Anuario Filosófico, 2002 (35), 629-653
Jorge Peña Vidal. Universidad de los Andes
Avda. S. Carlos de Apoquindo 2200
Las Condes, Santiago (Chile) jpeña @uandes.cl
The article is centered in The Way's point: "Do you really want to be a saint? Carry out the little duty of each moment: do you ouht and concentrate on what you are doing" (n° 815) and specially be in the things you do. Whoever truthfully is in everything and entirely in all the things he or she does will do everything right, with passion and personal style. It is difficult to devote our mind and heart entirely to the things we are dealing with. We want to be "somewhere else", in a "different place", sorrounded by other circumstances. This is the "wishful misticism" (mística ojalatera): an insidious and subtle enemy for these who seek for sanctity in everyday life.
Todo un programa de santidad se deriva del punto 815 de Camino incluido dentro del capítulo de "Cosas pequeñas", título por cierto, algo inusual en las obras de espiritualidad. Ese punto, o para ser más exactos, parte de ese aforismo o pensamiento, va a constituir el eje de estas reflexiones. Que esté situado dentro del marco general de "Cosas pequeñas" ya es indicativo de una de las características centrales del espíritu del Opus Dei: el amor a la realidad concreta. Ese mismo realismo se trasunta en todas las palabras de Josemaría Escrivá. Sabe no perderse en complejas y abstractas consideraciones generales, quizás muy coherentes e iluminadoras desde las alturas y la distancia del vuelo especulativo, pero que resultan inoperantes en la práctica, sin fuerza transfiguradora ni energía transformadora.
Resulta llamativo, en los escritos de Escrivá de Balaguer, la atención que dispensa a las complejidades de lo real, siempre compuesta de cosas pequeñas, y su sabiduría para acertar al proponer soluciones prácticas y operativas. No hay lugar para consideraciones densas o problemáticos cuestionamientos. Tenía, y creo que esto se refleja en todo el espíritu del Opus Dei, el carisma de lo concreto. No hablaba de vaguedades humanistas, de sustantivos abstractos (paz, fraternidad, solidaridad, justicia, verdad), tan habituales en cierta predicación eclesiástica que suele jugar con esas palabras generales pronunciándolas en distinto y alternativo orden para formar frases elocuentes, solemnes y sonoras, pero en el fondo huecas por su generalidad.
Él proponía, en cambio, modos concretos de vivir esas sublimes verdades encerradas en tan densas y significativas palabras. De este modo, en sus escritos, esas grandes palabras no son meros recursos retóricos, no suenan vacías en su abstracta generalidad, sino que se muestran cargadas de significación, cercanas y vivas, concretas y operativas, eficaces y prácticas. Así también parecen recuperar su fuerza y atractivo originario, se tornan punzantes, agudas, incluso revolucionarias, al proponer y exigir en el oyente o lector un cambio de actitud o conversión.
Pero dicho esto, citemos el punto de Camino que constituirá el centro de nuestras consideraciones: "¿Quieres de verdad ser santo? Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces" (n° 815). Dejaré a otros que se ocupen de la importancia de las Cosas Pequeñas a lo que alude la frase "el pequeño deber de cada momento". Baste decir aquí, que los ideales desmesurados, las gestas heroicas y las palabras altisonantes, parece que no se avienen a la cotidiana realidad que discurre en cada momento. Asimismo, si bien la palabra deber -tras un uso y abuso a partir de Kant- ha sufrido un creciente desprestigio y ha perdido gran parte de su fuerza propia y verdadera, requiriendo de una purificación conceptual (1), aquí nos bastará consignar que la paz interior, "la tranquilidad en el orden" (san Agustín), sigue estrechamente vinculada al cumplimiento del deber. Lo que ahora sí nos proponemos, es focalizar nuestra atención en lo que está implicado en este "estar en lo que se hace" de lo que nos habla este punto de Camino.
¿En qué consiste este "estar en lo que se hace"? A primera vista parece una perogrullada, algo obvio e incluso trivial. ¿Se puede decir que no estamos siempre en lo que hacemos? ¿Acaso el sujeto puede hacer algo sin estar en lo que hace? y si es así ¿cómo puede ser eso? Lo que se hace, sin estar en ello, ¿es que lo realiza un yo mecanizado, otro yo debilitado o fantasmal, un yo abocado a las cosas prosaicas? De ser así, ¿dónde se encontraría el verdadero yo? ¿Acaso en asuntos sublimes, heroicos, ideales, mientras que el otro yo está en asuntos corrientes y vulgares? La seguidilla de preguntas que hemos hecho, de alguna manera nos ha puesto en la pista correcta. Efectivamente, como veremos, cabe un desdoblamiento al interior del yo de modo que no se esté del todo en lo que se hace.
Veremos:
1º) este desdoblamiento al interior del sujeto, que Mons. Escrivá de Balaguer denominó mística ojalatera.
2º) Luego, esta "mística" en cuanto que afecta al imaginario espacial: estar en otro lugar;
3º) en cuanto que afecta al imaginario temporal: estar en otro tiempo.
4º) Posteriormente, consideraremos cómo toda autosuperación y progreso implica una previa aceptación de la realidad y de sí mismo.
5º) Finalizaremos, considerando cómo el amor a Dios dota de carga de eternidad al momento presente, que es el que puede ser santificado y elevado al orden sobrenatural.
1. Mística ojalatera
¿Por qué resulta difícil estar en lo que se hace? La respuesta es sencilla y roza la obviedad. Simplemente porque siempre, de alguna manera, queremos estar "en otra parte". Quizás porque estamos hechos para otra parte. Estamos en el tiempo y lo finito, pero por la apertura ilimitada de la inteligencia y la voluntad en su irrestricta apertura a la totalidad de verdad y bien, permanentemente estamos ansiando otra cosa; con constantes anhelos de eternidad e infinitud porque en cierto modo estamos hechos para lo absoluto y lo eterno. Y lo que no sea eso nos defrauda. Exigimos de lo relativo (la amada, el dinero, el partido), por extraña desmesura en nuestros deseos, lo absoluto. y así parece que oscilamos, en lo que se refiere a nuestros deseos, entre la idolatría y el cinismo, pues o bien se adora un objeto bien relativo y limitado, o bien se le desdeña y desprecia porque es incapaz de otorgarnos lo que le pedimos.
Esta apertura a lo ilimitado introduce una dinámica en nuestra imaginación en virtud de la cual se hace arduo aceptar y valorar la realidad, bien limitada y finita, en que estamos insertos y en la que nuestra vida se desenvuelve. Por ello no es nada obvio y es muy arduo, quizás pocas cosas son más difíciles, que este estar todo y del todo en lo que hacemos. ¡Con cuánta frecuencia comprobamos que muchas veces no estamos, o no estamos del todo, en aquello que hacemos! Es meramente aparente la presunta facilidad de estar en lo que se hace.
En otros trabajos que hemos realizado en torno a la imaginación (2), hemos concluido en un axioma ético relativo al verdadero sentido y finalidad de la actividad imaginativa: es válida aquella actividad imaginativa que nos permite aprehender toda la riqueza de lo real; riqueza que no se limita a su mera aprehensión lógica y conceptual. Lo psicológicamente dañino es la actividad imaginativa que rompe los vínculos con el ser y la realidad y tiende a sacamos de ella, y, con ello, a no ver ni valorar lo real. En este sentido cabe detectar una fuerza centrífuga de la imaginación que lleva a sacar la inteligencia y el corazón de aquello que tenemos entre manos, de aquello que constituye nuestra realidad cotidiana, de nuestro trabajo y de los seres que nos rodean. Como dijimos, parece que el hombre nunca estuviera contento con lo que tiene entre manos, que ansía y quiere otra cosa.
Pero cuando se permite esto, que el corazón y la cabeza emigren lejos de la realidad que tenemos entre manos, es inevitable que se produzca un desdoblamiento entre el ideal soñado y anhelado y la realidad cotidiana, que se tiene por anodina y trivial. Se desea y sueña con estar en otra parte, en otro lugar, en otra situación; desde luego más gratificante, estimulante y plena.
Es frecuente encontrarse con personas que están siempre quejándose de la actividad que desarrollan y añoran otra distinta, sin duda más esplendorosa y brillante. Como se cuenta de aquel que con quejumbrosa y rezongona cantinela decía: -"¡Lo mío, lo verdaderamente mío, es la literatura!; pero ya ves, aquí me tienes haciendo miserables crónicas periodísticas, vanas, superficiales... pero de algo hay que vivir"; otro: -"¡Oh, si yo pudiera dedicarme a la pintura! -y los ojos se entornan con aire soñador y anhelante- es lo que me gusta y apasiona... pero no puedo y debo dedicarme a hacer estas caricaturas baratas por las que me puedan pagar algo". Hablan con menosprecio de lo que constituye su trabajo -pálida actividad al lado de la literatura y el arte, su verdadera y presunta vocación- y se refieren a su tarea con tono sombrío y carcelario. Han permitido que su vida se desdoble entre un ideal soñado y esperanzadoramente acariciado, y un trabajo anodino y sin brillo que se sobrelleva y soporta. Han permitido que su corazón y su cabeza vuelen imaginativamente lejos de la labor que llevan y que constituye su realidad.
En todo caso, la mayor parte de los hombres no vive la realidad, sino una ficción que ellos mismos se han inventado. La realidad para ellos es demasiado árida y mezquina, insignificante y desapasionada. Y ellos, claro está, son grandes leones dorados y rugientes, o al menos lo son ante los ojos de su imaginación.
Sin embargo sabemos por experiencia que, siempre que ponemos todo el corazón y la cabeza en lo que tenemos entre manos, ese trabajo o esa actividad se torna interesante, original y creativa. Si no permitimos que nuestra mente se vaya lejos de lo que tenemos entre manos, y estamos todo y del todo en lo que hacemos, esa actividad termina por apasionar y gustar, se vuelve personal y creadora. Sabiendo estar del todo implicados en lo que hacemos, no hay trabajo que sea mera fatalidad, quejumbrosa actividad y mecánico quehacer. Ese trabajo se hará bien, con arte y fuego creador. Hay modos de trabajar -de barrer la plaza y hacer el aseo, de dar una clase y asistir a una lección, de prestar un servicio a un cliente, de escuchar a un paciente y construir una casa, de atender, preguntar y sonreír- que denotan arte y poesía, estilo personal y la alegría de lo bien hecho. Quien así está en lo que hace, quien no permite que la imaginación lo saque de la realidad que tiene entre manos, hará bien las cosas.
De este modo podemos decir que hay una manera de trabajar con arte, con belleza y estilo que refleja nuestro sello personal y nuestro gusto por lo que hacemos. Y sólo si nuestro amigo hace bien esas menospreciadas crónicas periodísticas, con arte y estilo literario, puede confiar en que quizás el futuro le depare el poder dedicarse a la literatura. Y si esas caricaturas y viñetas se hacen a conciencia, con esmero y cariño, no estará lejos el día, quizás, en que pueda abocarse a las aventuras pictóricas con las que sueña (3). Si se hace bien y con esmero lo que ahora sí se tiene entre manos, nuestro trabajo, nuestras obligaciones cotidianas, quizás no esté tan lejos la realización de esas actividades con las que se sueña. O, simplemente, no hará falta soñar en otra cosa porque valoraremos plenamente lo que hacemos, porque habremos aprendido a encontrar ese "quid divino que se encuentra en las realidades más cotidianas. Ese algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno descubrir" (4).
Pero es un hecho que existe la tendencia a no aceptar las circunstancias concretas que rodean nuestra vida y nuestro trabajo, a salir del sitio en que se está, a no aceptar la realidad: y el que trabaja en el campo sueña con las posibilidades de la gran urbe; el que está en la ciudad agobiado por el smog, el estrépito y la agitación, anhela imaginariamente la vida más natural y tranquila del campo; el que es soltero quisiera casarse, y el que está casado piensa en los perdidos privilegios de la soltería; el que está casado con ésta, hubiera preferido estarlo... con esta otra; el que da clases en el colegio sueña con los presuntos horizontes más amplios de la universidad; y el que trabaja en la universidad se queja de las innumerables tareas administrativas, y recurrentemente imagina que para lo que sí se está dotado es para la investigación. Siempre otra cosa, algo distinto de aquello en que se está, una situación diversa a la que tenemos, y mientras tanto, esa realidad de la que sí disponemos y la que sí puede ser ofrecida y santificada, se escapa sin pena ni gloria de entre las manos. La imaginación ha llevado la cabeza y el corazón a otro sitio, a otras condiciones y circunstancias.
La santificación de la vida ordinaria requiere esta dosis de realismo y de amor a la realidad, de agradecida aceptación de lo que somos y hemos sido. En este sentido conviene rechazar la tentación de pensar -porque puede ser tentación- que otro sitio y otras circunstancias son más aptas para el cultivo y desarrollo de nuestras virtudes o potencialidades. Como veremos más adelante, todo cambio o superación supone un previo aceptar tanto la realidad de lo que somos como la situación en que nos encontramos. Por ahora es eso lo que podemos ofrecer y santificar.
En este sentido no hay enemigo más insidioso y sutil, para quienes buscan santificarse en la vida diaria, que la mística ojalatera. Consiste en dejar de estar en lo que se hace y permitir que la cabeza y el corazón emigren lejos de lo que tenemos entre manos. Así se refería el fundador del Opus Dei a ella: "Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera -ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...- y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor"(5).
Este realismo, este carisma de lo concreto, al que ya hemos aludido, parte del presupuesto y la consiguiente convicción de que siempre, sean las que sean las circunstancias en que nos encontremos, estamos en condiciones de amar a Dios. Por tanto no debemos esperar a encontrarnos en condiciones externas ideales, o en una situación más adecuada, que según nuestro parecer serían, mejores, para, entonces, progresar en el Amor a Dios. Se engaña quien piensa -y ésta es otra de las manifestaciones de la mística ojalatera- que se esforzará en el amor a Dios y en la lucha ascética, cuando cambien las circunstancias, cuando dé el examen, supere este mal momento económico, familiar o profesional en que se encuentra, cuando salga aquel trabajo o gane el concurso, o salga de la enfermedad, descanse, o se supere tal o cual problema. Siempre tendremos problemas. Si sólo en esos momentos ideales es posible la santidad, querría decir que ésta sería un lujo reservado para unos pocos, a saber, los que gozan de buena salud, viven de modo desahogado y en la abundancia de bienes.
Se trata de amar a Dios en cada momento, sabiendo ver en todo lo que nos acontece, ya sea una menudencia o una gran contrariedad. la mano providente. paternal y amorosa de Dios. Él es un mendigo de nuestro amor en cada momento y muchas veces posponemos nuestra respuesta ya sea con excusas o con promesas. Pensamos que en ese momento por-venir le responderemos no sólo en esta cosa pequeña sino en eso y mucho más. Consideramos que un cambio de condiciones externas provocará, de modo mágico, un verdadero vuelco y conversión. Puede que a veces sí resulte conveniente un cambio de trabajo o de ambiente, pero en otras ocasiones -las que ahora analizamos-, revela una imaginación movida por la soberbia que aviva la mística ojalatera y denota muchas veces falta de conocimiento propio, de humildad y de realismo.
2. En otro lugar
En este contexto se da lo que el fundador del Opus Dei denomina "la locura de cambiar de sitio": "¡Qué afán hay en el mundo por salirse de su sitio! -¿Qué pasaría si cada hueso, cada músculo del cuerpo humano quisiera ocupar un puesto distinto del que le pertenece? No es otra la razón del malestar del mundo.-Persevera en tu lugar, hijo mío: desde ahí ¡cuánto podrás trabajar por el reinado efectivo de Nuestro Señor" (6).
La razón del malestar proviene del desprecio de la realidad cotidiana, de la existencia diaria y sus afanes; la única que tenemos entre manos y que efectivamente constituye nuestra realidad. Esta valoración de la realidad, rechazando los imaginarios afanes de brillar y de ser visto, sin duda está vinculada con otro aspecto del espíritu del Opus Dei y su profundo realismo. Me refiero a la imitación de los treinta años de vida normal y oculta del Señor en el taller de Nazaret: "en lo de cada día, en lo que está mandado para todos, ahí tenemos la oportunidad de volcamos en amor y de pasar inadvertidos" (7). Perseverando en la tarea cotidiana por amor a Dios y las almas, valorando su eficacia y fecundidad, "sin la locura de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energía!..., sin perder tu vigor y tu luz" (8).
Pero lo que está en juego, sobre todo, antes que las razones anteriormente dadas, es la necesidad de proclamar una espiritualidad específicamente laical y secular (muy necesaria en aquella época en que el Opus Dei daba sus primeros pasos) que está intrínsecamente unida a la debida valoración de la realidad cotidiana. Esto queda del todo patente en la larga cita que consignamos a pie de página (nota 8), y que se encuentra resumida en las siguientes palabras del fundador del Opus Dei: "Hemos de amar el mundo porque es el ámbito de nuestra vida, porque es nuestro lugar de trabajo, porque es el campo de batalla -hermosa batalla de amor y de paz-, porque es donde nos hemos de santificar y hemos de santificar a los demás" (9).
Pese a la articulación unitaria y verdadera unidad de vida que introduce este estar en lo que se hace, puede ser frecuente encontrar en la vida de los hombres cierta tirantez, por momentos difícil de sobrellevar, entre el ideal imaginativamente concebido, vocacionalmente anhelado, y las dificultades de una realidad que muchas veces nos obliga a postergar, e incluso alguna vez a suprimir, lo que para nosotros constituye los más caros anhelos, aquello para lo cual, consideramos, estamos llamados o nos encontramos especialmente dotados. Esas tensiones en muchas ocasiones supondrán decisiones costosas, implicarán algunos sacrificios y sólo podrán ser llevados con alegría cuando se piensa en los demás, en la fecundidad que de allí se deriva o en lo beneficioso que es para aquellos que queremos, la familia o el bien común (10).
Con resuelta decisión algunos hijos de Monseñor Escrivá de Balaguer -es verdad que los menos, los que se dedican a tareas internas de formación de sus miembros- postergan, cambian o incluso dejan (casi siempre temporalmente) su profesión por "hacer la Obra" y sacar adelante la Iglesia. Como hacen, también, muchos padres de familia que deben posponer sus planes personales o cambiar de actividad profesional, que les gusta menos pero es más rentable, porque su familia y los suyos así lo requieren. En estos casos, saben poner toda la cabeza y el corazón en esa nueva actividad que tienen entre manos y lo hacen con mentalidad verdaderamente profesional. Algunas veces brillarán después en actividades para las que inicialmente no se habían preparado, no tenían previstas ni se habían imaginado anteriormente, pero a las cuales las diversas circunstancias de la vida los fueron conduciendo. Sea lo que sea, ya que se prospere en una nueva área no prevista anteriormente, o se trabaje callada y silenciosamente en la formación de los demás, eso, inicialmente, cuando aún no se ha aceptado del todo ni se ha puesto todo el corazón y la cabeza en ello, puede costar. Pero son sabedores, y así la experiencia lo atestigua, de que "Dios no se deja ganar en generosidad", confían con fe y esperanza en la fecundidad de ese trabajo, y esa entrega, como solía decir el fundador del Opus Dei, "Dios la premia con una humildad llena de alegría". Siempre la alegría será el sello de la generosidad, de la verdadera sabiduría, de la humildad agradecida de poder cooperar con la redención.
3. En otro tiempo
La mística ojalatera, como hemos visto, puede afectar a lo que podemos llamar imaginación espacial, es decir, se busca un cambio de ambiente, de lugar donde se está se vive o se trabaja. Pero otras veces afecta a la imaginación temporal. En este sentido, lo real, lo que sí está en nuestras manos, será siempre el presente. La santificación, el otorgar valor eterno a lo temporal conjuga siempre el verbo en presente. Pero es difícil valorar el presente por esta tendencia ya aludida a escaparnos, a no vivir en el presente. Sin embargo, todo realismo valora y tiene en mucho el día de hoy; tarea ardua será vivir con intensidad el presente. Lo vive con máxima intensidad, de modo más consciente y reflexivo, plenamente, el que tiene Presencia de Dios. Cuando el "hoy" se vive en Presencia de Dios es como si el instante se extendiera, se expandiera, adquiriera plenitud, máxima intensidad y como si reclamara eternidad. Es lo que dice san Josemaría cuando habla en Amigos de Dios de "dar a cada instante vibración de eternidad" (11); aquello se trasforma en oro porque trasciende la entera temporalidad que irremediablemente se engulle Cronos.
El punto de incidencia entre lo eterno y lo temporal es el instante; no en vano se habla de lo eterno como un hoy dichoso y para siempre. Lo definitivo de nuestra vida se juega en el ahora y en la hora de nuestra muerte. Por estar inmersos en el tiempo y su continuidad, nos resulta difícil valorar la importancia decisiva del instante, sobre todo del instante de la muerte. De buenas a primeras consideramos que Dios es injusto porque no tiene, "como nosotros", una visión acumulativa de los méritos conseguidos en todo el tiempo de vida y pareciera conformarse con la actitud de los últimos instantes, con los meros restos de lo que queda de una vida, con el último instante del Buen Ladrón... sin, al parecer, darle la importancia debida no a los últimos instantes, sino a toda la suma de méritos acumulados durante toda una vida. Inmersos en el tiempo nos es difícil concebir lo que lo trasciende. En todo caso, ya san Agustín mostraba cómo todas las dimensiones de lo temporal se articulan en torno al presente: "Habría que decir que los tiempos son tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes, y presente de las cosas futuras. El presente de las cosas pasadas es la memoria, el de las cosas presentes, la visión (contuitus), y el de las cosas futuras, la expectación" (12).
Por tanto la mística ojalatera, en su versión imaginativa temporal, procurará sacamos del momento presente y fascinarnos con las añoranzas del pasado o los hechizos del futuro. La evasión de la realidad, la sustracción de lo que tenemos entre manos y es susceptible de ser ofrecido, operará por la vía de una nostalgia de un tiempo pasado, sin duda mejor, o a través de vanos ensueños respecto al futuro, quizás instados desde afanes compensatorios o frustraciones no digeridas o mal aceptadas. La conciencia, muchas veces atenazada por un pasado que oprime y un futuro que preocupa, dejará pasar sin pena ni gloria lo que sí constituye su principal riqueza. El hombre se vuelve incapaz de una acogida amante del presente, justificándose para ello, ya sea en quejas y nostalgias o en esperanzas y ansiedades, cuando no impaciencias.
Jesucristo es bastante claro cuando aconseja respecto al futuro: "no os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su afán"(13). Ya llegará el momento de afrontar ese tiempo que se anticipa imaginativamente con preocupación desmedida. Pues una cosa es prever las cosas para adelantar soluciones, y otra cosa muy distinta, es agobiarse imaginaria y anticipadamente por lo que se teme que pueda suceder. Dios da su gracia para aceptar y sobrellevar situaciones reales, no para enfrentar peligros imaginarios, inexistentes y aun irreales.
En este sentido es luminoso el siguiente aforismo de Gustave Thibon: "Por paradójico que parezca, la esperanza sobrenatural consiste, ante todo, en no pensar en el porvenir. Pues el porvenir es la patria de lo irreal, de lo imaginario. El bien que esperamos de Dios reside en la eternidad, no en el porvenir. y sólo el presente da acceso a lo eterno. Refugiarse en el porvenir es desesperar del presente, es preferir una mentira a ]a realidad que Dios nos envía, gota a gota, cada día. Dios cumple sus promesas al mismo tiempo que las hace. Hodie mecum eris in paradiso ('Hoy estarás conmigo en el paraíso'), tal es la divisa de la esperanza sobrenatural. La falsa esperanza, dirigida solamente hacia el porvenir, se apacienta con meras promesas: mañana afeitarán gratis..."(14).
Hay mucho realismo sobrenatural y sabiduría psicológica en el siguiente punto de Camino: "Pórtate bien 'ahora', sin acordarte de 'ayer', que ya pasó, y sin preocuparte de 'mañana', que no sabes si llegará para ti"(15). Asimismo solía repetir y enseñar la jaculatoria "Hodie et nunc", para que se supiera valorar toda la fuerza y el sabor de lo actual, de lo que perentoriamente requiere el momento presente, sin dilaciones ni tardanzas. Porque, decía, Dios nos espera "en el minuto, en el segundo de cada instante: hodie, nunc!, ahora, en este momento"(16). Asimismo, en Camino, urge a no dar largas a Dios, a hacer real lo que se pretende con decisión e inmediatamente: "¡Ahora! Vuelve a tu vida noble ahora. -No te dejes engañar: 'ahora' no es demasiado pronto... ni demasiado tarde"(17).
Otro modo de no valorar el presente, cayendo en la perspectiva de una temporalidad engañosa, es dejarse llevar por una impresión de provisionalidad que nos lleva a no estar en lo que hacemos. Se sabe que se está en un lugar por poco tiempo, de paso, de modo provisional, de viaje, entre un trabajo y otro o de vacaciones. Se está en una situación que es como un paréntesis, de espera, y nada se hace bien porque no se está ni aquí ni allá. El que se deja llevar por esta situación de provisionalidad denota que no tiene raíces, que es muy dependiente de estímulos y compromisos externos y que carece de la madurez de un carácter estable o una personalidad responsable.
4. La aceptación de la propia realidad como requisito para la autosuperación
La condición necesaria para santificamos en la realidad cotidiana, como propone el espíritu del Opus Dei, tiene un presupuesto implícito sobre el cual se asienta. No se puede santificar lo que no se ama, lo que no se acepta, lo que se rechaza quejumbrosamente con gesto hosco y contrariado. Un criterio infalible para discernir cuando se ama o no la realidad que nos rodea nos la proporciona la alegría. La alegría entraña una afirmación de lo creado, es consecuencia del amor y el fruto de las virtudes. Al respecto, Nietzche decía que es "fácil organizar una fiesta, pero lo difícil es dar con aquellos que se alegran". Josef Pieper, comentando ese aforismo algo desesperanzado en su libro Una teoría de la fiesta (l8), agregaba: "Para estar alegres es necesario aprobarlo todo". De modo semejante León Bloy decía una frase que ha sido recogida por el último Catecismo de la Iglesia Católica: sólo será capaz de alegría aquel que puede pronunciar, con plena e íntima convicción, "todo me es adorable".
¿No será todo esto muy bonito, pero algo excesivo? ¿Cómo voy a aprobarlo todo cuándo hay tantos contratiempos, dificultades, disgustos, penas y sinsabores? Hay demasiadas cosas en mí y en mi alrededor que no apruebo y que no acepto. -"¡Pareciera un llamado al conformismo y a la pasividad!-". Es del todo ingenuo y candoroso eso de estar repitiendo, desesperada y recurrentemente, como lo hacía Bloy ante el cuerpo muerto de su pequeña hija, por hambre y extrema miseria... "todo me es adorable". ¿Todo esto no es acaso una siniestra aceptación de lo que a todas luces es inaceptable?
Sin embargo, a pesar de este u otro desgarrón existencial, no sólo no habrá alegría en nuestra vida, sino que tampoco existirá verdadero y realista afán de superación, si no se parte de este auténtico fundamento, que asienta sus bases en la previa e íntima aceptación de sí mismo. No estamos alegres porque hay muchas, demasiadas cosas, sobre todo de nosotros mismos, que no aceptamos. No aceptamos nuestro peso, nuestra talla, nuestra situación, nuestra biografía, lo que hemos sido, nuestras dificultades, etc. Sin embargo, todo cambio, ascenso y superación supone una previa aceptación de sí mismo y de las circunstancias concretas en que nos toca vivir. Se requiere de gran fuerza, temple e indómita energía para aceptarse a sí mismo (19).
No es el momento ahora para referirme a las variadas técnicas de huida de sí mismo de las que nos habla Kierkegaard (querer ser otro, no querer ser uno mismo, buscarse desesperadamente a sí mismo, etc.) ya las técnicas refinadas, aunque tristes y burdas, de cierta juventud que gusta aturdirse con música, variada oferta de espectáculos y altas dosis de experiencias fuertes. Más fácil es la huida de uno mismo, el querer ser otro, la vana y afanosa búsqueda de sí mismo, el vivirse en la multiplicidad disgregada y no articulada de transitorios "yoes", que la aceptación de sí mismo. Nada más lejano es el aceptarse a sí mismo, por tanto, de una pasiva conformidad ya que constantemente reclama y exige lucha y afán de autosuperación.
En el surgimiento de la mística ojalatera, en las distintas modalidades en que se presenta, hay, en su origen, tanto un problema psicológico de madurez, de realismo que procede del conocimiento propio, como una cuestión ascética vinculada al cultivo de la humildad, la virtud que nos capacita para ver nuestra realidad con objetividad. Es notable la perspicacia psicológica del fundador del Opus Dei cuando explica cómo el surgimiento de esta "mística" procede de una explosiva mezcla de inmadurez y soberbia. Dirá: "desearíamos ser los mejores en cualquier aspecto ya cualquier nivel. Y como no es posible, se origina un estado de desorientación y de ansiedad, o incluso de desánimo y de tedio: no se puede estar en toda las cosas, no se sabe a qué atender y no se atiende eficazmente a nada. En esta situación, el alma queda expuesta a la envidia, es fácil que la imaginación se desate y busque un refugio en la fantasía que, alejando de la realidad, acaba adormeciendo la voluntad" (20).
Se ha dejado de estar en la realidad, se ha permitido que la imaginación lleve nuestra cabeza, corazón y voluntad lejos de lo que tenemos entre manos. En ese estado paulatinamente se empezará a hacer la tarea cotidiana de modo quejumbroso, no se estará a gusto -pues se desea otra cosa- y cualquier contratiempo irritará de modo desproporcionado. El buen ánimo y la ilusión darán paso al aire avinagrado y escéptico del que hace lo que hace porque no puede hacer otra cosa (21). Al no encontrar allí ya ninguna satisfacción humana, se sueña con otra cosa y la tarea cotidiana, lejos de ser vista como un medio de satisfacción, aparece como un obstáculo a nuestra realización.
Empíricamente se pueden demostrar ambas tesis: tanto que puede venir bien un cambio de trabajo o de ambiente, sobre todo si hay conocimiento propio y se ve que es lo más indicado, como constatar que basta que una persona cambie de actitud y ponga todo su corazón y su cabeza en lo que hace, para que aquello termine por apasionarle, gustarle y hacerlo de modo creativo, original y personal. Para esto último hace falta reforzar la percepción del valor intrínseco de lo que se hace (el valor de lo que se hace no procede de su presunta "importancia", sino del amor con que se realiza) con una motivación trascendente que lo haga digno de ser ofrecido y santificado. Si empíricamente ambas tesis son verdaderas, sólo un juicio prudencial, atento a las circunstancias concretas de la persona y de la situación, sabrá discernir lo uno de lo otro.
En todo caso, el modo normal de ascender en un trabajo, de ir ganando prestigio y escalar posiciones, es hacer bien lo que se encarga, es decir, desde una dinámica intrínseca al trabajo mismo y no por un enfermizo afán arribista que apela a criterios de éxito y posición, muchas veces extrínsecos al trabajo mismo y al amor que en él se pone. El espíritu del Opus Dei no implica un conformismo pasivo frente a lo que nos rodea, una mera aceptación alegre, sino que conduce aun realismo transformador y progresivo.
Los asuntos se mejoran desde dentro, haciendo bien aquello que sí está a nuestro alcance y disponemos, perfeccionando lo que tenemos de modo cercano e inmediato, y entonces, ese afán transformador se irá paulatinamente ampliando, como una ola que se extiende constantemente hacia círculos cada vez más amplios. Es la dinámica de las verdaderas revoluciones: de lo interior a lo exterior, de lo personal a lo social, de la conciencia a las estructuras. Primero, la transformación de lo más cercano, uno mismo; luego, lo más inmediato, el otro cónyuge, los hijos, la familia más amplia, el colegio, el gremio, el sindicato, la comunidad, las instituciones sociales. Ése es el auténtico dinamismo revolucionario: el que comienza por lo más cercano y entrañable y va extendiéndose cada vez más con una apertura más generosa y universal.
Hay un realismo muy grande en este proceder. En cambio, el utopismo revolucionario, que de sueño desembocó en las pesadillas totalitarias del siglo XX, al fijar la atención en la futura e irreal perfección imaginaria de una idea pura, que lleva por contraste a rechazar y poner fuego a la realidad actual, suele saltarse esos pasos naturales, y trasladarse imaginativamente de modo muy apresurado a la presunta perfección de la sociedad futura. La imaginación ha quedado fascinada por la sociedad fraternal e igualitaria del futuro, mientras que quizás se trata con desprecio y desdén la realidad cercana e inmediata.
5. Un presente abierto al futuro y a lo eterno
Pese a este énfasis que he puesto en amar la realidad concreta, es constitutivo del hombre el estar proyectado al futuro. Nuestro amor a lo concreto y real debe tener en cuenta el horizonte de futuro. Pero el futuro, que es objeto de fe y esperanza, no decaerá en mero ensueño quimérico en la medida que mantenga su vinculación con la realidad que ocupa nuestras manos. En este sentido es propia de una imaginación sana el no olvidar que trabajamos en el presente pero no para el presente. Y Nietzsche planteaba como criterio de acción "que lo porvenir y las cosas más lejanas sean la regla de todos los días presentes". Hay una vulgaridad y una bajeza en una acción que no se concibe más que para lo inmediato, es decir, a fin de cuentas, para nuestra vida. Pero aquí nuevamente el criterio es el mismo: la grandeza de un ideal depende del grado de encarnación en la realidad. No tenerlo en cuenta es caer en la utopía y la vana ensoñación idealista. El "soñad y os quedaréis cortos" tenía este sólido anclaje en la realidad; no era un sueño utópico, sino un ideal lleno de fe y esperanza que se hace diariamente en el tiempo y en la realidad concreta.
Pero más importante que este deseable horizonte de futuro, que se ve con recia fe y firme esperanza, es el peso de eternidad con el que se puede dotar a cada instante. No sólo el momento presente debe estar abierto a el futuro, sino sobre todo debe estar abierto a lo eterno (22). Sólo se llega a una plena valoración del presente, en la medida que sabemos abrirlo desde dentro, con un trabajo bien hecho y con rectitud de intención, hacia lo que trasciende lo temporal, hacia lo que, por ser ofrecido a Dios, adquiere por ello dimensión eterna. No apreciamos la grandeza del momento presente cuando permanecemos confinados en el presente. El verdadero carpe diem no se apega desesperada y ávidamente al fugaz momento presente, sino que se abre a un futuro que se construye y, sobre todo, al Amor que no defrauda y permanece. El otro carpe diem, el que se aferra obstinadamente al instante que pasa, está obligado a suprimir todo horizonte futuro y eterno, aunque intente cantar tristemente, como lo hace Walt Whitman, a un ahora recortado: "Nunca ha habido más comienzo que el que hay ahora/ mi más juventud ni vejez que la que hay ahora;/ y nunca habrá más perfección que la que hay ahora,/ ni más cielo ni infierno que el que hay ahora".
Se debe estar simultáneamente en el ahora del presente, pero a la vez y desde él, estar trascendiéndolo y proyectándolo, tanto al vector horizontal del futuro como, sobre todo, al vector vertical que trasciende el tiempo. La expresa carga sobrenatural, en el esfuerzo por identificarnos con Jesucristo en las tareas cotidianas hechas con amor, no sólo lleva a aprovechar el tiempo sino también a redimirlo. De lo contrario, por muy bien que se hagan las cosas, se pierde el tiempo. Así lo indicó en varias ocasiones y de diversos formas el fundador del Opus Dei: "Si no luchamos para identificarnos con el Señor en las tareas que nos ocupan, estamos perdiendo el tiempo lamentablemente (...). Por eso, hemos de tener urgencia en santificamos cada día, porque el tiempo se nos escapa, y estamos llamados a habitar en la Ciudad celestial" (23). El amor a Dios, al hacer las cosas ordinarias, es el que otorga la grandeza a la vida cotidiana; esta trascendencia, que únicamente otorga el amor a Dios, permite redimir y dar valor eterno a lo temporal: "esto es lo único extraordinario que se nos permite: vivir con amor y perfección las cosas ordinarias" (24), o, "Yo querría que no olvidarais jamás de Dios que os espera en cada instante, en cada ocupación" (25).
Se aprecia con claridad, simplemente por las citas que hemos hecho, cuál es el criterio que otorga valor a nuestro trabajo cotidiano. La valía de la propia tarea procederá originaria y fundamentalmente de la índole personal de quien trabaja, y complementaria o decisivamente del amor con que lo realice. Contrariamente a los criterios en uso, nunca puede calificarse la categoría o el valor intrínseco del trabajo, con independencia del sujeto que lo lleva a término (26). La discriminación definitiva de cuanto tiene que ver con la actuación de las personas radica siempre, como expresión plena del ser, en el amor. Por eso la valía del trabajo deriva de la excelencia constitutiva de las personas, igual en todas ellas, y sobre todo, del incremento de esa dignidad que cada uno consiga a través del amor.
Este planteamiento constituye una de las constantes en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá: el valor del trabajo dependerá principalmente del amor que quien lo ejecuta ponga al realizarlo. Asegura que "...todos los trabajos pueden tener la misma calidad sobrenatural: no hay tareas grandes o pequeñas; todas son grandes, si se hacen por amor (...). Ante Dios, igual categoría tiene -se dirige a mujeres- la que es catedrático de una universidad, como la que trabaja como secretaria o como obrera (...)" (27). La importancia de un trabajo, para el bien de quien lo realiza y para el de la humanidad en su conjunto, está en función estricta del amor con que esa tarea es llevada a cabo.
No existe otra aristocracia más que la del amor, solía repetir el Fundador del Opus Dei. y lo ratifica el luminoso texto que cito: "Conviene no olvidar (...) que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido, y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara. Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor"(28).
Sólo en la medida que estemos enamorados de nuestro trabajo podremos irradiar alegría a través de él (29). ¿Y en qué estriba esto de enamorarse del propio trabajo? En poner todo el corazón y la cabeza en aquello que tenemos puestas las manos. Estar todo y del todo en aquello que hacemos y, ahora añadimos, por Amor. Así no sólo haremos las cosas con fervor, con gusto, con verdadera alegría y creatividad, sino que dicha actividad tendrá resonancia de eternidad. Esto, como hemos visto y por las razones que hemos señalado, es lo difícil y lo que constituye un auténtico desafío que el espíritu del Opus Dei procura afrontar, sabiendo que en ello radica la santificación de las estructuras temporales.
Notas
(1) G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, ed. Anagrama, Barcelona, 1994. Es una buena descripción sociológica del eclipse del concepto del deber. Si bien está lleno de perspicacia y agudeza en el diagnóstico y es una vívida descripción, no acierta a recuperar esta noción afectada por los excesos puritanos y moralísticos. Un rescate de esta noción y una correcta vinculación con la ética de las virtudes, sí lo logra, en cambio, Antonio Millán Puelles en La libre afirmación de nuestro ser: una fundamentación de la ética realista, Rialp, Madrid, 1994, 275-318 y 453-459. Asimismo, en otro contexto y en relación con nuestro tema, ya Antonio Millán Puelles hizo en Fundamentos de Filosofía, (ed. Rialp, Madrid, 12° ed, 1985, 319) una interesante distinción. inspirada en los escritos del fundador del Opus Dei. a quien cita, entre pequeño sacrificio y sacrificios pequeños. Inspirados en esta distinción, conviene discernir entre cosas pequeñas y pequeñas cosas; las primeras se hacen grandes por el Amor y, las segundas, son equivalentes a las pequeñeces en las que no vale detenerse ni quedarse.
(2) J. Peña Vial, Imaginación, símbolo y realidad, ed. Universidad Católica de Chile, Santiago, 1987. Asimismo, "Modalidades de lo imaginario", "Themata", Revista de Filosofía, 2001 (26),67-83, en el que retorno y profundizo en un punto de lo allí tratado más ampliamente.
(3) Eugenio D'Ors en Aprendizaje y heroísmo desarrolla ideas semejantes; Trilogía de la "Residencia de Estudiantes ", edición preparada por Alicia García Navarro y Ángel D'Ors, Eunsa, Pamplona, 2000, 65-67. Asimismo, Gabriela Mistral en la recopilación de escritos en prosa que lleva por título La grandeza de los oficios, ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 1979, tiene ideas equivalentes a las de D'Ors al hablar de la belleza del trabajo artesanal.
(4) Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 114.
(5) Conversaciones, 116.
(6) Camino, 832.
(7) Palabras del santo citadas en libro del actual Prelado del Opus Dei: Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Entrevista con Salvador Bernal, ed. Rialp, Madrid, 2000, 65.
(8) Camino, 837. Sería falsear estos dos últimos puntos de Camino interpretarlos de modo reductivamente sociológico, como si fueran una invitación al inmovilismo social. Por el contrario. se trata de valorar el trabajo cotidiano de los laicos, el carácter secular y específicamente laical de su actividad, en un contexto cultural en que la espiritualidad laical, gracias a la predicación y actividad de Mons. Escrivá de Balaguer, se estaba abriendo paso. El largo texto que a continuación cito nos lo muestra claramente. Cuando por primera vez habla de mística ojalatera, lo hace para reivindicar esta espiritualidad específicamente laical: "Con facilidad (los fieles corrientes) se sentían fatigados y embarazados en su vida espiritual, precisamente por lo que constituía su vida de laicos; y, mientras veían con admiración la perfección de los religiosos que se les ponía como ejemplo, llegaban a pensar que no podían santificarse, puesto que la adquisición de la santidad requería apartarse del mundo. De ahí provino, al menos en parte, eso que he llamado alguna vez "mística ojalatera". Durante años de intensa actividad sacerdotal, que me llevaba a recorrer lugares distintos ya hablar con tantas almas de tantas clases sociales, sufría escuchando siempre la misma queja: ¡ojalá...! !ojalá!
El que hacía años se había casado: ¡ojalá me hubiera hecho religioso! Y el que había permanecido soltero: ¡ojalá me hubiera casado! Y el profesional: ¡ojalá hubiese escogido otra profesión! y el otro: ¡ojalá no hubiera contraído estas obligaciones! Y aquél: ¡ojalá no tuviera esta mujer -ellas, este marido-, esta suegra, estos hijos!
Deseo ineficaz de aquellos que, sintiendo por un momento el aleteo de la santidad, permanecían inmovilizados detrás de su hojalata: unos, por comodidad o cobardía, otros, por no encontrar una espiritualidad que respondiese a las exigencias de su situación en el mundo.
Y aquel ojalá se resolvía o en abandono de los deberes de estado o en justificación de la ausencia de vida espiritual y apostólica. Y la espiritualidad que se les brindaba, para algunos resultaba una comedia, como una falta de naturalidad: se sentían ala vez desplazados del mundo, por el deseo de santificarse, y desplazados de la vida religiosa, por las circunstancias específicas de su condición de laicos.
De una parte, entendían que habían de apartarse del mundo para poder llevar aquel género de vida espiritual; y de otra parte, que era en el mundo donde debían estar, porque no se sentían con vocación para ir al convento, y porque se consideraban impedidos por las obligaciones contraídas" (Carta, Roma, 19-III-1954), citado por Pedro Rodríguez en Vocación, trabajo y contemplación, Eunsa, Pamplona, 1986, 98.
(9) Carta, Roma. 19-11-1954. citado por Pedro Rodríguez en Vocación..., 101. En esa misma carta dice: "es precisamente en el mundo, en el ejercicio de su trabajo profesional o de su oficio -en cualquier quehacer humano-, en el cumplimiento de sus deberes de estado, donde han de santificarse y ayudar a santificarse a los demás; dándoles para eso una ascética, un espíritu plenamente secular, unos medios no ya adaptados. sino específicos para su situación" (citado por Pedro Rodríguez en Vocación..., 99).
(10) Esta situación, que siempre será difícil, está bien tratada en dos películas. Una americana, muy positiva, que termina con un apoteósico happy end al más puro estilo yanki, donde muestra la fecundidad que tiene el posponer esos sueños y anhelos personales: Mister Holland Opus. La otra, europea, dura y desgarradora, pesimista y con solución negativa, es la extraordinaria película Sonata Otoñal de Bergmann. La primera, la norteamericana, trata de un profesor de música que cree que dedicándose a la tarea docente dispondrá de más tiempo para dedicarse a la composición de sus obras, que es lo que realmente le interesa y a lo que según su parecer está íntimamente y vocacionalmente llamado; le costará mucho aceptar todo el tiempo que le "roba" el trabajo educativo y el comprobar lo devorador, absorbente y voraz que es. Su soñada obra musical, original y creadora, se ve constante y sucesivamente aplazada por las necesidades de los que lo rodean, tanto de sus alumnos como de su familia. La profesión docente y las circunstancias absorbentes de su trabajo no le dejan escribir su soñada sinfonía. La película sugiere que, entre tanto, otra obra mucho más maravillosa que la que el soñó, se está realizando y es el fruto de ese posponerse a sí mismo (aunque al final, tan del gusto norteamericano, también tiene ocasión de estrenar y dirigir una obra compuesta por él e interpretada por sus alumnos de diversas generaciones). Su verdadera obra son esos alumnos y las sucesivas generaciones que ha formado: ése es su legado y su gran obra.
El cariño de una madre para mejorar y salir adelante. Sí, ha triunfado, pero hay muchos cadáveres en el camino de ese éxito.
(11) Amigos de Dios, 239.
(12) San Agustín, Confesiones, trad. al cast. de Lope Cilleruelo, ed. Cristiandad, Madrid, 1987, libro 20, 26. Con agudeza y penetración filosófica lo ha explicado el filósofo español-alemán, recientemente fallecido, Fernando Inciarte: "El tiempo real no puede existir ni en un pasado, que ya no es, ni en un futuro, que aún no es. Si el tiempo es algo real tiene que existir en el presente. Fuera de éste no existe más que en la mente. Y si el pasado y el futuro han de participar de algún modo de esa única realidad esencial del tiempo, tienen que hacerlo también en el presente. Sólo como momentos del presente, sólo como algo actual, son pasado y futuro ellos mismos algo real. (Como bien lo expresan el latín y, tomado de él, el inglés, 'realidad' y 'actualidad' están íntimamente emparentados)", F. Inciarte, Espacio, tiempo y arte, "Themata", Revista de Filosofía, Sevilla, 1999 (22), 155.
Jean Guitton, en una conferencia-coloquio pronunciada el 25 de mayo de 1995 en el Anfiteatro Ramón y Cajal de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense, resumía todo su empeño intelectual diciendo: "En dos palabras, he aquí el objeto de mis reflexiones: he tratado de describir lo más exactamente posible la relación que hay en cada uno de nosotros, en cada uno de nuestros destinos, entre la eternidad y el tiempo. Y mi idea es que estamos en la eternidad. Cuando repaso mi vida, que ha transcurrido durante 94 años de este siglo, tengo la impresión de que mi vida, tan larga, no ha durado más que un instante. Un instante de alguna manera, eterno y me gustaría transmitirles el sentido de esta experiencia de presencia de la eternidad en el tiempo (...). Porque la vida, desde mi punto de vista, no es una sucesión de instantes que caen para siempre en el polvo; la vida es ya una participación misteriosa en la eternidad divina. Estamos ya en la eternidad y tras la muerte entraremos una vez más en la eternidad (...). El tiempo es la eternidad ya comenzada. La eternidad es el tiempo tras la muerte (...). El genio, el héroe y el santo, cada uno a su manera, está bañado por el misterio de la vida cotidiana y sublime", El héroe, el genio y el santo, conferencia, ed. Complutense, Madrid, 1995.11-12 y 13.
(13) Mt 6,34. Gustave Thibon, comentando este texto, se pregunta: "¿Por qué pueden los santos trabajar y sufrir mil veces más que nosotros sin extenuarse? Porque viven en un perpetuo presente, porque encarnan la palabra de Cristo: basta a cada día su afán. Lo que nos agota es nuestro presente carcomido sin cesar por pesares, aprensiones y temores imaginarios. ¿Cómo no van a ser limitadas nuestras posibilidades de acción inmediata, devorados como estamos por lo que ya no es y por lo que no será jamás? El santo elimina de su vida el parasitismo del pasado y del porvenir: cada instante está henchido para él de plenitud y de vigor eternos", El pan de cada día, Rialp, Madrid, 1949, 114-115.
(14) G.Thibon, El pan de cada día, 114.
(15) Camino, 253.
(16) Apuntes tomados en una meditación, del 3-III-1974, citado por Javier Echevarría en Memorias del Beato Josemaría.
(17) Camino, 254.
(18) Véase al respecto, J. Pieper, Una teoría de la fiesta, trad. al cast. de Juan José Gil Cremades, ed. Rialp, Madrid. 1974.
(19) Son instructivos al respecto algunos best-sellers que han salido últimamente sobre personas que han nacido con claras y abiertas limitaciones físicas. Me refiero al libro de Hirotada Ototake, que firma como Oto, de 24 años, graduado en Ciencias Políticas y Económicas por la Universidad de Waseda (Tokio), que debido a un mal congénito extraño -la tetra-amelia- nació sin piernas ni brazos. Desde su publicación ha superado los 4,5 millones de ejemplares y recientemente ha sido traducido al inglés Con el título No One's Perfect. En Japón se ha convertido en toda una figura de los media. Es un libro de carácter autobiográfico, optimista y aleccionador de cómo se superan verdaderas limitaciones. Concluye: "Todo esto me hace decir alto y claro que, incluso en mi incapacidad física, Soy feliz y disfruto todoS los momentos de cada día. Fue la necesidad de mandar este mensaje -no hace falta nacer perfecto para estar alegre- por lo que elegí el título No One's Perfect para la versión inglesa de mi libro. Hay personas que nacen con un cuerpo perfecto y van por la vida llenos de negra desesperación. Otros, a pesar de no tener brazos ni piernas, llevan una vida llena de paz y sin preocupaciones. La incapacidad física no tiene nada que ver con ello". Otro testimonio igualmente conmovedor, aunque más científico, es el de Brooke Ellison, de 21 años, que presentó su tesis The element of hope in resilient adolescents ("El factor esperanza en adolescentes con gran capacidad de recuperación") que será la primera tetrapléjica que obtiene un título en Harvard. Ellison afirma que no hay nada extraordinario en sus logros: "Simplemente así es mi vida. Siempre he pensado que, sean cuales sean las circunstancias a las que me enfrento, es cuestión de seguir viviendo y no dejar que lo que no pueda hacer defina lo que puedo hacer" (Aceprensa, año XXXI, 24 de mayo 2000, de Antonio Mélich e Ignacio F. Zabala).
(20) Conversaciones, 88.
(21) Este talante avinagrado, sombrío y pesimista, antítesis de lo planteado por Gabriela Mistral en sus escritos educativos (cfr. el célebre "decálogo del profesor") y Eugenio D'Ors (cfr. nota 3) es el famoso "Autorretrato" del conocido poeta chileno, cultivador de la antipoesía, Nicanor Parra en Antipoemas (Seix Barral, Barcelona, 1972, que trae un magnífico estudio introductorio de José Miguel Ibañez Langlois en torno a la "antipoesía"). Es sorprendente la cantidad de profesores chilenos que se saben de memoria este poema, no precisamente estimulante o positivo sino amargo, al destacar de modo unilateral el aspecto desecante y disecador de una labor pedagógica que no se lleva con alegría, sino más bien con desencanto y desilusión. No me resisto a citarlo, aunque resulte superfluo a oídos pedagógicos chilenos: "Considerad, muchachos,/ Esta lengua roída por el cáncer:/ Soy profesor en un liceo obscuro/ He perdido la voz haciendo clases./ (Después de todo o nada/ Hago cuarenta horas semanales,)/¿Qué os parece mi cara abofeteada?/ ¡Verdad que inspira lástima mirarme!/ y qué decís de esta nariz podrida/ Por la cal de la tiza degradante// En materia de ojos, a tres metros/ No reconozco ni a mi propia madre./ ¿Qué me sucede? -Nada./ Me los he arruinado haciendo clases:/ La mala luz, el sol, /La venenosa luna miserable./ Y todo para qué/ Para pagar un pan imperdonable/ Duro como la cara del burgués/ Y con sabor y con olor a sangre./ ¡Para qué hemos nacido como hombres! Si nos dan una muerte de animales!// Por el exceso de trabajo, a veces/ Veo formas extrañas en el aire,/ Oigo carreras locas./ Risas, conversaciones criminales./ Observad estas manos/ y estas mejillas blancas de cadáver,/ Estos escasos pelos que me quedan/ ¡Estas negras arrugas infernales!/ Sin embargo yo fui como ustedes,/ Joven, lleno de bellos Ideales./ Soñé fundiendo el cobre/ limando las caras del diamante;/ Aquí me tienen hoy/ Detrás de este mesón inconfortable/ Embrutecido por el sonsonete/ De las quinientas horas semanales". (Como la edición de Seix Barral es algo antigua, tomo "Autorretrato" de la más reciente edición de Poemas y antipoemas, ed. Cátedra. Madrid, 1988, 72- 73).
(22) Para san Agustín. la trascendencia de la eternidad con respecto al tiempo es la trascendencia de un Dios personal que crea personas y dialoga con ellas. Es. pues, la trascendencia de un ser que se posee en un presente sin fin con relación a la existencia de seres cuya contingencia se manifiesta en las vicisitudes del tiempo.
Jean Guitton habla de una cuarta dimensión del tiempo. la que se da en la relación o vinculación del tiempo presente con lo eterno. Distingue "dos movimientos interiores que se separan para la conciencia: la expectatio futurorum, que nos lleva hacia el futuro, y la extensio ad superiora, que, en definitiva, nos orienta hacia lo eterno", Le temps et l'éternité chez Plotin et saint Augustin (1933), Vrin, 4° ed., 1971, 237; puede verse también, Historia y destino, Rialp, Madrid, 1974.
(23) Palabras del santo citadas en J. Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 297.
(24) J. Echeverría, Memoria, 270.
(25) J. Echeverría, Memoria, 264.
(26) Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens. A mi entender, la distinción entre el sentido objetivo y el sentido subjetivo del trabajo humano es el eje central de la encíclica. A su exposición está dedicada la segunda parte del citado documento. He desarrollado estos aspectos en "El trabajo universitario según el espíritu del Fundador del Opus Dei" correspondiente al acto inaugural de la Residencia Universitaria y Centro Cultural Alborada, Santiago-Chile. dictada el II-IV-2002
(en prensa).
(27) Conversaciones, 109.
(28) Es Cristo que pasa, 48.
(29) Esta idea la desarrollo en "Entre la actitud culta de los alumnos y las virtudes del profesor", Centro de Estudios Públicos (en prensa).
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