Conferencia dictada en febrero de 1976 dentro del Programa de Graduados Latinoamericanos de la facultad de ciencias de la información de la universidad de Navarra. Publicada por la revista Nuestro tiempo de Pamplona en 1979 (nº 295: pp. 21-50), y reeditada en 1993 con el título La versión moderna de lo operativo en el hombre como capítulo tercero del libro Presente y futuro del hombre (Rialp: Madrid); pp. 62-86.
Vamos a intentar un examen de la situación actual. Y dentro de esta situación, tan compleja, destacaremos una pregunta: ¿qué le pasa al hombre hoy?
Desde luego, esta pregunta, para tener una contestación completa, habría de ser conectada a muchas variables. No es de presumir que el hombre se considere y se comporte en todas partes igual, o que todos los hombres tengan la misma conciencia de sí mismos. Por eso debemos concretar algo más: ¿qué le pasa al hombre en la situación presente entendida como fase terminal de la Edad Moderna?
Evidentemente hay gente no influida por la Edad Moderna, o sólo de una manera relativa, parcial. Muchos pueblos han entrado en contacto con la cultura occidental hace poco y hasta entonces seguían un camino distinto del emprendido por los pueblos protagonistas -y, a la vez, afectados por las consecuencias- de la tremenda dispersión dinámica suscitada en Occidente en los últimos siglos. Incluso dentro de las áreas occidentales es oportuno destacar diferencias. Hay unas más vinculadas, otras menos al movimiento de ideas y a los problemas que se van sucediendo y acumulando en Europa. En suma, no sería correcto entender a todos los hombres, ni a todo en el hombre, definidos estrictamente así: como inmersos en la situación actual en función de la moderna historia de Occidente.
Hechas estas sumarias precisiones, es posible afrontar la pregunta: ¿cuál es la interpretación del hombre, interpretación y también autointerpretación, que constituye el punto de llegada de la moderna trayectoria occidental?. Esta pregunta ha sido contestada en parte al tratar de los reduccionismos. Ahora vamos a ocuparnos del pensamiento, la voluntad y los sentimientos, es decir, de lo propiamente específico en el hombre. Los reduccionismos, en efecto, son un corolario y una abdicación.
Atrofias e hipertrofias
Delimitada así la pregunta, cabe responder del siguiente modo: se han producido hipertrofias y atrofias; alguna dimensión del ser humano se ha agigantado (se ha proyectado de una manera excesiva); otras, en cambio, han sufrido una paralización o regresión (han experimentado una involución e, incluso, han degenerado).
En términos muy amplios se puede decir que las dimensiones operativas más importantes del hombre son tres: el conocimiento, la tendencia que culmina en la voluntad y lo que, usando una palabra algo vaga, convendremos en llamar afectividad. El hombre, considerado en el plano operativo, está constituido por esas tres dimensiones o elementos, que también suelen interpretarse como capacidades, facultades, etc., con las que se vive, a través de las cuales se explica y acontece la conducta humana.
De estas tres dimensiones decimos que unas se han atrofiado y otra se ha hipertrofiado. ¿Cuáles exactamente?. Entiendo que en nuestra época, y con las precisiones antes señaladas, se han atrofiado el pensamiento y la voluntad; en cambio, lo sentimental ha alcanzado una especie de papel principal, asumiendo funciones que ya no cumplen las otras dimensiones humanas, precisamente porque se han debilitado.
Se manera que la afectividad está a flor de piel y se está encargando de llevar al hombre adelante, en la escasa medida de su capacidad. Por su parte, las otras dimensiones, y sobre todo el pensamiento, se han inhibido. Y esto es un aspecto importante de lo que está pasando ahora, es la modificación experimentada por mucha gente, en virtud de su dependencia de la historia del Occidente moderno. Atendiendo a este empobrecimiento, y a la precariedad consiguiente, algunos declaran la desaparición del hombre o su muerte.
Para plantear estos temas es preciso acudir a la conciencia histórica. Porque los cambios en el orden e importancia de las dimensiones mencionadas han ido "sucediendo" y ahora estamos en un momento más de la andadura. Nuestro momento, por lo tanto, sólo se logra entender si comprendemos cómo se ha llegado a él.
Es correcto afirmar que la dimensión humana sometida a un primer proceso debilitador ha sido el pensamiento. A medida que el pensar va disminuyendo, la voluntad intenta tomar su puesto, pero la voluntad ha encontrado también obstáculos que la han paralizado, y entonces, de una manera muy franca, ha eclosionado la dimensión sentimental. Retrocediendo algo más en el tiempo, esto es, con una mayor conciencia histórica, deberíamos modificar el diagnóstico anterior: a finales de la Edad Media la crisis del pensamiento fue acompañada por el voluntarismo, es decir, una peculiar versión de la voluntad. Pero en orden a lo que interesa ahora destacar es preferible la secuencia indicada. Más adelante nos ocuparemos de los decisivos acontecimientos del siglo XIV.
El pensamiento
¿Por qué el pensamiento se ha estrechado? ¿Y cómo se ha ido estrechando? Para responder a estas preguntas hay que señalar desde dónde se ha decaído.
Dentro de las Edad Moderna, el momento de mayor esplendor y de máximas ambiciones intelectuales es el idealismo alemán. Dentro del idealismo alemán, la figura más importante, al menos históricamente, por su influencia posterior, el Hegel.
Hegel intentó pensar por todo lo alto: intentó pensar absolutamente el Absoluto. ¿Por qué lo intentó? ¿En función de qué factores o de qué preocupaciones llevó a cabo su tarea filosófica, realmente titánica? La llevó a cabo por una preocupación fundamental, a saber, para dar una solución, una salida, a su situación, al momento histórico en el que él se encontraba.
Según esto, lo primero que conviene hacer es describir la situación en que Hegel comienza a pensar, dentro de la cual el filósofo alemán toma impulso para intentar una construcción especulativa de gran categoría. (Hay otros factores, estrictamente filosóficos y teológicos, de los que Hegel echa mano. Pero ahora no podemos examinarlos). Esa situación se suele llamar romanticismo. Hegel es el máximo filósofo romántico.
El hombre romántico
Entre las características del hombre romántico resalta una, a la que, en definitiva, conducen las demás: el desgarramiento interior. El hombre romántico se encuentra con una serie de factores internos, entrañables, propios también de la circunstancia o del mundo con que se siente vinculado, apreciados según una insuperable "oposición". Todo aparece como contrapuesto. En cuanto se consensúa un asunto aparece el contrario. No se trata simplemente de diferencias, de meras oposiciones relativas, sino de "contrariedades" tajantes. También se podría formular así: el hombre romántico es un hombre contrariado; vive en un estado de malestar provocado precisamente pro el choque, el vaivén y la imposibilidad de integrar.
Para el hombre romántico él mismo y toda la realidad están constituidos en forma de contradicción contrariante: el día, la noche, no son para él simples determinaciones diferentes, sino opuestas. El sueño, la vigilia; la apariencia, la realidad; el hombre, el mundo; la vida, la muerte; la sociedad, el individuo; el amor, el odio; la revolución, el pasado. Siempre que intenta establecerse o dirigir su vida por un cauce, aparece otro aspecto que no es simplemente distinto, o una eventual posibilidad, sino estrictamente opuesto. El hombre romántico es el hombre "contrariado"; también el hombre "escindido".
La sensibilidad y la razón, la necesidad y la libertad, el anhelo lírico y lo prosaico, lucha entre sí. Reina una especie de guerra o desarmonía global. Así vivió el hombre romántico y en todas sus manifestaciones culturales -la revolución, el racionalismo, la música, la literatura- se formulan las contraposiciones en las que se halla comprometida una conciencia desgraciada. El hombre contrariado, el hombre escindido es el hombre desgraciado.
A lo largo del siglo XVIII se fue incubando el síndrome romántico hasta explotar en tiempos de Hegel, a principios del siglo XIX. El romanticismo continuó, se fue modificando -entre otras cosas, precisamente por lo que le pasó a Hegel con la filosofía-, y todavía nosotros tenemos un componente romántico, contra el cual a veces se intenta reaccionar: hay personas y movimientos actuales que intentan desprenderse del romanticismo o calificarlo de periclitado; si embargo, es constatable que el astillamiento interior todavía no ha desaparecido: ahí están los reduccionismos, de los que hablábamos, para probarlo. El romántico, al menos, no aceptó el reduccionismo, y vivió su desintegración íntima como un drama.
Hegel: la filosofía de la conciliación
El drama del desgarramiento y de la contrariedad tiene como solución normal -si es que la tiene a cierto nivel- alcanzar el conciliación. Hegel intenta la conciliación pensándola: la filosofía de Hegel es la filosofía de la conciliación. Si el hombre está desgarrado hay que mostrarle cómo puede unificarse. Hay contrarios: pues a pesar de los contrarios; mejor aún, a través de los contrarios. Si unas cosas niegan a otras, el camino es aprovechar la negación.
Para pensar esto hace falta una poderosa inteligencia y, al mismo tiempo, una gran energía espiritual; hace falta dedicarse a la tarea de pensar con una gran concentración. Hegel, cuya vida tiene períodos gloriosos, pasa también por otros de cansancio, de agotamiento o de hipocondría, de experiencia nocturna como él mismo dice.
Hegel afrontó su propósito con un método: el método dialéctico; aunque no lo inventó él, lo utilizó con gran habilidad. En esbozo es lo siguiente: en lugar de tomar las contraposiciones como dadas a la vez, se las considera distribuidas en un proceso que es real a través de ellas. Ahora bien, si las contraposiciones son momentos distintos -si son, aparecen y constituyen un proceso-, resulta que en vez de estrellarse en ellas se las puede pensar y conectar. Consideradas en proceso las oposiciones adquieren una nueva significación. Y esta nueva significación es el paso de una a otra: el paso de un momento a su contradictorio es una renovación, el logro de algo nuevo. Con esto parece asequible empezar a dar una interpretación optimista, una solución, al empantanamiento que la contrariedad produce en el hombre romántico. En lugar de ver dos cosas opuestas dentro o delante de mí en rígida simultaneidad o en inestable alternancia -lo que es un atasco- vamos a considerarlas fluyendo o en proceso. Si los pensamos en proceso, los contradictorios, precisamente por ser tales, aportan una rigurosa innovación. La contradicción no solamente deja de ser un atasco, sino que al revés, se puede transitar: es el modo más audaz e intenso de seguir adelante. De esta manera ya tenemos la salida. Al considerar los contrarios como momentos de un proceso en el que el segundo es completamente nuevo, por completamente distinto, respecto del primero, hemos doblado, por decirlo así, el cabo de las Tormentas romántico. Estamos navegando hacia algo prometedor, en lugar de naufragar en nuestro desgarramiento interno.
Y aún más, pues después de pasar de un estadio a su contradictorio, las posibilidades de novación del proceso no se han agotado, sino que cabe seguir pensando. Y seguir significa precisamente establecer lo que antes no existía de ninguna manera: manteniéndose en la misma intención negadora innovadora, recuperar y englobar los momentos anteriores. De esta manera adquiere cuerpo la conciliación.
De A pasamos a NO-A. Con esto hemos cambiado, hemos conseguido un movimiento neto, progresivo (por lo mismo, o en la medida en que NO-A se distingue de A): si lo que más se distingue de A es su negación, el movimiento, mejor, el paso a éste último, es realmente fecundo.
Pero todavía se puede innovar más. Se puede pensar en lo que hasta aquel momento no se ha tematizado: la unión entre los dos momentos, la y; es decir, en lugar de A, NO-A separados, pensamos A y NO-A juntos, concretados.
Para entenderse cabe decir, aunque no sea terminología de Hegel, que si en una primera mediación se ha pasado de la tesis a la antítesis, en un momento siguiente se puede volver tanto a la antítesis como a la tesis abarcando las dos.
Pues bien, abarcar las dos, establecer la y entre la tesis y la antítesis, es una situación nueva respecto de la pura separación de tesis, antítesis: es la generalidad o el universal, como Hegel lo llama.
Con esta consideración conjunta, universal, que abarca la tesis y la antítesis hemos logrado un paso que es una gran novedad y, al mismo tiempo, un asumir, un recoger, sin dejar que nada se quede atrás o fuera (ni la tesis ni la antítesis). Esa función conservante, por triunfo sobre la separación, es lo que Hegel llama Aufhebung, palabra alemana dotada de una doble significación que Hegel encuentra muy apropiada para su intento. Por una parte, es la supresión de la separación entre tesis y antítesis y, por otra parte, es la conservación elevante, que cumple la síntesis porque reúne y no permite que se queden atrás los momentos anteriores. Y todavía más: el universal no se separa de lo que engloba: no es "abstracto", sino universal concreto según lo asumido. Es el sentido que Hegel da la concepto, y a la identidad de lo racional y lo real -idealismo absoluto-.
Este es el esquema metódico según el cual Hegel procede, y por medio del cual da una solución o marca un camino de progreso que permite -según él- superar la crisis de sus contemporáneos.
La intención de Hegel es una intención de Absoluto, aunque no necesariamente óptima, pues con este planteamiento el Absoluto sólo puede ser resultado, y también una intención terapéutica en orden a la crisis romántica (la preocupación terapéutica está presente en el pensamiento moderno y en grado muy acusado en el siglo XIX).
Hegel ha pretendido arbitrar una solución, y no de compromiso, no una simple aspirina ecléctica, sino una solución definitiva por su elevación que exige pensar terminal e infinitamente. Desde luego, para atreverse a pensar, a partir de A, NO-A como determinación positiva, y luego ser capaz de pensar los dos en una única consideración, hace falta un talento especulativo de primer orden. Con todo, es oportuno advertir que la dialéctica hegeliana es a veces forzada o arbitraria. Por otra parte, la curación presupone la enfermedad; o, en términos filosóficos, lo verdadero lo falso. El método dialéctico comporta que se alcanza la verdad -el tercer momento, la síntesis- a través del error -la separación de los dos primeros momentos-. Como Hegel pretende lograr metódicamente el saber Absoluto, su construcción es teológicamente inadmisible (recoge la gnosis de Boehme y es afín a la exégesis luterana de Phil 2,5-12). Poner en Dios el principio del resultado es un puro equívoco.
En cualquier caso, Hegel representa dentro de la Edad Moderna el momento de máxima intensidad pensante. Hegel es el pensador moderno más ambicioso, justamente porque quiere pensar la situación agudamente crítica de su época. Y pensar la situación no es solamente detectarla, describirla, etc., sino sacarla del atolladero, darle solución. Pensar para Hegel tiene carácter curativo por cuanto el pensamiento es capaz de superar cualquier impasse; tal capacidad es enfocada como pensamiento que progresa envolviendo, o progreso que es pensamiento general y abarcante en su término.
El proceso de pensar recibe en sí el drama romántico metódicamente, y al recibirlo lo resuelve. La intención de Hegel es, desde este punto de vista, sumamente lúcida. Pero sólo sirve para ese cometido.
La crisis posthegeliana.
Sin embargo, muy poco después de la muerte de Hegel, bastantes pensadores llegaron a la conclusión de que había fracasado. Con otras palabras, su solución, su proceso mental, su método (el método dialéctico que Hegel había adoptado precisamente en cuanto progresivo), era una solución superficial y el progreso metódico sólo aparente.
No les faltaba razón a estos críticos. La observación pertinente, en el fondo, es muy sencilla: el método dialéctico, para ser un auténtico proceso innovador debe cumplir necesariamente una condición (Hegel mismo dice que ha de cumplirse), a saber, que la forma de pensar, el método mismo, no sea meramente formal, meramente lógico, sino generador de los contenidos. No se trata sólo de ordenar unos contenidos ya dados, sino de que los contenidos, o determinaciones, vayan apareciendo justamente en cada uno de los momentos del proceso.
Por lo tanto, la dimensión formal del proceso mental dialéctico, la índole de su lógica, ha de ser plenamente solidaria de la génesis de contenidos. Así pues, no basta con pensar en general que de A se pasa a NO-A, y que de aquí se pasa a A y NO-A, sino que es menester que en cada caso A sea un contenido y NO-A sea otro, y que lo sea justamente como el momento estricto que es.
Es decir, es preciso que NO-A sea B como tal NO-A, como NO-A referido justamente a tal A. Y que a su vez A y NO-A sea un nuevo contenido, no una simple generalidad abstracta, sino, en definitiva, como decíamos, un "universal concreto": no una pura forma de pensar, sino un modo de pensar y algo pensado, un contenido del pensar.
Ante esto los posthegelianos que critican a Hegel dicen: tal exigencia realmente no ha sido cumplida. Señalaré, de paso, que desde Aristóteles esta crítica se funda mejor. Pero ahora interesa destacar el sentido histórico de la crítica.
Hegel no ha conseguido su propósito porque ha pensado dialécticamente el pasado. Lo pensado ya estaba dado. Ahora bien, pretender que un método, aprestado para ser la génesis de los contenidos mismos, sea un método válido respecto del pasado, es un quid pro quo, un puro equívoco.
En especial ¿cómo se puede hacer una filosofía de la historia con el método dialéctico? En rigor, es imposible, porque el método dialéctico es un pretendido método generador, es un proceso que genera los contenidos mismos, y ¿cómo generar el pasado? Del pasado Hegel se ha enterado leyendo libros, no dialécticamente.
Por lo tanto, la filosofía de la historia conducida con el método dialéctico es una confusión, un programa frustrado de inmediato, que solamente se enuncia. Pensar dialécticamente la Historia carece de sentido, puesto que la Historia es pasado. El acontecimiento de tal pensar no es el acontecer histórico.
La única forma de medir si el método dialéctico cumple su promesa sería extenderlo al futuro. En todo caso, lo susceptible de ser generado es el futuro. El pasado, desde luego, no, porque el pasado "ya" es, ya "ha sido".
Sin embargo, pensar generativamente el futuro ofrece también una dificultad insuperable. Desde luego, Hegel fue perfectamente consciente de esta dificultad. Más aún: lo prohibió en absoluto.
En efecto, basta un mínimo de sentido crítico para darse cuenta de que el futuro no es generado porque se piense, por muy dialécticamente que se piense. Más aún, como decir, la dificultad no es asunto de simple sentido crítico, sino sistemática. Para estar plenamente convencido de que el método dialéctico es un método cumplido, es imprescindible haber alcanzado con él un éxito total, completo. Y para ello es menester que ya se haya llegado a la síntesis última; es decir, que ya se haya generado todo, y se haya logrado como resultado el saber absoluto ahora ya: en presente. Se trata de un método efectivo por ser concreto, no de un programa.
Pero si la garantía de que el método dialéctico es efectivamente capaz de pensarlo todo estriba en que pensemos todo y, por lo tanto, en que ya está pensado todo, entonces nos hemos cortado las manos: ya no podemos pensar el futuro como una novedad, es decir, dialécticamente. ¿Cómo vamos a pensar el futuro como una novedad si tenemos que admitir que ya lo hemos pensado todo y, por lo tanto, que ya no hay nada más por pensar? Si no admitimos que, con él, lo hemos pensado todo, de ninguna manera podemos saber si el método dialéctico sirve para pensarlo todo.
Esta es la dificultad insuperable del método dialéctico. Hubo quien se dio cuenta y, en consecuencia afirmó que este método es inútil o aparente , que está aquejado de una dificultad que él mismo se provoca y de acuerdo con la cual resulta completamente estéril. Porque no puede ser una generación del pasado, cosa que carece de sentido, ni tampoco una generación del futuro no sido, pues el propio método se lo prohibe a sí mismo.
Otros pensadores se quedaron a medio camino en la crítica; tal es el caso de Carlos Marx. Marx rechazó como inaceptable la pretensión hegeliana de haber alcanzado el momento de síntesis total.
Si el método dialéctico ha de valer para el futuro, el presente no puede ser sintético, sino que ha de ser contradictorio: la síntesis tiene que venir después. Marx se dedicó a buscar una contradicción fundamental -él mismo era un hombre contrariada-, no resuelta en su presente; y la encontró en la relación entre las clases. La relación conflictiva entre el capital y el proletariado le permite decir que la dialéctica puede continuar, pues si estamos en una situación de contradicción la síntesis será ulterior y el futuro queda abierto.
Pero de esta forma la dificultad del método dialéctico no se puede subsanar. A partir de una situación actual antitética, no cabe estar seguro de ninguna manera de que el método dialéctico alcance una última síntesis -puede ser un proceso al infinito-. Y si uno no puede estar seguro de que el método dialéctico es válido ¿cómo apostarlo todo a la síntesis ulterior, síntesis cuya perfección -impensable ahora, pues entonces no sería futura- sólo se dará si el método dialéctico es válido completamente, sin la mínima posibilidad de ser falso, o parcial, o indefinido?
Hegel sostiene que, o su presente -un presente absoluto- es la síntesis definitiva, o el método dialéctico no vale, y tiene razón. Se le puede contestar que en ese caso la historia ha terminado y que aunque haya habido un grandioso proceso, todo ha tenido lugar ya. Después de lo cual, lo procedente es descartar el método dialéctico.
Marx advirtió sólo a medias las dificultades intrínsecas del método dialéctico (endosar la dialéctica a la materia es un refugio). Otros las comprendieron mejor y, en consecuencia, dejaron de lado el método dialéctico. Pero entonces la situación es gravísima para el pensamiento. Y por si fuera poco aún queda una dificultad mucho más seria que aducir frente al método dialéctico. Es la siguiente: se pretende pensar negativamente la novedad y para ello se considera la contradicción integrada en un proceso, con lo que se asegura el carácter procesual del proceso mismo, puesto que es así como se consigue un proceso no inercial, el logro de novedades estrictas.
La negación: ¿una novedad pura?
Sin embargo, ¿una negación es una novedad estricta respecto de lo que se niega? Si uno detiene la atención sobre esta pregunta tiene que responder negativamente. La negación no es completamente nueva respecto de lo negado. La antítesis no es una novedad completa respecto de la tesis. NO-A será todo lo distinto de A que se quiera, pero es distinto de A en cuanto NO-A. Por lo mismo, NO-A ya está implicado en el primer momento. No es una completa novedad. Está vinculado a A y por ello, precisamente, se establece la vinculación general, es decir, la reunión sintética.
Si los momentos se determinan uno por el otro, son determinaciones recíprocas y, por lo tanto, ninguno supone una novedad completa respecto del otro. En suma, una determinación recíproca entre nociones particulares no es pensable antes de una idea general. El momento de la generalidad no es postponible. Y, en consecuencia, no hay lugar para la Aufhebung.
Después de esta última observación el método dialéctico queda descalificado, eliminado. No cumple el programa, ni siquiera es un proceso de la índole pretendida, ya que de él no resultan verdaderas novaciones.
El miedo a pensar
Antes de Hegel la situación era ésta: la crisis romántica. Hegel viene a decir: aquí está la solución; dejen ustedes de llorar, contemporáneos, yo les ofrezco la salvación, yo soy su médico, curo su hipocondría. Pero su medicina resulta ser un remedio falaz. Es una medicina que se autodestruye, un castillo de arena que se derrumba. Toda la enorme construcción hegeliana se viene abajo -el Sujeto Absoluto, Hegel realmente no lo construye- en virtud de estas observaciones.
Luego la crisis romántica queda intacta; sólo que ahora la situación ha empeorado. Porque cuando a un enfermo le dicen: "aquí está el ungüento mágico" y la pócima después de probarla no da resultado, el enfermo se agrava porque se decepciona. Si antes estaba mal, la frustración de la gran esperanza de curación ofrecida no le deja como estaba, sino que le hunde más en la miseria.
Aquí se indica a gran escala la experiencia de la desesperación. La mentalidad romántica, después del proyecto de solución dialéctica, queda apabullada y desencantada. El desgarramiento interior es ahora rematadamente insuperable.
Tal experiencia ha tenido resonancia, ha alcanzado o contagiado a muchas personas. Y ha producido, entre otros, un efecto que directamente interesa para esta exposición: justamente, ha inhibido el pensamiento.
La inhibición del pensamiento se generaliza después de Hegel. Después de él los que se lanzan a filosofar lo hacen escarmentados. ¡Cuidado! que Hegel intentó pensar el Todo y no es que la construcción le saliera mal, ni que él fuera un inepto, sino que, sin más, estaba vacía. Era una construcción enorme, y a la vez una pura inanidad pues se desmiente a sí misma constitutivamente.
Y si esto le ha ocurrido a Hegel, cualquiera de menor talla intelectual, si no anda con tiento, sin duda incurrirá en una alucinación peor. Es así como desde Hegel el pensamiento está en retirada. Desde entonces sólo se hacen reposiciones finitistas (el mismo Heidegger, el mayor filósofo posterior a Hegel, comenzó renunciando a pensar el Absoluto) del pensar, en atención a que Hegel, nada menos, ha fracasado. La restricción inaugural de la Edad Moderna es confirmada.
Por lo tanto, asistimos a un pesimismo, no ya producido por el desgarramiento romántico, sino como desconfianza en el ejercicio mismo del pensamiento filosófico. Este se limita a acometer tareas más ligeras y se convierte en un pensamiento corto, hecho según modelos tímidos y, en consecuencia, también fácilmente recusables. Con lo cual el escarmiento y el pesimismo, en lo que respecta a la capacidad humana de pensar la verdad, se van agravando cada vez más. Viejos escepticismos vuelven a dominar la escena.
Llegamos de esta forma a un desenlace enclavado dentro de la última actualidad. Hoy día la gente no se atreve a pensar prácticamente nada. Bien entendido: en tanto que se depende del pensar moderno, cuyo máximo representante, el más audaz y ambicioso, y por otro lado, también el más poderoso es Hegel.
La conclusión extraída estriba en reducir el pensar a una dinámica vacía, incapaz de generar ningún contenido: ni siquiera lo toca. Una formalización asténica, desprovista de verdad y por ello puramente aleatoria: es una casualidad que tales formalidades se correspondan con el mundo real. De entrada no se puede, por la consideración de la formalidad misma, averiguar en modo alguno qué es lo pensado en términos de formalidad. Incluso se llega a decir que el pensar formal es tautológico. En orden a los significados el pensamiento es estrictamente dependiente de una instancia externa. A esto se le llama verificación. La verdad no reside en el pensar.
Las hipótesis están ahí, en ocasiones incluso como un sistema perfectamente cerrado; pero a nivel formal. No se sabe en ellas mismas si pueden llegar a tener alguna relación con la realidad. ¿Hay que conformarse con esta postergación del momento veritativo a que nos condena, por ejemplo, el neopositivismo? Esta sentencia tan restrictiva ¿responde bien, aunque sólo sea como descripción, a la marcha actual de la ciencia? Intentaré responder a estas preguntas más adelante. Por el momento baste con decir que la apreciación actual del pensamiento es crudamente escéptica.
El pensamiento sufrió un vapuleo, una especie de desplome a partir de Hegel, cuya filosofía es una construcción gigantesca que, pronto se vio, no sirve para nada, es tan absoluta como estéril.
La voluntad
Esto se dijo hace ya tiempo -por ejemplo, Kierkegaard, cuya componente irracional es clara-. Sin embargo, se siguieron trenzando sistemas formales; éstos tuvieron bastante éxito, permitieron albergar nuevas esperanzas -si bien cada vez más modestas en calidad-, pero la confianza en el pensar no ha cesado de disminuir. Y como consecuencia se le buscó un sustituto, que, como ya ocurrió a finales de la Edad Media, trató de fijarse en la voluntad. La conexión de la voluntad con el pensamiento formalizado es el voluntarismo pragmatista, característico de tantas corrientes del último tercio del siglo pasado y de la primera mitad de éste. Pero la actitud pragmática presupone una exaltación de la voluntad. Es el tema de la ilustración, del que trataremos en otro lugar.
Reseñemos algunas versiones modernas de la voluntad. En este asunto la clave es Kant. El balance neto de la limitación kantiana de la razón teórica es una absolutización de la voluntad que permite conferirle un carácter ético incondicionado, es decir, un estatuto posicional real, indudable e inconmovible, al que Kant llama factum, correlativo a una postulación normativa tan general como vacía (o sea, completamente general y presentemente vacía). Esta crispación es interpretada dinámicamente por Fichte como el ápice puro de un descenso y un ascenso dialécticos a los que llama sistema o teoría de la ciencia (algo así como una versión voluntarista del neoplatonismo con el Uno reducido a un punto). Con otras palabras, si en Kant el rendimiento racional de la voluntad es nulo, en Fichte se da una injerencia impulsante pero entrópica, que Schelling trata de invertir declarando que lo que quiere en la voluntad es la razón. También Hegel procede a una soldadura de la grieta kantiana (que es una oposición romántica más) pero rechazando la prioridad del yo quiero como deber, desechada por ser una postura orgullosa y alejada de la realidad. De acuerdo con la identificación de realidad y racionalidad en el proceso, la inmovilidad kantiana es sustituida por la fluidez que disuelve la firmeza de la ética y la compromete sin remedio con la necesidad: la diferencia entre el deber ser y el ser desaparece, pues el proceso no puede ser distinto de como es (la paradoja de la dialéctica es ésta) y, encima, tiene como resultado el Absoluto que asume todos los posibles.
Nietzsche: la voluntad curvada
Sin embargo, la grieta kantiana tiene otro sentido virtual, a saber, la preeminencia radical de la voluntad sobre la racionalidad. Esta preeminencia entraña que la voluntad es capaz de ser sola, o en soledad, es decir, sin necesitar de la razón. En la crítica al idealismo absoluto, o sea, en la crisis histórica del posthegelianismo, esta virtualidad es aprovechada por Nietzsche. En última instancia, la crítica de Nietzsche a Hegel equivale a la observación de que el proceso dialéctico es una mediación a parte post, y por lo mismo, una subordinación del yo al proceso, un descentramiento del yo que sólo existe a expensas de lo otro que él, -el yo dialéctico es el tiempo-. Ahora bien, el yo sólo es real en cuanto se quiere en un querer, esto es, como centro reduplicativamente ratificante. O lo que es igual, el yo es incompatible con lo otro; más, es el radical poder de pasarse sin otro. Este poder que no se abandona a sí mismo domina la debilidad humana: es el advenimiento del superhombre y también el acontecimiento de la nada. Nada significa en Nietzsche la desaparición del otro en la voluntad para el poder. Una voluntad no para el otro. El otro es la nada. Bien entendido, no como nada pensada, sino como nada en el orden de la voluntad. La nada del otro para la voluntad significa eterno retorno. Eterno retorno significa nada para siempre, o siempre la reposición de lo mismo que elimina lo otro para la voluntad. Es así como la voluntad está más allá del bien y del mal, o en su interés dominante.
Así pues, el aislamiento de la voluntad es doble: respecto de la razón y respecto de lo otro. Esta última soledad es la más grave, pues es la muerte del poder de amar. La voluntad para el poder es la impotencia amorosa pura.
Precisamente por eso también la voluntad ha fracasado. No es de extrañar la quiebra del voluntarismo posthegeliano, cuyo máximo exponente es Nietzsche (el que mejor lo ha entendido y definido), porque ya de antemano estaba condenado. En efecto, el voluntarismo nihilista es un reduccionismo más, esto es, una especial interpretación de la energía humana radical, que conlleva la amputación del amor.
Después de Nietzsche hubo otras formulaciones de la voluntad un poco más al alcance del común de la gente, pero no menos interesadas. Tales formulaciones (por lo demás, ya propuestas a principios de la Edad Moderna) han moldeado una voluntad pragmática a la búsqueda de resultados mediante el uso instrumental del pensar formal. Pero a este nivel la omnipotencia del resultado es el éxito, y el éxito da paso a la automatización; en la medida en que se instala lo automático, la voluntad queda jubilada: ya no es una fuerza eficaz. Sólo interviene cuando la información formalizada se revela limitada. Pero entonces equivale al azar.
Esquemáticamente se puede afirmar que la voluntad se ha encontrado, al hacerse cargo de la dirección de la Historia y de los asuntos humanos, con unos mecanismos suscitados que funcionan solos, y que así han arrebatado el protagonismo a la voluntad misma.
Estamos ante un régimen funcional que nos arrastra pues se impones de suyo, en el cual la voluntad tiene muy poco que hacer. La tecnología -y estamos en un momento de tecnología abundante e impregnante de todos los órdenes de la vida-, en el fondo inhibe también a la voluntad. Esta ha de preguntase a qué se dedica si todo está mecanizado. No encuentra respuesta.
La afectividad
Tras la jubilación de la voluntad, el hombre se pregunta: ¿y ahora queda algo en mí de mí? Cuestión planteada por bastantes filósofos contemporáneos. Otros no la han formulado directamente, pero también son tributarios de ella. ¿Cómo me enfrento yo ahora con las cosas? ¿Qué soy, si soy algo más que un trasunto de la necesidad o del azar universal ? ¿Qué responde e mí a la realidad, si ya la voluntad no me sirve para nada y el pensamiento es una mera formalidad casualmente acertante que ha pasado a instalarse en automatismos externos a mí, y nada más? Pues no me quedan más que mis afectos.
Sin embargo, vivir a base de afectos, de mis sentimientos, de agrados, de desagrados, buscando tal tipo de placer, huyendo de tal tipo de dolor, es encontrarse con una dotación muy precaria.
Precaria: porque si ha fracasado el pensamiento, si ha fracasado la voluntad, ¿cómo se puede pretender que medre la afectividad? La afectividad aislada es muchísimo menos de fiar que las dos facultades humanas mencionadas; es más una pasividad que algún tipo de fuerza.
La afectividad, cuando se enfrenta con la tecnificación como precipitado pragmático formal envolvente, recibe toda clase de heridas. Se percibe enseguida la dificultad del ajuste afectivo con esos entramados, con esas redes articuladas mecánicamente, técnicamente.
La afectividad se encuentra de entrada a disgusto en los procesos automáticos -ellos funcionan por su cuenta y naturalmente, la afectividad no se adapta bien; al revés, se encuentra más bien forzada por ellos-, y, por lo tanto, la primera reacción afectiva es rehuir.
Pero este movimiento de retracción es doblemente peligroso. En la misma medida en que una afectividad se encuentra herida, vulnerada, "traumatizada" -si vale este término del que tanto se abusa- no sirve para nada normal.
Ahora bien, si eso es lo que pasa, encarar el futuro a base de la instancia afectiva es imposible. Cuando se intenta vivir desde la afectividad y ocurre de inmediato que la afectividad se retrae al chocar con la rigidez de la realidad, el resultado es la desorganización. Paradójicamente, en un mundo recargado de organización instrumental, el hombre afectivo se disuelve, va a la deriva.
Arcaísmo y frenesí
La afectividad induce, por cuanto vulnerada, al salvajismo o al arcaísmo. Con ello la afectividad anhela un refugio para quedar protegida, a resguardo. Esa solución viene sugerida justamente por oposición a la tecnificación. Así se produce una nostalgia del estado "natural", de una vida bucólica o naturalmente paradisíaca. Esta nostalgia del pasado es, a veces, la magnificación de lo arcaico en el hombre, es decir, de sus bases biológicas, de su "paleoestructura". En este buceo hacia lo elemental, o hacia lo infantil, se inscribe el psicoanálisis y los últimos representantes del estructuralismo desintegrado (por ejemplo, Derrida, Deleuze, nietzscheanos al revés).
Por su parte, el ecologismo, esa especie de amor a la naturaleza ahora tan despierto, arranca de la imaginación de un paraíso al modo de Rousseau sin golpes ni choques, rico en armonías homeostáticas, es intercambios equilibrados.
Pero esto no es todo lo que le puede pasar a la afectividad: puede también intentar ganarle la mano a los automatismos. Tiene algunos recursos para ello. Pero entonces ha de suscitarse a sí misma en un régimen que suelo llamar "frenesí". La afectividad frenética se enfrenta con los automatismos y supera su rígido perfil haciendo saltar su concreta configuración a base de la recombinación de sus fragmentos.
Con esto también se vuelve a una situación primitiva, mítica, porque esto es pura y simplemente el programa de vida que aparece en el mito de Dionisos (la forma de vida dionisíaca es justamente la combinatoria sin fin).
La combinatoria sin fin obedece a motivos afectivos muy antiguos. Entre otras cosas, el intento del "kaleidoscopio" cósmico es el recurso a la agitación que borra todos los límites. Es como decir que, si los automatismos están montados de una determinada manera, nosotros podemos montarlos de otras siempre distintas. De este modo, "frenéticamente", con una rapidez cada vez mayor, estrenando constelaciones siempre diferentes, en una especie de "rock-and-roll" cósmico y social, se pretende vivir en espirales libres traspasando todas las normas.
Si embargo, después del frenesí adviene sin remedio otro estado; lo que clásicamente se entiende por estragamiento. Estragamiento, porque una afectividad acelerada dionisíacamente termina exhausta. La afectividad no se puede mantener sin fin exacerbadamente.
Otras importantes modalidades afectivas son el resentimiento, la fascinación, la obsesión y las que aparecen en el comportamiento autista. Todas ellas son también deficitarias y negativas e impiden afrontar el futuro. Para no hacer demasiado oscuro el cuadro omito su exposición.
En resumen, la afectividad, si se "traumatiza", se retira, pero si intenta tomar la mano y se lanza a una actividad de tipo frenético, al final decae. Entonces llega a notar que necesita un aprovisionamiento de energía supletoria. En ese momento acude al estimulante, a la droga, a toda esa serie de procedimientos mediante los que se pretende devolver algún tipo de energía a la afectividad inexorablemente agotada en la misma medida en que se abusa de ella.
En último término se acude a la invocación de una fuerza extraña capaz de insertar un nuevo poder. Pero eso es la idolatría, el entregar la propia vida a otra criatura para que esa otra criatura la alimente en la propia raíz. Ni siquiera el reduccionismo que apela a los instintos se salva de este derrumbamiento.
El término de la Edad Moderna
Así pues, tenemos un pensamiento jubilado, una voluntad egoísta o pragmática que ha desistido a las claras de hacerse cargo del destino humano, y una afectividad que, por un lado, tampoco es capaz de ofrecer ningún tipo de programa organizado y, por otro, se acelera, decae e invoca.
Es fácil ver que el punto de llegada de todo esto es la parálisis, el cansancio, la catatonía. Nuestra situación es una situación improseguible. En tanto que dependemos de la Edad Moderna no podemos seguir.
La Edad Moderna se ha acabado. Y se ha acabado así: por un derrumbamiento de todas las instancias humanas a las que por fuerza ha acudido el propio hombre para poder continuar. Al final las ha gastado todas.
Con seguridad aquí debe haber un error, una equivocación de principio. Tiene que haberlo, porque este derrumbamiento del hombre entero y esta paralización de la energía histórica no pueden obedecer a ninguna razón positiva. Ya hemos indicado el núcleo del error: el estrechamiento de la inspiración clásica.
Pero el error tiene que estar, antes de nada, en el pensamiento. Es preciso señalar una equivocación. No es difícil notar cuál ha sido ésta: el fracaso de la dialéctica, no es el final de todo el pensamiento humano. No está justificado declarar que, si es imposible la pretensión de formalizar y, a la vez, generar contenidos reales, hemos de renunciar a conocer la realidad, o conformarnos con una mera formalización hipotética, etc. Para advertir lo injustificado de semejante desilusión, conviene empezar ampliando nuestra conciencia histórica. El proyecto dialéctico, aunque parezca muy ambicioso, no es el único modo de pensar, ni tampoco el primero, ni el mejor, ni tan siquiera un pensar correcto. Es una deformación de una de las formas de pensar -el método negativo- injustificada del alcance del conocimiento. Por eso el fracaso de Hegel no debe inducir a desistir de pensar, sino simplemente a abandonar la dialéctica y a buscar de otra manera el carácter activo de la intelección. Por ello mismo no quedamos reducidos a la matemática, ni tampoco obligados a desecharla -como hace Hegel-. Desde luego, el pleito entre la matemática y la dialéctica debe zanjarse a favor de la primera, que es un modo mejor ajustado de pensar la relación entre lo general y lo particular sin supresión ni anticipación de este último (la diferencia con el procedimiento hegeliano es patente).
No hay porqué escarmentar. Es perfectamente comprensible la quiebra hegeliana porque se trata efectivamente de una síntesis mal emprendida y mal hecha a partir de una interpretación débil del pensar. El destino de Hegel no es del pensamiento humano. Aunque es mucho lo que habremos de poner de manifiesto para que esta declaración no suene tan sólo a un vago optimismo, una simple actitud, una inocua aspiración, sí es cierto que el tipo de método empleado por Hegel para construir la síntesis es insuficiente. Una razón importante es ésta: el hombre no tiene un solo modo de pensar, sino varios. Emprender una labor de síntesis siguiendo un único modo de pensar, en el fondo es renunciar a una unificación de los distintos métodos. En Hegel hay un claro reduccionismo que podemos llamar metódico. Con un único método no es posible pensarlo todo, ni agotar el pensar. Tampoco cabe una matemática universal, pues la rectificación de la dialéctica no puede ser única.
La síntesis requiere numerosos procedimientos bien articulados. Hegel emplea tan sólo uno de ellos. En tales condiciones la crisis es inevitable. Por eso, repito, el derrumbamiento de Hegel no es el fin de toda esperanza de síntesis, sino la insuficiencia confesada de un método mal conducido, sobrecargado, desfigurado por una pretensión descolocada. Hegel es unilateral.
Realmente, Hegel no quiere ser sincrético; eso es evidente. Quiere, en efecto, conseguir una verdadera unificación, una totalización, una absolutización del saber en que quepa la vida, el arte, la historia, el mundo y la ciencia: todo. Pero lo hace con un método, solamente con uno, Hay una falta de adecuación entre su intención y el procedimiento que sigue.
Conviene examinar qué otros métodos hay, de qué otras maneras se puede emprender una coordinación de nociones, una integración, un pensar unificante de la multiplicidad de factores. Y, en consecuencia, ponerse a la altura, medirse con la característica de fondo de nuestra situación: la complejidad. Para ello es conveniente averiguar cómo está la ciencia. Pero antes hemos de recurrir de nuevo a los clásicos.
En lo que respecta a la voluntad, es un gran error considerarla aislada, como imperio dominante, o tendencia dirigida únicamente a resultados prácticos. Dicha limitación no es acertada. Esa es una de las funciones de la voluntad, del querer humano, pero no la más alta. Amar es un acto humano voluntario más fuerte y propiamente libre. Es preciso volver a encargar a la voluntad -aparte del logro de resultados prácticos- de un menester superpráctico como es el amor: centrar la felicidad de uno en la de los demás. En último término, el amor es una capacidad de transcenderse a sí mismo y, por lo tanto, no permite prescindir del otro ni su dominio pragmático. El amor humano vinculado al amor divino es capaz de restablecer a la voluntad en su vigor propio y de sacarla del rincón inservible en que mucha gente la ha colocado.
Y en lo que respecta a la afectividad, su hipertrofia es ambigua, pues termina en una inhibición por trauma, o en un agotamiento. Habrá que hacer con la afectividad una cosa muy importante: sosegarla, matizarla. Pues la hipertrofia lleva consigo la globalización, la masificación, de la afectividad. La afectividad, cuando funciona bien, de una manera sana -cuando es una afectividad humana, integrada-, contribuye al perfeccionamiento del hombre. Pero para ello ha de ajustarse en cada caso, dejar de funcionar como afectividad desnuda, que se dispara en bloque. Este es el régimen de la afectividad cuando se encuentra sola, desasistida de la inteligencia y de la voluntad, que son las facultades capaces de marcar el matiz. Matizar significa discernir lo trivial y lo importante. Es esta la función propia de los sentimientos en conexión con las aptitudes del sujeto. Una confusión en este orden acarrea consecuencias desastrosas.
Conclusión: el futuro obturado
Como se ha visto, nuestra situación es improseguible: no somos aptos para continuar, hemos agotado nuestros recursos. Decía también que el agotamiento obedece a varios errores. Es posible seguir, pero se precisa un reajuste y una rectificación de gran alcance. Unas cuantas observaciones más perfilarán la tarea.
Si nuestra situación es improseguible -hemos dilapidado nuestros recursos-, quiere decirse que se ha obturado el futuro. Así es, en efecto:
a) En el planteamiento hegeliano, la razón vuelve la espalda al futuro, se establece según la absoluta plenitud del presente que alberga y descifra al pasado entero. Esto comporta que el futuro, la historia posthegeliana, carece de razón: es irracionalidad, locura, alienación irremediable, superfluidad sin sentido. Hegel mismo lo declara sin ambages. Paralelamente, filosofía posthegeliana significa: pensamiento enredado en el problema de su justificación en cuanto posthegeliano. La crítica histórica a Hegel significa: desmontaje del saber absoluto para hacer posible algún tipo de saber posterior a Hegel. Es el saber justificándose de un modo paradójico: disminuyendo su alcance para no aniquilarse. Es un saber achatado por temor a su propio agotamiento culminar. Un absurdo gigantesco: el problema de la supervivencia gravitando sobre el saber humano y frenándolo.
b) En el planteamiento de Nietzsche la voluntad reniega del futuro. La voluntad para el poder es la tendencia curvada sobre su propio dominio, marginando la venganza y la esperanza, es decir, todo lo que desde cualquier futuro pudiera advenir. Es una tendencia condenada a no crecer. el eterno retorno de lo mismo es también un modo de elevar el presente a un estado definitivo, o, como dice Nietzsche, la voluntad para el poder y además nada. Este "además" es la cancelación del futuro, pues el futuro, si es y es para el amor, es el lugar del incremento, el "además" positivo, no yuxtapuesto, sino la capacitación para un mejor corresponder. Voluntad para el poder, y además nada, no significa sólo voluntad para el poder, sino el corresponderse con la nada que garantiza un actualismo presencial puro. Se trata de otro enorme absurdo: la voluntad queriendo de antemano librarse de su constitutivo respecto a otro, la tensión ya completamente tensada: por eso, además nada.
c) La incapacidad de futuro de la afectividad hipertrófica y abandonada a sí misma, ha sido puesta de manifiesto. En el frenesí, el hacer y deshacer y las configuraciones es un puro gasto de tiempo, un remedio para el aburrimiento que recae siempre de nuevo en él para huir aún otra vez. No hay impulso, sino tan sólo el trance de esquivar: una reiteración.
La desaparición del futuro es un acontecimiento de suma gravedad. Ya he dicho que obedece a un error posible de subsanar. Pero la gravedad de citado acontecimiento aconseja mirarlo más de cerca. ¿Por qué, en última instancia? La respuesta es fácil: el futuro se pierde al absolutizar lo operativo en el hombre -el saber absoluto, la voluntad absoluta, la afectividad en bloque-. ¿Acaso tal absolutización es ilícita, además de errónea? Sí, puesto que va acompañada de una pérdida insubsanable. Ahora bien, se trata de la pérdida del futuro ¿Es entonces, que el futuro no está al alcance de nuestro operar, puesto que al absolutizar a éste lo perdemos? ¿Y cómo sería posible lograr el futuro al margen de nuestro operar? Tampoco la respuesta es demasiado complicada: al absolutizar nuestro operar olvidamos su propia índole activa y su raíz, y de esta manera acabamos secándolo, haciéndolo inhábil. No es correcto ni lícito pretender agotar al hombre en su dimensión operativa. Con esto sólo se logra una ruinosa autonomía, que no traspasa el plano de los medios y confunde la operación con la fuerza. La Edad Moderna ha sido pródiga en la acumulación de medios. Pero ¿qué es un medio?
¿Donde nace el operar humano? ¿De qué instancia deriva, al margen de la cual se disipa, o se detiene en su carácter medial? Estas preguntas nos invitan a centrar la atención en lo radical en el hombre y en la versión aristotélica de la operación humana. Ello nos permitirá perfilar aún mejor el sentido de la actualidad del aristotelismo.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |