El Catecismo enseña que "la ley natural expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira" (CEC n.1954). La ley moral es una ley divina (cfr CEC, nº 1955), que "está expuesta, en sus principales preceptos, en el Decálogo.
Esta ley se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana" (CEC, nº 1955); ya que esta ley no es otra cosa que la luz de la inteligencia que Dios nos ha dado en la creación en cuanto permite discernir lo que hay que observar y lo que hay que evitar (cfr CEC, nn. 1954-1955). O bien, expresándolo con palabras de la Enc. Veritatis splendor, "es la misma ley eterna, ínsita en los seres dotados de razón, que inclina al acto y al fin que les conviene; es la misma razón eterna del Creador y gobernador del universo" (VS, nº 44). Podemos afirmar, por tanto, que los que no conocen la torah pueden actuar en conformidad con ella, pues está escrita en su corazón como demuestra el testimonio de su conciencia (cfr Rom 2,14-15).
Todos los hombres somos capaces de ordenar, mediante la razón, nuestra conducta en vista del bien humano, aunque sólo la persona virtuosa alcanza una especie de "connaturalidad" con el verdadero bien (cfr VS, nº 64). Por otra parte, el desorden del pecado puede llevar al oscurecimiento de algunas de las exigencias morales que se derivan de su naturaleza.
Santo Tomás enseña que algunos bienes son por naturaleza conocidos como fines, expresando así la ley moral natural. Hay en el hombre una ordinatio rationis natural hacia el bien, como participación de la ley eterna. Es decir, el hombre tiene la percepción de lo que es razonable por naturaleza, independientemente de cualquier ley positiva. La ley moral natural es la ley que la razón posee por naturaleza, en virtud de la cual algunos fines son naturalmente conocidos por el hombre en cuanto tal, es decir, como principios de la actividad práctica de la razón. El primer y fundamental principio de la razón práctica está constituido por la percepción práctica del bien como lo que debe ser hecho y del mal como lo que debe ser evitado.
Todas las cosas que hay que hacer o evitar pertenecen a la ley natural, en cuanto la razón práctica las conoce naturalmente como bienes (o males) humanos, y conoce como bien humano aquello hacia lo que el hombre está naturalmente inclinado. Para averiguar dichos bienes el Aquinate indica tres grandes grupos de inclinaciones naturales (cfr. S. Th., I-II, q. 94):
1) La tendencia a la autoconservación, común en cierto modo a todos los seres: instinto de nutrición, de autodefensa, etc.
2) La tendencia, propia de animales y plantas, de transmitir la vida: unirse al otro sexo, el cuidado y educación de los hijos, etc.
3) Las tendencias propias de la racionalidad: convivencia, comunicación, amistad, conocimiento de la verdad, veneración a Dios.
Estas tendencias han de ser asumidas y dirigidas por la razón humana pues los fines de las inclinaciones naturales son bienes para el hombre únicamente en cuanto son reconocidos y regulados por la razón.
Por otra parte, en la vida moral se entrelazan íntimamente los bienes, las virtudes y los preceptos. Sin el ejercicio de las virtudes correspondientes, los bienes desaparecen de la vista de quien actúa. Como los bienes representan el objeto de las virtudes, se produce entonces un especie de "ceguera moral" muy difundida en nuestros días. Sucede así con personas que han perdido el sentido moral y para las que, por ejemplo, no es en modo alguno obvio que la sobriedad sea un bien. Sólo mediante la práctica de la virtud dichos bienes se hacen presentes.
Al estudiar los preceptos de la ley moral natural, Santo Tomás distingue tres categorías:
1) En primer lugar están los principios primeros y comunes ("ama al otro como a ti mismo", "no se debe hacer daño a nadie", etc.). Son aquellos que gozan de máxima evidencia para todos.
2) Una segunda categoría se refiere a las conclusiones que deducimos de los primeros principios, en ámbitos específicos del actuar. A este grupo pertenece los preceptos del decálogo, que son así "preceptos secundarios" (S. Th. I-II q. 94 a. 6) de la ley natural, en cuanto llegamos a ellos por reflexión a partir de los primeros con razonamientos asequibles a la capacidad de todos.
3) Los preceptos de la tercera categoría derivan en modo lógico de la segunda, con razonamientos más complicados que requieren ya ciencia moral.
Para Santo Tomás el conocimiento de la ley natural es un proceso de la razón práctica que va descubriendo poco a poco todas las implicaciones de los primeros principios y del decálogo.
A la luz de sus fundamentos bíblicos y de su constante reproposición por parte del Magisterio, la existencia de la ley natural puede considerase una verdad de fe. Sin embargo no han faltado, particularmente en el último siglo, ataques a esta doctrina a pesar de la continua enseñanza de los Romanos Pontífices --desde León XIII a Juan Pablo II-- y de pertenecer a la común Tradición de la Iglesia.
La ley natural expresa la dignidad de la persona y pone la base de sus derechos y deberes fundamentales (cfr VS, nº 51). Su importancia para la vida social es capital, pero al mismo tiempo es objetivamente insuficiente para ordenar la convivencia social necesaria para alcanzar el bien humano, y por eso ha de ser ulteriormente explicitada y determinada por la ley civil. La ley natural proporciona la base necesaria a la ley civil que se adhiere a ella, bien mediante una reflexión que extrae las conclusiones de sus principios, bien mediante adiciones de naturaleza positiva y jurídica (cfr CEC, nº 1959).
En ocasiones se consideran equivalentes la ley natural y el derecho natural, sin tener en cuenta que la ley natural abarca la materia de todas las virtudes morales. Por lo tanto, la amplitud de esta última es mayor que la del derecho natural, que hace referencia únicamente a la virtud de la justicia, conteniendo solo los preceptos de la ley natural que regulan la actividad jurídica del hombre.
A nadie se le oculta la gravedad de prescindir de la ley natural en la vida social. La moralidad queda convertida en un artificio necesario para la vida social, pero ésta variará según las épocas y las culturas y dependerá incluso de las legislaciones civiles o de las decisiones mayoritarias. Los derechos humanos carecen entonces de fundamentación y sufren un progresivo vaciamiento, reduciéndose en no rara ocasión a retórica.
Juan Pablo II dirigiéndose, en el año 1995, a la Asamblea General de la ONU la exhortaba (tras recordar la Declaración Universal de los Derechos del Hombre): "Muy lejos de ser afirmaciones abstractas, estos derechos nos dicen, por el contrario, algo importante respecto a la vida concreta de todo hombre y de todo grupo social. Nos recuerdan que no vivimos en un mundo irracional o privado de sentido, sino que, por el contrario, hay en él una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y los pueblos. Si queremos que un siglo de violencias deje espacio a un siglo de persuasión, debemos encontrar el camino para discutir, con un lenguaje comprensible y común, acerca del futuro del hombre: la ley moral universal, escrita en el corazón del hombre, y aquella especie de "gramática" que sirve al mundo para afrontar estas discusiones acerca de su propio futuro"(Discurso en la ONU, 15-octubre-1995).
Recientemente el Romano Pontífice ha vuelto a subrayar la relevancia de la ley natural y ha expresado el deseo de que se profundice en ella. Después de recordar, a la Congregación de la Doctrina de la Fe, esta enseñanza, por lo demás contenida en las cartas encíclicas Veritatis splendor, Evangelium vitae y Fides et ratio, afirmaba: "aquí nos hallamos en presencia de una doctrina perteneciente al gran patrimonio de la sabiduría humana, purificado y llevado a su plenitud gracias a la luz de la Revelación.
La ley natural es la participación de la criatura racional en la ley eterna de Dios. Su identificación crea, por una parte, un vínculo fundamental con la ley nueva del Espíritu de vida en Cristo Jesús, y, por otra, permite también una amplia base de diálogo con personas de otra orientación o formación, con vistas a la búsqueda del bien común. En un momento de tanta preocupación por el destino de numerosas naciones, comunidades y personas, sobre todo las más débiles en todo el mundo, no puedo dejar de alegrarme por el estudio emprendido con el fin de redescubrir el valor de esta doctrina, también con vistas a los desafíos que aguardan a los legisladores cristianos en su deber de defender la dignidad y los derechos del hombre" (Discurso, 28-enero-2002).
Bibliografía utilizada: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1954, 1955, 1959, 1960; Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, nn. 42 a 45; E. Colom-A. Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi, Apollinare Studi, Roma 1999, pp. 237 a 256 (cap. VIII, apartados 1 y 2). Edición castellana: "Elegidos en Cristo para ser santos", Palabra, Madrid 2001; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94.
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