De Oriente llegan a Jerusalén unos «Magos»: hombres sabios y ricos, de pupilas dilatadas por el insistente escrutar los tenues resplandores de las estrellas en la oscuridad de las noches. Estudiaban la asombrosa constancia de su curso. Compartían quizá la falsa opinión difundida en ese entonces y ahora, sobre el supuesto influjo de los astros en la vida de los humanos. Los de mayor relevancia histórica habrían de nacer bajo un signo celeste notorio y singular. Seguramente se sumaban a esta idea antiguas tradiciones, incluso verdaderas profecías procedentes del pueblo de Israel.
Lo cierto es que Dios, Señor de cielo y tierra, de la eternidad, el tiempo y la Historia, condesciende: enciende, con la buena fe de aquella idea, una luz divina: pone un lucero en la noche «que impresiona por su misma grandeza y hermosura». Y no es menos vigoroso y grávido de misterio el que prende en la intimidad invisible de aquellos corazones regios, abiertos del todo a la verdad que salva. Son hombres santos, saben leer en los sucesos en apariencia triviales o azarosos palabras escritas no por la mano del hombre sino por el pensamiento de Dios. De ahí que su aventura resulte incomprendida, incluso negada, por quienes carecen de experiencia sobrenatural y no se han adentrado con las luces de la fe en el Evangelio. Aferrados con exclusividad a una ciencia humana, con frecuencia certera, pero insuficiente para comprender lo que escapa a la lógica racional, se resisten a reconocer cuanto tiene origen en el libérrimo, amoroso y sapientísimo querer del Señor.
Imán es aquella luz. Abandonan ricos palacios. Cruzan desiertos que abrasan, hielan, o azotan con arena disparada por desabridos vientos. No cesan de andar tras la luz bella. Sólo una importa. En Jerusalén el lucero se oculta. ¿Habrá sido un sueño, todo? El corazón grande repele el desaliento. Si no hay lucero en lo alto, en la tierra hay hombres a quienes preguntar: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues hemos visto su estrella y hemos venido a adorarle»
¿Oyes, Madre? ¡Han venido a adorar al Niño! También los gentiles, los poderosos y sabios, príncipes de la tierra - no hay más que una raza-, vienen a adorar al Niño. Han sido informados y prosiguen su andadura hacia el Belén ya cercano. Y Dios que juega ¡como un Niño! en el universo, pone de nuevo allá arriba la luz, confirma la buena senda.
Los Magos «se llenaron de enormísima alegría. Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y postrándose le adoraron». Conmueve la escena, hoy como nunca. Hombres de prestigio grande se postran ante un niño inerme, Jesús, arrebujado entre los brazos de su Madre Virgen. Incontables leguas anduvieron para vivir en plenitud ese instante de adoración.
Adorar es justicia y amor
«Al Señor tu Dios adorarás y a El sólo darás culto». También estaba escrito: «conoce el buey a su dueño, y el asno al pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne». Con excesiva frecuencia, el seso asnal y ovinesco me aventajan. ¡Jesús, que nunca me falte la sabiduría del buey y de la mula! Que yo sepa reconocer tu pesebre. Yo no sería humano si no te adorase con profunda reverencia. ¿Qué es la religión sino «la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma que no se aquieta si no trata y conoce al Creador» [1]. Me hallaría enceguecido de colosal soberbia si no acogiese gustoso en mi pecho la verdad más probada y cierta: ¡DIOS ES!.
Que yo sepa hacer como los Magos de Oriente: «entrando en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y postrándose le adoraron».
Yo soy Gaspar. Aquí traigo incienso.
Vengo a decir: la vida es pura y bella.
Existe Dios. El amor es inmenso.
¡Todo lo sé por la divina estrella! [2]
Reconocer gustoso la soberanía de Dios y la personal dependencia de quien es EL QUE ES, esto es adorar: «El nos hizo, de Él somos» [3]; sin Él, nada. Cuanto más hondamente conozco esa verdad sin cuestión, tanto más vehemente es el impulso de postrarme en tu presencia. Será, seguramente, por aquello que suele llamar el Papa «lenguaje natural del cuerpo».
El cuerpo humano, animado de espíritu inteligente, por instinto se yergue como señor sobre la tierra; pero ante el señorío absoluto del Creador, se postra. Es natural. Ante Dios no basta alzarse en pie o inclinar la cabeza, como hacemos ante personas iguales a nosotros en dignidad. La majestad de Dios es infinita, y el cuerpo hinca sus rodillas. Primero se anonada Dios «tomando la forma de siervo..., haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz». Entonces, el Padre le ensalza y le da un nombre superior a todo nombre, «a fin de que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y en el infierno» [4] ¡Hasta las rodillas de los negadores obstinados se doblarán al pronunciarse el nombre de Jesús! Yo quisiera, Señor, adorarte con amor inmenso.
¡Quién como Dios!
¡Adórenle todos los ángeles de Dios! [5]. Que todas las criaturas se unan, para dilatarlo en el espacio, en el tiempo y en la eternidad, al grito inmenso de la fe amorosa del primero de los Arcángeles: ¡Michael! ¡Quién como Dios!. «Es [ésta] -dice conmovido Juan Pablo II- la primerísima adoración que brotó de la profundidad espiritual de los seres angélicos, que se alza triunfante sobre la «plenitud de odio» a cargo del diablo y sus soberbios, tristísimos, ángeles» (...). Sumergirse con todo el ser en la realidad magnífica del ¡Quién como Dios! (...), esto es adorar en la hondura del corazón, escenario, así, de doble epifanía: de la inmensa dignidad de Dios y de la finita ¡pero asombrosa! dignidad del hombre veraz.
Postrarse ante Dios, en modo alguno es «humillación». Adorar eleva, dignifica. Indica la necesaria y constante conversión de mi yo entero al Tú trino de Dios Uno. No hay pérdida sino de soberbia y de su reata; ganancia, pues, de humildad, esto es, del gozo de andar bien asentado sobre el fundamento mismo de la verdad.
Adorar es hallar en el Tú divino las raíces de mi yo auténtico, recio y flexible como el acero bien templado, sereno, generoso, puro, exultante. Adorar es percibir en el paladar del alma el grato y sabroso frescor de la Fuente de Vida y Amor plenos. El corazón humano se convierte así en hontanar caudaloso de gratitud por el don inmenso de la personal existencia. Y en lo más pleno de la adoración, como premio del todo gratuito, se escuchan los ecos eternos de una melodía inefable: «No temas: yo te he redimido, y te he llamado por tu nombre; eres mío» ([6](64))
Dios me llama por mi nombre más propio; con el nombre que nadie sabe ni yo mismo sino Él. Porque solo Él conoce mi yo en toda su extensión y hondura. Sólo en su infinita sabiduría creadora se halla el nombre que me expresa con exhaustiva fidelidad, con la precisión más exacta. Sólo ante Dios me hallo entero y patente, llamado por mi nombre más propio. Lejos de ensombrecer, Dios ama infinitamente más mi yo que yo mismo; y me llama a la cumbre del amor. Tanto ama mi ser como mi deber ser, en su radical e indisoluble unidad. Dios me toma, muy de veras, en serio. Justo es, por tanto, que yo me tome en serio, muy de veras, a mi Dios. Si no, al cabo, me aguardaría alguna de las múltiples y grotescas formas de idolatría.
Idolatrías de siempre
¿Son idólatras los que se postran ante el sol? Quizá estos adoran al Ser supremo, celado por las brumas de una ignorancia invencible; le rinden culto de alabanza, gratitud y desagravio. Ciertamente el sol no es Dios, pero Dios está en el fuego del sol, como en la fascinante policromía del mar sereno a contraluz cuando comienza la tarde, y en las frondas verdes, en los páramos pardos, en la lluvia fecunda y hasta en el rayo fulminante. Todo cuanto es, es punto y sugerencia de adoración.
Idólatras, más bien, son quienes sostienen, en el colmo delirante de la soberbia, que «el hombre es para sí mismo el verdadero sol»; y se rinden culto a sí mismos, como si fuesen soberanos autónomos del universo, creadores de sí mismos. Ególatras, que se adoran a sí propios, con humo hediondo de adulterado incienso. Adoran su humana inteligencia, su voluntad, su poder político, económico, social; o la belleza «impar» de la arquitectura de su cuerpo, o quizá su sexo o su estómago: «Su Dios es el vientre», su Dios es la panza... [7]. ¡Se han lucido! Idólatras son quienes tienen como supremo fin intocable la obra de sus manos: becerros de oro, obras de arte, prodigiosos artefactos capaces de subirles a las estrellas; y no advierten lo obvio: la luz divina que resplandece en toda la creación, incluso la humana. No ven ni oyen, no comprenden lo que son ni lo que hacen, ni la vida ni la muerte, ni el mundo ni la historia: ¡nada!
Preferir algo -lo que sea- a Dios, es idolatría. «Al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo darás culto» [8]. ¿Dónde, cuándo, cómo? Ya lo sé: en todo tiempo y lugar, en toda criatura, pues todas son epifanía de la gloria del Creador. Y ahora sobre todo en ese Niño que nos ha nacido:
Cuando te miro Niño,
Dios te contemplo.
Cuando Dios te miro,
Niño te veo.
Dos altares
Es mi corazón un altar perenne donde se ofrecen víctimas espirituales, agradables a Dios por Jesucristo [9]. Los granitos de personal incienso son mis pequeñas obras buenas, mis pocas virtudes. Pero también aroma mi altar íntimo la combustión de mis pecados y grandes defectos en el fuego de Amor encendido por el Espíritu Santo. «Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia [10].
Altare Dei cor nostrum [11], mi corazón es un altar donde se adora, se agradece, se expía, se impetra, por Cristo, con Cristo y en Cristo (hablo de lo que debe ser); y se ofrece el don de mi vida dedicada por entero a Dios, de mi trabajo esforzado bien hecho, por Amor, de los pequeños sacrificios que exigen la caridad y la justicia a mi vida ordinaria.
Y todo ese pequeño tesoro que, por bondad divina, se va ofreciendo en mi corazón íntimo altar, espera impaciente el gran momento de ser ofrecido en el otro altar, donde se confecciona la Sagrada Eucaristía al celebrarse el Santo Sacrificio de la Misa; donde por misterio sublime e inefable, mi incienso se confunde y enriquece infinitamente con el de Cristo, y mi adoración se integra en la perfecta de mi Redentor.
Hemos visto una estrella, se ha encendido un nuevo resplandor: «el deseo de ser plenamente cristianos; si me permitís la expresión, la ansiedad de tomarnos a Dios en serio»[12], de «tomar en serio la fe que profesamos» [13]. ¡Venid, adoremos! Adoremos todos con toda nuestra vida, con todo nuestro ser.
«Los Reyes Magos no son recibidos por un rey encumbrado en su trono, sino por un Niño en brazos de su Madre. Pidamos a la Madre de Dios, que es nuestra Madre, que nos prepare el camino que lleva al amor pleno: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! Su dulce corazón conoce el sendero más seguro para encontrar a Cristo» [14].
Así, la estrella se convierte en Sol; la noche, en el gran Día que hizo el Señor. Estamos llamados a una vida de Amor. «Considerad con qué finura nos invita el Señor. Se expresa con palabras humanas, como un enamorado: Yo te he llamado por tu nombre... Tú eres mío (Is 43, 1). Dios, que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos, que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia vida de fe para no desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en nuestras manos. Fe como la de los Reyes Magos: la convicción de que ni el desierto, ni las tempestades, ni la tranquilidad de los oasis nos impedirán llegar a la meta del Belén eterno: la vida definitiva en Dios»[15].
Reyes que venís por ellas,
no busquéis estrellas ya,
«porque donde el Sol está
no tienen luz las estrellas».
Mirando sus luces bellas,
no sigáis la vuestra ya,
«porque donde el Sol está
no tienen luz las estrellas»
No busquéis la estrella ahora,
que su luz ha oscurecido
este Sol recién nacido
en esta Virgen aurora [16].
Notas
[1] Amigos de Dios, n. 38.
[2] Rubén Darío, Los Tres Reyes Magos, en "Cantos de vida y esperanza", 1976, pág. 3.
[3] Sal 99
[4] Flp 2, 9-11.
[5]. Heb 1, 6.
[6] Is 43, 1.
[7] Flp 3, 19.
[8] Mt 4, 10.
[9] Ped 2,5; Cfr. Vat II, LG. 10.
[10] Es Cristo que pasa, núm. 120.
[11] San Gregorio Magno, Moral, 15, 17.
[12] Es Cristo que pasa, nº 32
[13] Ibid. 96.
[14] Ibid.
[15] Es Cristo que pasa, nº 32.
[16] Rubén Darío, Los Tres Reyes Magos, en "Cantos de vida y esperanza", 1976, pág. 3.
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