien «ha conocido al Padre» (cfr 1 Ioh 2,14).
Ese conocimiento es posible solamente en virtud del Espíritu Santo por el testimonio que Él da, desde el interior, al espíritu humano, donde está presente como principio de verdad y de vida. Nos instruye el Apóstol Pablo: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rom 8,14). El Espíritu Santo «sopla» en los corazones de los creyentes como el Espíritu del Hijo, estableciendo en el hombre la filiación divina a semejanza de Cristo y en unión con Cristo. El Espíritu Santo forma desde dentro al espíritu humano según el divino ejemplo que es Cristo. Así, mediante el Espíritu, el Cristo conocido por las páginas del Evangelio se convierte en la «vida del alma», y el hombre al pensar, al amar, al juzgar, al actuar, incluso al sentir, está conformado con Cristo, se hace «cristiforme».
6. Esta obra del Espíritu Santo tiene su «nuevo inicio» en el Pentecostés de Jerusalén, en el culmen del misterio pascual. Desde entonces Cristo «está con nosotros» y obra en nosotros mediante el Espíritu Santo, actualizando el plan eterno del Padre, que nos ha predestinado «para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Eph 1,5). No nos cansemos nunca de repetir y de meditar esta maravillosa verdad de nuestra fe.
5. Pentecostés, realización de la Nueva Alianza (2-VIII-1989)
1. En el Pentecostés de Jerusalén encuentra su coronamiento la Pascua de la cruz y de la resurrección de Cristo. En la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén con María y con la primera comunidad de los discípulos de Cristo, se realiza el cumplimiento de las promesas y de los anuncios hechos por Jesús a sus discípulos. Pentecostés constituye la solemne manifestación pública de la Nueva Alianza establecida entre Dios y el hombre «en la sangre» de Cristo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre», había dicho Jesús en la Última Cena (1 Cor 11,25). Se trata de una Alianza nueva, definitiva y eterna, preparada por las precedentes alianzas de las que habla la Sagrada Escritura. Estas últimas ya llevaban en sí mismas el anuncio del pacto definitivo, que Dios establecería con el hombre en Cristo y en el Espíritu Santo. La palabra divina, transmitida por el profeta Ezequiel, ya invitaba a ver a esta luz el acontecimiento de Pentecostés: «Infundiré mi espíritu en vosotros» (Ez 36,27).
2. Hemos explicado con anterioridad que, si en un primer momento Pentecostés había sido la fiesta de la siega (Ex 23,16), seguidamente comenzó a celebrarse también como recuerdo y casi como renovación de la Alianza establecida por Dios con Israel tras la liberación de la esclavitud de Egipto (cfr 2 Chr 15,10-13). Por lo demás, ya en el Libro del Éxodo leemos que Moisés «tomó el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo, que respondió: "obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahvéh". Entonces tomó Moisés la sangre, roció al pueblo con ella Y dijo: "ésta es la Alianza que Yahvéh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras"» (Ex 24,7-8).
3. La alianza del Sinaí había sido establecida entre Dios-Señor y el pueblo de Israel. Antes de ésa, ya había existido, según los textos bíblicos, la alianza de Dios con el Patriarca Noé y con Abraham.
La alianza establecida con Noé después del diluvio contenía el anuncio de una alianza que Dios quería establecer con toda la humanidad: «He aquí que yo establezco mi alianza con vosotros y con vuestra futura descendencia, ...con todos los animales que han salido del arca» (Gen 9,9-10). Y por consiguiente no sólo con la humanidad, sino también con toda la creación que rodea al hombre en el mundo visible.
La alianza con Abraham tenía también otro significado. Dios escogía a un hombre y con él establecía una alianza por causa de su descendencia: «Estableceré mi alianza entre nosotros dos, y con tu descendencia después de ti, de generación en generación: una alianza eterna, de ser el Dios tuyo y el de tu posteridad» (Gen 17,7). La alianza con Abraham era la introducción a la alianza con un pueblo entero, Israel, en consideración del Mesías que debía provenir precisamente de ese pueblo, elegido por Dios con tal finalidad.
4. La alianza con Abraham no contenía propiamente una Ley La Ley divina fue dada más tarde, en la alianza del Sinaí. Dios la prometió a Moisés que había subido al monte por su llamada: «Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra... Éstas son las palabras que has de decir a los hijos de Israel» (Ex 19,5). Habiendo sido referida la promesa divina a los ancianos de Israel, «todo el pueblo a una respondió diciendo: "haremos todo cuanto ha dicho Yahvéh". Y Moisés llevó a Yahvéh la respuesta del pueblo» (Ex 19,8).
Esta descripción bíblica de la preparación de la alianza y de la acción mediadora de Moisés pone de relieve la figura de este gran jefe y legislador de Israel, mostrando la génesis divina del código que él dio al pueblo, pero quiere también darnos a entender que la alianza del Sinaí implicaba compromisos por ambas partes: Dios, el Señor, escogía a Israel como su propiedad particular «un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,6), pero a condición de que el pueblo observase la Ley que Él daría con el Decálogo (cfr Ex 20,1ss), y las demás prescripciones y normas. Por su parte, Israel se comprometió a esta observancia.
5. La historia de la Antigua Alianza nos muestra que este compromiso muchas veces no fue mantenido. Especialmente los Profetas reprochan a Israel sus infidelidades e interpretan los acontecimientos luctuosos de su historia como castigos divinos. Los profetas amenazan nuevos castigos, pero al mismo tiempo, anuncian otra Alianza. Leemos, por ejemplo, en Jeremías: «he aquí que días vienen --oráculo de Yahvéh-- en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto; que ellos rompieron mi alianza» (Ier 31,31-32).
La nueva --futura-- alianza será establecida implicando de modo más intimo al ser humano. Leemos también: «Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días --oráculo de Yahvéh--: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Ier 31,33).
Esta nueva iniciativa de Dios afecta sobre todo al hombre «interior». La Ley de Dios será puesta «en lo profundo del ser» humano (del «yo» humano). Este carácter de interioridad es confirmado por aquellas otras palabras: «sobre sus corazones la escribiré». Por tanto, se trata de una Ley, con la que el hombre se identifica interiormente. Sólo entonces Dios es de verdad «su» Dios.
6. Según el profeta Isaías la Ley constitutiva de la Nueva Alianza será establecida en el espíritu humano por obra del Espíritu de Dios. «Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahvéh» (Is 11,1-2), es decir sobre el Mesías. En Él se cumplirán las Palabras del Profeta: «El Espíritu del Señor Yahvéh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahvéh» (Is 61,1). El Mesías guiado por el Espíritu de Dios, realizará la Alianza y la hará «nueva» y «eterna». Es lo que anuncia el mismo Isaías con palabras proféticas suspendidas sobre la oscuridad de la historia: «Cuanto a mí, ésta es la alianza con ellos, dice Yahvéh. Mi espíritu que ha venido sobre ti y mis palabras que he puesto en tus labios no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia, dice Yahvéh, desde ahora y para siempre» (Is 59,21).
7. Cualesquiera que sean los términos históricos y proféticos en que se coloque la perspectiva de Isaías, podemos afirmar que sus palabras encuentran su pleno cumplimiento en Cristo, en la Palabra que es suya «propia» pero también «del Padre que lo ha enviado» (cfr Ioh 5,37): en su Evangelio, que renueva, completa y vivifica la Ley: y en el Espíritu Santo que es enviado en virtud de la redención obrada por Cristo mediante su cruz y su resurrección, confirmando plenamente lo que había anunciado Dios por medio de los profetas ya en la Antigua Alianza. Con Cristo y en el Espíritu Santo se tiene la Nueva Alianza, de la que el profeta Ezequiel, como portavoz de Dios había predicho: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas... Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,26-28).
8. En el acontecimiento del Pentecostés de Jerusalén la venida del Espíritu Santo realiza definitivamente la «nueva y eterna» Alianza de Dios con la humanidad establecida «en la sangre» del Hijo unigénito, como momento culminante del «Don de lo alto» (cfr Iac 1,17). En aquella Alianza el Dios Uno y Trino «se dona» no sólo al pueblo elegido, sino también a toda la humanidad. La profecía de Ezequiel: «Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,28) cobra entonces una dimensión nueva y definitiva: la universalidad. Realiza plenamente la dimensión de la interioridad, porque la plenitud de Dios --el Espíritu Santo-- debe llenar todos los corazones, dando a todos la fuerza necesaria para superar toda debilidad y todo pecado. Cobra la dimensión de la eternidad: es una alianza «nueva y eterna» (cfr Heb 13,20). En aquella plenitud del Don tiene su propio inicio la Iglesia como pueblo de Dios de la nueva y eterna Alianza. Así se cumple la promesa de Cristo sobre el Espíritu Santo, enviado como «otro Consolador» (Parakletos), «para que esté con vosotros para siempre» (Ioh 14,16).
6. Pentecostés, la Ley del Espíritu (9-VIII-1989)
l. La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés es el cumplimiento definitivo del misterio pascual de Jesucristo y realización plena de los anuncios del Antiguo Testamento, especialmente los de los profetas Jeremías y Ezequiel acerca de una nueva, futura alianza que Dios establecería con el hombre en Cristo y una «efusión» del Espíritu Santo «en toda carne» (Ioel 3,1); pero tiene también el significado de una nueva inscripción de la ley de Dios «en lo profundo» del «ser» humano, o, como dice el profeta, en el «corazón» (cfr Ier 31,33). Así se tiene una «nueva ley», o «ley del Espíritu», que debemos ahora considerar para alcanzar un conocimiento más completo del misterio del Paráclito.
2. Ya hemos puesto de relieve el hecho de que la Antigua Alianza entre Dios-Señor y el pueblo de Israel, establecida por medio de la teofanía del Sinaí, estaba basada en la Ley. En su centro se encuentra el Decálogo. El Señor exhorta a su pueblo a la observancia de los mandamientos: «Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,5-6).
Puesto que aquella alianza no fue mantenida fielmente, Dios, por medio de los profetas, anuncia que establecerá una alianza nueva: «esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días --oráculo de Yahwéh--: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré». Estas palabras de Jeremías, ya citadas en la precedente catequesis, están vinculadas a la promesa: «Y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Ier 31,33).
3. Por tanto, la nueva (futura) Alianza anunciada por los profetas se debía establecer por medio de un cambio radical de la relación del hombre con la ley de Dios. En vez de ser una regla externa, escrita sobre tablas de piedra, la Ley debía convertirse, gracias a la acción del Espíritu Santo sobre el corazón del hombre, en una orientación interna establecida «en lo profundo del ser humano».
Esta Ley se resume, según el Evangelio, en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Cuando Jesús afirma que «de estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,40), da a entender que estaban ya contenidos en el Antiguo Testamento (cfr Dt 6,5; Lev 19,18). El amor de Dios es el mandamiento «mayor y primero»; el amor al prójimo es «el segundo y semejante al primero» (cfr Mt 22,37-39), y es también condición necesaria para la observancia del primero: «pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley», como escribirá San Pablo (Rom 13,8).
4. El mandamiento del amor a Dios y al prójimo, esencia de la nueva Ley instituida por Cristo con la enseñanza y el ejemplo (hasta dar «su vida por sus amigos»: cfr Ioh 15,13), es «escrito» en los corazones por el Espíritu Santo. Por esto se convierte en la «ley del Espíritu».
Como escribe el Apóstol a los Corintios: «Evidentemente sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Cor 3,3). La Ley del Espíritu es, por consiguiente, el imperativo interior del hombre, en el que actúa el Espíritu Santo; es, más aún, el mismo Espíritu Santo que se hace así Maestro y guía del hombre desde el interior del corazón.
5. Una Ley entendida así está muy lejos de toda forma de imposición externa por la que el hombre queda sometido en sus propios actos. La Ley del Evangelio, contenida en la palabra y confirmada por la vida y muerte de Cristo, consiste en una revelación divina, que incluye la plenitud de la verdad sobre el bien de las acciones humanas, y al mismo tiempo sana y perfecciona la libertad interior del hombre, como escribe San Pablo: «La ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,2). Según el Apóstol, el Espíritu Santo que «da vida», porque por medio de Él el espíritu del hombre participa en la vida de Dios, se transforma al mismo tiempo en el nuevo y la nueva fuente del actuar del hombre: «a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu» (Rom 8,4).
En esta enseñanza San Pablo hubiera podido hacer referencia a Jesús mismo que en el Sermón de la Montaña advertía: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). Precisamente este cumplimiento, que Jesucristo ha dado a la Ley de Dios con su palabra y con su ejemplo, constituye el modelo del «caminar según el Espíritu». En este sentido, en los creyentes en Cristo, partícipes de su Espíritu, existe y actúa la «Ley del Espíritu», escrita por Él «en la carne de los corazones».
6. Toda la vida de la Iglesia primitiva, como se nos muestra en los Hechos de los Apóstoles, es una manifestación de la verdad enunciada por San Pablo, según el cual «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). Aun entre los límites y los defectos de los hombres que la componen, la comunidad de Jerusalén participa en la nueva vida que «viene regalada por el Espíritu», vive del amor de Dios. También nosotros recibimos esta vida como un don del Espíritu Santo, el cual nos infunde el amor --amor a Dios y al prójimo-- contenido esencial del mandamiento mayor. Así la nueva Ley, impresa en los corazones de los hombres por el amor como don del Espíritu Santo, es en ellos Ley del Espíritu. Y ésa es la Ley que libera, como escribe San Pablo: «La ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,2).
7. Por esto, Pentecostés, en cuanto es «el derramarse en nuestros corazones» del amor de Dios (cfr Rom 5,5) marca el inicio de una nueva moral humana, enraizada en la «ley del Espíritu». Esta moral es algo más que la observancia de la ley dictada por la razón o por la misma Revelación. Esa moral deriva de una profundidad mayor y al mismo tiempo alcanza una profundidad mayor. Deriva del Espíritu Santo y hace vivir de un amor que viene de Dios y que se convierte en realidad de la existencia humana por medio del Espíritu Santo «derramado en nuestros corazones».
El apóstol Pablo fue el más alto pregonero de esta moral superior, enraizada en la «verdad del Espíritu». Él, que había sido un celoso fariseo, buen conocedor meticuloso observante y fanático defensor de la «le-tra» de la Antigua Ley convertido más tarde en apóstol de Cristo, podrá escribir de sí mismo: «Dios... nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata mas el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6).
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