7. Juan Pablo II, Enc. Dominum e vivificantem de 18 de mayo, Pentecostés de 1986, sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo.
8. Juan Pablo II. Enc (6ª) La Madre del Redentor (Redemptoris Mater) de 25 marzo de 1987 en el Año Mariano previo al Gran Jubileo del 2000.
9. Juan Pablo II. Enc. La fe y la razón (Fides et ratio) de 14 septiembre de 1998
10. Juan Pablo II. Enc (6ª) La Madre del Redentor (Redemptoris Mater) de 25 marzo de 1987 en el Año Mariano previo al Gran Jubileo del 2000.
11. Juan Pablo II, Enc. (1ª) Redemptor hominis, 4 marzo (primer domingo de Cuaresma) de 1979
12. Juan Pablo II. Enc. "El Evangelio de la vida" (Evangelium vitae) de 25 marzo de 1995.
Retiro de julio (sobre la formación) LECTURA ESPIRITUAL
Sobre el Espíritu Santo (B)
Cuando ya era inminente para Jesús el momento de dejar este mundo, anunció a los apóstoles"otro Paráclito". Durante la cena pascual precisamente lo llama Paráclito, Consolador y también Intercesor o Abogado. "El Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo he dicho". No sólo seguirá inspirando la predicación del Evangelio de salvación, sino que también ayudará a comprender mejor el justo significado del contenido del mensaje de Cristo, asegurando su continuidad e identidad de comprensión en medio de las condiciones y circunstancias mudables. El Espíritu de la verdad, dice luego, "os guiará hasta la verdad completa"... el misterio de Cristo en su globalidad. En el Espíritu Santo la Iglesia continúa incesantemente la presencia histórica del Redentor sobre la tierra y su obra salvífica.
El Espíritu Santo vendrá cuando Cristo se haya ido por medio de la Cruz; vendrá no sólo después, sino como causa de la Redención realizada por Cristo por voluntad del Padre. Así, en el discurso pascual de despedida, se llega al cúlmen de la revelación trinitaria. Dios, en su vida íntima, "es amor", amor esencial, común a las tres Personas divinas. El Espíritu Santo es Amor personal, es Persona-Amor. Es Amor-Don increado del que deriva como de una fuente toda dádiva a las criaturas: la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación y donación de la gracia a los hombres mediante la economía de la salvación.
Cristo, describiendo su partida como condición a la venida del Paráclito une un nuevo inicio porque entre el primer inicio y toda la historia del hombre -empezando por el pecado original- se ha interpuesto el pecado que es contrario a la presencia del Espíritu de Dios, contrario a la comunicación salvífica de Dios al hombre. A costa de la Cruz redentora, y por la fuerza de todo el misterio pascual de Jesucristo, el Espíritu Santo viene para quedarse desde el día de Pentecostés, para estar con la Iglesia y en la Iglesia y, por medio de ella, en el mundo. De este modo se realiza definitivamente el nuevo inicio de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo por obra de Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo.
Jesús, en el discurso del Cenáculo, añade: "Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio. En lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre y ya no me veréis; en lo referente al juicio porque el príncipe de este mundo está juzgado". En el pensamiento de Jesús, el pecado, la justicia y el juicio tienen un sentido muy preciso, distinto al que quizá alguno sería propenso a atribuir... Esta misión del Espíritu Santo es convencer al hombre de la salvación definitiva en Dios, del juicio o condenación con la que ha sido castigado el pecado de Satanás, "príncipe de este mundo". El Espíritu Santo al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo el pecado, hace comprender que su misión es la de "convencer" también en lo referente al pecado que ya ha sido juzgado definitivamente. El Concilio explica cómo entiende el mundo: "la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que éste vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación" (GS, 2)...
En la raíz del pecado humano está la mentira como radical rechazo de la verdad. Por consiguiente, el Espíritu que "todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios", conoce desde el principio lo íntimo del hombre. El Espíritu de la verdad conoce la realidad originaria del pecado, causado en la voluntad del hombre por obra del "padre de la mentira", de aquel que ya está juzgado. Al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia... es para el hombre la luz de la conciencia y la fuente del orden moral. A pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía salvífica, el espíritu de las tinieblas es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza. Esto lo vemos confirmado en nuestros días en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de la "alineación del hombre", como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre. El rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su "muerte". Esto es un absurdo conceptual pero la ideología de la "muerte de Dios" amenaza al hombre, como indica el Vaticano II cuando sometiendo a análisis la cuestión de la "autonomía de la realidad terrena", afirma: "La criatura sin el Creador se esfuma... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida".
Convencer al mundo del pecado quiere decir demostrar el mal contenido en él. La Iglesia cree y profesa que el pecado es una ofensa a Dios. Si el pecado ha engendrado el sufrimiento del hombre, en Jesús redentor, en su humanidad se verifica el sufrimiento de Dios. En el sacrificio del Hijo del hombre el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo con que actuaba en su concepción, en su vida oculta y en su ministerio público. El Espíritu Santo actuó de manera especial en el sacrificio de la Cruz para transformar el sufrimiento en amor redentor. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del "fuego del cielo" que quemaba los sacrificios. El Espíritu Santo desciende al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la Cruz: él consuma este sacrificio con el fuego del amor que une al Hijo con el Padre.
¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? Por que la blasfemia consiste en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece por medio del Espíritu Santo que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz y encuentra una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, una "dureza de corazón". En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida del sentido del pecado, el rechazo de los Mandamientos de Dios "hasta el desprecio de Dios". La conversión es purificación de la conciencia por medio de la sangre del Cordero.
Bajo el influjo del Paráclito se realiza la conversión del corazón humano que es condición indispensable para el perdón de los pecados. Sin una verdadera conversión que implica una contrición interior, y sin un propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan "retenidos", como afirma Jesús. La Redención es realizada por la sangre del Hijo del hombre, "sangre que purifica nuestra conciencia". Esta sangre pues, abre al Espíritu Santo el camino hacia la intimidad del hombre, es decir, hacia el santuario de las conciencias.
Si la conciencia es recta, ayuda entonces a resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Fruto de la recta conciencia es llamar por su nombre al bien y al mal como hace la Constitución conciliar Gaudium et spes: "Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la persona, como por ejemplo la mutilación, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana como las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana". Y después de haber llamado por su nombre a los numerosos pecados tan frecuentes y difundidos en nuestros días, el mismo documento conciliar añade: "Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, que degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador" (GS,16).
El Espíritu Santo convence en lo referente al pecado y así el hombre, lejos de dejarse enredar en su condición de pecado, apoyándose sobre todo en la voz de su conciencia, "ha de luchar continuamente para acatar el bien y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad de sí mismo" (GS,37).
La Iglesia no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal... tan unida a la acción íntima del Espíritu de la verdad.
Por desgracia, la cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el mundo, encuentra resistencia y oposición. En el hombre, ser compuesto espiritual y corporal, existe una cierta tensión, una cierta lucha entre el "espíritu" y la "carne", herencia del pecado. No se trata de discriminar o condenar el cuerpo... La obra del Espíritu "que da vida" alcanza su cúlmen en el misterio de la Encarnación con el que se abre la fuente de la vida divina en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo. El Verbo, "primogénito de toda la creación", se convierte en "el primogénito entre muchos hermanos" y así llega a ser también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia... y es en la Iglesia la cabeza de la humanidad: de los hombres de toda nación, raza y cultura, lengua y continente, que han sido llamados a la salvación.
"La Palabra se hizo carne... a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios". Hijos de Dios son, en efecto, los que son guiados por el Espíritu de Dios. La filiación de la adopción divina nace en los hombres sobre la base del misterio de la Encarnación. Por tanto, aquella filiación divina, insertada en el alma humana con la gracia santificante, es obra del Espíritu Santo.
Es necesario ir más allá de la dimensión histórica del hecho; es necesario insertar, abarcando con la mirada de fe, los dos milenios de la acción del Espíritu de la verdad... Pero hay que mirar atrás, aun antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y, especialmente en la economía de la antigua alianza. El Concilio Vaticano II nos recuerda la acción del Espíritu Santo incluso fuera del cuerpo visible de la Iglesia. Nos habla justamente de "todos los hombres de buena voluntad en cuyo corazón obra la gracia de modo visible. Dios es espíritu y los que adoran deben adorar «en espíritu y verdad»". Estas palabras las pronunció Jesús en su diálogo con la samaritana.
Orando, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe en nuestro mundo creado un Espíritu que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor. A Él se dirige la Iglesia a lo largo de los intrincados caminos de la peregrinación del hombre sobre la tierra; y pide de modo incesante la rectitud de los actos humanos como obra suya; pide el gozo y el consuelo; pide la gracia y las virtudes; pide la salvación eterna, la felicidad, la alegría; pide "justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo", en el que, según san Pablo, consiste el reino de Dios.
Retiro de agosto (con la Virgen de agosto) LECTURA ESPIRITUAL
Sobre la Virgen María, Madre del Redentor
Como proclama el Concilio: "María es nuestra Madre en el orden de la gracia". Esta maternidad en el orden de la gracia ha surgido de su misma maternidad divina. Y esta maternidad de María perdura sin cesar hasta la consumación de los siglos.
Ya el momento mismo del nacimiento de la Iglesia y de su plena manifestación al mundo, según el Concilio, deja entrever esta continuidad de la maternidad de María. Vemos a los Apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar unánimes en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús y los hermanos de éste" (Act 1,14), y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la Anunciación. Así, la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace -por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo- presente en el misterio de la Iglesia, siendo una presencia materna como indican las palabras pronunciadas en la Cruz: "Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre".
La Iglesia sabe y enseña que "todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres... dimana del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo" (LG,60). María avanzaba en la peregrinación de la fe realizando al mismo tiempo su cooperación materna en toda la misión del Salvador, orientada en unión con Cristo a la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Jesucristo la preparaba cada vez más a ser para los hombres "madre en el orden de la gracia".
El Evangelio confirma esta maternidad en su momento culminante, es decir, cuando se realiza el sacrificio de la Cruz. "Viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «ahí tienes a tu madre»... Y desde aquella hora la acogió en su casa" (Jn 19,25-27). Jesús ponía en evidencia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo; la madre es entregada al hombre -a cada uno y a todos- como madre. Este hombre junto a la Cruz es Juan, pero no está el sólo. Siguiendo la Tradición, el Concilio no duda en llamar a María "Madre de Cristo, madre de los hombres".
Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la promesa contenida en el protoevangelio: el "linaje de la mujer pisará la cabeza de la serpiente" (Gn 3,15). Es significativo que, al dirigirse a la madre desde lo alto de la Cruz, la llame "mujer". Con la misma palabra, por otra parte, se había dirigido a ella en Caná. Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la Cruz significan que la maternidad de su Madre encuentra una "nueva" continuidad en la Iglesia y a través de la Iglesia... "He aquí a tu madre". Así empezó a formarse una relación especial entre esta madre y la Iglesia. Después de la Ascensión del Hijo, su maternidad permanece en la Iglesia como mediación materna; intercediendo por todos sus hijos, porque la obra de la Redención abarca a todos los hombres.
Asunta al cielo, la mediación de María continúa en la historia de la Iglesia y del mundo. "Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se hallan en peligro y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada" (LG,62). En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según la cual María "está también íntimamente unida a Cristo", unida a Él en su primera venida; con Él lo está a la espera de la segunda, en la venida definitiva cuando todos los de Cristo revivirán y "el último enemigo en ser destruido será la muerte" (1Cor15,26)...
El Concilio Vaticano II, siguiendo la Tradición, ha dado nueva luz sobre el papel de la Madre de Cristo en la vida de la Iglesia. María "con razón es honrada con especial culto por la Iglesia. Ya desde los tiempos antiguos es honrada con el título de Madre de Dios a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas" (LG,66). Este culto es del todo particular y expresa aquel profundo vínculo existente entre la Madre de Cristo y la Iglesia.
La Iglesia se hace también Madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad. Igual que María creyó la primera, acogiendo la Palabra de Dios que le fue revelada en la Anunciación y permaneciendo fiel a ella en todas sus pruebas hasta la Cruz, así la Iglesia llega a ser Madre cuando acogiendo con fidelidad la Palabra de Dios "por la predicación y el bautismo, engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios" (LG,64).
La Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce la dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza sacramental... A ejemplo de María, la Iglesia es la virgen fiel al propio esposo: "también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo" (LG,64). Si la Iglesia, como esposa, custodia la fe prometida a Cristo, esta fidelidad, a pesar de que en la enseñanza del Apóstol se haya convertido en imagen del matrimonio, posee también el valor tipo de la total donación a Dios en el celibato "por el Reino de los cielos", es decir, de la virginidad consagrada a Dios. Precisamente esta virginidad, siguiendo el ejemplo de la Virgen de Nazaret, es fuente de una especial fecundidad espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu Santo.
Pero la Iglesia custodia también la fe recibida a ejemplo de María que guardaba y meditaba en su corazón todo lo relacionado con su Hijo divino. Está dedicada a custodiar la Palabra de Dios, a indagar sus riquezas con discernimiento y prudencia, con el fin de dar en cada época un testimonio fiel a todos los hombres.
Las palabras dichas por Jesús a su Madre cuando estaba en la Cruz: "Mujer, ahí tienes a tu hijo", y al discípulo: "Ahí tienes a tu madre", son palabras que determinan el lugar de María en la vida de los discípulos de Cristo y expresan su nueva maternidad. Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado Banquete en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente. Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía.
En el testamento de Cristo en el Gólgota, "ahí tienes a tu hijo", está indicado plenamente el motivo de la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo de Juan que en aquel instante se encontraba a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano... La maternidad de María es un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre.
A los pies de la Cruz empieza aquella especial entrega del hombre a la Madre de Cristo que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y expresado posteriormente de modos diversos. La entrega es la respuesta al amor de una persona, y, en concreto, al amor de la madre. La dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta de modo especial en esta entrega filial respecto a la Madre de Dios. Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, "acoge entre sus cosas propias" a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior.
Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre, no sólo tiene su comienzo en Cristo, sino que se orienta hacia Él. María sigue repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: "Haced lo que él os diga".
Esta dimensión mariana en la vida del cristiano adquiere un acento peculiar respecto a la mujer y a su condición. En efecto, la feminidad tiene una relación singular con la Madre del Redentor. Aquí sólo deseo poner de relieve que la figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal, por el mismo hecho de que Dios, en el sublime acontecimiento de la Encarnación del Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María, la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza que es espejo de los más altos sentimientos de que es capaz el corazón humano; la oblación total del amor; la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores; la fidelidad sin límites; la laboriosidad infatigable, y la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.
Durante el Concilio Vaticano II, Pablo VI proclamó solemnemente que "María es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores". En este sentido, se aclara mejor el misterio de aquella "mujer" que, desde los primeros capítulos del Libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. María participa maternalmente en aquella dura batalla contra el poder de las tinieblas que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana. María ayuda a todos los hijos -donde y como quiera que vivan- a encontrar en Cristo el camino hacia la casa del Padre...
Si Él ha querido llamar eternamente al hombre a participar de la naturaleza divina (cf 2Pt 1,4), se puede afirmar que ha predispuesto la "divinización" del hombre según la condición histórica. Todo lo creado y más directamente el hombre, no puede menos de quedar asombrado ante este don...
María, Madre soberana del Redentor, ha sido la primera en experimentar la verdad del gran cambio que se ha verificado en el hombre mediante el misterio de la Encarnación. Es un cambio incesante y continuo entre el "caer" y el "levantarse", entre el hombre del pecado y el hombre de la gracia y de la justicia. La Liturgia exclama: "Socorre al pueblo que sucumbe y hace por levantarse". Estas palabras se refieren a todo hombre, a las comunidades, a las naciones y a los pueblos, a las generaciones y a las épocas de la historia humana, a nuestros días... Es la invocación dirigida a Cristo, que por medio de María, ha entrado en la historia de la humanidad y que perdura irreversiblemente... El cambio entre el "caer" y el "levantarse", el cambio entre la vida y la muerte..., es un constante desafío a las conciencias humanas; el desafío a seguir la vía del "no caer" en los modos siempre antiguos y siempre nuevos, y del "levantarse" si ha caído.
Mientras toda la humanidad se acerca al confín de los dos Milenios, la Iglesia recoge el gran desafío y se dirige conjuntamente al Redentor y a su Madre con la invocación "Socorre". La Iglesia ve la Bienaventurada Madre de Dios maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que "no caiga" o, si cae, "se levante".
Retiro de septiembre (con "vida de fe") LECTURA ESPIRITUAL
Las relaciones entre la fe y la ciencia
La fe y la razón son como dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad... Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella.
La exhortación "Conócete a ti mismo" estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos para testimoniar una verdad fundamental: la regla mínima de todo hombre deseoso de distinguirse en medio de toda la creación calificándose como "hombre". Una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en distintas partes de la tierra brotan las preguntas de fondo ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel pero aparecen también en los Veda y en los Avesta; los encontramos en los escritos de Confucio y Lao-Tze y en la predicación de los Tirthankara y de Buda; así mismo se encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles.
La Iglesia ha recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre. Entre los diversos servicios que ha de prestar a la humanidad hay uno del cual es responsable de modo muy particular: el servicio (diaconía) de la verdad.
El hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad. Entre éstos destaca la Filosofía que contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta. Las respuestas que se han ido dando se enmarcan en un horizonte que pone en evidencia la complementariedad de las diferentes culturas.
Los conocimientos fundamentales derivan del "asombro" suscitado por la contemplación de la creación. Sin el "asombro" el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal. En diferentes contextos culturales y en diversas épocas se han alcanzado resultados que históricamente ha provocado la tentación de identificar una sola corriente con todo el pensamiento filosófico (...) Hay una especie de patrimonio espiritual de la humanidad; es una filosofía implícita, conocimientos precisamente compartidos en cierto modo por todos... La filosofía es una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio.
La Filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre pero parece haber olvidado una verdad que lo trasciende... haciéndose día tras día incapaz de levantar la mirada hacia lo alto. Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo donde la legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas... Con falsa modestia se conforman con verdades parciales y provisionales que elevan lo efímero al rango de valor, creando ilusiones.
En la base de toda la reflexión que la Iglesia lleva a cabo, está la conciencia de ser depositaria de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo; no proviene de su propia especulación. "Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad" (Ef 1,9). Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer. En el Concilio Vaticano II, los Padres, dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han ilustrado el carácter salvífico de la Revelación de Dios en la historia. La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida..., ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice el Concilio con palabras elocuentes: "«Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,1) pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios. Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación" (DV,8).
De todos modos no hay que olvidar que la Revelación está llena de misterio y aunque Jesús revela el rostro del Padre, nosotros tenemos sin embargo un aspecto fragmentario por el límite de nuestro entendimiento... La fe es asentimiento a ese testimonio divino que reconoce plena e integralmente la verdad de todo lo revelado porque Dios mismo es su garante. Esta verdad ofrecida al hombre impulsa a la razón a abrirse y a acoger su sentido profundo. El conocimiento de la fe no anula el misterio; sólo lo hace más evidente y lo manifiesta.
La Sagrada Escritura, sobre todo los Libros Sapienciales, son textos donde Egipto y Mesopotamia hacen oír de nuevo su voz y algunos rasgos comunes de las culturas del antiguo Oriente reviven en estas páginas. Sin embargo el texto bíblico tiene una aportación original. Es la convicción de que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe. La fe no interviene para menospreciar la autonomía de la razón o para limitar su espacio de acción. La fe agudiza la mirada interior abriendo la mente. No hay pues motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe.
El Libro de la Sabiduría tiene algunos textos importantes; en ellos Dios se da a conocer por medio de la Naturaleza. Recuperando el pensamiento de la filosofía griega, el autor afirma que, razonando sobre la Naturaleza, se puede llegar hasta el Creador: "de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sap 13,5). Si el hombre con su inteligencia no llega a reconocer a Dios como Creador de todo, no se debe tanto a la falta de un medio adecuado cuanto, sobre todo, al impedimento puesto por su voluntad libre y su pecado.
Para el autor sagrado, es esfuerzo la búsqueda y el Libro de los Proverbios denota el cansancio debido a los intentos de comprender los misteriosos designios de Dios. Sin embargo, a pesar de la dificultad, el creyente no se rinde. La fuerza para continuar su camino hacia la verdad le viene de la certeza de que Dios lo ha creado como un "explorador" (cf Ecl 1,13). El Libro del Génesis describe de modo plástico la condición del hombre en el jardín del Edén: no era capaz de discernir y decidir por sí mismo lo que era bueno y lo que era malo, sino que debía apelar a un principio superior. La ceguera del orgullo hizo creer a nuestros primeros padres que podían prescindir del conocimiento que deriva de Dios. El apóstol Pablo sigue mostrando cómo los pensamientos de los hombres, a causa del pecado, fueron vanos y los razonamientos distorsionados y orientados hacia lo falso (cf Rom 1,21).
En el Nuevo Testamento hay un dato que sobresale con mucha claridad: la contraposición entre "la sabiduría de este mundo" y la de Dios revelado. El Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas. Todo intento de reducir el plan salvífico del Padre a pura lógica humana está destinado al fracaso. El hombre no logra comprender cómo la muerte puede ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha elegido lo que la razón considera "locura" y "escándalo". La razón no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras que ésta puede dar a la razón la respuesta última que busca. Cristo crucificado y resucitado es la frontera entre la razón y la fe.
La Iglesia no propone una Filosofía propia ni canoniza una filosofía particular. La autonomía de que goza la Filosofía radica en el hecho de que la razón está por naturaleza orientada a la verdad. No es tarea ni competencia del Magisterio intervenir para colmar las lagunas de un razonamiento filosófico incompleto. Corresponde al Magisterio indicar los presupuestos y conclusiones incompatibles con la verdad revelada... El hecho de que la misión evangelizadora haya encontrado en su camino primero a la Filosofía griega, no significa en modo alguno que excluya otras. Mi pensamiento se dirige espontáneamente a las tierras del Oriente, ricas de tradiciones religiosas y filosóficas muy antiguas. Entre ellas, la India ocupa un lugar particular. Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todo a los de la India, sacar de este rico patrimonio los elementos compatibles con su fe, de modo que enriquezcan el pensamiento cristiano.
La expresión Filosofía cristiana no debe ser mal interpretada: no se pretende aludir a una Filosofía oficial de la Iglesia puesto que la fe como tal no es una Filosofía.
Como inteligencia de la Revelación, la Teología tiene hoy también un doble cometido. Por una parte, desarrollar la labor que el Concilio Vaticano II le encomendó para un servicio más eficaz a la evangelización. ¿Cómo no recordar las palabras de Juan XXIII en la apertura del Concilio? Decía entonces: "Es necesario, además, como lo desean ardientemente todos los que promueven sinceramente el espíritu cristiano, católico y apostólico, conocer con mayor amplitud y profundidad esta doctrina que debe impregnar las conciencias. Esta doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo". Por otra parte, la Teología debe mirar a "la Verdad, el Dios vivo y su designio de salvación revelado en Jesucristo".
Creer en la posibilidad de conocer una verdad universal válida no es, en modo alguno, fuente de intolerancia; al contrario, es una condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre las personas. El verdadero centro de su reflexión es el misterio mismo de Dios Trino. A Él se llega reflexionando sobre el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. La verdad de los Evangelios no se reduce ciertamente a la narración de meros acontecimientos históricos o a la revelación de hechos neutrales. La Palabra de Dios no se dirige a un solo pueblo y a una sola época.
La Iglesia está profundamente convencida de que fe y razón se ayudan mutuamente. La Filosofía es como un espejo en el que se refleja la cultura de los pueblos. El pensamiento filosófico es a menudo el único ámbito de entendimiento y de diálogo con quienes no comparten nuestra fe.
Mi pensamiento se dirige a Aquella que la oración de la Iglesia invoca como Trono de Sabiduría. Su misma vida es verdadera parábola capaz de iluminar las reflexiones que he expuesto. En efecto, se puede entrever una gran correlación entre la vocación de la Santísima Virgen y la de la auténtica Filosofía. Igual que la Virgen fue llamada a ofrecer toda su humanidad y feminidad, así la Filosofía está llamada a prestar toda su aportación racional y crítica. Igual que María, en el consentimiento dado al anuncio de Gabriel, nada perdió de su verdadera humanidad y libertad, así el pensamiento filosófico, cuando acoge el requerimiento que procede de la verdad del Evangelio, nada pierde de su autonomía. Que el Trono de la Sabiduría sea puerto seguro para quienes hacen de su vida la búsqueda de la Sabiduría. Que el camino hacia ella se vea libre de cualquier obstáculo por la intercesión de Aquella que, engendrando la Verdad y conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para siempre.
Retiro de octubre (mes del Rosario) LECTURA ESPIRITUAL
Sobre la Virgen María, Madre del Redentor
La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación porque "al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer..." (Gal 4,4-6). Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al comienzo de la exposición sobre la bienaventurada Virgen María, deseo iniciar mi reflexión sobre el significado que María tiene en el misterio de Cristo y sobre su presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia.
La Iglesia, confortada por la presencia de Cristo, camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que viene. Pero procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María que avanzó en la peregrinación de la fe.
Poco después del Concilio, mi gran predecesor Pablo VI quiso volver a hablar de la Virgen Santísima exponiendo los fundamentos y criterios de aquella singular veneración que la Madre de Cristo recibe en la Iglesia así como las diferentes formas de devoción mariana litúrgicas, populares y privadas.
María apareció antes de Cristo en el horizonte de la historia de la salvación como una verdadera estrella de la mañana" ("stella matutina"). Igual que esta estrella junto con la aurora precede la salida del sol, así María ha precedido la venida del Salvador, la salida del "sol de justicia" en la historia del género humano. Su presencia en medio de Israel, tan discreta, que pasó casi inobservada a los ojos de sus contemporáneos, resplandecía claramente ante el Eterno.
Quiero hacer referencia sobre todo a aquella "peregrinación de la fe" en la que "la Santísima Virgen avanzó, manteniendo fielmente su unión con Cristo". No se trata sólo de la historia de la Virgen Madre, de su personal camino de fe, sino además de la historia de todo el Pueblo de Dios, de todos los que toman parte en la misma peregrinación de la fe. María precedió convirtiéndose en "tipo o modelo de la Iglesia". La peregrinación de la fe indica la historia interior, es decir, la historia de las almas. Pero es también la historia de los hombres, sometidos en esta tierra a la transitoriedad. El plan divino de la salvación, que nos ha sido revelado plenamente con la venida de Cristo, es eterno. Abarca a todos los hombres pero reserva un lugar particular a la "mujer" que es la Madre de aquel al cual el Padre ha confiado la obra de la salvación.
María es introducida definitivamente en el misterio de Cristo a través de la anunciación del ángel que dice a la Virgen. "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo". Después del anuncio del mensajero celestial, la Virgen de Nazaret es llamada también "bendita entre las mujeres"; es una bendición espiritual que se refiere a todos los hombres; es una bendición derramada por obra de Jesucristo en la historia del hombre desde el comienzo hasta el final: a todos los hombres.
El mensajero divino le dice: "No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Vas a concebir y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús... El Espíritu vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios". Como afirma el Concilio, María es "Madre de Dios Hijo y por tanto la hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo" (LG,53).
En virtud de la riqueza de la gracia, María ha sido preservada de la herencia del pecado original. De esta manera, desde el primer momento de su concepción, es decir, de su existencia, es de Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante. En el designio salvífico de la Santísima Trinidad, el misterio de la Encarnación constituye el cumplimiento sobreabundante de la promesa hecha por Dios a los hombres después del pecado original, después de aquel primer pecado cuyos efectos pesan sobre toda la historia del hombre en la tierra (cf Gen 3,15).
El mensajero divino se había referido a cuanto había acontecido en Isabel. Así pues, María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su pariente. Cuando entra, Isabel, al responder a su saludo y sintiendo saltar de gozo al niño en su seno, "llena del Espíritu Santo", saluda a María en voz alta: "Bendita tú entre las mujeres"... ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a visitarme? Isabel da testimonio de María: reconoce y proclama que ante ella está la Madre del Señor, la Madre del Mesías.
En el saludo de Isabel cada palabra está llena de sentido y, sin embargo, parece ser de importancia fundamental lo que dice al final. "¡Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!"... La fe de María puede parangonarse a la de Abraham, llamado por el Apóstol "nuestro padre en la fe". Como Abraham "esperando contra toda esperanza", creyó y fue hecho padre de muchas naciones" (cf Rom 4,18), así María creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios. Como el Patriarca del Pueblo de Dios, así también María, a través del camino de su fiat filial y maternal, "esperando contra toda esperanza", creyó.
María oye algo más tarde otras palabras: las pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén, cuarenta días después del nacimiento de Jesús. Un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, aparece al comienzo del "itinerario" de la fe de María. Simeón se dirige a María con estas palabras: "Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel y para señal de contradicción... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones... y a ti misma una espada te atravesará el alma". Este anuncio confirma su fe en el cumplimiento de las promesas divinas y le revela también que deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de la fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa.
Después de la muerte de Herodes, cuando la Sagrada Familia regresa a Nazaret, comienza el largo período de la vida oculta. Diariamente junto a ella está el Hijo a quien ha puesto por nombre Jesús. A lo largo de la vida oculta de Jesús en la casa de Nazaret, también la vida de María está "oculta con Cristo en Dios" (Col 3,3) por medio de la fe. María, diaria y constantemente está en contacto con el misterio inefable de Dios que se ha hecho hombre. María es bienaventurada porque "ha creído" y cree cada día en medio de todas las pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús y luego durante los años de su vida oculta en Nazaret, donde "vivía sujeto a ellos": sujeto a María y también a José, porque éste hacía las veces de padre ante los hombres; de ahí que el Hijo de María era considerado también por las gentes como "el hijo del carpintero".
Aquella a la cual había sido revelado más profundamente el misterio de su filiación divina, su Madre, vivía en la intimidad con este misterio sólo por medio de la fe. Hallándose al lado del Hijo, bajo el mismo techo y "manteniendo fielmente la unión con su Hijo, avanzaba en la peregrinación de la fe", como subraya el Concilio. De donde, día tras día, se cumplía en ella la bendición pronunciada por Isabel en la visitación: "Feliz la que ha creído".
Unión por medio de la fe, la misma fe que había acogido la revelación del ángel en el momento de la anunciación: "Él será grande... el Señor Dios le dará el trono de David, su padre... reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin". Y he aquí que estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un completo desmentido de estas palabras. Su Hijo agoniza sobre aquel madero como un condenado. "Despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores... despreciable y no le tuvimos en cuenta": casi anonadado (cf Is 53,35) ¡Cuán grande, cuán heroica es estos momentos la obediencia de la fe demostrada por María. "Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios y se despojó de su rango tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres"; concretamente en el Gólgota "se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Phil 2,5-8). A los pies de la Cruz, María participa por medio de la fe en el desconcertante misterio de este despojamiento. Por medio de la fe, la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora. Enseñan los Padres de la Iglesia, y de modo especial san Ireneo, citado por la Constitución Lumen gentium: "El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe". Los Padres -como recuerda todavía el Concilio- llaman a María "Madre de los vivientes" y afirman a menudo: "la muerte vino por Eva, por María la vida".
El Evangelio de Lucas recoge el momento en el que "alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo, dirigiéndose a Jesús: ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!" (Lc 11,27). Estas palabras constituían una alabanza para María como madre de Jesús según la carne. Gracias a esta maternidad, Jesús -Hijo del Altísimo- es un verdadero hijo del hombre: es el Verbo (que) se hizo carne. Es carne y sangre de María.
El Evangelio de Juan nos presenta a María en las bodas de Caná que aparece allí como madre de Jesús al comienzo de su vida pública. María contribuye a aquel "comienzo de las señales" que revelan el poder mesiánico de su Hijo. Es evidente que en aquel hecho se delinea ya con bastante claridad la nueva dimensión, el nuevo sentido de la maternidad de María en la dimensión del Reino de Dios. Nueva maternidad según el espíritu y no únicamente según la carne, o sea la solicitud de María por los hombres: el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades...
María se pone entre su Hijo y los hombres. Se pone "en medio", o sea hace de "mediadora" no como persona extraña, sino en su papel de madre. Su mediación tiene un carácter de intercesión. María "intercede" por los hombres. No solo: como Madre desea también que se manifieste el poder mesiánico del Hijo, es decir su poder salvífico encaminado a socorrer la desventura humana, a liberar al hombre del mal que bajo diversas formas y medidas pesa sobre su vida. El Concilio presenta en su magisterio a la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia. María, como Madre de Cristo, está unida de modo particular a la Iglesia. En las palabras dirigidas a los criados, "haced lo que Él os diga", la Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo.
Retiro de noviembre (sobre la Iglesia y Cristo Rey) LECTURA ESPIRITUAL
Sobre Jesucristo, Redentor del hombre (B)
A Cristo Redentor he elevado mis sentimientos y mi pensamiento el día 16 de octubre del año pasado cuando, después de la elección canónica, me fue hecha la pregunta: "¿Aceptas?". Respondí entonces: "En obediencia de fe a Cristo mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante las graves dificultades, acepto".
He elegido los mismos nombres que había escogido mi amadísimo predecesor Juan Pablo I. Cuando él declaró que quería llamarse Juan Pablo -un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del Papado-, divisé un auspicio elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Deseo, al igual que él, expresar mi amor por la singular herencia dejada a la Iglesia por los Pontífices Juan XXIII y Pablo VI que constituyen una etapa como umbral a partir del cual quiero proseguir hacia el futuro.
Esta herencia está enraizada vigorosamente en la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente nuevo, jamás conocido anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II. Lo que el Espíritu dijo a la Iglesia, lo que en esta Iglesia dice a todas las Iglesias, no puede -a pesar de inquietudes momentáneas- servir más que para una mayor cohesión del Pueblo de Dios, consciente de su misión salvífica. De esta conciencia Pablo VI hizo el tema de su principal Encíclica, Ecclesiam suam a la que quiero referirme en este primer documento inaugural de mi pontificado. Esta conciencia se ha demostrado a veces más fuerte que las diversas orientaciones críticas que atacaban ad intra, desde dentro, a la Iglesia, a sus instituciones y estructuras, a los hombres de la Iglesia y su actividad. Tal crítica creciente ha tenido sin duda causas diversas y estamos seguros, por otra parte, de que no ha estado siempre privada de un sincero amor a la Iglesia. El criticismo debe tener sus límites justos. En caso contrario deja de ser constructivo y no sería expresión de la actitud de servicio, sino más bien de la voluntad de dirigir la opinión de los demás según la opinión propia, divulgada a veces de manera demasiado desconsiderada.
Al mismo tiempo se siente la Iglesia interiormente más inmunizada contra los excesos del autocriticismo, es más resistente frente a las variadas "novedades", más madura en el espíritu de discernimiento, más idónea a extraer de su perenne tesoro "cosas nuevas y cosas viejas", más centrada en su propio misterio y, gracias a todo esto, más disponible para la misión de la salvación. Esta Iglesia está -contra todas las apariencias- mucho más unida en la comunión de servicio y en la conciencia del apostolado. El principio de la Colegialidad se ha demostrado particularmente actual en el difícil período postconciliar. Este espíritu se ha extendido asimismo entre los laicos. Me es necesario tener en la mente todo esto al comienzo de mi pontificado para dar gracias a Dios.
El inolvidable Juan XXIII, con claridad evangélica, planteó el problema de la unión de los cristianos como simple consecuencia de la voluntad del mismo Jesucristo, nuestro Maestro, afirmada varias veces y expresada de manera particular en la oración del Cenáculo, la víspera de su muerte: "para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti". Una cosa es cierta: hemos trabajado con perseverancia, coherencia y valentía. Es cierto además que, en la presente situación histórica de la cristiandad y del mundo, no se ve otra posibilidad de cumplir la misión universal de la Iglesia. Debemos, por tanto, buscar la unión sin desanimarnos, de otra manera no seremos fieles a la palabra de Cristo, no cumpliremos su testamento. ¿Es lícito correr este riesgo?
Hay personas que hubieran preferido echarse atrás. Algunos, incluso, expresan la opinión de que estos esfuerzos son dañosos para la causa del Evangelio, conducen a una ulterior ruptura de la Iglesia, provocan confusión de ideas y abocan a un específico indiferentismo. Posiblemente será bueno que tales opiniones expresen sus temores... A todos aquellos que por cualquier motivo quisieran disuadir a la Iglesia de la búsqueda de la unidad universal de los cristianos hay que decirles una vez más: ¿Nos es lícito no hacerlo?
Aunque de modo distinto y con las debidas diferencias, hay que aplicar lo que se ha dicho a la actividad con las religiones no cristianas. ¿No sucede a veces que la creencia firme de los seguidores de las religiones no cristianas haga quedar confundidos a los cristianos, muchas veces tan dispuestos a dudar en las verdades reveladas, tan propensos al relajamiento de los principios de la Moral y a abrir el camino al permisivismo ético?
La Iglesia anuncia la verdad que no viene de los hombres, sino de Dios. "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado", esto es, del Padre. De este modo, la misma dignidad de la persona humana se hace contenido de aquel anuncio, incluso sin palabras. No todo aquello que los diversos sistemas ven y propagan como libertad está la verdadera libertad del hombre. La Iglesia, en virtud de su misión divina, se hace custodia de esta libertad que es condición y base de la verdadera dignidad de la persona humana. La Iglesia es salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana, del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión: el hombre en su única e irrepetible realidad humana, imagen y semejanza con Dios mismo. El Concilio indicó que "el hombre es la única criatura que Dios ha querido por sí misma" (GS,24).
"La palabra que oís no es mía, sino del Padre que me ha enviado". Con profunda emoción escuchamos a Cristo y esta afirmación de nuestro Maestro nos advierte sobre la responsabilidad por la Verdad revelada que es propiedad de Dios mismo. El Hijo, como profeta y maestro, siente la necesidad de subrayar que actúa con plena fidelidad a su divina fuente. Hemos sido hechos partícipes de esta misión de Cristo profeta y en virtud de la misma misión servimos a la verdad divina. La responsabilidad de esta verdad significa también amarla y buscar su comprensión más exacta para hacerla más cercana a nosotros La Teología tuvo siempre y continúa teniendo una gran importancia para, de manera creativa y fecunda, participar en la misión profética de Cristo. Es un servicio en la Iglesia y, como en épocas anteriores, también hoy los teólogos y todos los hombres de ciencia están llamados a unir la fe con la ciencia y la sabiduría para contribuir a su recíproca compenetración. También la fe debe profundizarse tendiendo a la comprensión de la Verdad con un enorme trabajo que supone un cierto pluralismo de métodos. Nadie puede hacer de la Teología una especie de colección de los propios conceptos personales. La participación en la misión profética de Cristo compete de manera particular a los Pastores pero también a los padres en su catequesis familiar a sus propios hijos. Y qué decir de los especialistas en las ciencias naturales, en las letras, los médicos, los juristas, los hombres del arte y de la técnica, los profesores de los distintos grados y especializaciones mientras educan en la verdad y enseñan a madurar en el amor y la justicia.
La Iglesia participa también en la misión de su Maestro mediante la sumisión a la forma sacramental, sobre todo en la Eucaristía, centro y vértice de toda la vida sacramental. En este sacramento se renueva continuamente el misterio del sacrificio que Cristo hizo sobre el altar de la cruz: sacrificio que el Padre aceptó cambiando esta entrega total de su Hijo con la entrega paternal, es decir con el Don de la vida nueva e inmortal en la resurrección. Vida nueva que se ha hecho signo eficaz del nuevo Don que es el Espíritu Santo mediante el cual la vida divina es comunicada a todos los hombres que están unidos a Cristo. El precio de nuestra redención demuestra nuestra dignidad de hijos de Dios y a semejanza de Cristo llegamos a ser al mismo tiempo "reino y sacerdotes", obtenemos el "sacerdocio regio", es decir, participamos en la única e irreversible devolución del hombre y del mundo al Padre.
La Eucaristía construye la Iglesia como auténtica comunidad del Pueblo de Dios, como asamblea de fieles. Por eso la Iglesia vive de la Eucaristía, sacramento inefable, incapaz de traducirse en palabras que expresen lo que en ella se realiza... La Eucaristía por tanto no puede ser tratada sólo como una ocasión para manifestar la fraternidad. Él se entrega a nosotros con confianza ilimitada, como si no tomase en cuenta nuestra debilidad humana, nuestra indignidad, los hábitos, las rutinas o, incluso, la posibilidad de ultraje.
La primera palabra de la enseñanza de Cristo, la primera frase del Evangelio era "arrepentios y creed en el Evangelio". Sin este constante y siempre renovado esfuerzo por la conversión, disminuiría de manera esencial y universal nuestra participación en el sacerdocio de Cristo. En efecto, en Cristo el sacerdocio está unido con el sacrificio propio, con su entrega ilimitada al Padre.
La conversión es un acto interior en el que el hombre no puede ser sustituido por otros, no puede hacerse reemplazar. Es necesario que este acto sea con toda la profundidad de su conciencia y de su confianza en Dios poniéndose ante Él. La Iglesia, observando la praxis plurisecular de la confesión individual, unida al acto personal de dolor y al propósito de la enmienda y satisfacción, defiende el derecho particular de cada alma. Es el derecho a un encuentro personal con Cristo y, como es evidente, es el derecho de Cristo mismo hacia cada hombre redimido por Él.
El Concilio Vaticano II indica nuestra participación en la triple misión de Cristo poniendo de relieve también la característica "real" de la vocación cristiana. Nuestra participación en la misión "real" de Cristo, nuestra "realeza", es re-descubrir la particular dignidad de nuestra vocación que puede expresarse como disponibilidad a servir según el ejemplo de Cristo que "no ha venido a ser servido, sino a servir". Se puede verdaderamente "reinar" sólo "sirviendo" y el "servir" exige una madurez espiritual; hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio.
El Concilio Vaticano II, presentando un cuadro completo del Pueblo de Dios, recordando qué puesto ocupan en él no sólo los sacerdotes, sino también los seglares, no sólo los representantes de la Jerarquía, sino además los de los Institutos de vida consagrada, no ha sacado esta imagen sólo de una premisa sociológica. La Iglesia, como sociedad humana, puede sin duda ser examinada según las categorías de las que se sirven las ciencias sociales, aunque estas categorías son insuficientes porque no se trata sólo de una "pertenencia social" sino que es para cada uno y para todos, una concreta "vocación", una llamada particular. Debemos sobre todo ver a Cristo que dice a cada miembro: "¡Sígueme!"; ésta es la comunidad de los discípulos. Cada uno a veces muy consciente y coherente, a veces con poca responsabilidad y mucha incoherencia.
El Vaticano II ha dedicado una especial atención a impulsar a esta comunidad para que sea consciente de su propia vida y actividad. Se trata de una verdadera renovación de la Iglesia que supone un adecuado conocimiento de la vocación y de la responsabilidad por esta gracia singular, única e irrepetible de la llamada. En base a esto tienen que construir sus vidas los esposos, los padres, las mujeres y los hombres de condición y profesión diversas, comenzando por los que ocupan en la sociedad los puestos más altos. Éste es precisamente el principio de aquel "servicio real" que nos impone a cada uno el deber de exigirnos exactamente aquello a lo que hemos sido llamados, a lo que -para responder a la vocación- nos hemos comprometido personalmente, con la gracia de Dios. En la Iglesia, por la actuación del Espíritu Santo, cada uno tiene "el propio don", don que a pesar de ser una vocación personal y una forma de participación en la tarea salvífica de la Iglesia, sirve a la vez a los demás, construye la Iglesia. En la fidelidad a la vocación, o sea la disponibilidad al "servicio real" deben distinguirse los esposos..., los sacerdotes..., todos nosotros... en el pleno uso del don de la libertad que es donación sin reservas de toda la persona. En nuestro tiempo se considera a veces erróneamente que la libertad es un fin en sí misma. La libertad en cambio es un don grande sólo cuando sabemos usarla responsablemente para el bien. Cristo nos enseña que el mejor uso de la libertad es la caridad que se realiza en la donación y en el servicio. Para tal "libertad nos ha liberado Cristo" y nos libera siempre.
Al comienzo de mi pontificado quiero dirigir mi pensamiento y mi corazón al Redentor del hombre, deseo entrar y penetrar en el ritmo más profundo de la vida de la Iglesia que, siempre y en especial en estos tiempos, tiene necesidad de una Madre. Debemos una gratitud particular a los Padres del Concilio Vaticano II que lo han expresado así en Lumen gentium y Pablo VI, inspirado en esta doctrina, proclamó a la Madre de Cristo "Madre de la Iglesia". María debe encontrarse en todas las vías de la vida cotidiana. Mediante su presencia materna, la Iglesia vive la vida de su Maestro y Señor también en esta etapa de la historia que se está acercando al final del segundo milenio que persevera con ella, la Madre de Jesús, al igual que perseveraban los apóstoles y los discípulos del Señor después de la Ascensión, en el Cenáculo de Jerusalén. Suplico a la celeste Madre de la Iglesia que, en este nuevo Adviento de la humanidad, se digne perseverar con nosotros, el Cuerpo místico de su Hijo. Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir el Espíritu Santo y convertirnos en testigos de Cristo "hasta los últimos confines de la tierra", como aquellos que salieron del Cenáculo el día de Pentecostés.
Retiro de diciembre (acerca de Navidad) LECTURA ESPIRITUAL
Sobre la vida humana
El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: "Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor" (Lc 2,10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta gran alegría; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano y la alegría mesiánica constituye alegría por cada niño que nace.
El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana. Es realidad sagrada que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos.
Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf Rom 2,14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política. Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: "El Hijo de Dios, con su Encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS,22). En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad el valor incomparable de cada persona humana.
Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos. Ya el Concilio Vaticano II denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana: "Todo lo que se opone a la vida... todo lo que viola la integridad de la persona humana... todo lo que ofende a la dignidad humana...... todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes las practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador" (GS,27). Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural. Amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual. Sobre este presupuesto se pretende no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias.
El Consistorio extraordinario de Cardenales de abril de 1991 me pidió ratificar, con la autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable. Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada Hermano en el Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad episcopal, me ofrecieran su colaboración para redactar un documento al respecto. Hoy una gran multitud de seres humanos está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida. La presente Encíclica quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana!
"No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes" (Sap 1,13). El Evangelio de la vida proclamado al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de vida plena y perfecta, está como en contradicción con la experiencia. La muerte entra por la envidia del diablo y por el pecado de los primeros padres. Y entra a través de la muerte de Abel causada por su hermano Caín. Esta primera muerte es presentada con elocuencia singular en una página del libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a escribir, sin tregua y con degradante repetición en el libro de la historia de los pueblos...
Caín se irritó y su rostro se abatió porque Dios miró propicio a Abel y su oblación... sin embargo Dios no interrumpió su diálogo con Caín. Le reprende recordándole su libertad frente al mal. Los celos y la ira prevalecen y así Caín se lanza contra su hermano y lo mata. El hermano mata a su hermano. En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, como nos recuerda el apóstol Juan: "Pues éste es el mensaje que habéis oído desde el principio: que os améis unos a otros. No como Caín que, siendo del maligno, mató a su hermano" (1Jn 3,11).
Dios no puede dejar impune el delito: la sangre del asesinado clama justicia a Dios. Caín es maldecido por Dios y también por la tierra que le negará sus frutos. Y es castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el desierto, lugar de miseria, de soledad y de lejanía de Dios. Pero Dios "puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara" (Gen 4,15) para protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante.
La pregunta del Señor, ¿qué has hecho?, se dirige también hoy al hombre contemporáneo. Hay amenazas que proceden de la Naturaleza misma pero otras sin embargo son fruto de situaciones de violencia, odio, intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a agredirse entre sí con homicidios, guerras, matanzas y genocidios. ¿Cómo no pensar en la violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición y al hambre?, ¿o en la violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio escandaloso de armas que favorece la espiral de tantos conflictos armados que ensangrientan el mundo?... Es imposible enumerar completamente la vasta gama de amenazas contra la vida humana... Pero nuestra atención quiere concentrarse, en particular, en los atentados relativos a la vida naciente y terminal. ¿Cómo se ha podido llegar a una situación semejante? Hay una profunda crisis de la cultura que engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética. Se tiende a disimular algunos delitos contra la vida naciente y terminal con expresiones de tipo sanitario.
Muchos y graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar el clima de extendida incertidumbre moral. Estamos frente a una verdadera y auténtica estructura de pecado promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas. Se puede hablar , en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles, una especie de conjura contra la vida. Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de productos farmacéuticos que hacen posible la muerte del feto. Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción... En muchísimos casos estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presupone un concepto egoísta de la libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar absolutamente.
Amenazas no menos graves afectan también a los enfermos incurables y a los terminales. En el conjunto del horizonte cultural no deja de influir también una especie de actitud prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de la muerte porque decide sobre ellas.
Otro fenómeno actual es el demográfico. Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos métodos y atentados contra la vida en las situaciones de "explosión demográfica". "El antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la presencia y aumento de los hijos de Israel, los sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran asesinados todos los recién nacidos varones de las mujeres hebreas" (Ex 1,7-22). La humanidad de hoy ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante. No se trata sólo de amenazas procedentes del exterior, de las fuerzas de la Naturaleza o de los "caines" que asesinan a los "abeles". No; se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática.
La pregunta del Señor, "¿Qué has hecho?", parece como una invitación a Caín para ir más allá de la materialidad de su gesto homicida... A las nobles declaraciones universales de los derechos del hombre, se contrapone en la realidad su trágica negación, más desconcertante y escandalosa precisamente por producirse en una sociedad que hace de la defensa de los derechos humanos su objetivo principal. Una mirada al horizonte mundial hace pensar que esa afirmación misma es un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los Países ricos. Es necesario llegar al centro del drama: el eclipse del sentido de Dios y del hombre característico del secularismo que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba a las mismas comunidades cristianas.
La sangre de todo hombre asesinado es un clamor que se eleva al Señor. De una forma absolutamente única, clama a Dios la sangre de Cristo de quien Abel, en su inocencia, es figura profética.
También para nosotros resuena clara y fuerte la invitación de Moisés:"Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia...; te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida para que vivas tú y tu descendencia" (Dt 30,15.19).
La mirada vuelve espontánea al Señor Jesús, "el Niño nacido para nosotros", para contemplar en Él la Vida que se manifestó. En el misterio de este nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el hombre. Quien acogió la Vida en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre. Por esto María, como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues, al dar a luz esta Vida, regeneró en cierto modo a todos los que debían vivir por ella.
La hostilidad de las fuerzas del mal es una oposición encubierta que, antes de afectar a los discípulos de Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo, María debe huir con José y el Niño a Egipto.
María ayuda a la Iglesia a tomar conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón quiere devorar al Niño recién nacido al que María engendra y que la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de las diversas épocas de la historia. María, mostrándonos a su Hijo, nos asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en Él.
"Oh María, aurora del nuevo mundo, Madre de los vivientes: a Ti confiamos la causa de la vida... Haz que quienes creen en tu Hijo sepan anunciar con firmeza y amor a los hombres de nuestro tiempo el Evangelio de la vida".
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
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